No existe ninguna separación entre dioses y hombres; los unos se mezclan suave y ocasionalmente en los otros.
Proverbios de Muad’Dib
Pese a la mortífera naturaleza de la conjura que ayudaba a llevar a cabo, los pensamientos de Scytale, el Danzarín Rostro tleilaxu, se inclinaron más y más hacia los remordimientos y la compasión.
Lamentaré causar la muerte y la desgracia de Muad’Dib, se dijo a sí mismo.
Mantuvo cuidadosamente ocultos estos pensamientos a sus compañeros conspiradores. Pero estos pensamientos no le sorprendieron, ya que era más fácil identificarse con la víctima que con los atacantes… esta era una de las características de los tleilaxu.
Scytale se mantuvo de pie en un absorto silencio, algo apartado de los demás. Hacía rato que se argumentaba acerca del empleo de algún veneno psíquico. Enérgica y vehementemente, pero con educación y con esa forma ciegamente compulsiva que adoptaban los adeptos de las Grandes Escuelas en temas cercanos a su dogma.
—¡Cuando creáis que lo tenéis ensartado, os daréis cuenta de que en realidad ni siquiera le habéis herido!
Era la vieja Reverenda Madre de la Bene Gesserit, Gaius Helen Mohiam, su anfitriona en Wallach IX. Una silueta delgada envuelta en ropajes negros, una arrugada bruja sentada en una silla flotante a la izquierda de Scytale. Había echado hacia atrás su aba, dejando al descubierto un rostro correoso bajo unos cabellos plateados. Dos ojos profundamente hundidos en sus órbitas eran lo único que tenía una apariencia de vida.
Usaban la lengua mirabhasa, un conjunto de consonantes paladiales y vocales mezcladas. Era un instrumento de intercambio de emociones sutiles. Edric, el Navegante de la Cofradía, respondió a la Reverenda Madre con una cortesía vocal contenida en una sonrisa… un encantador toque de educado desdén.
Scytale miró al enviado de la Cofradía. Edric flotaba en un contenedor de gas anaranjado a sólo unos pasos de él. Su contenedor ocupaba el centro de un domo transparente que la Bene Gesserit había hecho construir para esa reunión. El hombre de la Cofradía tenía una apariencia alargada, vagamente humanoide, con pies en forma de aletas y manos palmeadas en abanico… un pez en un extraño mar. Los renovadores de su tanque emitían una nube de pálido color anaranjado, rica en aromas de melange, la especia geriátrica.
—¡Si seguimos por este camino, terminaremos muertos por nuestra propia estupidez!
Era la cuarta persona presente —el miembro potencial de la conspiración—, la princesa Irulan, esposa (pero no compañera, se recordó a sí mismo Scytale) de su mutuo adversario. Se mantenía de pie a un lado del tanque de Edric, una alta belleza rubia, espléndida en su vestido de piel de ballena azul y sombrero haciendo conjunto. Unos sencillos aretes de oro destellaban en sus orejas. De ella emanaba una aristocrática altivez, pero algo en la estudiada impasividad de su rostro traicionaba el control de su entrenamiento Bene Gesserit.
Scytale desvió sus pensamientos de los matices de lenguaje para enfocarlos en los matices de ubicación. A todo alrededor del domo se desplegaban colinas semicubiertas de nieve que reflejaban en forma moteada la azulina claridad del pequeño sol blancoazulado que se hallaba ahora en su meridiano.
¿Por qué este lugar precisamente?, se preguntó Scytale. Muy raramente la Bene Gesserit hacía algo en forma casual. Tomemos por ejemplo el domo: un espacio más convencional y confinado hubiera infligido al hombre de la Cofradía una nerviosa claustrofobia. Las inhibiciones en su psique eran las propias de un ser nacido y viviendo fuera de cualquier planeta, en pleno espacio.
Sin embargo, el erigir este lugar especialmente para Edric… era un afilado dedo apuntado directamente a su principal debilidad.
¿Y yo?, se dijo Scytale. ¿Qué es lo que apuntan hacia mí?
—¿Tienes algo que decir por ti mismo, Scytale? —preguntó la Reverenda Madre.
—¿Pretendéis arrastrarme en vuestra estúpida lucha? —dijo Scytale—. Muy bien. Estamos enfrentándonos a un mesías potencial. No se puede lanzar un ataque frontal contra alguien así. Convertirlo en un mártir nos hundiría.
Todos le miraron.
—¿Crees que éste es el único peligro? —preguntó la Reverenda Madre con voz silbante.
Scytale se alzó de hombros. Para aquella reunión había elegido una apariencia blanda, un rostro redondo, amable y banal, unos gruesos labios, un cuerpo gordezuelo. Ahora, estudiando a los demás conspiradores, se daba cuenta de que su elección había sido la ideal… debido quizá a su instinto. Él era el único de aquel grupo que podía manipular su apariencia física a través de todo el espectro de cualidades y formas corporales. Era el camaleón humano, el Danzarín Rostro, y la apariencia que había elegido inclinaba a los demás a juzgarlo no demasiado importante.
—¿Y bien? —insistió la Reverenda Madre.
—Estaba gozando del silencio —dijo Scytale—. Nuestras hostilidades son mejores cuando no atraviesan nuestras bocas.
La Reverenda Madre se echó ligeramente hacia atrás, y Scytale vio que lo revaluaba. Todos ellos eran producto de un profundo entrenamiento prana-bindu, capaz de permitir un control de músculos y nervios que muy pocos seres humanos lograban alcanzar. Pero Scytale, un Danzarín Rostro, poseía conexiones musculares y nerviosas que nunca habían poseído los otros, y además una especial cualidad de sympatico, una capacidad mimética que le permitía asumir la psique de cualquier otro además de su apariencia.
Scytale aguardó el tiempo necesario para que fuera efectuada su revaluación, y entonces dijo:
—¡Veneno! —Pronunció la palabra con la falta de entonación necesaria para señalar que solo él conocía aún su secreto significado.
El hombre de la Cofradía se agitó, y su voz resonó en el altavoz esférico que flotaba a un lado de su tanque sobre Irulan:
—Estamos hablando de veneno psíquico, no físico.
Scytale se echó a reír. La risa mirabhasa podía desollar a un oponente, y él le dio toda su potencia.
Irulan sonrió apreciativamente, pero las comisuras de los ojos de la Reverenda Madre revelaron un asomo de ira.
—¡Ya basta! —gruñó Mohiam.
Scytale se interrumpió, pero de nuevo había captado su atención… Edric una silenciosa cólera, la Reverenda Madre alerta en su ira, Irulan divertida pero intrigada.
—Nuestro amigo Edric —dijo Scytale—, sugiere que un par de brujas Bene Gesserit, entrenadas en todas sus sutiles maneras, no han aprendido aún los verdaderos usos del engaño.
Mohiam se volvió para contemplar, afuera, las frías colinas del mundo natal Bene Gesserit. Estaba empezando a ver qué era lo realmente importante, se dijo Scytale. Esto era bueno. Sin embargo, Irulan era otro asunto.
—¿Eres uno de los nuestros, sí o no, Scytale? —preguntó Edric. Miró afuera de su tanque con sus pequeños ojillos de roedor.
—Mi lealtad no está en discusión —dijo Scytale. Dirigió su atención a Irulan—. ¿Os estáis preguntando, Princesa, si es por eso por lo que habéis recorrido todos esos parsecs y arriesgado tanto? —Ella asintió con la cabeza—. ¿Para intercambiar algunas banalidades con un pez humanoide o discutir con un Danzarín Rostro tleilaxu? —prosiguió Scytale.
Ella dio unos pasos alejándose del tanque de Edric, frunciendo su nariz en desagrado ante el penetrante olor a melange.
Edric eligió este momento para introducir una píldora de melange en su boca. Comía especia, y la fumaba, y sin duda también la bebía, observó Scytale. Era algo lógico, puesto que la especia agudizaba la presciencia de los Navegantes, dándoles la facultad de pilotar las grandes naves de la Cofradía, a través del espacio, a velocidades hiperlumínicas. Con la presciencia proporcionada por la especia, podían elegir la línea del futuro de la nave que ofreciera menos peligros. Edric husmeaba ahora otra clase de peligro, pero su tipo de presciencia no le permitía llegar a él.
—Creo que he cometido un error al venir hasta aquí —dijo Irulan.
La Reverenda Madre se giró, abrió sus ojos, los cerró, todo ello en un gesto curiosamente reptiloide.
Scytale desvió ostensiblemente su mirada de Irulan al tanque, invitando a la princesa a compartir su punto de vista. Seguramente ella debía ver también a Edric como a una figura repelente: el calvo cráneo, aquellos monstruosos pies y manos moviéndose lentamente en el gas, formando espiras de humo de color anaranjado a su alrededor. Debía estar interrogándose acerca de sus hábitos sexuales, pensando en lo extraño que debía resultar ser la compañera de alguien así. Incluso el generador del campo de fuerza que recreaba para Edric la ingravidez del espacio lo separaba definitivamente de ella.
—Princesa —dijo Scytale—, debido a la presencia aquí de Edric, el poder oracular de vuestro esposo no puede alcanzar ciertos incidentes, incluyendo éste… presumiblemente.
—Presumiblemente —dijo Irulan.
Con los ojos cerrados, la Reverenda Madre asintió.
—El fenómeno de la presciencia es desgraciadamente muy mal conocido, incluso por los iniciados —dijo.
—Yo soy un Navegante de la Cofradía y poseo el Poder —dijo Edric.
La Reverenda Madre abrió de nuevo los ojos. Esta vez miró al Danzarín Rostro, con sus ojos brillando con la peculiar intensidad Bene Gesserit. Estaba escrutando minuciosamente.
—No, Reverenda Madre —murmuró Scytale—, no soy tan simple como aparento.
—No comprendemos este Poder de segunda visión —dijo Irulan—. Esta es la cuestión. Edric dice que mi esposo no puede ver, discernir o predecir qué ocurre dentro de la esfera de influencia de un Navegante. ¿Pero hasta dónde se extiende esta influencia?
—Hay gentes y cosas en nuestro universo que conozco tan sólo por sus efectos —dijo Edric, con su boca de pez convertida en una delgada línea—. Sé que han estado aquí… allí… en algún lugar. Así como las criaturas acuáticas agitan el agua a su paso, los prescientes agitan el Tiempo. Sé donde ha estado vuestro esposo; pero nunca lo he visto, ni tampoco a la gente que comparte sus objetivos y le es leal. Este es el refugio que un adepto ofrece a todos los suyos.
—Irulan no es de los vuestros —dijo Scytale. Y miró de reojo a la Princesa.
—Todos nosotros sabemos por qué la conspiración tan sólo puede ser llevada a cabo en mi presencia —dijo Edric.
Usando el tono de voz adecuado para describir una máquina, Irulan dijo:
—Aparentemente, tenéis vuestras funciones.
Ahora lo ve realmente tal como es, pensó Scytale. ¡Muy bien!
—El futuro es algo que debe ser configurado —dijo Scytale—. Retened este pensamiento, Princesa. Irulan miró al Danzarín Rostro.
—La gente que comparte los objetivos de Paul y le es fiel —dijo—. Algunos de sus legionarios Fremen, bueno, llevan su capa. Le he visto profetizar para ellos, he oído los gritos de adulación a su Muad’Dib, su Muad’Dib. Se ha dado cuenta, pensó Scytale, de que está siendo juzgada aquí, que este juicio puede salvarla o destruirla. Ve la trampa que hemos preparado para ella.
Momentáneamente, la mirada de Scytale tropezó con la de la Reverenda Madre, y experimentó la extraña certeza de que ambos habían pensado lo mismo con respecto a Irulan. La Bene Gesserit, por supuesto, había instruido a la Princesa, dotándola con la diestra mentira. Pero siempre llegaba el momento en el que una Bene Gesserit no podía confiar más que en su propio entrenamiento e instintos.
—Princesa, sé lo que más deseáis del Emperador —dijo Edric.
—¿Quién no lo sabe? —replicó Irulan.
—Vos anheláis ser la madre fundadora de la dinastía real —dijo Edric, como si no la hubiera oído—. Pero si no os unís a nosotros, esto jamás ocurrirá. Creed en mi palabra oracular al respecto. El Emperador se casó con vos por razones políticas, pero nunca compartiréis su lecho.
—Así, el oráculo es también un voyeur —se burló despectivamente Irulan.
—¡El Emperador está mucho más unido a su concubina Fremen que a vos! —restalló Edric.
—Y ella no le ha dado ningún heredero —dijo Irulan.
—La razón es la primera víctima de las emociones fuertes —murmuró Scytale. Captó el brotar de la cólera de Irulan como respuesta a sus palabras.
—Ella no le ha dado ningún heredero —repitió Irulan, con su voz cuidadosamente controlada y calmada—, porque secretamente le estoy administrando un contraceptivo. ¿Es esto lo que estáis esperando que admita?
—Esto es algo que no le sería difícil al Emperador descubrir —dijo Edric, sonriendo.
—Tengo mentiras preparadas para él —dijo Irulan—. Sin duda tiene el sentido de la verdad, pero algunas mentiras son más fáciles de creer que la propia verdad.
—Debéis hacer vuestra elección, Princesa —dijo Scytale—, pero comprender qué es lo que os protege.
—Paul es leal conmigo —dijo ella—. Estoy sentada en su Consejo.
—En los doce años que habéis sido su Princesa Consorte —preguntó Edric—, ¿os ha mostrado la menor ternura? Irulan agitó la cabeza.
—Ha derrocado a vuestro padre con sus infames hordas Fremen, se ha casado con vos para afirmar sus derechos al trono, pero jamás os ha coronado como su Emperatriz —dijo Edric.
—Edric intenta influir en vos con la emoción, Princesa —dijo Scytale—. ¿No es eso interesante?
Ella miró al Danzarín Rostro, observó la franca sonrisa que lucían sus rasgos, respondió con un alzar de cejas. Ahora, se dijo Scytale, ella sabía que si abandonaba aquella conferencia bajo el dominio de Edric, parte de su complot, aquellos momentos, quedarían ocultos a la visión profética de Paul. Si ella se retiraba, sin embargo…
—¿No os parece, Princesa —preguntó Scytale—, que Edric ejerce una influencia indebida en nuestra conspiración?
—He declarado ya —dijo Edric— que aceptaría el mejor juicio que surgiera de nuestras reuniones.
—¿Y quién decidirá cuál es el mejor juicio? —preguntó Scytale.
—¿Deseáis tal vez que la Princesa se marche sin haberse unido a nosotros? —preguntó Edric.
—Él desea tan sólo que su aceptación sea sincera —gruñó la Reverenda Madre—. Que no haya ningún engaño entre nosotros.
Irulan, observó Scytale, se había relajado a una postura reflexiva, las manos ocultas en los pliegues de sus ropas. Debía estar pensando en el cebo que Edric le había ofrecido: ¡fundar una dinastía real! Debía preguntarse qué estratagema habían planeado los conspiradores para protegerse a sí mismos de ella. Debía estar sopesando muchas cosas.
—Scytale —dijo finalmente Irulan—, se dice que vosotros los tleilaxu tenéis un extraño código del honor: vuestras víctimas deben tener siempre medios para escapar.
—Lo único que tienen que hacer es hallarlos —admitió Scytale.
—¿Soy yo una víctima? —preguntó Irulan.
Un estallido de risa escapó de los labios de Scytale. La Reverenda Madre resopló.
—Princesa —dijo Edric, con su voz suavemente persuasiva—, vos sois ya uno de nosotros, no debéis tener ningún temor. ¿Acaso no espiáis la Casa Imperial para vuestras superioras Bene Gesserit?
—Paul conoce lo que informo a mis maestras —dijo ella.
—¿Pero no les proporcionáis el material para una fuerte campaña publicitaria contra vuestro Emperador? —insistió Edric.
No «nuestro» Emperador, anotó Scytale. «Vuestro» Emperador. Irulan es demasiado Bene Gesserit para no captar este matiz.
—De lo que se trata es de evaluar los poderes y el modo en que pueden ser usados —dijo Scytale, moviéndose en torno al tanque del hombre de la Cofradía—. Nosotros los tleilaxu creemos que en todo el universo no hay más que el insaciable apetito de materia, y que esa energía es lo único realmente sólido. Y la energía aprende. Oídme bien, Princesa: la energía aprende. A eso llamamos nosotros poder.
—No me habéis convencido de que sea posible derrocar al Emperador —dijo Irulan.
—Ni nosotros mismos estamos convencidos de ello —dijo Scytale.
—Nos giremos hacia donde nos giremos —dijo Irulan—, su poder se enfrenta a nosotros. Es el kwisatz haderach, aquel que puede estar en varios lugares a la vez. Es el Mahdi, cuyo poder sobre los misioneros Qizarate es absoluto. Es el mentat, cuya mente computadora supera las mayores máquinas computadoras antiguas. Es Muad’Dib, cuyas órdenes a las legiones Fremen despueblan planetas. Posee la visión oracular, que puede ver el futuro. Posee el esquema genético que nosotras las Bene Gesserit hemos perseguido durante…
—Conocemos sus atributos —interrumpió la Reverenda Madre—. Y conocemos la abominación, su hermana Alia, poseedora también de su mismo esquema genético. Pero ambos son también humanos. Tienen debilidades.
—¿Y cuáles son esas debilidades humanas? —preguntó el Danzarín Rostro—. ¿Tendremos que buscarlas en el brazo religioso de su Jihad? ¿Puede el Qizara del Emperador volverse contra él? ¿Qué hay acerca de la autoridad civil de las Grandes Casas? ¿Puede el Congreso del Landsraad hacer algo más que elevar una protesta verbal?
—Sugiero la Combine Honnete Ober Advancer Mercantiles —dijo Edric—. La CHOAM significa negocios, y los negocios persiguen los beneficios.
—O quizá la madre del Emperador —dijo Scytale—. Esa Dama Jessica, según tengo entendido, vive en Caladan, pero está en contacto frecuente con su hijo.
—Esa perra traidora —dijo Mohiam, elevando la voz—. Repudiaría esas manos mías que la adiestraron.
—Nuestra conspiración necesita una palanca —dijo Scytale.
—Somos más que conspiradores —hizo notar la Reverenda Madre.
—Oh, sí —admitió Scytale—. Somos enérgicos y aprendemos rápido. Lo cual hace de nosotros la verdadera esperanza, la salvación cierta de la humanidad —hablaba en el tono firme de la absoluta convicción, lo cual para un tleilaxu correspondía quizá al último grado de la ironía más absoluta.
Sólo la Reverenda Madre pareció comprender la sutileza.
—¿Por qué? —preguntó, dirigiendo la pregunta a Scytale.
Antes de que el Danzarín Rostro pudiera responder, Edric carraspeó y dijo:
—No nos perdamos en tonterías filosóficas. Todas las cuestiones pueden resumirse en una sola: «¿Por qué hay algo?». Cada cuestión religiosa, comercial y gubernamental tiene el mismo derivativo: «¿Quién ejercerá el poder?». Alianzas, combinaciones, complejidades, no son más que espejismos si no van dirigidos directamente al poder. Todo lo demás son tonterías, eso al menos es lo que creen todos aquellos que piensan.
Scytale alzó los hombros, un gesto dirigido únicamente a la Reverenda Madre. Edric había respondido por él a su pregunta. Aquel estúpido dogmatizante era su mayor debilidad. A fin de estar seguro de que la Reverenda Madre había comprendido, Scytale dijo:
—Oyendo atentamente al maestro, uno adquiere una educación.
—Princesa —dijo Edric—, elegid. Podéis elegir ser un instrumento del destino, el más precioso…
—Guardad vuestras alabanzas para aquellos a quienes puedan impresionar —dijo Irulan—. Antes habéis mencionado a un fantasma, un aparecido con el que podríamos contaminar al Emperador. Explicaos.
—¡El Atreides será derrotado por él mismo! —gruñó Edric.
—¡Dejad de hablar con enigmas! —cortó Irulan—. ¿Quién es ese fantasma?
—Un fantasma realmente poco habitual —dijo Edric—. Tiene un cuerpo y un nombre. El cuerpo… es la carne de un renombrado espadachín conocido como Duncan Idaho. El nombre…
—Idaho está muerto —dijo Irulan—. Paul ha llorado a menudo su pérdida en mi presencia. Siempre ha dicho que fue muerto por los Sardaukar de mi padre.
—Incluso en su fracaso —dijo Edric—, los Sardaukar de vuestro padre no abandonan su sabiduría. Supongamos que un comandante Sardaukar reconociera al espadachín en el cuerpo tendido a sus pies. ¿Qué ocurriría? Existen medios para utilizar la carne inerte de este cuerpo… si se actúa rápidamente.
—Un ghola tleilaxu —susurró Irulan, mirando de reojo a Scytale.
Scytale, notando su atención, hizo actuar sus poderes de Danzarín Rostro… su figura se hizo imprecisa y cambiante, su cuerpo se modificó y reajustó. Ahora, un hombre delgado estaba de pie frente a la princesa. El rostro seguía siendo redondeado, pero más oscuro y con los rasgos más acusados. Sus pómulos eran altos y prominentes, su cabello negro y alborotado.
—Un ghola con esta apariencia —dijo Edric, señalando a Scytale.
—¿O tan sólo otro Danzarín Rostro? —preguntó Irulan.
—No un Danzarín Rostro —dijo Edric—. Un Danzarín Rostro correría el riesgo de no poder soportar una vigilancia prolongada. No; supongamos tan sólo que nuestro listo comandante Sardaukar tiene el cuerpo de Idaho preservado en un tanque axolotl. ¿Por qué no? Este cuerpo poseía la carne y los nervios de uno de los mejores espadachines de la historia, un hombre leal a los Atreides, un genio militar. Qué error hubiera sido dejar perder todo este entrenamiento y habilidad cuando podía ser revivido para convertirlo en un instructor de los Sardaukar.
—No he oído el menor rumor al respecto, y yo era uno de los confidentes de mi padre —dijo Irulan.
—Oh, pero vuestro padre era un hombre derrotado, y en pocas horas fuisteis entregada al nuevo Emperador —dijo Edric.
—¿Es cierto eso? —preguntó ella.
Con un insoportable aire de complacencia, Edric dijo:
—Supongamos que nuestro avispado comandante Sardaukar, sabiendo la necesidad de actuar aprisa, entregara inmediatamente el preservado cuerpo de Idaho a la Bene Tleilax. Supongamos también que el comandante y sus hombres murieran antes de transmitir la información a vuestro padre… el cual, de todos modos, no hubiera podido hacer gran uso de ella. De modo que queda tan sólo un hecho físico, un trozo de carne que es entregado a los tleilaxu. La única forma de hacerlo llegar era, por supuesto, en un crucero. Naturalmente, nosotros, los de la Cofradía, sabemos toda la carga que transportamos. Cuando supimos de ésta, ¿cómo no íbamos a pensar que sería muy juicioso adquirir el ghola como un presente digno de un Emperador?
—Así que lo hicieron —dijo Irulan.
Scytale, que había reasumido su primera e inconcreta apariencia, dijo:
—Tal como ha señalado nuestro charlatán amigo, lo hicimos.
—¿Cómo fue condicionado Idaho? —preguntó Irulan.
—¿Idaho? —preguntó Edric, mirando al tleilaxu—. ¿Habéis oído hablar de algún Idaho, Scytale?
—Nosotros vendimos una criatura llamada Hayt —dijo Scytale.
—Ah, sí… Hayt —dijo Edric—. ¿Por qué nos lo vendisteis?
—Porque en una ocasión conseguimos crear un kwisatz haderach —dijo Scytale.
Con un rápido movimiento de su vieja cabeza, la Reverenda Madre levantó la vista hacia él.
—¡Nunca nos dijiste eso! —acusó.
—Nunca me lo preguntasteis —respondió Scytale.
—¿Cómo conseguisteis controlar vuestro kwisatz haderach? —preguntó Irulan.
—Una criatura que ha gastado su vida en crear una particular representación de sí mismo morirá antes que convertirse en la antítesis de tal representación —dijo Scytale.
—No entiendo —aventuró Edric.
—Se mató a sí mismo —gruñó la Reverenda Madre.
—Seguidme bien, Reverenda Madre —advirtió Scytale, usando una expresión de voz que decía: no sois un objeto sexual, nunca habéis sido un objeto sexual, nunca podréis ser un objeto sexual.
El tleilaxu aguardó a fin de que el flagrante énfasis penetrara en ella. No quería que hubiera el menor error en la interpretación de sus intenciones. Más allá de su cólera, ella debía comprender que realmente el tleilaxu no podía hacer una tal acusación, conociendo los imperativos de selección de la Hermandad Femenina. Sus palabras, sin embargo, contenían un profundo insulto, completamente fuera de lugar en un tleilaxu.
Rápidamente, utilizando la entonación aplacadora del mirabhasa, Edric intentó desviar la tensión.
—Scytale, nos dijisteis que nos vendíais a Hayt debido a que compartíais nuestro deseo acerca de cómo debía ser usado.
—Edric, guardaréis silencio hasta que yo os dé permiso para hablar —dijo Scytale. Y como el hombre de la Cofradía intentara protestar, la Reverenda Madre restalló:
—¡Cállate, Edric!
El hombre de la Cofradía retrocedió en su tanque, presa de una evidente agitación.
—Nuestras emociones pasajeras no son pertinentes en la búsqueda de una solución a nuestro problema —dijo Scytale—. Enturbian nuestros razonamientos debido a que la única emoción relevante es el miedo básico que nos lleva a esta reunión.
—Comprendemos —dijo Irulan, dirigiendo una mirada a la Reverenda Madre.
—Es preciso saber ver las peligrosas limitaciones de nuestro escudo —dijo Scytale—. El oráculo no puede probar su suerte sobre algo que no puede comprender.
—Sois tortuoso, Scytale —dijo Irulan.
Mucho más de lo que os podéis imaginar, pensó Scytale. Cuando hayamos terminado con esto, nos hallaremos en posesión de un kwisatz haderach al que podremos controlar. Y ellos no poseerán nada.
—¿Cuál ha sido el origen de vuestro kwisatz haderach? —preguntó la Reverenda Madre.
—Hemos actuado sobre varias esencias puras —dijo Scytale—. El bien puro y el mal puro. Un malvado que solamente se deleita creando dolor y terror puede ser algo muy educativo.
—¿El viejo barón Harkonnen, el abuelo de nuestro Emperador, era una creación tleilaxu? —preguntó Irulan.
—Él no —dijo Scytale—. La naturaleza produce a menudo creaciones tan mortíferas como las nuestras. Nosotros tan sólo las producimos bajo condiciones que permiten su estudio.
—¡No pienso seguir soportando ser tratado de este modo! —protestó Edric—. ¿Quién es el que oculta esta reunión de…?
—¿Lo veis? —dijo Scytale—. ¿Qué mejor ejemplo podemos tener?
—Quiero discutir nuestra forma de entregar a Hayt al Emperador —insistió Edric—. A mi modo de ver, Hayt refleja la antigua moralidad que los Atreides adquirieron en su mundo natal. Se supone que Hayt hará más fácil al Emperador el desarrollar esta moral natural, de forma que defina los elementos positivo-negativos de la vida y la religión.
Scytale sonrió, dirigiendo una amable mirada a sus compañeros. Estos parecían haber llegado a la condición que estaba esperando. La vieja Reverenda Madre esgrimía sus emociones como una guadaña. Irulan había sido cuidadosamente entrenada para llevar a cabo una tarea y había fracasado, una grieta en la creación Bene Gesserit. Edric no era más (ni menos) que la mano del mago: podía ocultar y distraer. Por ahora, Edric se había encerrado en un hosco silencio, y los demás lo ignoraban.
—¿Debo entender que se supone que ese Hayt envenenará la psique de Paul? —preguntó Irulan.
—Más o menos —dijo Scytale.
—¿Y qué hay de la Qizarate? —preguntó Irulan.
—Se necesita tan sólo la menor de las sugerencias, un ligero deslizar de las emociones, para transformar la envidia en enemistad —dijo Scytale.
—¿Y la CHOAM? —preguntó Irulan.
—Se inclinará siempre hacia donde esté el provecho —dijo Scytale.
—¿Y los demás grupos de poder?
—Bastará invocar el nombre del gobierno —dijo Scytale—. Nos anexionaremos los menos poderosos en nombre de la moralidad y el progreso. Nuestros oponentes morirán a causa de sus propias contradicciones.
—¿Y Alia?
—Hayt es un ghola de posibilidades múltiples —dijo Scytale—. La hermana del emperador se halla en una edad en la que puede ser atraída por un encantador macho bien elegido para tal fin. Se verá atraída tanto por su virilidad como por sus habilidades como mentat.
Mohiam dejó que sus viejos ojos se abrieran por la sorpresa.
—¿El ghola un mentat? Esto puede ser peligroso.
—Para ser preciso —dijo Irulan—, un mentat debe poseer datos precisos. ¿Qué ocurrirá si Paul le pide que defina las razones de nuestro obsequio?
—Hayt dirá la verdad —dijo Scytale—. Esto no representará ninguna diferencia.
—Así pues, dejáis una puerta de escape abierta para Paul —dijo Irulan.
—¡Un mentat! —murmuró Mohiam.
Scytale miró a la vieja Reverenda Madre, viendo los antiguos odios que teñían sus respuestas. Desde los días del Jihad Butleriano, cuando las «máquinas pensantes» fueron barridas de la mayor parte del universo, las computadoras habían provocado recelos. Las viejas emociones teñían de igual modo las computadoras humanas.
—No me gusta el modo cómo sonríes —dijo bruscamente Mohiam, hablando en el modo de la verdad mientras miraba intensamente a Scytale.
—Y a mí me gusta aún menos lo que os gusta a vos —dijo Scytale, del mismo modo—. Pero debemos trabajar juntos. Todos nosotros estamos de acuerdo en ello. —Miró al hombre de la Cofradía—. ¿No es así, Edric?
—Estáis enseñando crueles lecciones —dijo Edric—. Presumo que intentáis demostrar que yo no debo elevarme contra las opiniones conjugadas de mis compañeros de conspiración.
—Ved —dijo Scytale—, puede aprender.
—Veo también otras cosas —gruñó Edric—. El Atreides posee el monopolio de la especia. Sin ella no puedo sondear el futuro. Las Bene Gesserit pierden su sentido de la verdad. Poseemos reservas, pero son finitas. La melange es una moneda poderosa.
—Nuestra civilización posee más de una moneda —dijo Scytale—. De este modo, la ley de la oferta y la demanda falla.
—Piensas robarle ese secreto —susurró Mohiam—. ¡Y ello con un planeta guardado por esos locos Fremen!
—Los Fremen son civilizados, educados e ignorantes —dijo Scytale—. No son locos. Están entrenados para creer, no para saber. Las creencias pueden ser manipuladas. Tan sólo el conocimiento es peligroso.
—¿Pero me quedará algo para fundar una dinastía real? —preguntó Irulan.
Todos captaron la ansiedad en su voz, pero tan sólo Edric sonrió ante ello.
—Algo —dijo Scytale—. Algo.
—Eso significa el fin de los Atreides como fuerza predominante —dijo Edric.
—Puedo imaginar a otros menos dotados para los oráculos haciendo esta predicción —dijo Scytale—. Para ellos, mektub al mellah, como dicen los Fremen.
—Estaba escrito con sal —tradujo Irulan.
Mientras ella hablaba, Scytale comprendió qué era lo que la Bene Gesserit había apuntado contra él… una hermosa e inteligente mujer que nunca sería suya. Ah, bien, pensó. Quizá pueda copiarla para algún otro.