El juego más peligroso del universo es gobernar sobre una base oracular. Nosotros no nos consideramos tan sabios o valerosos como para aventurarnos a tal juego. Las medidas detalladas aquí para regular los problemas menores están cercanas a las limitaciones de nuestra concepción del gobierno. Para nuestros propósitos, citaremos una definición de la Bene Gesserit que considera los diversos mundos como yacimientos genéticos, fuentes de enseñanza y de posibilidades. Nuestra meta no es gobernar, sino controlar esos yacimientos genéticos, aprender, y liberarnos de todas las constricciones impuestas por la dependencia y el gobierno.
«La Orgía como un Instrumento de Poder», Capítulo Tercero de la Guía del Navegante
—¿Es aquí donde murió vuestro padre? —preguntó Edric, lanzando un rayo señalador desde su tanque hasta el enjoyado marcador en uno de los mapas en relieve que adornaban una pared del salón de recepciones de Paul.
—Este es el túmulo de su cráneo —dijo Paul—. Mi padre murió prisionero en una fragata Harkonnen, en el sink que hay más abajo de nosotros.
—Oh, sí: ahora recuerdo la historia —dijo Edric—. Algo acerca de intentar matar al viejo Barón Harkonnen, su mortal enemigo. —Intentando no traicionar demasiado el terror que le producía sentirse encerrado en una estancia tan pequeña, Edric se agitó en su gas anaranjado y miró a Paul, que se había sentado en un diván tapizado a rayas grises y negras.
—Mi hermana mató al Barón —dijo Paul, con voz y ademán secos— un poco antes de la batalla de Arrakeen.
¿Por qué, se preguntó, el hombre-pez de la Cofradía estaba reabriendo viejas heridas, en aquel lugar y momento?
El Navegante parecía estar luchando una batalla perdida para contener sus energías nerviosas. Lejos quedaban los lánguidos movimientos acuáticos de su primer encuentro. Los minúsculos ojos de Edric se movían violentamente hacia todas partes… investigando, midiendo. El servidor que lo había llevado hasta allí se había retirado aparte, no lejos de la línea de guardias personales situados junto a la pared a la izquierda de Paul. Aquel servidor inquietaba a Paul… corpulento, cuello grueso, rostro vacuo e inexpresivo. El hombre había entrado en el salón empujando el tanque de Edrid montado sobre sus soportes a escudo, andando de una forma extraña, con los brazos colgando.
Scytale, lo había llamado Edric, Scytale, un asistente.
El aspecto del asistente gritaba estupidez, pero sus ojos lo traicionaban. Se reían de todo lo que veían.
—Vuestra concubina pareció gozar con el espectáculo de los Danzarines Rostro —dijo Edric—. Me complace haberle podido proporcionar esa pequeña diversión. Me gustó particularmente su reacción al ver sus propios rasgos repetidos simultáneamente por todo el grupo.
—¿No hay alguna advertencia contra los Navegantes que llevan presentes consigo? —preguntó Paul.
Y pensó en el espectáculo que se había ofrecido en el Gran Salón. Los danzarines se habían presentado con el aspecto y vestidos con los trajes del Tarot de Dune, desplegándose en figuras alegóricas que evocaban vívidas llamas y antiguos presagios. Luego habían venido los gobernantes… una parada de reyes y emperadores como efigies de monedas, formales y rígidos pero curiosamente fluidos. Y la diversión: una copia del rostro y el cuerpo de Paul, Chani repetida a través de todo el Salón, e incluso Stilgar, que había gruñido y rezongado mientras los demás se reían.
—Pero nuestros presentes tienen la mejor intención —protestó Edric.
—¿Qué entendéis por la mejor intención? —preguntó Paul—. El ghola que nos habéis traído confiesa que fue diseñado para destruirnos.
—¿Destruiros, Señor? —dijo Edric, todo él suave atención—. ¿Quién puede destruir a un dios?
Stilgar, que entraba con estas últimas palabras, se detuvo y miró a los guardias. Estaba mucho más lejos de Paul de lo que le hubiera gustado. Tuvo un gesto de irritación.
—Todo va bien, Stil —dijo Paul agitando una mano—. Tan sólo una amistosa discusión. ¿Por qué no acercas el tanque del Embajador al extremo de mi diván?
Stilgar, renuentemente, observó que si colocaba el tanque del Navegante entre Paul y el voluminoso asistente, Paul iba a quedar en cierto modo bloqueado, pero…
—Todo va bien, Stil —repitió Paul, e hizo la señal privada con la mano que indicaba que la orden era imperativa.
Moviéndose con obvia reluctancia, Stilgar empujó el tanque, acercándolo a Paul. No le gustaba el aspecto del contenedor, ni el denso aroma de melange que flotaba en torno a él. Tomó posición en un ángulo del tanque, bajo el orbitante instrumento a través del cual hablaba el Navegante.
—Matar a un dios —dijo Paul—. Es algo realmente interesante. ¿Pero quién dice que soy un dios?
—Aquellos que os adoran —dijo Edric, mirando ostensiblemente a Stilgar.
—¿Eso es lo que creéis? —preguntó Paul.
—Lo que yo creo no es pertinente ahora, Señor —dijo Edric—. De todos modos, se hace evidente a la mayor parte de observadores que conspiráis para hacer de vos mismo un dios. Y uno se pregunta si esto es algo que puede permitirse un mortal… con toda seguridad.
Paul estudió al hombre de la Cofradía. Era una criatura repelente, pero sensitiva. Aquella era una pregunta que Paul se había hecho muchas veces a sí mismo. Pero había visto tantas alternativas en las líneas del Tiempo en las que aceptar su deificación no era la peor de las posibilidades. Había muchas otras peores. De todos modos, aquellas no eran las avenidas normales que sondearía un Navegante. Curioso. ¿Por qué había sido planteada esa pregunta? Los pensamientos de Paul chasquearon (la asociación con los tleilaxu debía estar detrás de todo aquello)… chasquearon (la reciente victoria de Sembou del Jihad debía pesar en las acciones de Edric)… chasquearon (había algo de los varios credos Bene Gesserit asomándose allí)… chasquearon…
Un proceso que envolvía cientos de unidades de información chasqueó relampagueantemente en su consciencia computacional. Para ello necesitó quizá tres segundos.
—¿Acaso un Navegante duda de las líneas maestras de la presciencia? —preguntó Paul, empujando a Edric a terreno inestable.
Aquello alteró al Navegante, pero se sobrepuso bastante bien, murmurando algo que parecía como un largo aforismo:
—Ningún hombre inteligente dudaría del hecho de la presciencia, Señor. La visión oracular es conocida de los hombres desde los tiempos más antiguos. Así como su forma de manifestarse en los momentos más insospechados. Afortunadamente, existen otras fuerzas en el universo.
—¿Mayores que la presciencia? —preguntó Paul, empujándole de nuevo.
—Si tan sólo existiera la presciencia y fuera omnipotente, Señor, terminaría aniquilándose a sí misma. ¿Tan sólo presciencia? ¿En qué podría ser aplicada salvo en sus movimientos de degeneración?
—Siempre queda la situación humana —hizo notar Paul.
—Como máximo una cosa muy precaria —dijo Edric—, contando con que no se vea confundida por las alucinaciones.
—¿Mis visiones no son más que alucinaciones? —preguntó Paul, con un asomo de falsa tristeza en su voz—. ¿O acaso implicáis que son mis seguidores los alucinados?
Stilgar, captando las crecientes tensiones, avanzó un paso, fijando su mirada en el hombre de la Cofradía reclinado en su tanque.
—Retorcéis mis palabras, Señor —protestó Edric. Un extraño eco de violencia quedó suspendido de aquella frase.
¿Violencia aquí?, se dijo Paul. ¡No se atreverán! A menos (y miró a sus guardias) que las fuerzas que le protegen sean usadas para reemplazarlo.
—Pero estáis acusándome de conspirar para convertirme en un dios —dijo Paul, bajando el nivel de su voz de tal modo que sólo Edric y Stilgar podían oírle—. ¿Conspirar?
—Quizá la palabra haya estado mal elegida, mi Señor —dijo Edric.
—Pero es significativa —dijo Paul—. E implica que esperabais lo peor de mí.
Edric arqueó su cuello y miró hacia Stilgar con ojos aprensivos.
—La gente espera siempre lo peor de los ricos y los poderosos, Señor. Se dice que es fácil reconocer a un aristócrata: revela tan sólo aquellos de sus vicios que lo hacen popular.
Un estremecimiento cruzó el rostro de Stilgar.
Paul desvió la vista hacia él al captar el movimiento, notando los pensamientos y la irritación que zumbaban en la mente de Stilgar. ¿Cómo aquel hombre de la Cofradía se atrevía a hablarle así a Muad’Dib?
—Por supuesto, no estáis bromeando —dijo Paul.
—¿Bromeando, Señor?
Paul notó su boca seca. Tenía la sensación de que había demasiada gente en aquella estancia, de que el aire que respiraba había pasado a través de demasiados pulmones. El perfume de melange que emanaba del tanque de Edric parecía amenazador.
—¿Pero quiénes son mis cómplices en tal conspiración? —preguntó de pronto Paul—. ¿Estáis aludiendo a la Qizarate?
Edric se alzó de hombros, formando una nube de gas anaranjado alrededor de su cabeza. Ya no parecía preocupado por la presencia de Stilgar, pese a que el Fremen seguía observándole fijamente.
—¿Estáis sugiriendo que los misioneros de las Santas Ordenes, todos ellos, están predicando sutiles falsedades? —insistió Paul.
—Podría ser tan sólo una cuestión de interés personal y sinceridad —dijo Edric.
Stilgar posó una mano en el crys que llevaba bajo sus ropas.
Paul agitó la cabeza y dijo:
—Entonces me acusáis de insinceridad.
—No estoy seguro de que acusar sea la palabra adecuada, Señor.
¡Qué audacia la de esa criatura! pensó Paul. Y dijo:
—Acusar o no, estáis diciendo que mis obispos y yo no somos mejores que unos bandidos hambrientos de poder.
—¿Hambrientos de poder, Señor? —Edric miró de nuevo a Stilgar—. El poder tiende a aislar en demasía a aquellos que lo poseen. Finalmente, pierden el contacto con la realidad… y se desmoronan.
—Mi Señor —raspó Stilgar—, ¡habéis hecho ejecutar a hombres por menos de eso!
—Hombres, sí —admitió Paul—. Pero éste es un Embajador de la Cofradía.
—¡Os está acusando de un fraude sacrílego! —dijo Stilgar.
—Sus ideas me interesan, Stil —dijo Paul—. Contén tu rabia y permanece alerta.
—Como Muad’Dib ordene.
—Decidme, Navegante —dijo Paul—, ¿cómo podríamos mantener este hipotético fraude por encima de tan enormes distancias de espacio y tiempo sin vigilar cada misionero, examinar cada detalle de cada capilla y templo Qizarate?
—¿Qué es el tiempo para vos? —preguntó Edric. Stilgar frunció el ceño en obvia perplejidad. Y pensó: Muad’Dib ha dicho a menudo que ve a través de los velos del tiempo. ¿Qué es lo que está diciendo realmente el Navegante?
—¿Acaso la estructura de un tal fraude no debería mostrar sus debilidades? —preguntó Paul—. Discordias significativas, cismas… dudas, confesiones de culpabilidad… ningún fraude podría eliminar tales cosas.
—Aquello que la religión y el interés personal no pueden ocultar, puede hacerlo el gobierno —dijo Edric.
—¿Estáis probando los límites de mi tolerancia? —preguntó Paul.
—¿Acaso mis argumentos no tienen ningún valor? —contraatacó Edric.
¿Está deseando que lo matemos?, se dijo Paul. ¿Se está ofreciendo a sí mismo en sacrificio?
—Prefiero el punto de vista cínico —dijo Paul, tentativamente—. Es obvio que habéis sido entrenado en todas las falsas astucias del gobierno, los dobles sentidos y las palabras del poder. El lenguaje no es más que un arma para vos, y en esta ocasión estáis comprobando el espesor de mi armadura.
—El punto de vista cínico —dijo Edric, con una sonrisa deformando su boca—. Y los gobernantes han sido siempre notoriamente cínicos en lo relativo a la religión. La religión también es un arma. ¿Pero qué tipo de arma es la religión cuando se convierte en el gobierno?
Paul sintió que algo se inmovilizaba en su interior, que una profunda desconfianza se apoderaba de él. ¿A quién le estaba hablando Edric? Malditas palabras en clave, cargadas de palancas manipuladoras… aquel matiz profundo de confortable humor, el sugerido aire de secretos compartidos: sus maneras decían que él y Paul eran dos seres sofisticados, habitantes de un amplio universo, que podían comprender cosas que no estaban al alcance de la gente común. Con un sentimiento de sorpresa, Paul se dio cuenta de que él no era el blanco principal de toda aquella retórica. Todas aquellas palabras iban dirigidas a otras personas… a Stilgar, a los guardias personales quizá… incluso al robusto asistente…
—Me he visto investido con el maná religioso —dijo Paul—, pero no le he buscado. —Y pensó: ¡Eso es! ¡Dejemos que ese hombre-pez piense que ha salido victorioso de nuestra batalla dialéctica!
—¿Entonces por qué no lo habéis repudiado, Señor? —preguntó Edric.
—A causa de mi hermana Alia —dijo Paul, observando atentamente a Edric—. Ella es una diosa. Dejadme poneros en guardia con respecto a Alia: podría fulminaros con su mirada.
Una maligna sonrisa empezó a formarse en la boca de Edric, que fue reemplazada por una mirada de sorpresa.
—Estoy hablando terriblemente en serio —dijo Paul, estudiando el gesto de sorpresa y viendo a Stilgar asentir. Con voz inexpresiva, Edric dijo:
—Habéis resquebrajado mi confianza en vos, Señor. Y no dudo que ésta era vuestra intención.
—No estéis seguro de conocer mis intenciones —dijo Paul, e hizo una seña a Stilgar de que la audiencia había terminado.
Al gesto interrogativo de Stilgar preguntando si Edric debía ser asesinado, Paul respondió con una seña negativa de su mano, amplificada con un imperativo gesto que impedía que Stilgar tomara iniciativas por su cuenta.
Scytale, el asistente de Edric, se acercó al tanque y lo empujó hacia la puerta. Al llegar allí se detuvo, se volvió y, dirigiendo una mirada divertida a Paul, dijo:
—Si mi Señor me permite…
—Sí, ¿qué ocurre? —preguntó Paul, observando como Stilgar se movía cautelosamente en respuesta a una implícita amenaza proveniente de aquel hombre.
—Algunos —dijo Scytale— pretenden que la gente se aferra a un gobierno Imperial porque el espacio es infinito. Se sentirían solos y aislados sin un símbolo que los unificara. Para la gente que está sola y aislada, el Emperador es un lugar definido. Pueden volverse hacia él y decir: «Mirad, aquí está. Él hace uno de todos nosotros». Quizá la religión sirva para el mismo propósito, mi Señor.
Scytale inclinó cortésmente la cabeza y empujó otra vez el tanque de Edric. Salieron del Salón, Edric en posición supina en su tanque, con los ojos cerrados. El Navegante parecía agotado, con todas sus energías nerviosas exhaustas.
Paul observó la figura de Scytale hasta que desapareció, pensando en las palabras del hombre. Un personaje peculiar aquel Scytale, se dijo. Mientras hablaba, radiaba la sensación de ser mucha gente a la vez… como si toda su herencia genética estuviera expuesta en su piel.
—Extraño —dijo Stilgar, sin dirigirse a nadie en particular.
Paul se levantó del diván al tiempo que un guardia cerraba la puerta tras Edric y su escolta.
—Extraño —repitió Stilgar. Una vena palpitaba en su sien.
Paul disminuyó las luces del salón, dirigiéndose hacia una ventana que se abría a un lado de la colina donde había sido edificada su Ciudadela. Las luces parpadeaban allá a lo lejos… un minúsculo movimiento. Un equipo de trabajo acarreaba allá abajo gigantescos bloques de plasmeld para reparar la fachada del templo de Alia que había resultado dañada tras una inesperada tormenta de arena.
—Fue un error invitar a esa criatura a estos salones, Usul —dijo Stilgar.
Usul, pensó Paul. Mi nombre del sietch. Stilgar me recuerda que una vez él mandó sobre mí, que me salvó del desierto.
—¿Por qué lo habéis hecho? —preguntó Stilgar, acercándose hasta situarse junto a Paul.
—Información —dijo Paul—. Necesito más datos.
—¿No es peligroso enfrentarse a esa amenaza tan sólo como un mentat?
Eso fue perspicaz, pensó Paul.
La computación del mentat había terminado. Uno no podía decir nada ilimitado con las limitaciones de cualquier lenguaje. Las habilidades de un mentat tenían sin embargo su utilidad. Eso es lo que dijo, dejando que Stilgar refutara su argumentación.
—Siempre hay algo fuera —dijo Stilgar—. Y algunas cosas es mejor que permanezcan fuera.
—O dentro —dijo Paul. Y aceptó por un momento su propia recapitulación oracular/mentat. Fuera, sí. Y dentro: ahí yacía el verdadero horror. ¿Cómo podía protegerse de sí mismo? Era cierto que en algún lugar se estaban preparando para destruirlo, pero aquella situación estaba rodeada de otras posibilidades mucho más terribles aún.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de rápidos pasos. La figura de Korba el Qizara apareció en el umbral, una oscura silueta recortada contra el fondo luminoso. Entró como empujado por alguna fuerza invisible, y se detuvo en seco ante la penumbra que reinaba en el salón. Sus manos estaban llenas de bobinas de hilo shiga. Brillaban a la luz proveniente del vestíbulo como pequeñas joyas redondeadas que se extinguieron cuando los guardias personales cerraron las puertas tras él.
—¿Sois vos, mi Señor? —preguntó Korba, escrutando las sombras.
—¿Qué ocurre? —preguntó Stilgar.
—¿Stilgar?
—Estamos aquí los dos. ¿Qué ocurre?
—Estoy desconcertado por esta recepción en honor del hombre de la Cofradía.
—¿Desconcertado? —preguntó Paul.
—El pueblo, mi Señor, dice que honráis a vuestros enemigos.
—¿Eso es todo? —dijo Paul—. ¿Son estas las bobinas que te había pedido? —señaló los carretes de hilo shiga en las manos de Korba.
—Bobinas… ¡oh! Sí, mi Señor. Esas son las historias. ¿Queréis verlas aquí?
—Ya las he visto. Son para Stilgar.
—¿Para mí? —preguntó Stilgar. Sintió un asomo de resentimiento hacia lo que interpretaba como un capricho por parte de Paul. ¡Historias! Stilgar estaba discutiendo con Paul sobre cálculos logísticos con relación a la conquista de Zabulón cuando la presencia del Embajador de la Cofradía los había interrumpido. Y ahora… ¡Korba con Historias!
—¿Cuánta historia conoces? —meditó Paul en voz alta, estudiando la sombría silueta que tenía a su lado.
—Mi Señor, puedo nombrar cada uno de los mundos que nuestro pueblo ha tocado en sus migraciones. Conozco los límites del Imperio…
—¿Has estudiado alguna vez la Edad de Oro de la Tierra?
—¿La Tierra? ¿La edad de Oro? —Stilgar estaba a la vez irritado y confuso. ¿Pretendía Paul discutir mitos extraídos del alba de los tiempos? La mente de Stilgar estaba llena con los datos relativos a Zabulón… computaciones del equipo de mentats: doscientas cinco fragatas de ataque con treinta legiones cada una, batallones de soporte, cuadros de pacificación, misioneros Qizarate… todo el equipo alimenticio necesario (tenía todos los elementos grabados en su mente) y melange… armamento, uniformes, condecoraciones… urnas para las cenizas de los muertos… el número de especialistas en propaganda, escribientes, contables… espías y contraespías…
—He traído también el sincronizador de pulsaciones, mi Señor —aventuró Korba. Obviamente había captado la creciente tensión entre Paul y Stilgar, y se sentía incómodo.
Stilgar agitó la cabeza. ¿Un sincronizador de pulsaciones? ¿Para qué quería usar Paul un sistema de enmascaramiento mnemónico en un proyector de hilo shiga? ¿Para qué escudriñar buscando datos específicos en las historias? ¡Eso era tarea de un mentat! Como siempre, Stilgar no podía escapar a una profunda desconfianza hacia todo lo que fuera usar un proyector y sus distintos equipos. Esto le sumergía siempre en inquietantes sensaciones, un abrumador conjunto de datos de los que su mente surgía más tarde sorprendiéndole con información que nunca antes había sabido que poseía.
—Señor, tengo las computaciones referentes a Zabulón —dijo Stilgar.
—¡Deshidrata las computaciones de Zabulón! —restalló Paul, usando el obsceno término Fremen que significaba que aquella era una humedad que ningún hombre se rebajaría a tocar.
—¡Mi Señor!
—Stilgar —dijo Paul—, necesitas urgentemente un sentido del equilibrio que solamente podrás adquirir comprendiendo los efectos a largo plazo. Esta es la poca información que poseemos sobre los viejos tiempos, los exiguos datos que nos han dejado los Butlerianos y que Korba ha reunido para ti. Empezaremos con Genghis Khan.
—¿Genghis… Khan? ¿Pertenecía a los Sardaukar, mi Señor?
—Oh, mucho antes que esto. Mató… quizá cuatro millones de seres.
—Debió poseer un armamento formidable para matar a tantos, Señor. Cañones láser quizá, o tal vez…
—No los mató con su propia mano, Stil. Mató como lo hago yo, enviando a sus legiones. Y hay también otro emperador en el que quisiera que te fijaras… un tal Hitler. Mató a más de seis millones. Mucho para aquellos días.
—¿Matado… con sus legiones? —preguntó Stilgar.
—Sí.
—No son estadísticas muy impresionantes, mi Señor.
—De acuerdo, Stil —Paul miró a las bobinas que Korba mantenía en sus manos. Korba permanecía de pie con un solo pensamiento en su mente: dejar aquello y desaparecer—. Estadísticas: según una estimación más bien conservadora, yo habré matado a sesenta y un mil millones de seres, esterilizado noventa planetas, desmoralizado completamente otros quinientos. He exterminado también a los seguidores de cuarenta religiones que habían existido desde…
—¡Infieles! —protestó Korba—. ¡Todos ellos infieles!
—No —dijo Paul—. Fieles.
—Mi Señor está bromeando —dijo Korba, con voz temblorosa—. El Jihad ha reunido a diez mil mundos bajo la deslumbrante luz de…
—Bajo las tinieblas —dijo Paul—. Se necesitará un centenar de generaciones para recuperarse del Jihad de Muad’Dib. Me cuesta imaginar que alguien pueda superar alguna vez esto—. Una ronca carcajada surgió de lo más profundo de su garganta.
—¿Qué es lo que divierte a Muad’Dib? —preguntó Stilgar.
—No es diversión. Tan sólo he tenido la repentina visión del Emperador Hitler diciendo algo parecido. No hay la menor duda de que lo hizo.
—Ningún otro gobernante ha tenido nunca vuestros poderes —argumentó Korba—. ¿Quién se puede atrever a desafiaros? Vuestras legiones controlan todo el universo conocido y todo el…
—Las legiones controlan —dijo Paul—. Me pregunto si ellas lo saben.
—Vos controláis vuestras legiones, Señor —interrumpió Stilgar, y era obvio por el tono de su voz que súbitamente, había sido consciente de su propia posición en aquella cadena de mando, su propia mano guiando todo aquel poder.
Habiendo conducido así los pensamientos de Stilgar a lo largo del camino que deseaba, Paul desvió toda su atención a Korba y dijo:
—Pon las bobinas aquí en el diván. —Mientras Korba obedecía, Paul preguntó—: ¿Cómo va la recepción, Korba? ¿Mi hermana lo mantiene todo perfectamente en sus manos?
—Sí, mi Señor —el tono de Korba era circunspecto—. Y Chani observa por la ventana de espionaje. Sospecha que haya Sardaukars en el séquito de la Cofradía.
—No tengo la menor duda de que está en lo cierto —dijo Paul—. Los chacales siempre van unidos.
—Bannerjee —dijo Stilgar, aludiendo al jefe de Seguridad interna de Paul— temía que algunos de ellos consiguieran penetrar en las áreas privadas de la Ciudadela.
—¿Lo han conseguido?
—Todavía no.
—Pero había una cierta confusión en los jardines públicos —dijo Korba.
—¿Qué tipo de confusión? —preguntó Stilgar.
Paul inclinó la cabeza.
—Extranjeros yendo y viniendo —dijo Korba—, aplastando las plantas, susurrando conversaciones… se me ha informado de algunas observaciones poco placenteras.
—¿Como cuáles? —preguntó Paul.
—¿Esta es la forma en que son dilapidados nuestros impuestos? Se me ha dicho que fue el propio Embajador quien formuló la observación.
—No me sorprende —dijo Paul—. ¿Cuántos extranjeros había en los jardines?
—Docenas, mi Señor.
—Bannerjee situó piquetes de tropas en las puertas vulnerables, mi Señor —dijo Stilgar. Se giró mientras hablaba, de tal modo que la única fuente de luz del salón iluminaba la mitad de su rostro. Aquella peculiar iluminación, aquel rostro, tocó un nodo en los recuerdos de la mente de Paul… algo proveniente del desierto. Paul no intentó precisar aquel recuerdo, con toda su atención centrada en cómo Stilgar había regresionado mentalmente. El Fremen había sido siempre un hombre de proceder limpio, franco y directo… ahora en cambio mostraba su desconfianza, una profunda desconfianza hacia el extraño comportamiento de su Emperador.
—No me gusta la intrusión en los jardines —dijo Paul—. La cortesía hacia nuestros huéspedes es una cosa, así como el protocolo formal, pero…
—Me encargaré de echarlos —dijo Korba.
—¡Espera! —ordenó Paul, cuando Korba ya se iba.
En el repentino silencio que siguió, Stilgar se movió hasta una posición desde donde podía estudiar el rostro de Paul. Fue un movimiento hábil. Paul admiró la forma en que había sido efectuado, sin ninguna premeditación. Era algo estrictamente Fremen: marcado por el respeto hacia la intimidad de los otros, un movimientos guiado tan sólo por la necesidad.
—¿Qué hora es? —preguntó Paul.
—Casi medianoche, Señor —dijo Korba.
—Korba, creo que tú podrías ser mi más elaborada creación —dijo Paul.
—¡Señor! —había un tono ultrajado en la voz de Korba.
—¿Tienes algún tipo de respeto hacia mí? —preguntó Paul.
—Vos sois Paul-Muad’Dib, que fue Usul en nuestro sietch —dijo Korba—. Vos conocéis mi devoción hacia…
—¿Has tenido alguna vez la sensación de ser un apóstol? —preguntó Paul.
Obviamente Korba interpretó mal aquellas palabras, pero interpretó correctamente el tono.
—¡Mi Emperador sabe que tengo la conciencia limpia!
—Que Shai-Hulud nos salve —murmuró Paul.
El interrogativo silencio del momento fue roto por el sonido de alguien silbando abajo, en el otro salón. El silbido se cortó cuando uno de los guardias personales reclamó silencio al otro lado de la puerta.
—Korba, creo que puedes sobrevivir a todo esto —dijo Paul. Y leyó la repentina luz de la comprensión en el rostro de Stilgar.
—¿Los extranjeros en los jardines. Señor? —preguntó Stilgar.
—Ah, sí —dijo Paul—. Haz que Bannerjee los eche, Stil. Korba le ayudará.
—¿Yo, Señor? —Korba traicionaba su inquietud.
—Algunos de mis amigos han olvidado que antes fueron Fremen —dijo Paul, hablándole a Korba, pero dirigiendo sus palabras a la atención de Stilgar—. Señalarás a todos aquellos a quienes Chani identifique como Sardaukar, y harás que mueran. Lo harás personalmente. Quiero que sea hecho discretamente y sin que produzca problemas. Debemos tener en mente que los actos de la religión y del gobierno se extienden mucho más allá de los tratados y sermones.
—Obedeceré las órdenes de Muad’Dib —susurró Korba.
—¿Las computaciones sobre Zabulón? —preguntó Stilgar.
—Mañana —dijo Paul—. Y cuando los extranjeros hayan sido echados de los jardines, anuncia que la recepción ha terminado. La fiesta ha terminado, Stil.
—Comprendo, mi Señor.
—Estoy seguro de ello —dijo Paul.