Cada civilización debe contender con una fuerza inconsciente que puede anular, desviar o revocar casi cualquier intención consciente de la colectividad.
Teorema tleilaxu (no confirmado)
Paul se sentó en el borde de su lecho y empezó a quitarse sus botas de desierto. Olían a rancio a causa del lubricante que facilitaba la acción de las bombas de talón del destiltraje. Era tarde. Había prolongado su paseo nocturno y causado inquietud a aquellos que le querían. Admitía que sus paseos eran peligrosos, pero era un tipo de peligro que podía reconocer y afrontar inmediatamente. Había algo que lo empujaba y lo atraía a pasear anónimamente por la noche en torno a las calles de Arrakeen.
Arrojó sus botas al rincón, junto al único globo, y se dedicó a soltarse los cierres del destiltraje. ¡Dioses de las profundidades, qué cansado estaba! Sin embargo, la fatiga inmovilizaba sus músculos, pero su mente seguía trabajando. Sentía un enorme deseo de compartir la vida cotidiana y las actividades mundanas de la gente. Aquella vida anónima que fluía al otro lado de las paredes de su Ciudadela no era propia para ser compartida por un Emperador, pero… andar a través de una calle pública sin llamar la atención, ¡qué privilegio! Pasar entre el clamor de los mendigos peregrinos, oír a un Fremen insultar a un comerciante: «¡Tienes las manos húmedas!».
Paul sonrió ante este recuerdo y se quitó el destiltraje. Permaneció con su mundo. Dune era ahora un mundo de paradojas… un mundo sitiado que sin embargo era el centro del poder. Pero permanecer bajo sitio, decidió, era el inevitable tributo del poder. Miró hacia abajo, hacia la verde alfombra, sintiendo su áspera textura bajo la planta de sus pies.
En las calles, uno se hundía hasta los tobillos en la arena arrojada por los vientos por encima de la Muralla Escudo. Los pies del tráfico la habían convertido en un polvo agobiante que obstruía los filtros de los destiltrajes. Podía sentir el olor del polvo incluso ahora, a pesar de los extractores de los portales de la Ciudadela. Era un olor lleno de recuerdos del desierto.
Otros días… otros peligros.
Comparado con esos otros días, el peligro de sus paseos solitarios era menor. Pero, poniéndose el destiltraje, parecía como si regresara al desierto. El traje, con todos sus aparatos para reciclar la humedad de su cuerpo, conducía sus pensamientos de un modo sutil, fijaba sus movimientos sobre un esquema del desierto. Se convertía en un salvaje Fremen. Más que cualquier disfraz, el traje hacía de él un extranjero en su propia ciudad. Con el destiltraje, abandonaba la seguridad y recuperaba la vieja destreza de la violencia. Peregrinos y ciudadanos paseaban junto a él con los ojos bajos. Por prudencia, preferían dejar a los salvajes habitantes del desierto perdidos en su soledad. Si el desierto tenía un rostro para los ciudadanos, este era un rostro Fremen, oculto por los filtros de un destiltraje.
En realidad, tan sólo existía el pequeño peligro de que alguien de los viejos días del sietch pudiera reconocerlo por su andar, por su olor o por sus ojos. Pero incluso con esto, las posibilidades de tropezarse con un enemigo eran mínimas.
El chirrido de una puerta y un reflejo de luz lo arrancaron de sus ensoñaciones. Chani entró, llevando su servicio de café en una bandeja de platino. Dos globos cautivos la seguían, yendo a situarse en sus posiciones habituales: uno a la cabecera de su cama, otro flotando tras ella para iluminar sus movimientos.
Chani se movía con eterno aire de frágil potencia… tan contenida, tan vulnerable. Algo en la forma en que se inclinaba sobre el servicio de café le recordó sus primeros días juntos. Sus rasgos seguían pareciendo de elfo, sin que se apreciara ningún cambio pese al transcurrir de los años… tan sólo, si uno examinaba atentamente las comisuras de sus ojos, notaba aquellas finas arrugas: «surcos de arena», les llamaban los Fremen del desierto.
Ella levantó la tapa de la cafetera, tomándola por la esmeralda de Hagar que la remataba. Paul supo que el café aún no estaba listo por la forma en que volvió a dejar la tapa. La marmita, cincelada en plata y con una forma que evocaba graciosamente la de una mujer encinta, había llegado hasta él como un ghanima, un botín de guerra obtenido tras combate singular con su antiguo propietario. Jamis, creía recordar que se llamaba… sí, Jamis. Una extraña forma de inmortalidad para Jamis. ¿Habría pensado Jamis en ello, al saber la inevitabilidad de su muerte?
Chani dispuso las tazas: pequeñas figuritas de cerámica azul que parecían aguardar, acuclilladas, junto a la gran marmita. Había tres tazas: una para cada bebedor, y una tercera para el anterior propietario. —Sólo falta un momento —dijo ella. Entonces le miró, y Paul se preguntó cómo debía verse él a los ojos de ella. ¿Seguía siendo el exótico extranjero de su mundo, delgado y fuerte pero repleto de agua cuando se lo comparaba a los Fremen? ¿Era todavía el Usul que había recibido su nombre tribal en aquel «tau Fremen» cuando no eran más que fugitivos en el desierto? Paul contempló su propio cuerpo: músculos duros, esbelto… algunas cicatrices más, pero esencialmente el mismo pese a los doce años como Emperador. Levantó la mirada, y contempló su propio rostro al otro lado del espejo: ojos completamente azules, ojos Fremen, marcados por la adicción a la especia; la afilada nariz de los Atreides. Era el auténtico nieto de aquel Atreides que había hallado la muerte en la arena, ante un toro, ofreciendo un espectáculo a su pueblo.
Algo que había dicho en una ocasión el viejo se deslizó en su mente: «El que gobierna asume irrevocablemente una responsabilidad ante aquel que es gobernado. Tú eres un pastor. Esto exige, a veces, un acto desinteresado de amor que puede que tan sólo sea divertido para aquellos a quienes gobiernas».
La gente recordaba aún con cariño a aquel viejo. ¿Y qué he hecho yo por el nombre de los Atreides?, se preguntó Paul. He soltado al lobo entre las ovejas.
Por un instante, escuchó todas las resonancias de muerte y de violencia contenidas en su nombre.
—¡Ahora, a la cama! —dijo Chani, con un cortante tono de mando que Paul sabía que hubiera chocado a sus súbditos imperiales.
Obedeció, echándose con las manos cruzadas bajo su nuca, dejándose acunar por la placentera familiaridad de los movimientos de Chani.
La estancia que lo rodeaba le pareció repentinamente divertida. No era en absoluto lo que la gente imaginaría que debían ser los aposentos del Emperador. La amarillenta luz de los flotantes globos hacía danzar ligeramente las sombras en una colección de coloreados frascos de cristal que había en un estante tras Chani. Paul enumeró silenciosamente su contenido… los secos ingredientes de la farmacopea del desierto, ungüentos, incienso, perfumes… un puñado de arena del Sietch Tabr, un mechón de cabellos de su primer hijo… muerto hacía tanto tiempo… muerto hacía doce años… un inocente espectador asesinado en la batalla que convirtió a Paul en Emperador.
El intenso olor del café de especia invadió la estancia. Paul inhaló, y su mirada se posó en un cuenco amarillo al lado de la bandeja donde Chani estaba preparando el café. El cuenco contenía dátiles. El inevitable detector de venenos colocado junto a la mesa extendió sus patas de insecto sobre la comida. El detector lo irritó. ¡Nunca habían necesitado detectores durante los días en el desierto!
—El café está listo —dijo Chani—. ¿Tienes hambre?
Su irritado «no» se confundió con el silbido chillante de un crucero cargado de especia abandonando el campo de aterrizaje situado en las afueras de Arrakeen.
Chani captó su irritación; sin decir nada, sirvió el café, y colocó una taza junto a su mano. Se sentó a los pies de la cama, descubrió las piernas de él, e inició un masaje a los músculos doloridos de andar enfundados en un destiltraje. Suavemente, con un aire casual que no engañó a Paul, dijo:
—Si Irulan desea un hijo, creo que deberíamos discutirlo.
Los ojos de Paul se abrieron con brusquedad. Estudió atentamente a Chani.
—Hace tan sólo dos días que Irulan ha vuelto de Wallach —dijo—. ¿Te ha dicho algo al respecto?
—No hemos hablado de sus frustraciones —dijo Chani.
Paul forzó su mente a un estado de alerta mental, examinó a Chani a la dura luz de la minuciosa observación Bene Gesserit que le había enseñado su madre, violando sus votos. Era algo que no le gustaba hacer con Chani. Parte de la influencia que ella ejercía sobre él residía en el hecho de que casi nunca tenía que usar esos recursos con ella. Chani evitaba casi siempre plantear cuestiones indiscretas. Mantenía su sentido de cortesía Fremen. Se dedicaba tan sólo a cuestiones prácticas. Lo que interesaba a Chani eran los hechos que concernían a la posición de su hombre… su fuerza en el Consejo, la lealtad de sus legiones, las habilidades y talentos de sus aliados. Su memoria albergaba un catálogo de nombres y detalles clasificados y correlacionados. Podía recitar las mayores debilidades de cada uno de sus enemigos conocidos, las disposiciones potenciales de las fuerzas en oposición, los planes de batalla de sus jefes militares, el estado y las capacidades de producción de las industrias básicas.
Pero entonces, se preguntó Paul, ¿por qué preguntaba ahora acerca de Irulan?
—He turbado tu mente —dijo Chani—. No era mi intención.
—¿Cuál era tu intención?
Ella sonrió tímidamente, afrontando su mirada.
—Si estás irritado, amor, por favor no me lo ocultes. Paul se echó hacia atrás hasta apoyarse en la cabecera.
—¿Puedo repudiarla? —preguntó—. Su utilidad ahora es limitada, y no me gustan las cosas que adivino con respecto a su viaje al hogar de su Hermandad.
—No la repudiarás —dijo Chani. Continuó dando masaje a sus piernas, mientras hablaba desapasionadamente—: Has dicho muchas veces que era tu contacto con nuestros enemigos, que puedes leer sus planes a través de las acciones de ella.
—Entonces, ¿por qué hablar acerca de su deseo de tener un hijo?
—Pienso que si Irulan quedara encinta, eso desconcertaría a nuestros enemigos y la pondría en una posición vulnerable.
Paul leyó en los movimientos de las manos de ella sobre sus piernas que le había costado pronunciar aquello. Sintió un nudo en su garganta. Suavemente, dijo:
—Chani, querida, te hago el juramento de que nunca la invitaré a mi lecho. Un hijo le daría mucho poder. ¿Querrías que ella ocupara tu lugar?
—Yo no tengo ningún lugar.
—No digas eso, Sihaya, mi primavera del desierto. ¿A qué se debe ese repentino interés por Irulan?
—¡Mi interés es por ti, no por ella! Si llevara en su seno un hijo Atreides, sus amigos se harían preguntas acerca de su lealtad. Cuanta menos confianza tengan en ella nuestros enemigos, menos útil les será.
—Un hijo para ella podría significar tu muerte —dijo Paul—. Tú conoces los complots que se tejen aquí —un gesto de su brazo abarcó la Ciudadela.
—¡Tú necesitas un heredero! —susurró ella.
—Ahhh —dijo él.
Así que era esto: Chani no había producido ningún hijo para él. De modo que tendría que ir a buscarlo a algún otro sitio. ¿Por qué no Irulan? Así funcionaba la mente de Chani. Un niño no podía ser producido más que a través de un acto de amor, ya que en todo el Imperio había fuertes tabúes contra los medios artificiales. Chani había tomado una decisión Fremen.
Paul estudió su rostro bajo esta nueva luz. Era un rostro que en muchos sentidos conocía mejor que el suyo propio. Había visto aquel rostro bajo la ternura y la pasión, en la dulzura del sueño, sometido al miedo y a la rabia y al dolor.
Cerró los ojos, y Chani volvió a ser en su recuerdo aquella chica de hacía tanto tiempo, bajo el velo en primavera, cantando, despertándose a su lado, tan perfecta que aquella visión le quemaba. Sonreía en sus recuerdos… tímidamente primero, luego con renuencia, como si luchara contra la visión e intentara escapar.
Paul sintió la boca seca. Por un momento, su olfato recogió el acre humo de un devastado futuro, y la voz de otro tipo de visión le ordenó retirarse… retirarse… retirarse. Sus visiones proféticas sondeaban la eternidad desde hacía tanto tiempo, captando retazos de desconocidos idiomas, viendo piedras y carnes que no eran las suyas. Desde el día de su primer encuentro con aquella terrible finalidad, había interrogado una y otra vez el futuro, esperando descubrir la paz.
Existía un camino, por supuesto. Lo conocía de corazón sin conocer sin embargo su corazón… un futuro repetido una y otra vez, estricto en sus instrucciones para él: retirarse, retirarse, retirarse…
Paul abrió los ojos, vio la decisión en el rostro de Chani. Había dejado de dar masaje a sus piernas, ahora estaba de pie, inmóvil… una perfecta Fremen. Sus rasgos eran familiares bajo el pañuelo nezhoni azul que a menudo llevaba anudado a sus cabellos en la intimidad de sus habitaciones. Pero la máscara de la decisión era firme en ella, una forma de pensar antigua y ajena a él. Las mujeres Fremen habían compartido a sus hombres durante cientos de años… no sin que se produjeran tensiones, pero con una forma de actuar que de hecho no resultaba destructiva. Algo misteriosamente Fremen, en este sentido, anidaba ahora en Chani.
—Sólo tú me darás el heredero que deseo —dijo.
—¿Has visto esto? —preguntó ella, dando a entender en su énfasis que se refería a su presciencia.
Como otras muchas veces, Paul se preguntó si le era posible explicar la fragilidad del oráculo, las innumerables líneas del tiempo que oscilaban ante él en su visión en una ondulante trama de posibilidades. Suspiró, recordando la temblorosa y fugaz visión de un hilillo de agua tomada de un arroyo deslizándose de entre sus manos. Empapó su rostro en aquel recuerdo. ¿Pero cómo podía empaparse en aquellos futuros que se iban oscureciendo bajo la presión de tantos y tantos oráculos?
—Entonces no lo has visto —dijo Chani.
¿Qué podría revelarle aquella visión de futuro que no le era accesible más que al precio de un esfuerzo que drenaba su vida, si no era la aflicción?, se dijo Paul. Tenía la sensación de que ocupaba una inhóspita zona intermedia, un enorme lugar desolado donde sus emociones flotaban, derivaban, empujadas inexorablemente hacia el exterior.
Chani cubrió sus piernas y dijo:
—Un heredero de la Casa de los Atreides no es algo que puedas dejar al azar o a una mujer.
Eso era algo que podría haber dicho su madre, pensó Paul. Se preguntó si Dama Jessica habría estado en contacto con Chani. Su madre hubiera pensado al respecto en términos de la Casa de los Atreides. Era un condicionamiento introducido en ella por la Bene Gesserit y que seguía funcionando incluso después de que ella volviera sus poderes contra su Hermandad.
—Escuchabas cuando Irulan ha venido a verme hoy —acusó él.
—Escuchaba —dijo ella, sin mirarle.
Paul enfocó sus recuerdos en el encuentro con Irulan. Se vio a sí mismo entrando en el salón familiar, observando un traje a medio terminar en el telar de Chani. Entonces captó un acre olor a gusano de arena en aquel lugar, un malsano olor que se sobreponía al olor a canela de la melange. Alguien había esparcido esencia de especia sin transformar, que se había combinado con las fibras a base de especia de la alfombra. No era una buena combinación.
La esencia de especia había disuelto las fibras. En algunos lugares habían quedado manchas oleosas señalando el suelo allá donde la alfombra no se había disuelto por completo. Por un momento pensó en llamar a alguien para que limpiara todo aquello, pero Harah, la mujer de Stilgar y la mejor amiga de Chani, había llegado para anunciarle a Irulan.
Se había visto pues obligado a mantener la entrevista en presencia de aquel malsano olor, incapaz de escapar a la superstición Fremen de que los malos olores presagiaban desastres.
Harah se retiró cuando entró Irulan.
—Bienvenida —dijo Paul.
Irulan llevaba un atuendo de piel de ballena gris. Se lo compuso y se llevó una mano a los cabellos. Paul podía ver que estaba intrigada por su tono apacible. Las irritadas palabras que obviamente había preparado para su encuentro murieron en sus labios, quedando en un recóndito hervor de segundos pensamientos.
—Habéis venido a informarme que la Hermandad se ha despojado de su último vestigio de moralidad —dijo él.
—¿No es peligroso ser tan ridículo? —preguntó ella.
—Ser ridículo y peligroso: una discutible alianza —dijo Paul. Su renegado adiestramiento Bene Gesserit detectó que ella dominaba un impulso de retirarse. El esfuerzo le reveló un breve atisbo de miedo subyacente, y supo que la tarea que le había sido asignada no le gustaba—. Esperan un poco demasiado de una princesa de sangre real —dijo.
Irulan se envaró, y Paul fue consciente de que había bloqueado su autocontrol. Una pesada carga, pensó. Y se preguntó por qué sus visiones prescientes no le habían proporcionado ningún destello de aquel posible futuro.
Lentamente, Irulan se relajó. No había por ahora ningún motivo para tener miedo, ningún motivo para retraerse, decidió.
—Vuestro control del clima es más bien primitivo —dijo ella, pasándose las manos por la ropa—. El tiempo era seco, y hoy ha habido una tormenta de arena. ¿Nunca tenéis intención de hacer llover aquí?
—No habéis venido para hablarme del tiempo —dijo Paul. Y entonces se dio cuenta de que había allí un doble sentido. ¿Estaba intentando Irulan comunicarle algo que su entrenamiento no le permitía decir abiertamente? Parecía que sí. Comprendió que acababa de dejarse llevar a terrenos poco seguros y buscó aposentarse de nuevo en un lugar firme.
—Necesito tener un hijo —dijo ella. Él agitó su cabeza negativamente.
—¡Lo necesito! —restalló ella—. Si es preciso, buscaré otro padre para mi hijo. Os engañaré y luego os desafiaré a que lo reveléis.
—Engañadme tanto como queráis —dijo él—, pero nada de hijos.
—¿Cómo pensáis detenerme?
Con una sonrisa de extrema amabilidad, Paul dijo:
—Os haré estrangular si es preciso.
Un sorprendido silencio se adueñó por unos instantes de ella, y Paul sintió a Chani escuchando tras los gruesos cortinajes que conducían a sus apartamentos privados.
—Soy vuestra esposa —susurró Irulan.
—No juguéis a esos juegos estúpidos —dijo él—. Tenéis un papel aquí, eso es todo. Ambos sabemos quién es mi verdadera esposa.
—Y yo soy una comodidad, nada más —dijo ella, con la voz repleta de amargura.
—No pretendo ser cruel con vos —dijo Paul.
—Sois vos quien me elegisteis para este puesto.
—Yo no —dijo él—. El destino os eligió. Vuestro padre os eligió. La Bene Gesserit os eligió. La Cofradía os eligió. Y han vuelto a elegiros una vez más. ¿Para qué os han elegido, Irulan?
—¿Por qué no puedo tener un hijo vuestro?
—Porque este es un papel para el que no habéis sido elegida.
—¡Es mi derecho dar a luz al heredero real! Mi padre era…
—Vuestro padre fue y es una bestia. Ahora sabemos que él no tiene nada en común con la humanidad que se suponía debía dirigir y proteger.
—¿Era acaso menos odiado de lo que lo sois vos? —se encolerizó ella.
—Una buena pregunta —admitió él, con una sardónica sonrisa danzando en las comisuras de sus labios.
—Decís que no pretendéis ser cruel conmigo, y sin embargo…
—Por eso precisamente estoy de acuerdo en que toméis cualquier amante que sea de vuestro agrado. Pero comprendedme bien: tomad un amante, pero no tengáis en mi casa ningún hijo ilegítimo. Renegaré de cualquier hijo vuestro. No os prohíbo ninguna relación con otros hombres siempre que sean discretas… y estériles. Sería estúpido actuar de otro modo en las actuales circunstancias. Pero no interpretéis mal esta liberalidad. En lo que concierne al trono, yo controlo qué sangre lo heredará. La Bene Gesserit no lo va a controlar, y tampoco la Cofradía. Este es uno de los privilegios que adquirí cuando aplasté a las legiones Sardaukar de vuestro padre aquí mismo, en la llanura de Arrakeen.
—Que esto caiga sobre vuestra cabeza, entonces —dijo Irulan. Dio media vuelta y abandonó con resonante paso la estancia.
Recordando ahora el encuentro, Paul se arrancó de él y volvió de nuevo su atención a Chani, sentada junto a él en el lecho. Podía comprender sus ambivalentes sentimientos acerca de Irulan, comprender su decisión Fremen. Bajo otras circunstancias, Chani e Irulan hubieran podido ser amigas.
—¿Qué has decidido? —preguntó Chani.
—Ningún hijo —dijo él.
Chani hizo el signo Fremen del crys con el índice y el pulgar de su mano derecha.
—Podríamos llegar a ello —admitió Paul.
—¿No crees que un hijo resolvería las cosas con Irulan? —preguntó ella.
—Sólo un tonto pensaría algo así.
—Yo no soy ninguna tonta, mi amor.
La cólera volvió a tomar posesión de él.
—¡Nunca he dicho que lo fueras! Pero no estamos discutiendo acerca de ninguna maldita novela romántica. Se trata de una princesa auténtica allá abajo, en sus aposentos. Ha sido educada en todas las sórdidas intrigas de una Corte Imperial. ¡Complotar es algo tan natural para ella como el escribir sus estúpidas historias!
—No son estúpidas, amor.
—Probablemente no. —Controló su irritación, y tomó las manos de ella entre las suyas—. Lo siento. Pero esa mujer está llena de complots… complots dentro de complots. Cede en una de sus ambiciones, e inmediatamente te presentará otra.
Con voz apacible, Chani dijo:
—¿No te lo he dicho yo siempre?
—Sí, por supuesto que me lo has dicho. —La miró fijamente—. ¿Pero entonces qué es lo que estás intentando decirme realmente?
Ella se apoyó contra él y posó su cabeza junto a su cuello.
—Han tomado una decisión acerca de cómo combatirte —dijo—. Irulan apesta a secretas decisiones.
Paul acarició sus cabellos.
Chani acababa de arrancar las últimas escorias.
La terrible finalidad renació en él. Era un viento de coriolis en su alma. Sintió que todo su ser vibraba. Su cuerpo supo de nuevas cosas que nunca aprendiera en estado consciente.
—Chani, mi amor —murmuró—, sabes lo que daría para poner fin al Jihad… para separarme de esa maldita divinidad que las fuerzas de la Qizarate han puesto sobre mí.
Ella temblaba.
—Sólo necesitas ordenarlo —dijo.
—Oh, no. Incluso si muriera ahora, mi nombre les seguiría guiando. Cuando pienso en el nombre de los Atreides atado a esa carnicería religiosa…
—¡Pero tú eres el Emperador! Tú tienes…
—Soy como un mascarón de proa. Cuando uno se convierte en una divinidad, pierde todo control sobre su cualidad de dios. —Sonrió amargamente. Sintió el futuro desarrollándose más allá de dinastías jamás soñadas. Se vio a sí mismo exorcizado, lamentándose, encadenado por las cadenas del destino… con sólo su nombre persistiendo—. Fui elegido —dijo—. Quizá en mi nacimiento… seguramente mucho antes de que yo pudiera decir algo al respecto. Fui elegido.
—Entonces deslígate —dijo ella.
Paul rodeó con su brazo el hombro de ella.
—A su tiempo, mi amor. Hay que esperar aún un poco. Lágrimas no derramadas ardieron en sus ojos.
—Deberíamos regresar al Sietch Tabr —dijo Chani—. Tenemos que defendernos demasiado a menudo en esta tienda de piedra.
Él inclinó la cabeza, con su mejilla rozando la suave tela del pañuelo con que ella cubría sus cabellos. Su perfume a especia invadió su olfato.
Sietch. La antigua palabra chakobsa le hizo meditar: un lugar de retiro y seguridad en tiempos de peligro. La sugerencia de Chani le trajo imágenes queridas de arenas al abierto, de grandes distancias despejadas donde uno podía ver al enemigo que acudía cuando aún se hallaba muy lejos.
—Las tribus esperan que Muad’Dib regrese a ellas —dijo Chani. Giró su cabeza para mirarle—. Nos perteneces.
—Pertenezco a una visión —murmuró él.
Pensó de nuevo en el Jihad, en la mezcolanza genética a través de parsecs, y en la visión que le decía cómo podía ponerle término. ¿Debería pagar el precio? Todo el odio se evaporaba entonces, muriendo como muere un fuego… brasa a brasa. Pero… ¡Qué terrible precio!
Nunca he deseado ser un dios, pensó. Sólo deseaba desaparecer como desaparece una gota de rocío en la mañana. Deseaba escapar tanto de los ángeles como de los condenados… solo… como un pensamiento olvidado.
—¿Vamos a regresar al Sietch? —apremió Chani.
—Sí —susurró él. Y pensó: Debo pagar el precio. Chani suspiró largamente y se apretó contra él.
He esperado demasiado, pensó Paul. Y veía cómo se había dejado encerrar en los límites del amor y del Jihad. ¿Y qué era una vida, fuera cual fuese su valor, ante todas las vidas que seguramente segaría el Jihad? ¿Podía una sola infelicidad enfrentarse a la agonía de multitudes?
—¿Querido? —interrogó Chani. Él puso una mano sobre sus labios. Voy a ceder, pensó. Huiré mientras tenga fuerzas, cruzaré el espacio hasta tan lejos que ni siquiera un pájaro podrá hallarme. Pero aquel era un pensamiento vacuo, y él lo sabía. El Jihad seguiría a su fantasma.
¿Qué podía responder?, se preguntó. ¿Cómo justificarse cuando el pueblo lo acusaba a uno de locura furiosa? ¿Quién podía comprender?
Me gustaría tan sólo girarme y decir: «¡Mirad! ¡Esta es una existencia que no ha podido retenerme! ¡Vedlo! ¡Desaparezco! Las convenciones humanas no podrán atraparme de nuevo. ¡Renuncio a mi religión! ¡Este glorioso instante es sólo mío! ¡Soy libre!».
¡Sólo palabras vacías!
—Un enorme gusano fue visto ayer al pie de la Muralla Escudo —dijo Chani—. Dicen que medía más de un centenar de metros de largo. Nunca se habían visto gusanos tan grandes en esta región. El agua les repele, supongo. Se dice que ha venido a llamar a Muad’Dib a su hogar en el desierto —le pellizcó el pecho—. ¡No te rías!
—No me estoy riendo.
Paul, maravillado por la persistencia de los mitos Fremen, sintió que algo estrujaba su corazón, algo muy unido a la línea de su existencia: el adab, la memoria que exige.
Recordó su habitación de niño en Caladan, hacía mucho… una noche oscura en la estancia de piedra… una visión. Había sido uno de sus primeros momentos prescientes. Hizo que su mente derivara hacia aquella visión, viéndola de nuevo a través de las brumas de sus recuerdos (una visión dentro de otra visión): una hilera de Fremen, con sus ropas manchadas de polvo. Surgían de una garganta entre altas rocas. Acarreaban un enorme fardo envuelto en tela.
Y Paul se oyó a sí mismo decir en la visión:
—Era algo muy dulce… pero tú eras lo más dulce de todo…
El adab lo liberó.
—Estás tan calmado —susurró Chani—. ¿Qué ocurre? Paul se estremeció y se envaró, apartando el rostro.
—Estás irritado porque he ido al borde del desierto —dijo Chani.
Él agitó la cabeza sin responder.
—Fui tan sólo porque deseo un hijo —dijo Chani.
Paul era incapaz de hablar. Se sentía consumido por la brutal fuerza de aquella lejana visión. ¡La terrible finalidad! En aquel momento, toda su vida era como una rama vibrando tras la partida de un pájaro… y aquel pájaro era la oportunidad. El libre albedrío.
He sucumbido al espejismo del oráculo, pensó.
Y sintió que sucumbiendo a su espejismo se había fijado a una sola línea de su vida. ¿Era posible, se preguntó, que el oráculo no dijera el futuro? ¿Era posible que el oráculo hiciera el futuro? ¿Había expuesto él su vida en algún tipo de tela de araña de posibilidades, atrapado en aquella antigua consciencia, víctima de un futuro-araña que ahora avanzaba hacia él haciendo chasquear sus terribles mandíbulas?
Un axioma Bene Gesserit se deslizó en su mente: «Usar la fuerza bruta es volverse uno mismo infinitamente vulnerable a las fuerzas superiores».
—Sé que esto te irrita —dijo Chani, tocando su brazo—. Es cierto que las tribus han revivido los antiguos ritos y los sacrificios cruentos, pero yo no tomo parte en ello.
Paul inhaló profunda y temblorosamente. El torrente de su visión se disipó, transformándose en un profundo y tranquilo lugar donde las corrientes se movían absorbiendo la fuerza más allá de su alcance.
—Por favor —suplicó Chani—, quiero un hijo, nuestro hijo. ¿Es algo tan terrible?
Paul acarició el brazo de ella en respuesta a su caricia, y la apartó. Saltó del lecho, apagó los globos, se dirigió hacia la ventana abalaustrada, abrió los cortinajes. El profundo desierto llegaba hasta él tan sólo por sus olores. Una pared sin ventanas se erguía ante él en la noche, a una cierta distancia. El claro de luna trazaba arabescos en el jardín cerrado, árboles centinelas y alargadas hojas y húmedo follaje. Podía ver un estanque reflejando las estrellas entre las hojas, manchas de blanquecino brillo floral entre las sombras. Por un momento, vio el jardín con ojos Fremen: extraño, amenazador, peligroso en su abundancia de agua.
Pensó en los Vendedores de Agua, cuya forma de vida había hecho desaparecer gracias a su prodigalidad. Le odiaban. Había matado al pasado. Y había otros también, incluso aquellos que habían luchado por algunas monedas para comprar la preciosa agua, que ahora lo detestaban por haber cambiado los viejos sistemas de vida. A medida que el esquema ecológico dictado por Muad’Dib remodelaba el planeta, la resistencia humana se incrementaba. ¿No había sido demasiado presuntuoso, se preguntó, al pensar que podía remodelar todo un planeta… con cada cosa creciendo dónde y cómo él decía que debía crecer? Incluso si tenía éxito, ¿qué sería del resto del universo? ¿Temería recibir igual tratamiento?
Bruscamente, cerró los cortinajes y selló los ventiladores. Se volvió hacia Chani en la oscuridad. Sus anillos de agua tintineaban como las campanillas de los peregrinos. Se guio hacia ella por el sonido, la encontró con los brazos abiertos.
—Mi amor —susurró Chani—. ¿Te he preocupado? Los brazos de ella cercaron su futuro al tiempo que cercaban su cuerpo.
—No —dijo Paul—. Oh… tú no.