14

Oh, gusano de innumerables dientes,

¿puedes tú negar lo que no tiene cura?

La carne y el aliento que te atraen

hacia las profundidades donde todo comienza,

¡Se alimentan de monstruos retorciéndose en una puerta de fuego!

No encontrarás nada que pueda cubrirte

de las intoxicaciones de la divinidad.

¡U ocultarte de las quemaduras del deseo!

Canción del Gusano, del Libro de Dune

Paul había estado ejercitándose hasta el agotamiento en el salón de ejercicios, utilizando el crys y la espada corta contra el ghola. Ahora permanecía de pie junto a una ventana orientada a la plaza del templo, intentando imaginar la escena de Chani en la clínica. Había tenido que ser trasladada rápidamente allí a media mañana, en su sexta semana de embarazo. Los médicos que la atendían eran los mejores. Debían llamarle cuando tuvieran noticias.

Lóbregas nubes de media tarde, preñadas de arena, oscurecían el sol sobre la plaza. Los Fremen llamaban a este tiempo «aire sucio».

¿Por qué los médicos no habían llamado? Cada segundo se deslizaba penosamente hacia el pasado, resistiéndose a entrar en aquel universo.

Esperar… esperar… La Bene Gesserit no había respondido una palabra desde Wallach. Por supuesto, estaban ganando deliberadamente tiempo.

Su visión presciente había registrado estos momentos, pero había aislado su consciencia del oráculo, prefiriendo el papel de ser un Pez del Tiempo dejándose arrastrar por las corrientes que lo conducían. El destino no permitía forcejeos ahora.

El ghola se dedicaba a colocar las armas en su sitio y a examinar el equipo. Paul suspiró, llevando una mano a su cinturón para desactivar el escudo. La eliminación del campo provocó un breve estremecimiento en su piel.

Haría frente a los acontecimientos cuando Chani regresara, se dijo a sí mismo. Entonces tendría tiempo de aceptar el hecho de que todo lo que le había ocultado a ella había prolongado su vida. ¿Era tan malo, se preguntó, preferir a Chani a un heredero? ¿Tenía derecho a elegir por ella? ¡Qué estúpidos pensamientos! ¿Quién podía vacilar enfrentándose a tales alternativas… pozos de esclavos, tortura, agonizante dolor… y cosas aún peores?

Oyó abrirse la puerta y los pasos de Chani.

Se volvió.

La muerte estaba en el rostro de Chani. El cinturón Fremen que sujetaba la cintura de sus ropas doradas, los anillos de agua que llevaba formando collar, una mano en su cadera (no lejos del cuchillo), la cortante mirada con la que inspeccionó la habitación… todo en la forma en que permanecía de pie allí hablaba de violencia.

El abrió sus brazos y la cobijó entre ellos, apretando muy fuerte.

—Alguien —gimió ella, hablando contra su pecho— me ha estado administrando un contraceptivo durante largo tiempo… antes de que empezara la nueva dieta. El nacimiento va a traer problemas a causa de ello.

—¿Pero hay algún remedio? —preguntó él.

—Remedios peligrosos. Conozco la fuente de ese veneno. Tendré su sangre.

—Mi Sihaya —susurró él, apretándola más fuerte para calmar su repentino temblor—. Darás a luz a aquel que ambos queremos. ¿No te parece bastante?

—Mi vida arde más aprisa —dijo ella, apretándose contra él—. Ahora el nacimiento controla mi vida. Los médicos me han dicho que está viniendo a un terrible paso. Debo comer y comer… y tomar más especia… comerla, beberla. ¡La mataré por esto!

Paul acarició su mejilla.

—No, mi Sihaya. No matarás a nadie. —Y pensó: Irulan prolongó tu vida, amor. Para ti, el momento del nacimiento será el momento de tu muerte.

Sintió que el dolor tanto tiempo oculto fluía ahora de lo más profundo de su médula, vaciando su vida en una jarra negra.

Chani se apartó bruscamente de él.

—¡No puede ser perdonada!

—¿Quién ha dicho algo de perdón?

—¿Entonces por qué no puedo matarla?

Era una pregunta tan llanamente Fremen que Paul tuvo que contenerse para no exteriorizar su histérico deseo de echarse a reír.

—No nos ayudará en nada hacerlo —dijo.

—¿Has visto tú eso?

Paul sintió que sus entrañas se retorcían con el recuerdo de aquella visión.

—Lo que vi… lo que vi… —murmuró. Cada aspecto de los acontecimientos se correspondía con un presente que lo paralizaba. Se sentía encadenado a un futuro que, expuesto demasiado a menudo, lo había ligado a algo parecido a un súcubo insaciable. Una ardiente sequedad se adueñó de su garganta. ¿Había sido hechizado hasta tal punto por su propio oráculo, se preguntó, que se había convertido en presa de un despiadado presente?

—Dime lo que has visto —dijo Chani.

—No puedo.

—¿Por qué no puedo matarla?

—Porque yo te lo pido.

Observó que ella aceptaba aquello. Lo hizo del mismo modo que la arena acepta el agua: absorbiéndola y ocultándola. ¿Había obediencia bajo aquella superficie de ardiente cólera?, se preguntó. Y comprendió que la vida en la Ciudadela real no había cambiado a Chani. Ella simplemente se había detenido por un tiempo, sin llegar a ocupar aquella estación de tránsito en su largo viaje con su hombre. Nada de las costumbres del desierto había cambiado en su interior.

Chani retrocedió unos pasos, miró al ghola, que permanecía inmóvil junto al diamantino círculo de la zona de prácticas.

—¿Has cruzado tus hojas con él? —preguntó.

—Y eso me ha hecho sentirme mejor. La mirada de ella siguió el círculo en el suelo, luego se clavó en los metálicos ojos del ghola.

—No me gusta —dijo.

—No usará la violencia contra mí —dijo Paul.

—¿Has visto eso?

—¡No lo he visto!

—¿Entonces cómo puedes saberlo?

—Porque es más que un ghola; es Duncan Idaho.

—Lo creó la Bene Tleilax.

—Crearon algo que va más allá de lo que pretendían. Ella agitó la cabeza. Una esquina de su pañuelo nezhoni rozó el cuello de su ropa.

—¿Cómo puedes cambiar el hecho de que sigue siendo un ghola?

—Hayt —dijo Paul—, ¿eres tú el instrumento de mi destrucción?

—Si la sustancia de aquí y ahora es modificada, el futuro es modificado —dijo el ghola.

—¡Esto no es una respuesta! —objetó Chani. Paul alzó la voz:

—¿Cómo voy a morir, Hayt?

Una luz destelló en los ojos artificiales.

—Se dice, mi Señor, que moriréis de riqueza y poder. Chani se envaró.

—¿Cómo se atreve a hablarte así?

—El mentat dice la verdad —observó Paul.

—¿Era Duncan Idaho un auténtico amigo? —preguntó ella.

—Ofrendó su vida por mí.

—Se dice —murmuró Chani— que un ghola no puede ser restaurado a su entidad original.

—¿Me convertiríais? —preguntó el ghola, dirigiendo su vista a Chani.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Chani.

—Convertir es cambiar —dijo Paul—. Pero no volver atrás.

—Cada hombre arrastra consigo su pasado —dijo Hayt.

—¿Y cada ghola? —preguntó Paul.

—En cierto modo, mi Señor.

—¿Y qué hay de ese pasado en el secreto de tu carne? —preguntó Paul.

Chani se dio cuenta de que la pregunta inquietaba al ghola. Sus movimientos se hicieron más rápidos, sus manos se cerraron en puños. Ella miró a Paul, preguntándose qué habría querido probar él. ¿Acaso existía algún medio de restaurar aquella criatura convirtiéndola de nuevo en el hombre que había sido?

—¿Ha recordado alguna vez un ghola su pasado real? —preguntó Chani.

—Muchos lo han intentado —dijo Hayt, con la vista fija en el suelo junto a sus pies—. Ningún ghola ha regresado a su existencia anterior.

—Pero a ti te gustaría conseguirlo —dijo Paul. Los inexpresivos ojos del ghola se clavaron en Paul con una apremiante intensidad.

—¡Sí!

—Si existe un medio… —dijo Paul en voz muy baja.

—Esta carne —dijo Hayt, tocándose la frente con su mano izquierda en un curioso movimiento que recordaba un saludo— no es la carne de mi nacimiento original. Es… renacida. Tan sólo la forma es familiar. Un Danzarín Rostro podría hacerlo tan bien como esto.

—No tan bien —dijo Paul—. Y tú no eres un Danzarín Rostro.

—Eso es cierto, mi Señor.

—¿De dónde proviene tu forma?

—De la huella genética de las células originales.

—En algún lugar —dijo Paul— había algo plástico que conservaba el recuerdo de la forma de Duncan Idaho. Se dice que los antiguos experimentaron esas regiones antes incluso del Jihad Butleriano. ¿Cuál es la extensión de este recuerdo, Hayt? ¿Qué aprendió del original? El ghola se alzó de hombros.

—¿Y si no fuera Idaho? —preguntó Chani.

—Lo era.

—¿Puedes estar seguro? —preguntó ella.

—Es Duncan bajo cada uno de sus aspectos. No puedo imaginar una fuerza lo suficientemente intensa como para mantener constantemente esta forma sin ninguna relajación o desviación.

—¡Mi Señor! —objetó Hayt—. El hecho de que no podáis imaginar una cosa no la excluye de la realidad. Hay cosas que debo hacer como ghola que nunca hubiera hecho como hombre.

—¿Comprendes? —dijo Paul, volviendo su atención a Chani.

Ella asintió con la cabeza.

Paul se volvió, luchando con una profunda tristeza. Avanzó hacia la puerta que daba al balcón, apartó los cortinajes. La luz penetró bruscamente en la estancia. Ajustó el ceñidor de su ropa, escuchando los sonidos tras él.

Nada.

Se volvió. Chani permanecía de pie, inmóvil, como en trance, con su mirada fija en el ghola.

Hayt, se dio cuenta Paul, se había retirado a alguna parcela interior de su ser… un recóndito lugar propio del ghola.

Chani se volvió al oír regresar a Paul. Sintió la esclavitud de aquel instante que Paul había precipitado. Por un breve momento, el ghola se convirtió en un ser humano lleno de una intensa vida. Durante aquel momento no experimentó el menor miedo hacia él… sino más bien afecto y admiración. Ahora comprendía el propósito de Paul con aquella prueba. Había intentado hacerle ver el hombre dentro de aquella carne de ghola. Miró a Paul.

—¿Ese hombre, era ese Duncan Idaho?

—Era Duncan Idaho. Sigue estando presente aquí.

—¿Habría él concedido la vida a Irulan? —preguntó Chani.

El agua no ha calado lo bastante profundo, pensó Paul.

—Si yo se lo hubiese ordenado —dijo.

—No lo comprendo —dijo ella—. ¿Acaso tú no estás furioso?

—Estoy furioso.

—No suenas… furioso. Suenas más bien triste. El cerró los ojos.

—Sí. También estoy triste.

—Tú eres mi hombre —dijo ella—. Lo sé, pero repentinamente no te comprendo.

Bruscamente, Paul tuvo la sensación de que andaba a través de una larga caverna. Su carne se movía… un pie tras otro pie… pero sus pensamientos estaban en otro sitio.

—Ni yo mismo me comprendo —murmuró. Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que se había alejado de Chani.

—Mi amor —dijo ella, desde algún lugar tras él—, no te preguntaré de nuevo qué es lo que has visto. Sólo sé que voy a darte el heredero que deseas.

El asintió.

—Lo sabía desde el principio —dijo. Se volvió y la estudió. Chani parecía estar muy lejos.

Ella se irguió, puso una mano sobre su abdomen.

—Tengo hambre. Los médicos me han dicho que debo comer tres o cuatro veces más de lo que comía antes. Tengo miedo, mi amor. Eso va demasiado aprisa.

Demasiado aprisa, admitió él. El feto sabe de la necesidad de apresurarse.