LONDRES
Cruzaron el Gran Canal el veinticuatro de marzo del año del Señor de 1043, y tocaron tierra a última hora de la tarde, en Queen’s Hithe. Quizá si hubiesen llegado a la ciudad de Londres un cálido día de verano, el resto de su vida habría sido diferente, pero Mary pisó tierra bajo un aguanieve primaveral llevando a su hijo menor que, al igual que su padre, había vomitado sin parar desde Francia hasta el final del viaje. Le disgustó la ciudad y desconfió de ella por su desapacible humedad del primer momento.
Apenas había lugar para desembarcar. Rob contó más de una veintena de temibles naves de guerra negras ancladas y meciéndose en la marejada, y había embarcaciones mercantes por todos lados. Los cuatro estaban exhaustos por el viaje. Se encaminaron a una de las posadas cercanas al mercado de Southwark, que Rob recordaba, pero resultó ser una pocilga infame plagada de bichos, lo que volvió más desdichada aún su primera noche en Londres.
A la mañana siguiente, con las primeras luces, Rob salió solo a buscar un alojamiento mejor. Bajó el talud y cruzó el Puente de Londres, que se mantenía en buen estado y era el detalle que menos había cambiado en la ciudad. Londres se había expandido; donde antes había praderas y huertos, vio edificios desconocidos y calles que serpenteaban tan delirantemente como las del Yehuddiyyeh. La zona norte le resultó del todo extraña, pues cuando era niño había sido el barrio de casas solariegas rodeadas de campos y jardines, propiedades de las familias antiguas. Evidentemente, algunas habían sido vendidas, y la tierra se usaba para oficios más sucios. Había una fundición de hierro, los orfebres tenían su propio grupo de casas y tiendas, lo mismo que los plateros y los trabajadores del cobre. No era un lugar para vivir, con su velo de humo brumoso, el hedor de las curtidurías, los constantes martillazos sobre los yunques, el rugido de los hornos, los golpeteos, golpes y golpazos de manufacturas e industrias.
A sus ojos, en todos los barrios faltaba algo. Cripplegate había que desecharlo a causa del terreno pantanoso no desecado, Halborn y Fleet se hallaban demasiado alejadas del centro de Londres, y Cheapside estaba abarrotada de tiendas minoristas. Los bajos de la ciudad se encontraban aún más congestionados, pero habían sido parte fundamental de su infancia y se sintió atraído por el puerto.
La calle del Támesis era la más importante de Londres. En la mugre de las estrechas callejuelas que corrían desde Puddle Dock en un extremo y Tower Hill en el otro, vivían porteadores, estibadores, sirvientes y otros desgraciados, pero la larga franja de la calle del Támesis propiamente dicha y sus embarcaderos y desembarcaderos eran un próspero centro de las exportaciones, importaciones y comercios mayoristas. En el lado sur de la calle, el malecón y los muelles obligaban a cierta alineación, pero el lado norte era un disparate a veces estrecho y por momentos ancho. En algunos lugares, de las casonas asomaban fachadas abultadas como vientres de embarazadas. De vez en cuando sobresalía un jardincillo vallado o un almacén se alzaba a cierta distancia de la calle. Éste era casi todo el tiempo un hervidero de seres humanos y animales cuyos efluvios vitales y sonidos recordaba muy bien.
En una taberna preguntó por una casa desocupada y le hablaron de una no muy lejos del Walbrook. De hecho, la casa estaba junto a la pequeña iglesia de St. Asaph, y Rob se dijo que a Mary le gustaría. En la planta baja vivía el propietario, Peter Lound. El piso de arriba estaba en alquiler, y consistía en una pequeña habitación y una sala grande de uso general, que se comunicaban con la bulliciosa calle por una escalera empinada.
No había huellas de ningún tipo de parásitos, y el precio parecía correcto. El emplazamiento era bueno, pues en las calles laterales de la pendiente que subía hacia el norte vivían y tenían sus tiendas comerciantes ricos. Rob no perdió un instante en ir a buscar a su familia a Southwark.
—Todavía no es un hogar digno, pero servirá, ¿verdad? —preguntó a su mujer.
La mirada de Mary era tímida y su respuesta se perdió por el repentino tañido de las campanas de St. Asaph, que resultó excesivamente audible.
En cuanto estuvieron instalados, Rob se apresuró a ir a ver a un fabricante de carteles y le pidió que tallara una tabla de roble y pintara las letras de negro. Cuando la placa estuvo lista, la clavó en la puerta de su casa de la calle del Támesis, para que todos supieran que allí vivía «Robert Jeremy Cole, médico».
Al principio, para Mary fue agradable encontrarse entre británicos y hablar inglés, aunque seguía dirigiéndose a sus hijos en gaélico, pues quería que dominaran la lengua de los escoceses. La posibilidad de comprar en Londres era embriagadora. Buscó a una costurera y le encargó un vestido de buen paño marrón. Habría preferido uno azul como el de la tintura que una vez le había regalado su padre, un azul cielo estival, que naturalmente era imposible. No obstante, el vestido resultó atractivo: largo y ceñido, de alto cuello redondo y mangas tan holgadas que bajaban hasta sus muñecas en voluptuosos pliegues.
Para Rob encargaron unos buenos pantalones grises y una capa. Aunque él protestó por la extravagancia, Mary le compró dos batas negras de médico, una de paño ligero y sin forro y la otra más pesada, con una capucha ribeteada de piel de zorro.
Hacía tiempo que necesitaba ropa nueva, pues seguía usando la que habían comprado en Constantinopla después de completar las etapas de las seguras aldeas judías como quien sigue una cadena eslabón a eslabón. Él se había recortado la tupida barba hasta convertirla en una perilla de chivo, se vistió a la usanza occidental y cuando se unieron a una caravana, Jesse ben Benjamin había desaparecido. Ocupó su lugar Robert Jeremy Cole, un inglés que volvía a su tierra con su familia.
Siempre práctica, Mary había conservado el caftán y usó la tela para hacer prendas a sus hijos. También guardaba las ropas de Rob J. para Tam, tarea que se vio dificultada porque el mayor estaba muy desarrollado para su edad y Tam era algo más pequeño que la mayoría de los niños de su edad, porque había estado gravemente enfermo durante el viaje. En la ciudad franca de Freising los dos niños contrajeron anginas y tenían los ojos llorosos, y después padecieron fiebres altas que afligieron a Mary con la idea de que perdería a sus hijos. Los niños estuvieron febriles días enteros. A Rob J. no le quedaron secuelas visibles, pero la enfermedad se había asentado en la pierna izquierda de Tam, que se volvió pálida y parecía sin vida.
La familia Cole llegó a Freising con una caravana que tenía previsto partir en breve, y el amo dijo que no esperaría a los enfermos.
—Vete y maldito seas —le había dicho Rob, porque el niño necesitaba tratamiento y lo recibiría.
Mantuvo vendajes húmedos y calientes sobre el miembro de Tam, quedándose sin dormir para cambiarlos constantemente y rodear la pequeña pierna con sus grandes manos, doblar la rodilla y hacer trabajar los músculos una y otra vez, pellizcar, retorcer y masajear la pierna con grasa de oso. Tam se recuperó, aunque lentamente. Llevaba menos de un año caminando cuando lo atacó la enfermedad. Tuvo que aprender de nuevo a arrastrarse y gatear, y cuando dio los primeros pasos no mantenía bien el equilibrio, pues la pierna izquierda era ligeramente más corta que la otra.
Estuvieron en Freising casi doce meses aguardando la recuperación de Tam y luego una caravana adecuada. Aunque nunca llegó a querer a los francos, Rob se mostró algo más comprensivo con sus costumbres. La gente iba a consultarle a pesar de la ignorancia de su idioma, pues habían notado con cuánto cuidado y ternura trataba a su propio hijo. Nunca dejó de atender la pierna de Tam, y aunque a veces el niño arrastraba un poco el pie izquierdo al andar, se encontraba entre los niños más activos de Londres.
En efecto, sus dos hijos se encontraban más a gusto en Londres que la madre, la cual no lograba adaptarse. Encontró que el tiempo era húmedo y los ingleses, fríos. Cuando iba al mercado tenía que reprimirse para no deslizarse en el animado regateo oriental al que se había acostumbrado afectuosamente. Los londinenses, en general, eran menos amables de lo que esperaba. Hasta Rob dijo que echaba de menos el efusivo fluir de la conversación persa.
—Aunque rara vez la adulación era algo más que una palabrería hueca, resultaba agradable —le dijo con tono melancólico.
Mary se encontraba en un atolladero con respecto a él. Algo estaba ausente en el lecho matrimonial, se palpaba una falta de júbilo que no sabía definir. Compró un espejo y estudió su imagen, notando que su cutis había perdido brillo debido al cruel sol del largo viaje. Tenía la cara más delgada que antes y los pómulos más pronunciados. Sabía que sus pechos se habían alterado por la lactancia. En las calles de la ciudad pululaban las furcias de mirada dura y algunas eran bellas. ¿Recurriría Rob a ellas tarde o temprano?
Lo imaginó diciéndole a una prostituta lo que había aprendido del amor en Persia y sufrió viéndolos rodar y muertos de risa, como en otros tiempos hacían ella y Rob.
Para Mary, Londres era una ciénaga negra en la que ya estaban hundidos hasta los tobillos. La comparación no era casual, pues la ciudad olía peor que cualquier pantano encontrado durante sus viajes. Las cloacas abiertas y la tierra no eran peores que las cloacas abiertas y el polvo de Ispahán, pero aquí se multiplicaba el número de habitantes y en algunos lugares vivían hacinados, de modo que la fetidez acumulada de sus desechos corporales y de la basura era abominable.
Al llegar a Constantinopla y encontrarse otra vez entre una mayoría cristiana, se dedicó a frecuentar con gran asiduidad las iglesias, pero ahora su fervor se había templado porque los templos londinenses la abrumaban. En Londres había muchas más iglesias que mezquitas en Ispahán: más de un centenar de ellas descollaban de los demás edificios —era una ciudad construida entre iglesias— y «hablaban» con una constante voz atronadora que la hacía temblar. A veces sentía que estaba a punto de ser levantada y arrastrada por un gran viento agitado por las campanas. Aunque la iglesia de St. Asaph era pequeña, sus campanas eran grandes y retumbaban en la casa de la calle del Támesis, repicaban en vertiginoso concierto con los campanarios de las otras iglesias, comunicándose más eficazmente que un ejército de muecines. Las campanas llamaban a los fieles a la oración, las campanas estaban presentes en la consagración de la misa, las campanas advertían del toque de queda a los rezagados; las campanas anunciaban bodas y bautizos, y sonaban en un tañido fúnebre y solemne por cada alma que pasaba a mejor vida; las campanas eran la alerta de incendios y disturbios, daban la bienvenida a los visitantes distinguidos, sonaban para anunciar los días festivos y doblaban con tonos apagados para señalar los desastres. Para Mary, las campanas eran la ciudad.
Y odiaba las condenadas campanas.
La primera persona atraída a su puerta por el nuevo cartel no era un paciente. Quien había llamado era un hombre menudo y cargado de espaldas, que parpadeaba y miraba a través de sus ojos siempre entornados.
—Nicholas Hunne, médico —se presentó e inclinó su cabeza calva a la manera de un gorrión, esperando la reacción—. De la calle del Támesis —agregó significativamente.
—He visto vuestra placa —dijo Rob y sonrió—. Vos estáis en un extremo de la calle, maestro Hunne, y ahora yo me establezco en el otro. Entre ambos hay suficientes londinenses enfermos para una docena de ajetreados médicos.
Hunne arrugó la nariz.
—No tantos enfermos como creéis. Y no tantos médicos ajetreados. Londres ya está abarrotada de profesionales de la medicina, y opino que una población alejada sería mejor elección para un médico que se inicia.
Cuando le preguntó al maestro Cole dónde había estudiado, Rob mintió como un mercader de tapices y dijo que había aprendido durante seis años en el reino franco oriental.
—¿Y cuánto cobrareis?
—¿Cobrar?
—Sí. ¡Vuestros honorarios, hombre!
—Todavía no lo he pensado.
—Pues hacedlo cuanto antes. Os diré cuál es la costumbre, porque no sería justo que un recién llegado rebajara las cuotas establecidas por los demás. Los honorarios varían según la riqueza del paciente… y el cielo es el límite, por supuesto. Pero nunca debéis bajar de cuarenta peniques por una flebotomía, dado que la sangría es el elemento básico de nuestra profesión, y no menos de treinta y seis peniques por el examen de la orina.
Rob lo observó pensativo, pues los precios mencionados eran inhumanamente altos.
—No debéis molestaros con la chusma que se apiña en las barriadas de los extremos de la calle del Támesis. Ya hay cirujanos barberos para atenderla. Tampoco obtendréis frutos si vais en pos de la nobleza, pues la atiende un grupo reducido de médicos como Dryfield, Hudson, Simpson y otros como ellos. Pero la calle del Támesis es un jardín maduro de comerciantes ricos, aunque yo he aprendido a hacerme pagar antes de iniciar el tratamiento, momento en que la angustia del paciente es mayor. —Dedicó a Rob una mirada astuta—. Que seamos competidores no debe convertirse en una desventaja, pues he descubierto que impresiona bien llamar a consulta cuando el enfermo es próspero, y podremos usarnos mutuamente con lucrativa frecuencia, ¿no os parece?
Rob dio unos pasos hacia la puerta, indicándole la salida.
—Prefiero trabajar solo —dijo finalmente.
El otro se puso de todos los colores por el tajante rechazo.
—Entonces estaréis contento, maestro Cole, pues haré correr el rumor y ningún otro médico se acercará a vos.
Inclinó la cabeza y desapareció de la vista.
Se presentaron pacientes, aunque no a menudo.
«Es lo que cabe esperar», se dijo Rob; él era nuevo en la plaza y le llevaría cierto tiempo darse a conocer. Mejor sentarse a esperar que entrar en juegos sucios y prósperos con gente de la calaña de Hunne.
Entretanto, se instalaron. Llevó a su mujer e hijos a visitar las tumbas de la familia y los niños retozaron en el cementerio de St. Botolph. Ahora Rob aceptaba, en el rincón más hondo y secreto de sí mismo, que nunca encontraría a sus hermanos; pero recibía consuelo y orgullo de la nueva familia que había formado, y abrigaba la esperanza de que, de alguna manera, su hermano Samuel, mamá y papá se enteraran de su existencia.
En Cornhill encontró una taberna que le gustó. Se llamaba El Zorro, un bodegón de trabajadores semejante a aquéllos en los que su padre buscaba refugio cuando él era pequeño. Volvió a evitar el hidromiel y sólo bebió cerveza negra. Allí conoció a un contratista de la construcción, George Markham, que había pertenecido al gremio de carpinteros al mismo tiempo que su padre. Markham era un hombre robusto, de cara colorada, con las sienes y la punta de la barba canosas. Había pertenecido a una Centena distinta de la de Nathanael Cole, pero lo recordaba, y por último Rob descubrió que era sobrino de Richard Bukerel, que en aquel entonces era carpintero jefe.
Había sido amigo de Turner Horne, el maestro carpintero con quien vivió Samuel antes de ser atropellado por un carro en los muelles. A Turner y a su mujer se los había llevado la fiebre de los pantanos cinco años antes, lo mismo que a su hijo pequeño. Fue un invierno terrible, concluyó Markham.
Rob contó a los hombres de El Zorro que había estado unos años en el extranjero, estudiando medicina en el reino franco de Oriente.
—¿Conoces al aprendiz de carpintero Anthony Tite? —preguntó a Markham.
—Era jornalero cuando murió, el año pasado, de la enfermedad del pecho.
Rob asintió y bebieron un rato en silencio.
Por Markham y los demás parroquianos, Rob se enteró de lo que había ocurrido en el trono de Inglaterra. Parte de la historia la había conocido en Ispahán, de labios de Bostock. Ahora descubrió que después de suceder a Canuto, Haroldo Pie de Liebre demostró ser un rey débil aunque con un guardián fuerte: Godwine, conde de Wessex. Su medio hermano Alfredo, que se hacía llamar príncipe heredero, llegó a Normandía, y las fuerzas de Haroldo hicieron una carnicería con sus hombres, le arrancaron los ojos y lo mantuvieron en una celda hasta que le sobrevino una muerte horrible a causa de la supuración de sus torturadas cuencas oculares.
Poco después, Haroldo murió como consecuencia de sus excesos en la comida y la bebida, y otro de sus medio hermanos, Hardeknud, regresó de librar una guerra en Dinamarca y lo sucedió.
—Hardeknud ordenó que desenterraran el cadáver de Haroldo del camposanto de Westminster y lo arrojaran en una marisma pantanosa, cerca de la isla de Thorney —explicó George Markham, con la lengua desatada a causa del alcohol—. ¡El cadáver de su propio hermano! ¡Como si fuera un saco de mierda o un perro muerto!
Markham le contó que el cadáver del que había sido rey de Inglaterra yacía entre las cañas, a merced de las mareas.
—Por último, algunos nos escabullimos hasta allí en secreto. Era una noche fría, con una bruma espesa que prácticamente ocultaba la luz de la luna. Subimos el cadáver a un bote y lo llevamos Támesis abajo. Enterramos los restos decentemente, en el pequeño cementerio de St. Clement. Era lo menos que podían hacer unos buenos cristianos.
Hizo la señal de la cruz y se echó un buen trago al coleto.
Hardeknud fue rey sólo dos años, pues un día cayó muerto durante un banquete de boda. Por fin le tocó el turno a Eduardo, que para entonces estaba casado con la hija de Godwine, y también totalmente dominado por el conde sajón, pero el pueblo lo quería.
—Eduardo es un buen rey —dijo Markham a Rob—. Ha botado una flota adecuada de naves negras.
Rob asintió.
—Las he visto. ¿Son veloces?
—Lo bastante para mantener las rutas marítimas libres de piratas.
Toda esta historia real, embellecida con anécdotas y recuerdos tabernarios, provocó una sed que era necesario aplacar y exigió muchos brindis por los hermanos muertos y varios por Eduardo, monarca del reino, que estaba vivito y coleando. Así, varias noches seguidas Rob olvidó su incapacidad para asimilar el alcohol y volvió haciendo eses a la casa de la calle del Támesis. En todos los casos Mary no tuvo más remedio que desnudar a un borrachín hosco y meterlo en la cama.
Se profundizó la tristeza de su expresión.
—Amor, vayámonos de aquí —le dijo un día.
—¿Por qué? ¿Adónde iríamos?
—Podríamos vivir en Kilmarnock. Allí está mi propiedad y un círculo de parientes a quienes alegraría conocer a mi marido y mis hijos.
—Debemos darle una oportunidad a Londres —respondió Rob cariñosamente.
No era ningún tonto: prometió refrenarse en El Zorro y visitarla con menos frecuencia. Lo que no le dijo fue que Londres se había convertido en una visión para él, en algo más que la oportunidad de vivir como médico. En Persia había asimilado cosas que ahora formaban parte de su ser y que allí no se conocían. Deseaba el intercambio abierto de ideas clínicas que existía en Ispahán. Para ello hacía falta un hospital, y Londres era un emplazamiento excelente para una institución semejante al maristan.
Ese año, la larga y fría primavera dio paso a un verano húmedo. Una espesa bruma ocultaba todas las mañanas las dársenas. A media mañana, cuando no llovía, el sol atravesaba la neblina gris y la ciudad cobraba vida instantáneamente. Ese renacimiento vital era el momento predilecto de Rob para pasear, y un día especialmente encantador la bruma se disipó cuando pasaba por un muelle comercial en el que un numeroso grupo de esclavos amontonaba lingotes para su embarque.
Había una docena de pilas de pesadas barras de metal, algunas demasiado altas e irregulares.
Rob estaba disfrutando de la caricia del sol sobre el metal húmedo, cuando un carretero, vociferando órdenes, haciendo restallar el látigo y tironeando de las riendas, echó hacia atrás sus sucios caballos blancos a demasiada velocidad, de modo que la parte de atrás del pesado carro chocó contra una pila.
Rob se había jurado tiempo atrás que sus hijos nunca jugarían en los muelles. Odiaba los carros de carga. Nunca había visto uno, pero le bastaba pensar en su hermano Samuel aplastado bajo aquellas ruedas. Ahora observó horrorizado cómo se desarrollaba otro accidente.
La barra de hierro de lo alto de la pila resbaló hacia adelante, se inclinó en el borde y comenzó a deslizarse sobre el reborde de la pila, seguida por otras dos.
Se oyó un grito de advertencia y una desesperada dispersión humana, pero dos esclavos tenían otras delante que cayeron mientras ellos se arrastraban por el suelo, de modo que todo el peso de los lingotes cayó sobre uno de ellos, que quedó aplastado debajo. Un extremo de otra barra cayó sobre la parte inferior de la pierna del otro y su chillido movió a Rob a la acción.
—Venga, hay que quitárselas de encima. Rápido, con mucho cuidado. ¡Ahora! —gritó, y media docena de esclavos levantaron las barras de hierro.
Los hizo alejarse de la gran pila, llevando a los accidentados. Le bastó una mirada para saber que el primero había muerto. Tenía el pecho triturado y había perecido por asfixia al partírsele la tráquea; su cara ya estaba oscura y congestionada.
El otro esclavo había dejado de gritar, pues se había desmayado mientras lo trasladaban. Mejor así; tenía el pie y el tobillo destrozados y Rob no podía hacer nada para repararlos. Envió a un esclavo a su casa para que le pidiera a Mary el equipo quirúrgico. Mientras el herido estaba inconsciente, practicó una incisión en la piel sana, por encima de la herida, y comenzó a despellejar para hacer un colgajo y luego abrir a través de la carne y el músculo.
El hombre despedía un hedor que asustó y puso nervioso a Rob: era el olor de un animal humano que había sudado permanentemente trabajando duro, hasta que sus harapos sucios absorbieron su maloliente exudación, y la recompusieron hasta convertirla en una parte casi tangible de su cuerpo, como su cabeza afeitada de esclavo o el pie a cuya amputación procedía.
Rob recordó a los dos hediondos esclavos estibadores que habían llevado a su padre a casa desde los muelles.
—¿Qué estáis haciendo?
Levantó la vista y tuvo que esforzarse para dominar su expresión, pues a su lado estaba una persona a la que había visto por última vez en Persia, en el hogar de Jesse ben Benjamin.
—Estoy asistiendo a un hombre.
—Pero dicen que sois médico.
—Así es.
—Soy Charles Bostock, mercader e importador, propietario de este almacén y de este muelle. Y no soy tan tonto, Dios no lo permita, como para pagarle a un médico por atender a un esclavo.
Rob se encogió de hombros. Llegó su equipo quirúrgico y ya lo había preparado todo para usarlo. Cogió la sierra para huesos, aserró el pie estropeado y cosió el colgajo por encima del muñón sangrante, con tanta pulcritud como habría exigido al-Juzjani. Bostock seguía allí.
—He dicho exactamente lo que quería decir. No pienso pagaros. De mí no sacaréis ni medio penique.
Rob asintió. Tamborileó suavemente dos dedos sobre la cara del esclavo, hasta que lo oyó refunfuñar.
—¿Quién sois vos?
—Robert Cole, médico de la calle del Támesis.
—¿No nos conocemos, señor?
—Que yo sepa no, señor mercader.
Recogió sus pertenencias, inclinó la cabeza y se marchó. En el extremo del muelle se arriesgó a volver la mirada y vio a Bostock de pie, transfigurado o profundamente desconcertado, sin quitarle el ojo de encima.
Se dijo a sí mismo que Bostock había visto a un judío con turbante en Ispahán, un judío de barba espesa y atuendo persa, el exótico hebreo Jesse ben Benjamin. Y en el muelle el mercader había hablado con Robert Jeremy Cole, un londinense libre con sencillas vestimentas inglesas y la cara transformada —¿transformada?— por una perilla de chivo bien recortada.
Con toda probabilidad, Bostock no lo recordaría. Y era igualmente posible que lo recordara.
Rob rumió la cuestión como un perro royendo un hueso. No estaba tan asustado por él (aunque lo estaba), pero le inquietaba lo que pudiera ocurrirles a su mujer y a sus hijos en el caso de tener problemas.
De modo que esa noche, cuando Mary empezó a hablar de Kilmarnock, la escuchó y fue comprendiendo dónde estaba la solución.
—¡Me gustaría tanto ir allá! —dijo Mary—. Ansío pisar mis tierras, volver a estar entre mis parientes y rodeada de escoceses.
—Yo tengo que hacer muchas cosas aquí —dijo Rob lentamente y le cogió las manos—. Pero creo que tú y los niños deberíais ir a Kilmarnock sin mí.
—¿Sin ti?
—Sí.
Mary permaneció inmóvil. La palidez parecía elevar sus altos pómulos y arrojar nuevas sombras en su rostro delgado, agrandando sus ojos mientras lo miraba fijamente. Las comisuras de los labios, aquellas líneas sensibles que siempre delataban sus emociones, informaron a Rob de lo mal acogida que era su sugerencia.
—Si eso es lo que quieres, nos iremos —dijo tranquilamente.
En los días siguientes, Rob cambió de idea infinidad de veces. No hubo citaciones ni alarma. Ningún hombre armado fue a arrestarlo. Era obvio que aunque el mercader lo había mirado con curiosidad, no lo había identificado como Jesse ben Benjamin.
«No te vayas», quería decirle a Mary.
Y varias veces estuvo a punto de decirlo, pero siempre había algo que le impedía pronunciar esas palabras; en su interior llevaba una pesada carga de miedo y no estaría mal que ella y los niños estuvieran en otro sitio, a buen resguardo, por un tiempo. De modo que volvieron sobre el tema.
—Si pudieras llevarnos al puerto de Dunbar… —dijo Mary.
—¿Qué hay en Dunbar?
—Los MacPhee, parientes de los Cullen. Ellos se ocuparán de que lleguemos bien a Kilmarnock.
Ir a Dunbar no era ningún problema. El verano tocaba a su fin y había un frenesí de salidas, pues los propietarios de embarcaciones trataban de meter a la mayor cantidad posible de gente en los viajes cortos, antes de que las tempestades bloquearan el mar del Norte durante todo el invierno. En El Zorro, Rob oyó hablar de un paquebote que paraba en Dunbar. La embarcación se llamaba Aelfgifu, en honor de la madre de Haroldo, y su capitán era un danés entrecano que se puso contento al ver que le pagaban por tres pasajeros que no comerían mucho.
El Aelfgifu zarparía antes de dos semanas, y los preparativos fueron presurosos: había que remendar ropa, tomar decisiones acerca de lo que Mary llevaría y de lo que dejaría en Londres.
En un abrir y cerrar de ojos, la partida les cayó encima.
—En cuanto pueda iré a buscarte a Kilmarnock.
—¿Lo harás?
—Por supuesto.
La noche antes de la separación, Mary dijo:
—Si no puedes…
—Podré.
—Pero… si no puedes, si por alguna razón la vida nos separa, quiero que sepas que los míos criarán a los niños hasta que sean hombres.
Más que tranquilizarlo, las palabras de Mary lo fastidiaron y alimentaron su pesar por haber sugerido que se marcharan.
Se tocaron lentamente todos los lugares conocidos del cuerpo, como dos ciegos que quieren guardar la memoria en sus manos. Fue una unión triste, como si supieran que lo hacían por última vez. Después, ella se durmió sin decir nada y él la abrazó sin pronunciar palabra. Había muchas cosas que deseaba decirle, pero no pudo.
Al filo del amanecer los dejó a bordo del Aelfgifu, una nave con la estructura estable de un barco vikingo, aunque de apenas sesenta pies de eslora y una cubierta al aire libre. Tenía un mástil de treinta pies de altura, una gran vela cuadrada y el casco de gruesas planchas de roble superpuestas. Las naves negras del rey mantenían a los piratas en alta mar y el Aelfgifu costearía tocando tierra para descargar y cargar, y también a la primera señal de tempestad. Era el tipo de embarcación más seguro.
Rob permaneció en el muelle. Mary mostraba su expresión inflexible, la armadura que usaba cuando se acorazaba contra el mundo amenazador.
Aunque el barco apenas se mecía en la marejada, el pobre Tam ya estaba verde y acongojado.
—¡Debes seguir trabajándole la pierna! —gritó Rob, haciendo al mismo tiempo movimientos de masaje.
Ella asintió, para que supiera que lo había entendido. Un tripulante levantó la guindaleza del amarre y la nave se soltó. Veinte remeros hicieron un movimiento simultáneo y el Aelfgifu se dejó llevar hacia la potente pleamar.
Como buena madre que era, Mary había acomodado a sus hijos en el mismo centro del barco, donde no podían caer por la borda.
Se inclinó y le dijo algo a Rob J. mientras izaban la vela.
—¡Buena suerte, papá! —gritó la vocecilla, obediente.
—¡Ve con Dios! —respondió Rob.
Y en breve desaparecieron, aunque Rob no se movió y forzó la vista para verlos. No quería irse del muelle, pues tenía la impresión de haber llegado de nuevo a un lugar en el que había estado a los nueve años, sin familia ni amigos.