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EL CÍRCULO CONSUMADO

El misterio perfecto era la razón por la que una mujer maduraba o no una nueva vida en su seno. Después de parir dos hijos y pasar cinco años en la esterilidad, Mary engendró inmediatamente después de la boda. Comenzó a cuidarse en el trabajo y era rápida en pedirle a algún hombre que la ayudara en las tareas. Sus dos hijos le seguían los pasos y la ayudaban con trabajos ligeros. Era fácil saber cuál de los niños sería ovejero; algunas veces a Rob J. parecía gustarle ese trabajo, pero Tam siempre se mostraba entusiasmado cuando alimentaba a los corderos, y rogaba que le permitieran esquilar. Había algo más en él, entrevisto por primera vez en los burdos trazos que hacía en la tierra con un palo, hasta que su padre le proporcionó carbón y una tabla de pino, y le enseñó cómo podían representarse las cosas y las gentes. Rob no tuvo necesidad de decirle que no omitiera los defectos.

En la pared que ocupaba la cama de Tam colgaron la alfombra de los Samaníes y todos dieron por sentado que era suya, regalo de un amigo de la familia en Persia. En una sola ocasión Mary y Rob afrontaron el tema que habían comprimido y hundido en el fondo más recóndito de su mente.

Observándolo correr tras una oveja descarriada, Rob comprendió que no sería ninguna bendición para el niño enterarse de que tenía un ejército de desconocidos hermanos extranjeros a los que jamás vería.

—Nunca se lo diremos.

—Es tuyo —dijo Mary.

Se volvió, lo abrazó y entre ambos quedó la que sería Jura Agnes, su única hija.

Rob aprendió la nueva lengua porque todos la hablaban a su alrededor y también porque se empeñó en ello. El padre Domhnall le prestó una Biblia escrita en gaélico por los monjes de Irlanda, y así como había llegado a dominar el persa a partir del Corán, Rob aprendió el gaélico en las Sagradas Escrituras.

En su despacho colgó las láminas El hombre transparente y La mujer embarazada. Empezó a enseñar a sus hijos los esquemas anatómicos, y siempre respondía pacientemente a sus preguntas. A menudo, cuando lo llamaban para que atendiera a una persona o a un animal enfermo, alguno de sus hijos o ambos lo acompañaban. Un día Rob J. iba montado detrás de su padre a lomos de Al Borak. Llegaron a la casa de un huerto arrendado en la colina, en cuyo interior dominaba el olor a muerte de Ardis, la mujer de Ostric.

El niño lo observó mientras media los ingredientes para preparar una infusión que luego le dio a beber. Rob volcó agua en un paño y se lo alcanzó a su hijo.

—Puedes mojarle la cara.

Rob J. lo hizo muy suavemente, tomándose mucho cuidado con los labios agrietados de la paciente. Cuando concluyó la tarea, Ardis buscó a tientas y le cogió la mano.

Rob notó que la tierna sonrisa de su hijo se transformaba en algo distinto. Presenció la confusión de la primera toma de conciencia, de la palidez. La resolución con que el niño separó sus manos de las de la mujer.

—Está bien —dijo Rob mientras rodeaba los delgados hombros de su hijo con un brazo—. Está muy bien.

Rob J. sólo tenía siete años. Dos menos de los que tenía él la primera vez.

En ese momento supo, perplejo, que en su vida se había cerrado un círculo.

Reconfortó y atendió a Ardis. Una vez fuera de la casa, cogió las manos de Rob J. para que el niño sintiera la fuerza vital de su padre y se tranquilizara. Lo miró a los ojos.

—Lo que sentiste en las manos de Ardis y la vida que percibes ahora en mí… Sentir estas cosas es un don del Todopoderoso. Un don maravilloso. No es malo y no debes temerlo. Tampoco intentes comprenderlo ahora. Ya tendrás tiempo de entenderlo. No temas.

El color comenzó a volver al rostro de su hijo.

—Sí, papá.

Montó y alzó al niño para sentarlo detrás de su silla, y volvieron a casa.

Ardis murió ocho días más tarde. Durante meses, Rob J. no apareció en el dispensario ni pidió permiso a su padre para acompañarlo cuando iba a atender a los enfermos. Rob no lo presionó. Consideraba que mezclarse con el sufrimiento del mundo tenía que ser un acto voluntario, incluso en el caso de un niño.

Rob J. hizo todo lo posible con su hermano Tam por interesarse por los rebaños. Cuando se le pasó el entusiasmo, salía sólo a recoger hierbas durante largas horas. Era un niño desconcertado.

Pero tenía confianza plena en su padre y llegó el día en que salió corriendo tras él cuando montó para salir.

—¡Papá! ¿Puedo ir contigo? Para atenderte el caballo y esas cosas.

Rob asintió y lo subió al caballo.

Poco después, Rob J. comenzó a ir esporádicamente al dispensario y reanudó su aprendizaje. A los nueve años, por propia solicitud, empezó a asistir a su padre todos los días.

Al año siguiente del nacimiento de Jura Agnes, Mary dio a luz a otro varón, Nathanael Robertsson. Un año después tuvo un hijo muerto, al que bautizaron con el nombre de Carrik Lyon Cole antes de enterrarlo; después experimentó dos difíciles abortos sucesivos. Aunque todavía estaba en edad fecunda, Mary nunca volvió a quedar embarazada. Rob sabía que eso la apenaba, porque habría querido darle muchos hijos, pero él se alegró de verla recuperar poco a poco las fuerzas y el ánimo.

Un día, cuando el hijo menor tenía cinco años, llegó a caballo a Kilmarnock un hombre con un caftán negro polvoriento y sombrero de cuero en forma de campana, llevando a rastras un saco cargado.

—La paz sea contigo —dijo Rob en la Lengua.

El judío se quedó boquiabierto, pero respondió.

—Contigo sea la paz.

Era un hombre musculoso, de gran barba castaña y sucia, el cutis quemado por los rigores del viaje, el agotamiento en la boca y marcadas patas de gallo. Se llamaba Dan ben Gamliel y era de Ruan, a gran distancia de donde se encontraba.

Rob se ocupó de sus bestias, le dio agua para que se lavara y luego dispuso ante él varios platos con alimentos no prohibidos. Notó que ya no entendía tan bien la Lengua, pues era mucho lo que había perdido a lo largo del tiempo, pero bendijo el pan y el vino.

—Entonces, ¿vosotros sois judíos? —preguntó Dan ben Gamliel, con los ojos en blanco.

—No; somos cristianos.

—¿Por qué hacéis esto?

—Porque tenemos una gran deuda —dijo Rob.

Sus hijos se sentaron a la mesa y contemplaron al hombre que no se parecía a nadie que hubiesen visto nunca, oyendo maravillados cómo su padre murmuraba con el extraño las bendiciones antes de comer.

—Cuando terminemos de comer, ¿te molestaría estudiar conmigo? —Rob sintió crecer en su interior una emoción casi olvidada—. Tal vez podamos sentarnos juntos a estudiar los mandamientos.

El extranjero lo observó atentamente.

—Lamento… ¡No, no puedo! —Dan ben Gamliel estaba pálido—. No soy un erudito —susurró.

Ocultando su decepción, Rob llevó al viajero a dormir a un sitio digno, como habrían hecho en cualquier aldea judía.

Al día siguiente se levantó temprano. Entre las cosas que se había llevado de Persia encontró el sombrero de judío, el taled y las filacterias. Fue a reunirse con Dan ben Gamliel en las devociones matinales.

El judío lo miró asombrado cuando se sujetó la pequeña caja negra en la frente y arrolló el cuero alrededor del brazo para formar las letras del nombre del Indecible. Lo vio balancearse y escuchó sus oraciones.

—Ya sé lo que eres —dijo con la voz poco clara—. Eras judío y te has hecho apóstata. Un hombre que ha vuelto la espalda a nuestro pueblo y a nuestro Dios, entregando su alma a la otra nación.

—No, no se trata de eso. —Rob notó con pesar que había interrumpido la oración de su huésped—. Te lo explicaré cuando hayas terminado —dijo, y se retiró.

Pero cuando volvió para llamarlo a desayunar, Dan ben Gamliel había desaparecido. El caballo había desaparecido. El asno había desaparecido. La pesada carga había sido recogida. El hombre prefirió huir antes que exponerse al terrible contagio de la apostasía.

Fue el último judío de Rob: nunca vio a otro ni volvió a hablar en la Lengua.

Sentía que también se deslizaba de su mente la memoria del parsi, y un día decidió que antes de que lo abandonara del todo, debía traducir el Qanun al inglés para tener la posibilidad de seguir consultando al maestro médico. La tarea le llevó largo tiempo. Siempre se decía que Ibn Sina había escrito el Canon de medicina en menos tiempo del que a Robert Cole le llevó traducirlo.

Algunas veces lamentaba melancólicamente no haber estudiado todos los mandamientos al menos una vez. Con frecuencia pensaba en Jesse ben Benjamin, pero cada vez se reconciliaba más con su desaparición —¡era difícil ser judío!—, y casi nunca volvió a hablar de otros tiempos y otros lugares. Una vez, cuando Tam y Rob J. participaron en la carrera que todos los años se celebraba en las montañas para festejar el día de san Kolumb, les habló de un corredor llamado Karim que había ganado una larga y maravillosa carrera denominada chatir. Y rara vez —en general cuando estaba inmerso en una de las tareas características de todo escocés, como limpiar establos y rediles o quitar nieve acumulada o cortar leña para el fuego— evocaba el calor refrescante del desierto por la noche, o recordaba a Fara Askari encendiendo los cirios en Sabbat, o el enfurecido toque de trompeta de un elefante que salía a la carga al campo de batalla, o la intensa sensación de volar posado en lo alto del tambaleo zanquilargo de un camello a la carrera. Llegó a tener la impresión de que toda su vida había estado en Kilmarnock, y que lo ocurrido con anterioridad era un relato oído alrededor del fuego mientras soplaba el viento frío.

Sus hijos crecieron y cambiaron. Su mujer se volvió más bella con los años. A medida que transcurrían las estaciones, un solo detalle permaneció constante: el sentido complementario, la sensibilidad de sanador, nunca le abandonó. Tanto si cabalgaba en solitario en medio de la noche para acercarse al lecho de un enfermo, como si por la mañana entraba deprisa en el atestado dispensario, siempre sentía el dolor del prójimo. Sin detenerse ante nada para combatirlo, nunca dejó de sentir —como había sentido el primer día en el maristan— una oleada de prodigiosa gratitud por haber sido elegido, porque la mano de Dios se había acercado para tocarlo a él, y porque al aprendiz de Barber le hubiese sido dada la oportunidad de ayudar y servir.