«El drama empieza otra vez».
El emperador Paul Muad’Dib en su ascensión al Trono del León
Alia observaba desde su ventana de espionaje la gran sala de recepciones por donde avanzaba la delegación de la Cofradía.
La viva luz del mediodía penetraba por la galería de ventanas y se derramaba sobre un suelo de mosaico verde, azul y ocre que simulaba un delta pantanoso con plantas acuáticas y, aquí y allá, un estallido de exótico color que señalaba la presencia de un pájaro o un animal.
Los hombres de la Cofradía se movían a través del dibujo del mosaico como cazadores acechando su presa en una extraña jungla. Formaban una cambiante combinación de ropas grises, ropas negras, ropas anaranjadas… todas ellas rodeando en un engañoso desorden el transparente tanque donde el Embajador de los Navegantes flotaba en su anaranjado gas. El tanque se deslizaba sobre su escudo soporte, arrastrado por dos servidores vestidos de gris, como una nave rectangular avanzando hacia su dique de amarre.
Directamente bajo Alia, Paul estaba sentado en el Trono del León bajo el majestuoso dosel. Llevaba su nueva corona de ceremonia con el emblema del pez y el puño. El enjoyado atuendo de estado cubría su cuerpo. El destello de un escudo personal lo rodeaba. Dos hileras de guardias personales habían tomado posición a ambos lados, a lo largo del dosel y al pie de los peldaños del estrado. Stilgar permanecía inmóvil dos peldaños más abajo del trono, a la derecha de Paul, vestido con ropajes blancos anudados con un cinturón amarillo.
Alia supo empáticamente que Paul sentía la misma agitación que experimentaba ella, aunque estaba segura de que nadie más podía darse cuenta de ello. La atención de Paul estaba concentrada en un servidor vestido de color naranja, cuyos metálicos ojos ausentes estaban fijos ante sí, sin desviarse a derecha ni a izquierda. El servidor avanzó hacia un lado a la derecha del séquito del Embajador, como un guardia personal. Su rostro de rasgos aplanados bajo sus ensortijados cabellos negros, todo en su apostura bajo sus ropas naranja, cada gesto, gritaban una identidad familiar.
Era Duncan Idaho.
No podía ser Duncan Idaho, pero lo era.
Fugitivos recuerdos absorbidos en el seno materno durante el momento en que su madre cambió la especia identificaron a aquel hombre para Alia, y su desciframiento rihani le permitió ver con claridad a través del camuflaje. Paul, por su parte, sabía que seguía viéndolo bajo el prisma de sus experiencias personales, llenas de recuerdos juveniles y de gratitud.
Era Duncan.
Alia se alzó de hombros. No podía haber más que una respuesta: era un ghola tleilaxu, un ente reconstruido a partir de la carne muerta del original. Aquel original había muerto al salvar a Paul. Este no podía ser más que un producto de los tanques axolotl.
El ghola se movía con el andar atento de un maestro espadachín. Se detuvo al mismo tiempo que el tanque del embajador se inmovilizaba a diez pasos de la escalinata del trono doselado.
Con su observación a la manera Bene Gesserit, a la que no podía sustraerse, Alia se dio cuenta de que Paul estaba inquieto. Ya no seguía observando a la figura surgida de su pasado. Ahora no estaba mirando, sino escrutando. Sus músculos estaban tensos y preparados mientras hacía una inclinación de cabeza en dirección al Embajador de la Cofradía y saludaba:
—Me han dicho que vuestro nombre es Edric. Os doy la bienvenida a nuestra Corte, con la esperanza de que vuestra llegada sea el inicio de una nueva comprensión entre nosotros.
El Navegante asumió una pose sibaríticamente reclinada en su gas naranja, se metió una cápsula de melange en la boca, y sólo entonces se dignó mirar a Paul. El pequeño transductor que orbitaba en un ángulo del tanque del hombre de la Cofradía reprodujo un sonido carraspeante, y luego una voz rasposa e impersonal dijo:
—Me inclino ante mi Emperador y le presento mis credenciales y le ofrezco un pequeño presente.
Un ayudante le entregó un rollo a Stilgar, que lo estudió, con el ceño fruncido, y luego hizo una señal a Paul con la cabeza. Luego dirigieron sus miradas hacia el ghola, que permanecía aguardando pacientemente ante el dosel.
—Con toda evidencia mi Emperador ha adivinado el presente —dijo Edric.
—Nos sentimos complacidos de aceptar vuestras credenciales —dijo Paul—. Explicad el presente.
Edric se giró en el tanque, dirigiendo su atención al ghola.
—Este es un hombre llamado Hayt —dijo, deletreando el nombre—. Según nuestros investigadores, su historia es de lo más curioso. Fue muerto aquí, en Arrakis… una terrible herida en la cabeza que requirió varios meses de regeneración. Su cuerpo fue vendido a la Bene Tleilax como perteneciente a un maestro espadachín, un adepto de la Escuela Ginaz. Nos llamó la atención el que podía tratarse de Duncan Idaho, el leal servidor de vuestra casa. Lo adquirimos pensando que podía ser un buen presente para un Emperador —Edric escudriñó el rostro de Paul—. ¿No es Idaho, Señor?
La desconfianza y la cautela asomaron a la voz de Paul.
—Tiene el aspecto de Idaho.
¿Acaso Paul ve algo que yo no puedo ver?, se preguntó Alia. ¡No! ¡Es Duncan!
El hombre llamado Hayt permanecía impasible, con sus ojos de metal fijos al frente, el cuerpo relajado. De él no emanaba ningún signo que indicara que sabía que él era el objeto de la conversación.
—De acuerdo con nuestras mejores informaciones, es Idaho —dijo Edric.
—Ahora se llama Hayt —dijo Paul—. Un nombre curioso.
—Señor, es imposible adivinar cómo o por qué eligen los tleilaxu sus nombres —dijo Edric—. Pero los nombres pueden ser cambiados. El nombre tleilaxu tiene poca importancia.
Es una criatura tleilaxu, pensó Paul. Este es el problema. La Bene Tleilax tenía pocos contactos con los fenómenos naturales. El bien y el mal poseían extrañas interpretaciones en su filosofía. ¿Qué habían incorporado a la carne de Idaho… y por qué?
Paul observó a Stilgar, notando la emoción supersticiosa del Fremen. La mente de Stilgar debía estar especulando acerca de los horrendos hábitos de los hombres de la Cofradía, de los tleilaxu y de los gholas. Volviéndose hacia el ghola, Paul dijo:
—Hayt, ¿es éste tu único nombre?
Una serena sonrisa apareció en el sombrío rostro del ghola. Los metálicos ojos se alzaron, se centraron en Paul, pero mantuvieron su mecánica mirada.
—Así es como soy llamado, mi señor: Hayt.
En su oscura cavidad de espionaje, Alia se estremeció. Era la voz de Idaho, una calidad de sonido tan precisa que se imprimió profundamente en sus células.
—Si gusta a mi Señor —añadió el ghola—, os diré que vuestra voz me produce placer. Esto es un signo, según la Bene Tleilax, de que he oído esta voz… antes.
—Pero no estás seguro —dijo Paul.
—No sé nada seguro de mi pasado, mi Señor. Me ha sido explicado que no puedo tener ningún recuerdo de mi vida anterior. Todo lo que queda de ella es mi esquema genético. Hay, sin embargo, algunas oquedades llenas con cosas que me fueron familiares. Hay voces, lugares, alimentos, rostros, sonidos, acciones… una espada en mi mano, los controles de un tóptero…
Notando cuán intensamente espiaba el hombre de la Cofradía su conversación, Paul preguntó:
—¿Puedes comprender el que tú eres un presente?
—Me ha sido explicado, mi Señor.
Paul se echó hacia atrás, dejando reposar las manos sobre los brazos del trono.
¿Cuál es mi deuda con la carne muerta de Duncan?, se preguntó. Murió por salvar mi vida. Pero éste no es Idaho, es tan sólo un ghola. Sin embargo, aquellos eran el cuerpo y la mente que habían enseñado a Paul a pilotar un tóptero hasta tal punto que parecía que las alas arrancaran de sus propios hombros. Y Paul sabía que no podía blandir una espada sin recordar las duras lecciones que le había impartido Idaho. Un ghola. Aquella era una carne llena de falsas impresiones, fáciles de ser mal interpretadas. Las antiguas asociaciones persistirían. Duncan Idaho. No era exactamente una máscara lo que llevaba aquel ghola, sino más bien una especie de velo que ocultaba una personalidad que se movía en muy distinto sentido de la que los tleilaxu le habían implantado para ocultarla.
—¿Cómo crees que puedes servirnos? —preguntó Paul.
—De cualquier modo que mi Señor crea conveniente, de acuerdo con mis capacidades.
Alia, observando desde su ventajosa situación, se sintió impresionada por la dócil actitud del ghola. Detectó que no era fingida. Había algo absolutamente inocente que emanaba del nuevo Duncan Idaho. El original había sido realista, fatalista. Pero esta carne no conservaba nada de todo aquello. Era una superficie virgen sobre la que los tleilaxu habían escrito… ¿qué?
Ahora empezaba a detectar los ocultos peligros de aquel presente. Era una criatura tleilaxu. Los tleilaxu desplegaban una sorprendente falta de inhibiciones en lo que creaban. Una curiosidad sin límites parecía guiar sus acciones. Pretendían que podían crear cualquier cosa a partir de un adecuado material humano en bruto… demonios o santos. Vendían mentats asesinos. Habían producido un médico asesino, por encima de las inhibiciones de la Escuela Suk que impedían quitar la vida. Sus artículos incluían sirvientes serviciales, juguetes sexuales doblegables a todas las exigencias, soldados, generales, filósofos, incluso algún que otro ocasional moralista. Paul se agitó y miró a Edric.
—¿Qué entrenamiento ha recibido este presente? —preguntó.
—Si ello complace a mi Señor —dijo Edric—, les resultó divertido a los tleilaxu el entrenar a este ghola como mentat y filósofo Zensunni. Así, pensaron que mejorarían sus habilidades con la espada.
—¿Tuvieron éxito?
—Lo ignoro, mi Señor.
Paul reflexionó ante aquella respuesta. Su sentido de la verdad le decía que Edric creía sinceramente que el ghola era Idaho. Pero había algo más. Las aguas del Tiempo a través de las cuales se movía el oracular Navegante sugerían peligros no revelados. Hayt. El nombre tleilaxu hablaba de peligro. Paul se sintió tentado a rechazar el presente. Pero, al mismo tiempo que sentía la tentación, supo también que no podía elegir este camino. Aquella carne exigía sus derechos ante la Casa de los Atreides… y esto era algo que el enemigo sabía muy bien.
—Un filósofo Zensunni —reflexionó Paul, mirando nuevamente al ghola—. ¿Has examinado tu propio papel y tus motivaciones?
—Acepto mi servicio con una actitud de humildad, mi Señor. Mi mente ha sido lavada y limpiada de los imperativos de mi pasado humano.
—¿Prefieres que te llamemos Hayt o Duncan Idaho?
—Mi Señor puede llamarme según su deseo, puesto que yo no soy un nombre.
—¿Pero el nombre de Duncan Idaho no te produce placer?
—Creo que este era mi nombre, mi Señor. Tiene un lugar en mi interior. Sin embargo… despierta curiosas reacciones. Aunque pienso que un nombre debe despertar tanto el desagrado como el placer.
—¿Qué es lo que te proporciona un mayor placer? —preguntó Paul.
Inesperadamente, el ghola se echó a reír.
—Ver en los demás signos que revelen mi antiguo yo —dijo.
—¿Ves estos signos aquí?
—Oh, sí, mi Señor. Vuestro hombre Stilgar se siente aprehendido entre la sospecha y la admiración. Era amigo de mi anterior yo, pero esta carne de ghola le repele. Vos, mi Señor, admirabais al hombre que yo era… y confiabais en él.
—Una mente lavada —dijo Paul—. ¿Cómo puede una mente lavada ponerse a nuestro servicio?
—¿Servicio, mi Señor? Una mente lavada toma decisiones en presencia de elementos desconocidos y sin causa ni efecto. ¿Es esto servicio?
Paul frunció el ceño. Aquella era una respuesta Zensunni, críptica, sutil… inmersa en un credo que negaba la función objetiva en toda actividad mental. ¡Sin causa ni efecto! Tales pensamientos chocaban en la mente. ¿Elementos desconocidos? Había elementos desconocidos en cada decisión, incluso en las visiones oraculares.
—¿Preferirías ser llamado Duncan Idaho? —preguntó Paul.
—Vivimos según nuestras diferencias, mi Señor. Elegid el nombre por mí.
—Olvida entonces tu nombre tleilaxu —dijo Paul—. Hayt… es un nombre que inspira cautela.
Hayt se inclinó y dio un paso atrás.
Y Alia se preguntó: ¿Cómo sabe que la entrevista ha terminado? Yo lo sé porque conozco a mi hermano. Pero no había ningún signo que le permitiera saberlo a un extranjero. ¿A menos que lo haya sabido el Duncan Idaho que hay en él?
Paul se volvió hacia el Embajador y dijo:
—Han sido dispuestos apartamentos para vuestra embajada. Es nuestro deseo mantener una consulta privada con vos tan pronto como nos sea posible. Os la haremos saber. De todos modos dejadnos informaros, antes de que lo sepáis por otras fuentes menos adecuadas, que la Reverenda Madre de la Hermandad, Gaius Helen Mohiam, ha sido trasladada del crucero que os ha traído aquí. Y que esto ha sido hecho bajo órdenes nuestras. Su presencia en vuestra nave será uno de los temas de nuestras conversaciones.
Un gesto de Paul despidió al cortejo.
—Hayt —dijo—, quédate aquí.
Los servidores del embajador se retiraron, arrastrando consigo el tanque. Edric se convirtió en una mancha naranja en medio de un gas anaranjado… unos ojos, una boca, una silueta flotando suavemente.
Paul aguardó a que el último hombre de la Cofradía hubiera salido y las grandes puertas se cerraran tras ellos.
Lo he hecho, pensó Paul. He aceptado el ghola. La criatura tleilaxu era un cebo, no cabía duda. Al igual que la vieja hechicera de la Reverenda Madre. Pero era el tiempo del tarot que había entrevisto en sus primeras visiones. ¡El temible tarot! Agitando las aguas del Tiempo hasta tal punto que el agudo presciente no podía detectar más allá de una hora en el futuro. Muchas veces el pez picaba el cebo y escapaba, se recordó a sí mismo. Y el tarot podía trabajar en su favor en lugar de en su contra. Lo que él no podía ver, tampoco podía ser detectado por los otros.
El ghola permanecía inmóvil, con la cabeza inclinada hacia un lado, esperando.
Stilgar ascendió los peldaños y se inclinó hacia Paul, señalando al ghola con la mirada. En chakobsa, el lenguaje de los cazadores de sus días del sietch, dijo:
—Esa criatura en el tanque me producía escalofríos, Señor. ¡Pero ese presente! ¡Echadlo!
—No puedo —dijo Paul, en la misma lengua.
—Idaho está muerto —argumentó Stilgar—. Ese no es Idaho. Dejadme tomar su agua para la tribu.
—El ghola es mi problema, Stil. Tu problema es nuestro prisionero. Quiero que la Reverenda Madre sea guardada lo más cuidadosamente posible por los hombres que he entrenado a resistir las astucias de la Voz.
—No me gusta esto, Señor.
—Seré prudente, Stil. Procura serlo tú también.
—Muy bien, Señor —Stilgar bajó de nuevo los peldaños, pasó cerca de Hayt, le lanzó un resoplido, y salió.
El mal puede ser detectado por su olor, pensó Paul. Stilgar había plantado el estandarte verde y blanco de los Atreides en una docena de mundos, pero seguía siendo un supersticioso Fremen, impermeable a toda sofisticación.
Paul estudió el presente.
—Duncan, Duncan —susurró—. ¿Qué han hecho de ti?
—Me han dado la vida, mi Señor —dijo Hayt.
—¿Pero para qué te han entrenado y te han entregado a nosotros? —preguntó Paul.
Hayt frunció los labios y dijo:
—Para que os destruya.
La franqueza de la afirmación impresionó a Paul. Pero de todos modos, ¿qué otra cosa podía responder un mentat Zensunni? Incluso siendo un ghola, un mentat no podía decir más que la verdad, especialmente a través de la calma interior Zensunni. Era una computadora humana, cuya mente y sistema nervioso asumían las tareas relegadas hacía mucho tiempo a los odiados dispositivos mecánicos. Condicionándolo también como un Zensunni le habían dotado de una doble ración de honestidad… a menos que los tleilaxu hubieran creado algo mucho más extraño en el interior de aquella carne.
¿Por qué, por ejemplo, aquellos ojos mecánicos? Los tleilaxu afirmaban que sus ojos metálicos eran muy superiores a los originales. Pero resultaba extraño que ningún tleilaxu se los instalara en su propio cuerpo.
Paul dirigió la vista hacia la ventana espía de Alia, deseando su presencia y su opinión, sus consejos no sujetos por los sentimientos de responsabilidad y duda.
Miró nuevamente al ghola. No era un presente frívolo. Daba respuestas honestas a preguntas peligrosas.
No presenta ninguna diferencia el que yo sepa que es un arma concebida para ser usada contra mí, pensó.
—¿Qué debo hacer para protegerme de ti? —preguntó. Se dirigía ahora directamente a él, no utilizando el «nos» real, haciendo la pregunta como se la hubiera hecho al antiguo Duncan Idaho.
—Desechadme, mi Señor.
Paul agitó dubitativamente la cabeza.
—¿Cómo pretendes destruirme?
Hayt miró a los guardias, que se habían movido acercándose a Paul tras la partida de Stilgar. Se volvió, paseó su vista alrededor de la estancia, luego sus ojos de metal se clavaron de nuevo en Paul. Inclinó la cabeza.
—Este es un lugar en donde un hombre se aparta del pueblo —dijo—. Habla de un poder tal que uno puede contemplarle confortablemente tan sólo en el recuerdo de que todo es finito. ¿Le revelaron los poderes oraculares de mi Señor su estancia en este lugar?
Paul tamborileó sus dedos contra los brazos de su trono. El mentat iba en busca de datos, pero la pregunta le preocupó.
—He llegado a esta posición a través de decisiones fuertes… no tan sólo como consecuencia de mis otras… habilidades.
—Decisiones fuertes —dijo Hayt—. Esto templa la vida de un hombre. Uno puede eliminar el temple de un metal noble calentándolo y dejándolo luego enfriar sin sumergirlo en el agua.
—¿Intentas divertirme con esta palabrería Zensunni? —preguntó Paul.
—El Zensunni tiene otros caminos que explorar, mi Señor, además de la diversión y el espectáculo.
Paul se humedeció los labios con la lengua, tragó saliva en su reseca garganta, ajustó sus pensamientos según el equilibrio particular del mentat. Las respuestas negativas giraban a su alrededor. No era de esperar que fuera a olvidar todos sus deberes en su pasión por el ghola. No, este no era el camino. ¿Pero por qué un mentat Zensunni? Filosofía… palabras… contemplación… búsqueda interior… Se dio cuenta de la debilidad de los datos que poseía.
—Necesitamos más datos —murmuró.
—Los hechos que necesita un mentat no se depositan sobre él como se depositan los granos de polen sobre vuestras ropas cuando atravesáis un campo de flores —dijo Hayt—. Uno debe elegir cuidadosamente su polen, examinarlo bajo una gran amplificación.
—Debes enseñarme ese arte Zensunni de la retórica —dijo Paul.
Los metálicos ojos destellaron por unos instantes, y luego:
—Mi Señor —dijo Hyat—, quizá sea esto lo que se pretende.
¿Para cegarme con palabras e ideas?, pensó Paul.
—Sólo hay que temer a las ideas cuando se convierten en acciones —dijo.
—Desechadme, Señor —dijo Hyat, y era de nuevo la voz de Duncan Idaho, llena de inquietud por su «joven dueño».
Paul se sintió atrapado por aquella voz. No podía desembarazarse de aquella voz, ni siquiera sabiendo que provenía de un ghola.
—Te quedarás —dijo—, y juntos practicaremos la cautela.
Hayt se inclinó en sumisión.
Paul levantó la vista hacia la ventana espía, con sus ojos suplicándole a Alia que tomara aquel presente de sus manos y le arrancara sus secretos. Los gholas eran fantasmas para asustar a los niños. Nunca había pensado que llegara a conocer ninguno. Al conocer a éste se daba cuenta de que debía situarse por encima de toda compasión… y no estaba seguro de conseguirlo. Duncan… Duncan… ¿Dónde se hallaba Duncan en aquella carne hecha a la medida? No era carne… ¡era un sudario con la apariencia de carne! Idaho yacía muerto para siempre en el suelo de una caverna arrakena. Su fantasma era quien lo miraba ahora a través de aquellos ojos metálicos. Dos seres estaban ahora lado a lado en aquella carne resucitada. Y uno de ellos era una amenaza cuya fuerza y naturaleza quedaban ocultas tras un velo sin precedentes.
Cerrando los ojos, Paul dejó que viejas visiones se deslizaran a través de su consciencia. Sintió los espíritus del bien y del mal borboteando en un agitado mar donde no emergía ninguna roca por encima del caos. No había ningún lugar donde alguien pudiera ponerse a salvo del torbellino.
¿Por qué ninguna visión me ha mostrado de nuevo a Duncan Idaho?, se preguntó. ¿Qué me oculta el oráculo con respecto al Tiempo? Evidentemente otros oráculos.
Paul abrió los ojos y preguntó:
—Hayt, ¿posees el poder de la presciencia?
—No, mi Señor.
La sinceridad hablaba por su voz. Claro que era posible que el ghola ignorara que poseía esta habilidad, por supuesto. Pero aquello alteraría sus cualidades de mentat. ¿Cuál era el oculto designio?
Viejas visiones surgieron alrededor de Paul, ¿Debería elegir aquel terrible camino? El distorsionado Tiempo señalaba a este ghola en aquel horrible futuro. ¿Estaban cerrados todos los demás caminos excepto aquél?
Retirarse… retirarse… retirarse…
El pensamiento resonaba en su mente.
Desde su lugar por encima de Paul, Alia permanecía sentada con la barbilla apoyada en sus manos, mirando fijamente al ghola. Una atracción magnética procedente de Hayt llegaba hasta ella. La restitución tleilaxu le había proporcionado juventud y una inocente intensidad que la atraían. Había comprendido la silenciosa súplica de Paul. Cuando los oráculos fallan, uno se vuelve hacia los espías reales y los poderes físicos. Pero ella estaba dispuesta, al igual que él, a aceptar aquel desafío. Sentía un positivo deseo de estar junto a aquel nuevo hombre, quizá incluso de tocarlo.
Es un peligro para los dos, pensó.