La intrincada expresión de los legalismos se desarrolla en torno a la necesidad de ocultarnos a nosotros mismos la violencia que empleamos hacia los demás. Entre el privarle a un hombre de una hora de su vida y privarle de su vida existe tan sólo una diferencia de magnitud. En ambos casos usamos la violencia contra él, consumimos su energía. Elaborados eufemismos pueden disimular nuestra intención de matar, pero tras todo uso del poder contra otro la última premisa es la misma: «Me alimento de vuestra energía».
Addenda a las Ordenes al Consejo, del Emperador Paul Muad’Dib
La Primera Luna brillaba alta sobre la ciudad cuando Paul, con su escudo activado y brillando débilmente a su alrededor, emergió de la calle sin salida. Un viento proveniente del macizo levantaba arena y polvo en medio de la calle, obligando a Bijaz a parpadear y protegerse los ojos.
—Debemos apresurarnos —murmuró el enano—. ¡Apresurarnos! ¡Apresurarnos!
—¿Captas algún peligro? —preguntó tentativamente Paul.
—¡Sé el peligro!
Una repentina sensación de peligro inminente se materializó casi inmediatamente a través de una silueta surgiendo de un portal.
Bijaz se acurrucó y gimió.
Era tan sólo Stilgar, moviéndose como una máquina de guerra, la cabeza por delante, corriendo hacia ellos a toda la velocidad que le permitían sus pies.
Rápidamente, Paul le explicó el valor del enano, depositando a Bijaz en manos de Stilgar. Las secuencias de la visión se movían ahora con gran rapidez. Stilgar desapareció con Bijaz. Guardias de Seguridad rodearon a Paul. El restallido de secas órdenes envió a un grupo de hombres calle adelante hacia la casa más allá de la de Otheym. Los hombres se apresuraron a obedecer, sombras entre las sombras.
Más sacrificios, pensó Paul.
—Queremos prisioneros vivos —cuchicheó uno de los oficiales de la guardia.
Cada sonido era un eco de la visión a oídos de Paul. Todo tenía ahora una sólida precisión… visión/realidad, latido a latido. Los ornitópteros descendían cruzando por delante de la luna.
La noche estaba llena de tropas Imperiales atacando. Un suave silbido nació por encima de los demás sonidos, creció, se convirtió en un rugido cuando aún sus oídos estaban llenos del silbido original. Se convirtió en un halo color terracota que ocultó las estrellas, tragó la luna.
Paul, reconociendo el sonido y el resplandor de los destellos de pesadilla de su visión, sintió un extraño sentimiento de plenitud. Ocurría lo que debía ocurrir.
—¡Un quemador de piedras! —exclamó alguien.
—¡Un quemador de piedras! —el grito se extendió a su alrededor—. Un quemador de piedras… quemador de piedras…
Puesto que esto era lo que se esperaba de él, Paul se cubrió el rostro con un brazo y buscó el refugio de una casa cercana. Era ya demasiado tarde, por supuesto.
Donde había estado la casa de Otheym se levantaba ahora una columna de fuego, un chorro cegador que rugía hacia el cielo. Proyectaba a su alrededor un feroz brillo que recortaba de un modo extraordinario los movimientos de los hombres debatiéndose y huyendo, el frenético batir de alas de los ornitópteros.
Pero ya era demasiado tarde para cada miembro del desesperado grupo.
El suelo empezaba a calentarse bajo Paul. Oía como el sonido de los pies que corrían iba deteniéndose. Los hombres a su alrededor empezaban a comprender que correr no era ninguna salvación. El daño principal ya estaba hecho, y ahora lo único que podían hacer era esperar a que la potencia del quemador de piedras se extinguiera. Las radiaciones, de las que nadie había podido escapar, habían penetrado ya en sus carnes. Los peculiares efectos de las radiaciones del quemador de piedras estaban actuando en ellos. Los efectos del arma dependían de los planes de aquellos que se habían atrevido a usarla, los hombres que habían desafiado a la Gran Convención con aquel acto.
—Dioses… un quemador de piedras —jadeó alguien—. Yo… no… puedo… quedarme… ciego.
—¿Quién puede? —sonó la dura voz de un soldado al otro lado de la calle.
—Los tleilaxu podrán vender algunos de sus ojos aquí —gruñó alguien cerca de Paul—. Ahora, ¡a callar y a esperar!
Esperaron.
Paul permaneció silencioso, pensando en lo que implicaba aquella arma. Si su potencia había sido calculada en exceso, se abriría camino hasta el mismo núcleo del planeta. La zona ígnea de Dune era muy profunda, pero precisamente por ello era más peligrosa. Tales presiones liberadas incontroladamente harían pedazos el planeta, esparciendo sus restos a través del espacio.
—Creo que está disminuyendo un poco —dijo alguien.
—Tan sólo se está hundiendo bajo tierra —advirtió Paul—. Permaneced todos resguardados. Stilgar enviará ayuda.
—¿Stilgar ha podido escapar?
—Stilgar ha podido escapar.
—El suelo se está calentando —se quejó alguien.
—¡Se han atrevido a usar atómicas! —protestó un soldado cerca de Paul.
—El ruido disminuye —dijo alguien al otro lado de la calle.
Paul ignoró todas aquellas palabras, concentrándose en las yemas de sus dedos apoyadas contra el suelo de la calle. Podía sentir el rodante retumbar de la cosa… profundo… cada vez más profundo…
—¡Mis ojos! —gritó alguien—. ¡No puedo ver!
Alguien que estaba aún más cerca que yo, pensó Paul. Levantando la cabeza, podía ver el final de la calle, pero había como una niebla envolviendo la escena. Un globo rojo-amarillento ocupaba el área donde habían estado la casa de Otheym y su vecina. Restos de los edificios contiguos no eran más que oscuras sombras que iban cayendo al incandescente pozo.
Paul se puso en pie. Sentía morir el quemador de piedras, lentamente, en un progresivo silencio bajo él. Su cuerpo estaba bañado en sudor dentro del destiltraje, cuyo sistema de reciclado ya no funcionaba. El aire que penetraba en sus pulmones arrastraba consigo el calor y el olor a sulfuro del quemador.
Mientras miraba a sus tropas que empezaban a ponerse en pie a su alrededor, la bruma de los ojos de Paul se convirtió en tinieblas. Convocó a su visión oracular de aquellos momentos y entonces, encajándose en aquel surco que el Tiempo había excavado para él, comprobó que se correspondían tan estrechamente que ya no podía escapar. Tuvo consciencia de aquel lugar y momento como de una multitudinaria posesión, con la realidad mezclándose con la predicción.
Gemidos y gruñidos de sus tropas empezaron a sonar a su alrededor, a medida que los hombres tomaban consciencia de su ceguera.
—¡Todos quietos! —gritó Paul—. ¡La ayuda está en camino! —Y, como las quejas persistieron, dijo—: ¡Soy Muad’Dib! ¡Os ordeno que permanezcáis quietos! ¡La ayuda está llegando!
Silencio.
Luego, tal como en su visión, un guardia cerca de él dijo:
—¿Es realmente nuestro Emperador? ¿Alguien puede verle? Decídmelo.
—Ninguno de nosotros tiene ojos —dijo Paul—. También a mí me han quitado mis ojos, es cierto, pero no mi visión. Puedo verte de pie aquí, así como esta sucia pared al alcance de tus dedos a tu izquierda. Ahora aguardad valientemente. Stilgar llega con nuestros amigos.
El toc-toc de varios tópteros resonó fuertemente a su alrededor. Luego hubo el sonido de apresurados pasos. Paul observó a sus amigos llegar, comparando su sonido con los de su visión oracular.
—¡Stilgar! —llamó, agitando un brazo—. ¡Por aquí!
—¡Gracias sean dadas a Shai-Hulud! —gritó Stilgar, corriendo hacia Paul—. ¡Vos no…! —En el repentino silencio, la visión interna de Paul le mostró a Stilgar inmovilizándose ante él con una expresión de agonía, contemplando los dañados ojos de su amigo y Emperador—. Oh, mi Señor —gimió—. Usul… Usul… Usul…
—¿Qué hay del quemador de piedras? —preguntó uno de los recién llegados.
—Se ha extinguido —dijo Paul, elevando la voz. Hizo un gesto—. Apresuraos y socorred a aquellos que estaban más cerca del punto de inicio. Levantad barreras. ¡Apresuraos! —Se volvió hacia Stilgar.
—¿Podéis ver, mi Señor? —preguntó Stilgar, con el asombro en su tono—. ¿Cómo podéis ver?
Por toda respuesta, Paul tendió sus dedos hasta tocar la mejilla de Stilgar por encima del filtro bucal, y notó lágrimas.
—No necesitas darme tu humedad, viejo amigo —dijo—. No estoy muerto.
—¡Pero vuestros ojos!
—Han cegado mi cuerpo, pero no mi visión —dijo Paul—. Ah, Stil, vivo en un sueño apocalíptico. Mis pasos se inscriben con una tal precisión en este camino que llego a experimentar aburrimiento por tener que revivirlo todo de un modo tan exacto.
—Usul, yo no, no comprendo…
—No intentes comprenderlo. Acéptalo. Pertenezco al mundo que está más allá de este nuestro mundo. Para mí son iguales. No necesito ninguna mano que me guíe. Veo cada movimiento a mi alrededor. Veo cada expresión de tu rostro. No tengo ojos, pero puedo ver. Silgar agitó vivamente la cabeza.
—Señor, debemos ocultar vuestra aflicción a…
—No la ocultaremos a nadie —dijo Paul.
—Pero la ley…
—Vivimos ahora bajo la ley de los Atreides, Stil. La ley Fremen de que todo ciego sea abandonado en el desierto se aplica tan sólo a los ciegos. Yo no estoy ciego. Vivo en el ciclo de la existencia donde la guerra entre el bien y el mal tiene su arena. Estamos en un giro en el devenir de las edades, y cada uno de nosotros debe representar su parte.
En el repentino silencio, Paul oyó a uno de los heridos lamentándose mientras era transportado.
—Fue terrible —gemía el hombre—. Una gran furia de fuego…
—Ninguno de esos hombres debe ser entregado al desierto —dijo Paul—. ¿Me oyes, Stil?
—Os oigo, mi Señor.
—Hay que proporcionarles nuevos ojos. A mis expensas.
—Se hará, mi Señor.
Oyendo la emoción en la voz de Stilgar, Paul dijo:
—Regreso al tóptero de Mando. Hazte cargo aquí.
—Sí, mi Señor.
Paul pasó al lado de Silgar, rodeándole, y avanzó a lo largo de la calle. Su visión le revelaba cualquier movimiento, cualquier irregularidad ante sus pies, cualquier rostro con el que se encontrara. Comenzó a dar órdenes a medida que avanzaba, señalando a los hombres de su guardia personal, llamándoles por sus nombres, reuniendo a su alrededor a aquellos que representaban su aparato privado de gobierno. Sentía el terror nacer tras él, los atemorizados cuchicheos.
—¡Sus ojos!
—¡Pero te ha mirado directamente, te ha llamado por tu nombre!
En el tóptero de Mando, desactivó su escudo personal, penetró en el aparato y tomó el micrófono de manos de un alucinado oficial de comunicaciones, lanzando una breve ráfaga de órdenes, tras lo cual devolvió el micrófono al oficial. Volviéndose, Paul llamó a un especialista en armamentos, uno de los más jóvenes y brillantes miembros de la nueva raza que recordaba tan sólo confusamente la vida en el sietch.
—Han usado un quemador de piedras —dijo Paul. Tras una breve pausa, el hombre dijo:
—Eso es lo que me dijeron. Señor.
—Por supuesto, sabes lo que ello significa.
—La energía empleada tan sólo podía ser atómica.
Paul asintió, pensando en cómo debía estar actuando la mente de aquel hombre. Atómicas. La Gran Convención prohibía tales armas. Descubierto el culpable, incurriría simultáneamente en las represalias de todas las Grandes Casas. Las viejas rencillas serían olvidadas, abandonadas frente a aquella traición y a los antiguos miedos que despertaba.
—No puede haber sido manufacturada sin haber dejado algunas huellas —dijo Paul—. Reúne el equipo adecuado y busca a toda costa donde fue construido el quemador de piedras.
—Inmediatamente, Señor. —El hombre se alejó, con una última temerosa mirada.
—Mi Señor —aventuró el oficial de comunicaciones tras él—. Vuestros ojos…
Paul se volvió, tomó de nuevo el micrófono, giró el mando hasta conectar con su frecuencia personal.
—Llamad a Chani —ordenó—. Decidle… decidle que estoy vivo, y que me reuniré inmediatamente con ella.
Ahora las fuerzas se reúnen, pensó Paul. Y notó, a todo su alrededor, cuán fuerte era el olor del miedo en la transpiración.