5

Los Imperios no sufren de falta de finalidad en el momento de su creación. Es luego cuando se produce ésta, cuando ya están establecidos y sus objetivos iniciales son olvidados y reemplazados por vagos rituales.

—Palabras de Muad’Dib, por la Princesa Irulan

Alia se dio cuenta de que aquella reunión del Consejo Imperial iba a ser una mala sesión. Captó la contención y la acumulación de fuerzas… la forma como Irulan evitaba mirar a Chani, el nerviosismo de Stilgar barajando los papeles, las ceñudas miradas de Paul dirigidas a Korba el Qizara.

Alia se sentó en un extremo de la dorada mesa del consejo, desde donde podía mirar afuera, a las puertas que abrían al balcón bañadas por la polvorienta luz de la tarde.

Korba, a quien su entrada había interrumpido, siguió hablando con Paul.

—Lo que quiero decir, mi Señor, es que hay, aquí y ahora, muchos más dioses de los que ha habido nunca.

Alia se rio, echando la cabeza hacia atrás. El movimiento hizo caer hacia atrás la capucha negra de su aba.

Sus rasgos quedaron al descubierto: «ojos de especia» completamente azules, el rostro ovalado de su madre bajo una cascada de cabellos broncíneos, nariz pequeña, boca amplia y generosa.

Las mejillas de Korba adquirieron casi el color de sus anaranjadas ropas. Miró furiosamente a Alia, un gnomo irritado, minúsculo y calvo.

—¿Sabéis lo que se dice de vuestro hermano? —preguntó.

—Sé lo que se dice de vosotros los Qizarate —contraatacó Alia—. No sois divinos, sois espías de dios. Korba miró a Paul en busca de apoyo y dijo:

—Somos los enviados de Muad’Dib, que debe saber la verdad sobre su pueblo, el cual debe saber a su vez la verdad sobre Él.

—Espías —dijo Alia.

Korba apretó los labios en un injuriado silencio.

Paul miró a su hermana, preguntándose por qué había provocado a Korba. Bruscamente, se dio cuenta de que Alia se había convertido en una mujer, una belleza con el último rastro de inocencia de la juventud. Se sintió sorprendido de no haberse apercibido de ello hasta aquel momento. Tenía tan sólo quince años, pronto dieciséis, una Reverenda Madre sin haber sido madre nunca, una sacerdotisa virgen, objeto de temerosa veneración por parte de las masas supersticiosas… Alia del Cuchillo.

—Este no es momento ni lugar para oír las frivolidades de vuestra hermana —dijo Irulan.

Paul la ignoró, inclinando la cabeza en dirección a Korba.

—La plaza está llena de peregrinos. Salid y dirigid sus plegarias.

—Pero ellos os esperan a vos, mi Señor —dijo Korba.

—Colocaos vuestro turbante —dijo Paul—. No os reconocerán a esa distancia.

Irulan contuvo su irritación al verse ignorada, observando como Korba se apresuraba a obedecer. Sintió una repentina inquietud al pensar que quizá Edric no consiguiera ocultar sus acciones para Alia. ¿Qué es lo que sabemos realmente de ella?, se preguntó.

Chani, con las manos fuertemente apretadas en su regazo, observó a través de la mesa a Stilgar, su tío, el Ministro de Estado de Paul. ¿Añoraba aún el viejo Naib Fremen la simple existencia de su sietch del desierto?, se preguntó. Los negros cabellos de Stilgar, notó, empezaban a volverse grises en los lados, pero sus ojos seguían siendo penetrantes bajo sus espesas cejas. Había aún algo salvaje en aquella mirada, y en su barba se notaba todavía la marca del tubo del filtro del destiltraje.

Evidenciando su nerviosismo ante la atención de Chani, Stilgar miró a su alrededor en la Cámara del Consejo. Su mirada se posó en la puerta que daba al balcón y en Korba de pie en ella. Korba tenía las manos levantadas para bendecir, y el sol del atardecer ponía un halo rojo en torno a su figura. Por un momento, Stilgar vio al Qizara de la Corte como una figura crucificada en una rueda de fuego. Korba bajó los brazos y la ilusión quedó destruida, pero Stilgar se notó turbado por ella. Sintió una irritada frustración dirigida a todos aquellos sumisos suplicantes que debían estar aguardando en el Salón de Audiencias, a toda aquella odiosa pompa que rodeaba el trono de Muad’Dib.

Reuniéndose con el Emperador, uno esperaba captar un fallo suyo, descubrir sus errores, pensó Stilgar. Sintió que aquel era un pensamiento sacrílego, pero no podía rechazarlo.

El lejano murmullo de la multitud penetró en la estancia al regresar Korba. La puerta del balcón se cerró tras él sobre sus cierres herméticos, con un sonido sordo.

La mirada de Paul siguió al Qizara. Korba se sentó a la izquierda de Paul, con su oscuro rostro tranquilo, sus ojos brillando de fanatismo. Había gozado de este momento de poder religioso.

—La presencia del espíritu ha sido invocada —dijo.

—Gracias sean dadas al señor —dijo Alia.

Los labios de Korba palidecieron.

Paul estudió de nuevo a su hermana, preguntándose acerca de sus motivaciones. Su inocencia enmascaraba un engaño, se dijo a sí mismo. Como él, ella era un producto del mismo programa de selección Bene Gesserit.

¿Qué habían producido en ella las manipulaciones genéticas de búsqueda del kwisatz haderach? Y había también aquella misteriosa diferencia: ella era tan sólo un embrión en el seno de su madre cuando ésta había sobrevivido a la prueba del veneno de la melange. Madre e hija no nacida se habían convertido simultáneamente en Reverendas Madres. Pero la simultaneidad no implicaba identidad.

De esa experiencia, Alia le había dicho que por un terrible instante había sido despertada a la consciencia, y que su memoria había absorbido las incontables otras vidas que su madre había asimilado.

—Me convertí en mi madre y en todas las demás —dijo—. Yo era informe, aún no nacida, pero en aquel momento me convertí en una mujer vieja, y sigo siéndolo.

Adivinando sus pensamientos, Alia le sonrió a Paul. La expresión de él se dulcificó.

¿Cómo puede uno reaccionar ante Korba de otra manera que no sea a través del humor cínico?, se dijo a sí mismo. ¿Qué es más ridículo que un Comando de la Muerte transformado en un sacerdote?

Stilgar palmeó sus papeles.

—Si permitís, Señor —dijo—. Estos son asuntos urgentes e importantes.

—¿El tratado de Tupile? —preguntó Paul.

—La Cofradía mantiene que debemos firmar este tratado sin conocer la ubicación precisa del Pacto de Tupile —dijo Stilgar—. Hay algunos delegados del Landsraad que la apoyan en esto.

—¿Qué presiones habéis ejercido? —preguntó Irulan.

—Las presiones que mi Emperador me indicó para este asunto —dijo Stilgar. La rígida formalidad de su respuesta contenía toda su desaprobación hacia la Princesa Consorte.

—Mi señor y esposo —dijo Irulan, volviéndose hacia Paul y forzándole así a dedicarle su atención.

Enfatizando la diferencia de título frente a Chani, pensó Paul. Es una debilidad. En tales momentos, compartía el desagrado de Stilgar hacia Irulan, pero la simpatía temperaba sus emociones. ¿Qué era Irulan sino un peón en manos de la Bene Gesserit?

—¿Sí? —dijo Paul.

Irulan le miró fijamente.

—Si les retiráis su melange…

Chani agitó la cabeza en desaprobación.

—Actuaremos con precaución —dijo Paul—. Tupile sigue siendo el lugar de refugio de las Grandes Casas vencidas. Simboliza el último refugio, el último lugar seguro para todos nuestros dominados. Exponer el refugio es hacerlo vulnerable.

—Si puede ocultar gente también puede ocultar otras cosas —gruñó Stilgar—. Un ejército quizá, o los inicios de un cultivo de melange que…

—No se acorrala a la gente en un rincón —dijo Alia—. No si uno espera de ella que permanezca pacífica. —Se dio cuenta, a pesar suyo, de que se estaba mezclando en la confrontación que había presentido.

—Así, hemos perdido diez años de negociación para nada —dijo Irulan.

—Ninguna de las acciones de mi hermano es para nada —dijo Alia.

Irulan tomó un estilete de escritura, y lo apretó con una tal intensidad que sus nudillos se pusieron blancos. Paul observó su perfecto control emocional a la manera Bene Gesserit: penetrante mirada interior, respiración profunda. Casi podía oírla repetir la letanía. Finalmente, dijo:

—¿Qué hemos ganado con esto?

—Hemos mantenido a la Cofradía en desequilibrio —dijo Chani.

—Deseamos evitar una confrontación abierta con nuestros enemigos —dijo Alia—. No tenemos ningún deseo especial en matarlos. Se han producido ya demasiadas carnicerías bajo el estandarte de los Atreides.

Ella también siente como yo, pensó Paul. Era extraño aquel sentimiento de compulsiva responsabilidad que ambos sentían hacia aquel violento e idólatra universo, con sus éxtasis de tranquilidad y salvajes emociones. ¿Debemos protegerlos de ellos mismos?, se preguntó. Juegan con la nada a cada momento… con vidas vacías, con palabras vacías. Me están preguntando demasiado. Su garganta estaba seca y apretada. ¿Cuántos momentos iba a perder aún? ¿Cuántos hijos? ¿Cuántos sueños? ¿Todo aquello valía el precio que su visión le había revelado? ¿Quién preguntaría a los habitantes de algún lejano y muy distante futuro, quién les diría: «Pero sin Muad’Dib vosotros no hubierais estado nunca aquí»?

—Negándoles su melange no resolveremos nada —dijo Chani—. Los navegantes de la Cofradía perderán así su habilidad de ver a través del espacio tiempo. Vuestras hermanas de la Bene Gesserit perderán su sentido de la verdad. Algunas gentes morirán antes de su tiempo. Las comunicaciones se cortarán. ¿Y quién podrá ser culpado de todo eso?

—Ellos no permitirán que eso ocurra —dijo Irulan.

—¿No lo harán? —preguntó Chani—. ¿Por qué no? ¿Quién puede culpar a la Cofradía? Estarían desvalidos. Demostrablemente.

—Firmaremos el tratado tal como está ahora —dijo Paul.

—Mi señor —dijo Stilgar, concentrándose en sus manos—, hay una pregunta en nuestras mentes.

—¿Sí? —Paul miró al viejo Fremen con atención.

—Vos tenéis algunos… poderes —dijo Stilgar—. ¿No podríais localizar el Pacto a pesar de la Cofradía?

¡Poderes!, pensó Paul. Stilgar hubiera podido decir más bien: Vos sois presciente. ¿No podéis trazar un camino en el futuro que conduzca hasta Tupile?

Paul miró la dorada superficie de la mesa. Siempre el mismo problema: ¿Cómo expresar los límites de lo inexpresable? ¿Tenía que hablar de la fragmentación, el destino natural de todo poder? ¿Cómo podría concebir alguien que nunca hubiera experimentado el cambio presciente provocado por la especia una forma de constancia conteniendo un espacio tiempo no localizado, una imagen-vector no personal y no asociada a receptores sensoriales?

Miró a Alia, observando que su atención estaba centrada en Irulan. Alia captó su movimiento, dirigió su vista hacia él, hizo una inclinación de cabeza hacia Irulan. Oh, sí: cualquier respuesta que obtuvieran sería retransmitida en uno de los informes especiales de Irulan a la Bene Gesserit. La Hermandad nunca renunciaría a hallar una respuesta a su kwisatz haderach.

Stilgar, sin embargo, merecía algún tipo de respuesta. Y, en cierto modo, también Irulan.

—El no iniciado intenta concebir la presciencia como obedeciendo a una Ley Natural —dijo Paul. Juntó sus manos, con las palmas abiertas, ante él—. Pero también sería exacto y correcto decir que es como si el cielo le hablara a uno, ya que leer el futuro es un acto armonioso del ser humano. En otras palabras, la predicción es una consecuencia natural del oleaje del presente. Podéis ver pues que la presciencia asume una apariencia natural. Pero tales poderes no pueden ser utilizados a partir de una actitud que tenga ambiciones y propósitos. ¿Sabe una hoja caída entre las olas hacia dónde es arrastrada? No hay causa y efecto en el oráculo. Las causas se convierten en corrientes y confluencias, lugares donde estas corrientes se unen. Aceptando la presciencia, uno acepta conceptos que repugnan al intelecto. La consciencia intelectual los rechaza. Y rechazándolos, el intelecto entra a formar parte del proceso, y es subyugado.

—¿No podéis hacer nada? —preguntó Stilgar.

—Intentar ver Tupile a través de la presciencia —dijo Paul, hablando directamente para Irulan— sería suficiente para que Tupile me fuera ocultado.

—¡El caos! —protestó Irulan—. Pero todo esto… no… no tiene consistencia.

—He dicho que no obedecía a ninguna Ley Natural —dijo Paul.

—Entonces, ¿hay límites a lo que podéis ver o hacer con vuestros poderes? —preguntó Irulan.

Antes de que Paul pudiera contestar, Alia dijo:

—Querida Irulan, la presciencia no tiene límites. ¿Qué es consistente? La consistencia no es un aspecto necesario del universo.

—Pero él dice…

—¿Cómo puede mi hermano ofreceros una información explícita de los límites de algo que no tiene límites? Las fronteras escapan al intelecto.

Esto ha sido algo detestable por parte de Alia, pensó Paul. Iba a alarmar a Irulan, cuya consciencia era tan meticulosa, tan dependiente de valores derivados de límites precisos. Su mirada resbaló hacia Korba, que permanecía sentado en pose de religiosa ensoñación… escuchando con el alma. ¿Cómo iba a utilizar la Qizarate aquella información? ¿Un nuevo misterio religioso? ¿Algo más que respetar? Sin duda.

—¿Entonces vais a firmar el tratado en su forma actual? —preguntó Stilgar.

Paul sonrió. La vía del oráculo, a juicio de Stilgar, estaba cerrada. Stilgar amaba tan sólo la victoria, no el descubrimiento de la verdad. Paz, justicia y una moneda sólida… estas eran las amarras del universo de Stilgar. Necesitaba algo visible y real… la firma de un tratado.

—Lo firmaré —dijo Paul. Stilgar tomó una nueva carpeta.

—La última comunicación de nuestros comandantes en el sector ixiano habla de agitación en busca de una constitución —el viejo Fremen miró a Chani, que alzó los hombros.

Irulan, que había cerrado los ojos y colocado ambas manos sobre su frente para urgir a su memoria, abrió de nuevo sus ojos y estudió intensamente a Paul.

—La confederación Ixiana ofrece su sumisión —dijo Stilgar—, pero sus negociadores discuten el montante del Impuesto Imperial que deben…

—Desean un límite legal a mi voluntad Imperial —dijo Paul—. ¿Y quién me gobernaría, el Landsraad o la CHOAM?

Stilgar rebuscó en la carpeta y sacó una nota escrita en papel autodestr.

—Uno de nuestros agentes nos ha enviado este memorándum acerca de una junta de dirigentes de la minoría CHOAM. —Leyó la clave con una voz neutra—: «El Trono debe ser detenido en su esfuerzo por alcanzar el monopolio del poder. Debemos decir la verdad acerca del Atreides, cómo maniobra a través del triple engaño de la legislación del Landsraad, las sanciones religiosas y la eficiencia burocrática». —Volvió a meter la nota en el interior de la carpeta.

—Una constitución —murmuró Chani.

Paul miró hacia ella, luego hacia Stilgar. Así pues, el Jihad vacila, pensó, pero no lo bastante como para salvarme. El pensamiento produjo en él tensiones emocionales. Recordó sus primeras visiones del Jihad-a-venir, el terror y la revulsión que había experimentado. Ahora, por supuesto, conocía visiones mucho más aterradoras. Había vivido con la violencia real. Había visto a sus Fremen, henchidos de fortaleza mística, devastarlo todo en aras de su guerra religiosa. El Jihad tomaba una nueva perspectiva. Era limitado, por supuesto, un breve espasmo medido en términos de eternidad, pero más allá yacían horrores que superaban cualquier cosa sucedida en el pasado.

Todo ello en mi nombre, pensó Paul.

—Quizá podríamos darles la forma de una constitución —sugirió Chani—. No necesariamente real.

—El engaño es un instrumento de la política —asintió Irulan.

—Hay límites para el poder, y aquellos que ponen sus esperanzas en una constitución siempre terminan descubriéndolos —dijo Paul.

Korba salió de su pose reverente.

—¿Mi Señor?

—¿Sí? —y Paul pensó: ¡Ya está aquí de nuevo! He aquí a uno que debe abrigar secretas simpatías hacia una imaginaria regla de la ley.

—Podríamos empezar con una constitución religiosa —dijo Korba—, algo para los creyentes que…

—¡No! —restalló Paul—. Haríamos de ella una Orden en el Consejo. ¿Entendéis esto, Irulan?

—Sí, mi Señor —dijo Irulan, con la voz frígida por el disgusto ante el rastrero papel que se le obligaba a representar.

—Las constituciones son el último grado de la tiranía —dijo Paul—. Organizan el poder a tal escala que no pueden ser derrocadas. La constitución es la movilización del poder social y no tiene consciencia. Puede aplastar tanto al más grande como al más pequeño, barriendo toda dignidad e individualidad. Tiene un punto de equilibrio inestable y no conoce limitaciones. Yo, por el contrario, tengo mis limitaciones. En mi deseo de proporcionar una protección efectiva a mi pueblo, prohíbo cualquier constitución. Orden en el Consejo, tal fecha, etcétera, etcétera.

—¿Acerca del interés ixiano sobre los impuestos, mi Señor? —preguntó Stilgar.

Paul dirigió su atención hacia la ensimismada e iracunda mirada en el rostro de Korba y dijo:

—¿Tienes alguna proposición, Stilgar?

—Debemos tener el control de los impuestos. Señor.

—Nuestro precio a la Cofradía por mi firma en el Tratado de Tupile —dijo Paul— será la sumisión de la Confederación Ixiana a nuestra tasa de impuestos. La Confederación no puede comerciar sin los transportes de la Cofradía. Pagará.

—Muy bien, mi Señor —Stilgar sacó otra carpeta, carraspeó—. El informe de la Qizarate en Salusa Secundus. El padre de Irulan ha realizado maniobras de desembarco con sus legiones.

Irulan dedicó algo de su interés a la palma de su mano izquierda. Una vena palpitaba en su cuello.

—Irulan —preguntó Paul—, ¿persistís en asegurarme que la legión de vuestro padre no es más que un juguete?

—¿Qué puede hacer con una sola legión? —preguntó ella. Le miró con ojos que eran tan sólo dos rendijas.

—Podría hacerse matar —dijo Chani. Paul asintió.

—Y yo sería culpado de ello.

—Conozco algunos comandantes en el Jihad —dijo Alia— que aplaudirían cuando supieran esto.

—¡Pero es tan sólo una fuerza de policía! —protestó Irulan.

—Entonces no tiene necesidad de efectuar maniobras de desembarco —dijo Paul—. Sugiero que vuestra próxima noticia a vuestro padre contenga una franca y directa alusión a mis puntos de vista acerca de su delicada posición.

Ella bajó su mirada.

—Sí, mi Señor. Espero que esto ponga término al asunto. Mi padre sería un buen mártir.

—Hummmm —dijo Paul—. Mi hermana no enviará ningún mensaje a esos comandantes que ha mencionado hasta que yo se lo ordene.

—Un ataque contra mi padre acarrearía otros peligros aparte de los obviamente militares —dijo Irulan—. La gente está empezando a ver su reinado con una cierta nostalgia.

—Un día vais a ir demasiado lejos —dijo Chani, con su mortalmente seria voz Fremen.

—¡Ya basta! —ordenó Paul.

Reflexionaba acerca de la revelación de Irulan sobre la pública nostalgia… Oh, sí, había una nota de verdad en ella. Una vez más, Irulan había probado su valía.

—La Bene Gesserit envía una súplica formal —dijo Stilgar, tomando otra carpeta—. Desean consultaros acerca de la preservación de vuestra línea dinástica.

Chani miró de reojo a la carpeta como si contuviera algún artilugio mortífero.

—Envíale a la Hermandad las habituales excusas —dijo Paul.

—¿Necesariamente? —preguntó Irulan.

—Tal vez… éste sea el momento de discutirlo —dijo Chani.

Paul agitó bruscamente su cabeza. No debían saber que esto era parte del precio que aún no estaba decidido a pagar.

Pero Chani no aceptó que las cosas quedaran así.

—He ido al muro de las lamentaciones del Sietch Tabr donde nací —dijo—. Me he sometido a los doctores. Me he arrodillado en el desierto y he enviado mis pensamientos a las profundidades donde mora el Shai-Hulud. Sin embargo… —se alzó de hombros—… nada ha servido.

Ciencia y superstición, todo ha fallado con ella, pensó Paul. Y también yo le he fallado, no diciéndole los peligros a los que le precipitaría un heredero de la Casa de los Atreides. Levantó los ojos, y captó la expresión de piedad en la mirada de Alia. La idea de la piedad de su hermana lo repelió. ¿También ella había visto aquel aterrador futuro?

—Mi señor debe conocer los peligros para un reino que no posee un heredero —dijo Irulan, utilizando sus poderes de voz Bene Gesserit con una untuosa persuasión—. Esas cosas son por naturaleza difíciles de discutir, pero es conveniente ponerlas a la luz. Un Emperador es más que un hombre. Su figura domina el reino. Si muere sin dejar ningún heredero, pueden originarse conflictos civiles. Si amáis a vuestro pueblo, ¿por qué no podéis legarle esto?

Paul se obligó a levantarse de la mesa y se dirigió a la puerta que daba al balcón. Afuera, el viento hacía oscilar el humo de los fuegos de la ciudad. El cielo presentaba un color azul plata oscuro, suavizado por la caída de polvo del atardecer proveniente de la Muralla Escudo. Miró hacia la escarpadura del sur, que protegía sus tierras del norte de los vientos de coriolis, y se preguntó por qué su propia paz mental no poseía una barrera semejante.

El Consejo permanecía esperando silenciosamente tras él, sabiendo lo cerca que estaba de la ira.

Paul sentía el tiempo transcurriendo sobre él. Intentó esforzarse por recuperar la tranquilidad entre los diversos puntos de equilibrio y buscar un lugar desde donde pudiera configurar un nuevo futuro.

Retirarse… retirarse… retirarse, pensó. ¿Qué ocurriría si él y Chani partían, buscando un refugio en Tupile? Su nombre quedaría tras él. El Jihad encontraría nuevos y más terribles puntos de apoyo donde girar. Y él sería acusado también de ello. Sintió el miedo ascendiendo de nuevo en él, el miedo a destruir lo más precioso que tenía buscando algo nuevo, a que incluso el más débil sonido fuera bastante para dislocar el universo, desmoronándolo sin dejar ningún fragmento que pudiera recuperar. Bajo él, la plaza estaba llena de peregrinos vestidos con los colores verde y blanco del hajj. Sus ondulaciones sugerían las de una serpiente de dislocados anillos. Aquello le recordó a Paul que su salón de recepciones debía estar de nuevo lleno de suplicantes. ¡Peregrinos! Representaban una suma importante y desagradable de ingresos para el Imperio. El hajj llenaba las rutas del espacio con trampas religiosas. Venían y venían y venían.

¿Cómo he podido poner todo esto en movimiento?, se preguntó.

El movimiento, por supuesto, había nacido de él mismo. Estaba en sus genes, formados a lo largo de siglos para culminar en aquel breve espasmo.

Conducido por aquel profundo instinto religioso, el pueblo acudía, buscando su resurrección. El peregrinaje terminaba allí… «Arrakis, el lugar de renacimiento, el lugar para morir».

Los sarcásticos viejos Fremen decían que atraía a los peregrinos por su agua.

¿Pero qué era lo que buscaban realmente los peregrinos?, se preguntó Paul. Decían que acudían a un lugar sagrado. Pero debían saber que el universo no contenía ninguna fuente del Edén, ningún Tupile para el alma. Llamaban a Arrakis el lugar de lo desconocido, donde todos los misterios eran explicados. Había un lazo entre su universo y el próximo. Y lo más estremecedor era que según todas las apariencias se marchaban satisfechos.

¿Qué es lo que encuentran aquí?, se preguntó Paul.

A menudo, en su éxtasis religioso, llenaban las calles lanzando chillidos como de extrañas aves. De hecho, los Fremen les llamaban «aves de paso». Y los pocos que morían allí eran «almas aladas».

Con un suspiro, Paul pensó que cada nuevo planeta que subyugaban sus legiones abría nuevas fuentes de peregrinos. Acudían llenos de gratitud por «la paz de Muad’Dib».

La paz está en todas partes, pensó Paul. En todas partes… excepto en el corazón de Muad’Dib.

Tenía la impresión de que algún elemento de sí mismo yacía sumergido en unas glaciales tinieblas sin fin. Su poder presciente manipulaba la imagen del universo presidida por toda la humanidad. Había sacudido todo el tranquilo cosmos y había reemplazado la seguridad por su Jihad. Había sobrecombatido y sobrepensado y sobrepredicho el universo de los hombres, pero tenía la certeza de que aquel universo le eludía.

Aquel planeta que le rodeaba y sobre el que gobernaba había sido remodelado de un desierto a un paraíso rico en agua. Vivía. Tenía un pulso tan dinámico como el de cualquier hombre. Había luchado contra él, se le había resistido, había eludido sus órdenes…

La mano de Chani se deslizó en la suya. Se volvió y vio a Chani mirándole, con la tristeza reflejándose en sus ojos. Aquellos ojos bebieron en él, y ella susurró:

—Por favor, querido, no luches con tu ruh. —Un torrente de emoción llegó hasta él a través de su mano, le anegó.

—Sihaya —murmuró.

—Muy pronto alcanzaremos el desierto —dijo ella, en voz muy baja.

El apretó su mano y regresó a la mesa, donde todos permanecían esperando.

Chani volvió a su sitio.

Irulan miraba fijamente los papeles que estaban frente a Stilgar, su boca convertida en una delgada línea.

—Irulan se propone a sí misma como madre del heredero Imperial —dijo Paul. Miró a Chani, luego a Irulan, que rehusó sostener su mirada—. Todos sabemos que ella no alberga ningún amor por mí.

Irulan se envaró.

—Conozco los argumentos políticos —dijo Paul—. Pero son los argumentos humanos los que me conciernen. Pienso que si la Princesa Consorte no estuviera atada por las órdenes de la Bene Gesserit, si no actuara movida por sus deseos de poder personal, mi reacción sería muy diferente. En las actuales circunstancias, rechazo su proposición.

Irulan inspiró profunda, temblorosamente.

Paul, volviendo a su silla, pensó que nunca la había visto perder de aquel modo el control. Inclinándose hacia ella, dijo:

—Irulan, realmente lo siento.

Ella levantó la barbilla, con una mirada de pura furia en sus ojos.

—¡No necesito vuestra piedad! —siseó. Y volviéndose a Stilgar—: ¿Hay algo más que sea urgente e importante? Manteniendo su mirada fija en Paul, Stilgar dijo:

—Otro asunto más, mi Señor. La Cofradía propone nuevamente establecer una embajada formal aquí en Arrakis.

—¿Un representante del espacio profundo? —preguntó Korba, con su voz llena de fanática repugnancia.

—Presumiblemente —dijo Stilgar.

—Este es un asunto que debe ser considerado con el máximo cuidado, mi Señor —señaló Korba—. Al Consejo de Naibs no le gustaría la presencia de un hombre de la Cofradía aquí en Arrakis. Contaminan todo suelo que tocan.

—Viven en tanques y no tocan el suelo —dijo Paul, intentando que su voz no evidenciara su irritación.

—Los Naibs podrían encargarse de ello con sus propias manos, mi Señor —dijo Korba. Paul lo miró amenazadoramente.

—Después de todo, son Fremen, mi Señor —insistió Korba—. Debemos recordar cómo nos oprimió la Cofradía. No hemos olvidado la forma en que tuvimos que pagarle un chantaje de especia para que nuestros secretos quedaran ocultos a nuestros enemigos. Nos han drenado todas nuestras…

—¡Ya basta! —restalló Paul—. ¿Creéis que yo he olvidado?

Como si comprendiera de repente el verdadero alcance de sus palabras, Korba farfulló algo ininteligible y dijo:

—Perdonad, mi Señor. No quería implicar que vos no fuerais un Fremen. No quería…

—Enviarán a un Navegante —dijo Paul—. Pero a ningún Navegante le va a gustar venir a un lugar donde podrá ver tanto peligro.

Con su boca seca por un repentino miedo, Irulan dijo:

—¿Vos… habéis visto a un Navegante venir aquí?

—Por supuesto que no he visto a un Navegante —dijo Paul, imitando el tono de ella—. Pero puedo ver dónde ha estado y a dónde se dirige. Dejemos que nos envíen un Navegante. Quizá le encontremos alguna utilidad.

—Como ordenéis —dijo Stilgar.

E Irulan, disimulando una sonrisa tras su mano, pensó: Entonces es cierto. Nuestro Emperador no puede ver a un Navegante. Son mutuamente ciegos. La conspiración permanece en las sombras.