8

Para los Fremen, ella es la Figura de la Tierra, una semidiosa cuya misión especial es proteger a las tribus contra los poderes de la violencia. Es la Reverenda Madre de las Reverendas Madres. Para los peregrinos que acuden a ella con sus peticiones para que les devuelva la virilidad o la fecundidad, es una forma de anti-mentat. Responde a ese fuerte deseo humano de misterio. Es la prueba viviente de que lo «analítico» tiene sus límites. Representa la tensión última. Es la virgen prostituta… espiritual, vulgar, cruel, tan destructiva en sus caprichos como una tormenta de coriolis.

—Sta. Alia del Cuchillo, tomado del Informe de Irulan

Alia permanecía inmóvil como un centinela vestido de negro en la plataforma sur de su templo, el Santuario del Oráculo que las cohortes Fremen de Paul habían edificado para ella contra una de las murallas de su fortaleza.

Ella odiaba aquella parte de su vida, pero sabía que no había forma de eludir el templo sin provocar la destrucción general. Los peregrinos (¡malditos todos!) eran más numerosos cada día. El porche inferior del templo estaba siempre abarrotado de ellos. Los buhoneros se movían entre los peregrinos, y había también brujos menores, curanderos, adivinos, todos ellos trabajando en una miserable imitación de Paul Muad’Dib y su hermana.

Los paquetes rojos y verdes conteniendo el nuevo Tarot de Dune se hallaban en lugar preferente en los tenderetes de los buhoneros. Alia se preguntaba acerca del tarot. ¿Quién lo había introducido en el mercado arrakeno? ¿Por qué había conseguido aquella inmensa popularidad en aquel lugar y tiempo particulares? ¿Era debido a la opacidad del Tiempo? La adicción a la especia traía siempre consigo una cierta sensibilidad a la predicción. Los Fremen eran notoriamente crédulos. ¿Era un accidente el que la mayor parte de ellos se apasionaran con los portentos y presagios, aquí y ahora? Decidió buscar una respuesta a la primera oportunidad.

Había viento del sudeste, un ligero viento residual frenado por la escarpadura de la Muralla Escudo que se asomaba muy alta en las estribaciones del norte. La cordillera brillaba con un tono anaranjado entre el polvo que relucía bañado por los últimos rayos del sol de la tarde. Era un viento cálido contra sus mejillas que creaba en ella añoranzas de arena, de la seguridad de los espacios abiertos.

Los últimos fieles del día descendían los amplios escalones de piedra verde del porche inferior, solos y en grupos, haciendo pausas para contemplar los recuerdos y los amuletos santos de los tenderetes de los buhoneros, algunos de ellos consultando a uno de los últimos brujos menores. Peregrinos, suplicantes, gentes de la ciudad, Fremen, vendedores que cerraban su comercio por aquel día… todos ellos formaban una serpenteante línea que se arrastraba por la avenida bordeada de palmeras que conducía al corazón de la ciudad.

Los ojos de Alia distinguían al primer momento a los Fremen, con sus gélidas miradas de total superstición en sus rostros, la forma semisalvaje que tenían de mantenerse a distancia de los demás. Esta era su fuerza y su debilidad. Seguían capturando gusanos gigantes para su transporte, como deporte y para el sacrificio. Se mostraban hostiles a los peregrinos de otros mundos, toleraban difícilmente a las gentes de la ciudad, graben y pan, odiaban el cinismo que veían en los vendedores ambulantes. Nadie se atrevía a provocar a un Fremen, ni siquiera protegido por la multitud que se apretujaba en los alrededores del Santuario de Alia. Los cuchillos estaban prohibidos en los Lugares Santos, pero se habían hallado cuerpos… más tarde.

La partida de la multitud había levantado una nube de polvo. El olor a pedernal llegó hasta Alia, encendiendo otra oleada de añoranza del abierto bled. Su sentido del pasado, se dio cuenta, se había agudizado con la llegada del ghola. Había conocido mucha felicidad en los días apacibles que habían precedido a la ascensión de su hermano al trono… tiempo para bromear, tiempo para realizar pequeñas cosas, tiempo para gozar de una fresca mañana o un atardecer, tiempo… tiempo… tiempo… Incluso el peligro había sido algo bueno en aquellos días… un claro peligro de fuentes conocidas. Nunca entonces había necesitado empujar los límites de su presciencia, luchar contra los cada vez más densos velos que ocultaban los destellos de futuro.

Los salvajes Fremen lo expresaban así: «Hay cuatro cosas que no pueden ocultarse: el amor, el humo, una columna de fuego y un hombre caminado por el abierto bled».

Con un brusco sentimiento de revulsión, Alia retrocedió de la plataforma a las sombras del Santuario y anduvo a lo largo de la galería que dominaba la resplandeciente opalescencia de su Sala de los Oráculos. La arena crujía en el mosaico bajo sus pies. ¡Los suplicantes arrastran siempre arena consigo hasta las Cámaras Sagradas! Ignoró servidores, guardias, postulantes, los omnipresentes sacerdotes parásitos Qizarate, y penetró en el pasadizo en espiral que ascendía retorcidamente hacia sus aposentos privados. Allí, avanzando entre divanes, mullidas alfombras, tapices y recuerdos del desierto, despidió a las amazonas Fremen que Stilgar le había asignado como sus guardias personales. ¡Como perros guardianes! Cuando hubieron desaparecido, murmurando y protestando, pero más temerosas de ella de lo que habían estado nunca de Stilgar, se desvistió, dejando tan sólo su crys colgado de su cuello, y se dirigió hacia el baño.

Sabía que él estaba cerca… aquella silueta de un hombre que podía captar en su futuro, pero que no podía ver. Se irritaba consigo misma de que su poder de presciencia no pudiera vestir de carne a aquella sombra. Tan sólo podía captarla en los momentos más inesperados mientras sondeaba las vidas de otros. O se le aparecía como una silueta hecha de humo en medio de la solitaria oscuridad, cuando la inocencia se juntaba al deseo. Permanecía de pie más allá de un impreciso horizonte, y comprendía que si conseguía agudizar sus talentos y lograba una mayor intensidad podría verlo. Pero estaba allí… un constante asalto a su consciencia: terrible, peligroso, inmoral.

Un aire saturado de humedad la rodeaba en el baño. Era un hábito que había tomado de las memorias-entidades de las incontables Reverendas Madres que eran en su consciencia como perlas engarzadas en un hilo destellante. Agua, agua tibia en una depresión en el suelo, aceptando su cuerpo cuando se metió en ella. Losas verdes con figuras de peces rojos se agitaron con las pequeñas olas y turbulencias que formó el agua. Había tanta agua ocupando aquel espacio que los viejos Fremen se hubieran sentido ultrajados de ver que era usada tan sólo para lavar carne humana.

Él estaba cerca.

Es tan sólo el deseo luchando con la castidad, pensó. Su carne deseaba un hombre. El sexo no albergaba el menor misterio para una Reverenda Madre que había presidido tantas orgías en el sietch… La percepción tau de sus otros-yo podía proporcionarle cualquier detalle que su curiosidad deseara conocer. Aquella impresión de profundidad no podía ser más que otra carne llamando a su carne.

La necesidad de acción se aletargó en el agua cálida.

Bruscamente, Alia saltó del baño y, desnuda y chorreante, penetró en la sala de entrenamientos anexa a su dormitorio. La estancia, oblonga y con el cielo por techo, contenía todos los instrumentos, de los más simples a los más sutiles, necesarios para mantener a una adepta Bene Gesserit en sus más perfectas condiciones de preparación física y mental. Había amplificadores mnemónicos, molinos digitales de Ix para fortalecer y sensibilizar dedos de manos y pies, sintetizadores olfativos, sensibilizadores táctiles, campos de gradiente de temperatura, detectores de esquemas repetitivos para prevenir hábitos, monitores de respuesta a ondas alfa, sincronizadores de parpadeo para afinar los análisis visuales en el espectro luz/oscuridad…

En letras de diez centímetros, a lo largo de una de las paredes, escrito por su propia mano con pintura mnemónica, se hallaba el recordatorio clave del Credo Bene Gesserit:

«Antes de nosotras, todos los métodos de enseñanza estaban curtidos por el instinto. Nosotras aprendimos cómo aprender. Antes de nosotras los investigadores llevados por el instinto poseían un margen limitado de atención… a menudo no superior al tiempo de una simple vida humana. Nunca se les ocurrió lanzarse a proyectos que necesitaran desarrollarse a través de varias generaciones. El concepto de educación total músculo/nervio no entró jamás en sus consciencias».

Mientras penetraba en la sala de entrenamiento, Alia captó su propio reflejo multiplicado cientos de veces por los prismas de cristal del espejo de esgrima que giraba en el corazón del muñeco de ejercicios. Vio la larga espada aguardando en su funda junto al muñeco, y pensó: ¡Sí! Me ejercitaré hasta agotarme… vaciando mi carne y aclarando mi mente.

Tomó el arma en su mano y la sopesó. Extrajo el crys de la funda en su cuello y lo empuñó con la izquierda, golpeó el botón activador del muñeco con la punta de la espada. Notó su resistencia cuando el aura del escudo se formó alrededor del muñeco, empujando su arma suave y firmemente hacia afuera.

Los prismas destellaron. El muñeco se deslizó hacia la izquierda.

Alia lo siguió con la punta de la larga espada, pensando, como hacía a menudo, que aquella cosa tenía algo de vivo. Pero era tan sólo un amasijo de servomotores y complejos circuitos de reflejo diseñados para fintar y esquivar y eludir el peligro, confundiendo y enseñando así a su contrincante. Era un instrumento preparado para reaccionar como ella reaccionaba, un anti-yo que se movía cuando ella se movía, esquivando sus ataques, haciendo girar las luces de sus prismas y contraatacando.

Varias espadas parecían amenazarla desde los prismas, pero tan sólo una era real. Paró ésta, y deslizó su propia espada a través del escudo con la velocidad necesaria para atravesarlo y alcanzar el blanco. Una señal luminosa se encendió, roja y parpadeante, entre los prismas… otro motivo de distracción.

La cosa atacó de nuevo, moviéndose un poco más rápidamente ahora, justo lo suficiente.

Ella paró y, abandonando toda precaución, penetró en la zona de peligro y golpeó con el crys.

Dos luces parpadearon en los prismas.

De nuevo el muñeco incrementó su velocidad, moviéndose sobre sus ruedas como si fuera un gigantesco imán atraído por su cuerpo y por la punta de su espada. Ataque… parada… contraataque. Ataque… parada… contraataque.

Había cuatro luces ahora, y la cosa iba haciéndose cada vez más peligrosa, moviéndose con mayor rapidez a cada luz, ofreciendo más áreas de confusión. Cinco luces.

El sudor relucía en la desnuda piel de Alia. Vivía ahora en un universo cuyas dimensiones estaban delineadas por el relumbrar de la hoja de su espada, el blanco, sus desnudos pies sobre el suelo de prácticas, sentidos/nervios/músculos… movimiento contra movimiento. Ataque… parada… contraataque. Seis luces… siete… ¡Ocho!

Nunca hasta entonces había llegado a las ocho. En un rincón de su miedo relumbró un sentimiento de urgencia, un grito salvaje de advertencia. Aquel instrumento de prismas que le servía de blanco no podía pensar, experimentar cautela o remordimientos. Y llevaba una auténtica espada. Sin ella el entrenamiento no tenía razón de ser. Aquella hoja que la atacaba podía herir y podía matar. Los más sofisticados espadachines del Imperio nunca se aventuraban más allá de las siete luces. ¡Nueve!

Alia experimentó un sentimiento de suprema exaltación. La hoja atacante y el blanco empezaban a ser como una imprecisa mancha de movimiento. Tuvo la sensación de que la espada en su mano empezaba a ser algo vivo. Ella era un antiblanco. No era ella quien guiaba la espada, sino esta la que la guiaba a ella.

¡Diez!

¡Once!

Algo llameó por encima de su hombro, redujo su velocidad al cruzar el aura alrededor del muñeco, penetró en ella y golpeó el mando de parada. Las luces se apagaron. Los prismas y el muñeco giraron por última vez y se inmovilizaron.

Alia se giró, furiosa por la intrusión, pero su reacción estaba mediatizada por su consciencia de la suprema habilidad con que había sido lanzado aquel cuchillo. Había sido un lanzamiento exquisitamente preciso… lo suficientemente veloz como para atravesar la zona del escudo, y lo suficientemente lento como para no ser rechazado por él.

Y había golpeado contra un mando de un milímetro de diámetro en un muñeco de entrenamiento moviéndose a la velocidad de once luces encendidas.

Alia dejó que sus emociones y tensiones se desvanecieran del mismo modo que se habían desvanecido las del muñeco. No se sorprendió en absoluto al ver quién era el que había lanzado el cuchillo.

Paul estaba de pie en el umbral de la sala de entrenamiento, con Stilgar a tres pasos tras él. Los ojos de su hermano estaban entrecerrados por la irritación.

Alia, consciente repentinamente de su desnudez, pensó por un momento en vestirse, luego sintió que la idea la divertía. No se podía borrar lo que los ojos habían visto. Lentamente, colocó de nuevo el crys en la funda de su cuello.

—Hubiera debido saberlo —dijo.

—Supongo que sabías lo peligroso que era lo que estabas haciendo —dijo Paul. Se tomó su tiempo para leer las reacciones del rostro y el cuerpo de ella: el flujo de su esfuerzo coloreando su piel, la humedad que empapaba sus labios. Había en ella ahora una turbadora feminidad que nunca había apreciado en su hermana. Era extraño que estuviera contemplando a una persona que siempre había estado tan cerca de él y que no la asimilara con la estructura familiar que había creído tan fija e inmutable.

—Esto era una locura —gruñó Stilgar, avanzando hasta situarse al lado de Paul.

Las palabras sonaban irritadas, pero Alia captaba admiración en su voz, la veía en los ojos del hombre.

—Once luces —dijo Paul, agitando la cabeza.

—Hubiera conseguido doce si tú no hubieras interferido —dijo ella. Palideció un poco bajo su escrutadora mirada y añadió—: ¿Por qué crees que esta condenada cosa tiene tantas luces si no se supone que pueden ser encendidas todas?

—¿Cómo puede una Bene Gesserit interrogarse acerca del razonamiento tras un sistema abierto? —preguntó Paul.

—¡Supongo que tú nunca has intentado ir más allá de las siete! —dijo ella, devolviéndole su irritación. Su atenta actitud empezaba a molestarla.

—Una vez —dijo Paul—, Gurney Halleck me sorprendió en la diez. Mi castigo fue lo suficientemente vergonzoso como para que no pueda contártelo. Y hablando de cosas vergonzosas…

—La próxima vez, quizá pienses que es mejor anunciarte —dijo ella. Pasó altivamente junto a Paul y penetró en su habitación, se echó por encima una túnica suelta de color gris, y empezó a cepillarse el cabello ante el espejo de la pared. Se sentía sudorosa y un poco triste, el tipo de melancolía que se puede experimentar tras un coito, sin más deseo que el de bañarse nuevamente… y dormir.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó.

—Mi Señor —dijo Stilgar. Había una extraña inflexión en su voz que hizo que Alia se girara para mirarle.

—Fue una sugerencia de Irulan —dijo Paul—, por extraño que pueda parecer. Cree, y parece que algunas informaciones que posee Stil lo confirman, que nuestros enemigos están preparando algo de gran envergadura contra…

—¡Mi Señor! —dijo Stilgar, con voz cortante. Mientras su hermano se volvía interrogante, Alia siguió observando al viejo Naib Fremen. Algo en él le daba la intensa consciencia de que era uno de los primitivos. Stilgar creía en un mundo sobrenatural muy cercano a él. Un mundo que le hablaba en una simple lengua pagana que no ofrecía dudas. El universo natural en el cual se hallaba era cruel, imparable, y no tenía ninguna huella de la moralidad común al Imperio.

—¿Sí, Stil? —dijo Paul—. ¿Deseas decir por qué hemos venido aquí?

—Este no es el momento de hablar del porqué hemos venido —dijo Stilgar.

—¿Qué es lo que no funciona, Stil?

Stilgar seguía contemplando a Alia. —Señor, ¿sois ciego?

Paul se volvió hacia su hermana, sintiendo que lo invadía un brusco sentimiento de intranquilidad. De todos sus colaboradores, tan sólo Stilgar se atrevía a hablarle en ese tono, pero incluso Stilgar medía cuidadosamente las ocasiones en que era necesario.

—¡Le hace falta un compañero! —exclamó bruscamente Stilgar—. ¡Van a surgir problemas si no se une pronto con alguien!

Alia saltó, con el rostro bruscamente encendido. ¿Cómo ha podido captarlo?, se preguntó. Su autocontrol Bene Gesserit había sido impotente para prevenir aquella reacción. ¿Cómo había sido Stilgar capaz de conseguirlo? No poseía el poder de la Voz. Se sintió a la vez furiosa y consternada.

—¡Escuchad al gran Stilgar! —dijo, dándoles la espalda, consciente de lo ácido de su voz—. ¡Consejo a las muchachas de parte de Stilgar, el Fremen!

—Como os quiero a ambos, debo hablar —dijo Stilgar, con una profunda dignidad en el tono de su voz—. Nunca hubiera llegado a ser un jefe entre los Fremen si hubiera permanecido ciego a lo que mueve a los hombres y a las mujeres. Uno no necesita misteriosos poderes para eso.

Paul sopesó la declaración de Stilgar, pensando en lo que había visto allí y en su innegable reacción viril ante su propia hermana. Sí… había algo de hembra en celo en Alia, algo salvajemente desenfrenado. ¿Por qué tenía que haberse lanzado a sus prácticas de combate completamente desnuda? ¡Y arriesgar su vida de aquella estúpida manera! ¡Once luces en los prismas! Aquel autómata sin cerebro que era el muñeco de ejercicios tomaba en su mente todos los aspectos de una antigua criatura de horror. Su posesión era el símbolo de aquella era, pero también acarreaba consigo el veneno de la vieja inmoralidad. Antes los hombres se habían dejado guiar por la inteligencia artificial, los cerebros computadores. El Jihad Butleriano había puesto fin a aquello, pero no había acabado con el aura de aristocrático vicio que englobaban tales cosas. Stilgar tenía razón, por supuesto. Alia necesitaba un compañero.

—Me ocuparé de ello —dijo Paul—. Alia y yo lo discutiremos más tarde… en privado.

Alia se volvió, mirando fijamente a Paul. Conociendo cómo trabajaba su mente, se dio cuenta de que había sido objeto de una decisión mentat, resultado de innumerables datos analizados por aquella computadora humana. Había una cualidad inexorable en aquella convicción… un movimiento parecido al movimiento de los planetas. Arrastraba consigo algo del orden del universo, inevitable y terrible.

—Señor —dijo Stilgar—, quizá debiéramos…

—¡No ahora! —restalló Paul—. Tenemos otros problemas por el momento.

Convencida de que no podía enfrentarse a su hermano en el plano de la lógica, Alia echó a un lado los últimos momentos, a la manera Bene Gesserit, y dijo:

—¿Os ha enviado Irulan? —sintiendo la amenaza que latía en aquel pensamiento.

—Indirectamente —dijo Paul—. La información que nos ha proporcionado confirma nuestras sospechas de que la Cofradía está intentando capturar un gusano de arena.

—Intentan capturar uno pequeño con la esperanza de iniciar el ciclo de la especia en algún otro mundo —dijo Stilgar—. Eso significa que han hallado un mundo en el que consideran que esto puede ser posible.

—¡Y eso significa también que poseen cómplices Fremen! —argumentó Alia—. ¡Nadie de otro mundo podría capturar un gusano!

—Eso no es necesario decirlo —murmuró Stilgar.

—No, no es necesario —dijo Alia. Se sentía irritada por tal torpeza—. Paul, seguramente tu…

—La corrupción se está instalando aquí —dijo Paul—. Lo sabemos desde hace tiempo. Nunca he visto ese otro mundo, sin embargo, y eso me preocupa. Si ellos…

—¿Eso te preocupa? —preguntó Alia—. Eso significa tan sólo que han conseguido ocultar su localización a través de Navegantes, del mismo modo en que ocultan sus refugios.

Stilgar abrió la boca y volvió a cerrarla antes de hablar. Tenía la turbadora sensación de que sus ídolos estaban admitiendo unas blasfemas debilidades.

Paul, notando la inquietud de Stilgar, dijo:

—¡Tenemos un problema inmediato! Necesito tu opinión, Alia. Stilgar sugiere que aumentemos nuestras patrullas en el bled y reforcemos la guardia del sietch. Es posible que así consigamos detectar la partida de desembarco y prevenir…

—¿Con un Navegante guiándoles? —preguntó Alia.

Están desesperados, ¿no? —dijo Paul—. Es por eso por lo que estoy aquí.

—¿Qué han podido ver ellos que nosotros no hayamos podido ver? —murmuró Alia.

—Esta es la cuestión.

Alia asintió con la cabeza, recordando sus pensamientos acerca del nuevo Tarot de Dune. Rápidamente, explicó sus temores.

—Arrojando una venda sobre nosotros —dijo Paul.

—Con patrullas adecuadas —aventuró Stilgar—, podríamos prevenir…

—No podemos prevenir nada… para siempre —dijo Alia. No le gustaba la sensación que emanaba ahora de la mente de Stilgar. Había reducido su campo de visión, eliminando cosas obviamente esenciales. Aquel no era el Stilgar que ella recordaba.

—Hay que contar con el hecho de que consigan capturar un gusano —dijo Paul—. En cuanto a que puedan iniciar el ciclo de la melange en otro planeta, es otro asunto. Van a necesitar mucho más que un gusano.

Stilgar miró del hermano a la hermana. Algo del pensamiento ecológico de su vida en el sietch había quedado en él, y de un modo instintivo comprendía lo que ahora estaban dando a entender. Un gusano cautivo no podría sobrevivir excepto en una porción de Arrakis: plancton de arena, Pequeños Hacedores y todo lo demás. El problema de la Cofradía era enorme, aunque no imposible. Su propia incertidumbre se movía en otras áreas.

—Entonces, ¿vuestras visiones no detectan a la Cofradía realizando esa tarea? —preguntó.

—¡Maldita sea! —estalló Paul.

Alia estudió a Stilgar, captando el salvaje flujo de ideas que tomaba lugar en su mente. Se hallaba atrapado en un engranaje de portentos. ¡Magia! ¡Magia! Entrever el futuro era robar un terrible fuego de un sagrado altar. Aquello representaba la atracción del peligro definitivo, de las almas aventuradas y perdidas. Uno podía volver a veces de las informes y peligrosas distancias trayendo consigo algo de forma y poder. Pero Stilgar estaba empezando a detectar otras fuerzas, dotadas quizá de poderes mucho mayores, más allá de aquel desconocido horizonte. Su Reina Bruja, así como su Amigo Hechicero, revelaban de pronto peligrosas debilidades.

—Stilgar —dijo Alia, luchando por retenerlo—, tú estás en un valle entre dunas. Yo estoy en la cresta. Puedo ver hasta donde tú no ves. Y, entre otras cosas, puedo ver las montañas que oculta el horizonte.

—Hay cosas que permanecen ocultas para vosotros —dijo Stilgar—. Siempre lo habéis dicho.

—Todo poder es limitado —dijo Alia.

—Y el peligro puede acudir de más allá de las montañas —dijo Stilgar.

—Así es, de algún modo —dijo Alia. Stilgar asintió, con su mirada clavada en el rostro de Paul.

—Pero cualquier cosa que llegue de más allá de las montañas tiene que cruzar primero las dunas —dijo.