UN DISPENSARIO EN IDHAJ
Aquel año el invierno fue crudo y llegó temprano a Persia. Una mañana, todas las cumbres montañosas aparecieron nevadas, y al día siguiente fuertes y gélidos vientos soplaron sobre Ispahán arrojando una mezcla de sal, arena y nieve. En los mercados, los tenderos cubrían sus artículos con trapos y suspiraban por la llegada de la primavera. Abultados por los cadabis de piel de cordero que les llegaban a los tobillos, se acurrucaban alrededor de los braseros e intercambiaban chismorreos referentes a su rey. Aunque gran parte del tiempo reaccionaban a las hazañas de Ala con una risilla entre dientes o con una mirada torva y resignada, el último escándalo llevó una expresión grave a muchos rostros, expresión que no provocaba la exposición a los terribles vientos.
En vista de las borracheras cotidianas y del libertinaje a que se entregaba el sha, el imán Mirza-aboul Qandrasseh había enviado a su amigo y jefe de edecanes, el mullah Musa Ibn Abbas, para que intentara razonar con el rey y le recordara que la bebida era abominable para Alá y que estaba prohibida por el Corán.
Ala llevaba horas bebiendo cuando recibió al delegado del visir, al que escuchó con atención. En cuanto se percató del contenido del mensaje y captó el tono cuidadosamente medido de Musa, el sha bajó del trono y se acercó a él.
Desconcertado y sin saber cómo comportarse, el mullah siguió hablando. De inmediato, y sin cambiar de expresión, el rey volcó el vino sobre la cabeza del anciano, para asombro de todos los presentes: cortesanos, sirvientes y esclavos. Durante el recordatorio del sermón, no dejó de volcar vino sobre todo el cuerpo de Musa, mojándole la barba y las ropas. Luego lo echó con un ademán, devolviéndoselo a Qandrasseh empapado y plenamente humillado.
Fue una muestra de desdén para todos los religiosos de Ispahán y ampliamente interpretado como prueba de que los tiempos de Qandrasseh como visir tocaban a su fin. Los mullahs se habían acostumbrado a la influencia y los privilegios que Qandrasseh les había proporcionado, y a la mañana siguiente, en todas las mezquitas de la ciudad se oyeron oscuras y perturbadoras profecías concernientes al futuro de Persia.
Karim Harun fue a consultar el tema con Ibn Sina y Rob.
—Ala no es así. Sabe mostrarse el más generoso de los compañeros, alegre y encantador. Tú lo has visto en la India, Dhimmi. No hay luchador más valiente que él, y si es ambicioso en su deseo de llegar a ser un gran Shahanshah se debe a que anhela la grandeza de Persia.
Los otros dos lo escuchaban en silencio.
—He intentado apartarlo de la bebida —dijo Karim, tan apenado como su antiguo maestro y su amigo.
Ibn Sina suspiró.
—Es más peligroso para los demás a primera hora de la mañana, cuando despierta con la enfermedad del vino del día anterior en su cuerpo. Hazle beber en ese momento té de sen, para purgar los venenos y quitarle el dolor de cabeza; también debes rociar su comida con hueso molido de fruta armenia, a fin de liberarlo de la melancolía. Pero nada lo protegerá de sí mismo. Cuando bebe debes apartarte de él, si puedes. —Observó a Karim atentamente—. Y tú también has de cuidarte cuando vas por la ciudad, pues eres conocido como el predilecto del sha y, en general, te consideran rival de Qandrasseh. Ahora tienes enemigos poderosos dispuestos a jugarse el todo por el todo para interrumpir tu ascenso.
Rob miró a Karim.
—Y tienes que llevar una vida intachable —advirtió en tono significativo—, porque tus enemigos se aferrarán a cualquier debilidad que tengas.
Recordó el odio por sí mismo que había sentido cuando hizo cornudo al maestro. Conocía a Karim; pese a su ambición y a su amor por aquella mujer, era básicamente bondadoso, y Rob imaginaba la angustia que experimentaba al traicionar a Ibn Sina.
Karim asintió. Al separarse, apretó la muñeca a Rob y sonrió. Éste le devolvió la sonrisa. Karim conservaba todo su encanto, aunque ya no se mostraba despreocupado. Rob percibió una gran tensión y una inquieta incertidumbre en su rostro, y se compadeció de su amigo.
Los ojos azules del pequeño Rob contemplaban el mundo intrépidamente. Había empezado a gatear, y sus padres se regocijaron cuando aprendió a beber de una taza. Por sugerencia de Ibn Sina, Rob probó a alimentarlo con leche de camella, que según el maestro era el alimento más sano para un niño. Esa leche despedía un olor fuerte y contenía grumos amarillentos de grasa, pero el niño la tragó ávidamente. A partir de entonces Prisca dejó de amamantarlo. Todas las mañanas, Rob iba a buscar leche de camella al mercado armenio, con un cántaro de piedra. El ama de cría, siempre con un bebé en brazos, se asomaba al almacén de cueros de su marido para verlo pasar.
—¡Amo Dhimmi! ¡Amo Dhimmi! ¿Cómo está mi niño? —gritaba Prisca, y le dedicaba una sonrisa luminosa cada vez que él aseguraba que el niño estaba bien.
Debido al aire cortante, había muchos pacientes con catarros, huesos doloridos, y coyunturas inflamadas e hinchadas. Plinio el Joven había escrito que para curar un resfriado el paciente debe besar el hocico peludo de un ratón, pero Ibn Sina declaró que Plinio el Joven no merecía ser leído. Él tenía su remedio favorito contra los males de la flema y los rigores del reumatismo. Dio instrucciones cuidadosas a Rob para que reuniera dos dirhams de castóreo y otras tantas medidas de gálbano de Ispahán, asafétida hedionda, asafétida, semilla de apio, alholva siria, gálbano, abrojo, semilla de harmala, opopónaco, resina de ruda y meollo de pepitas de calabaza. Los ingredientes secos se machacaban. Las resinas debían remojarse en aceite toda la noche y luego machacarlas. Encima había luego que echar miel tibia desprovista de espuma, y amasar la mezcla húmeda con los ingredientes secos y poner la pasta resultante en una vasija vidriada.
—La dosis es un mithqal —dijo Ibn Sina—, y el resultado, eficaz, si Dios quiere.
Rob fue a los rediles de elefantes, donde los mahouts respiraban ruidosamente y tosían, soportando tristemente una estación distinta de los inviernos que habían conocido en la India. Los visitó tres días seguidos, y los medicó con fumaria, artemisa y la pasta de Ibn Sina, con resultados tan poco concluyentes que habría preferido recetarles la Panacea Universal de Barber. Los elefantes no se veían tan espléndidos como en la batalla; ahora estaban cubiertos con mantas, como si llevaran encima tiendas festoneadas, en un intento por mantenerlos abrigados.
Rob se paró con Harsha para observar a Zi, el gran elefante del sha, que engullía enormes cantidades de heno.
—¡Mis pobres niños! —dijo Harsha tiernamente—. En otros tiempos, antes de Buda o de Brahman o de Vishnu o de Shiva, los elefantes eran todopoderosos y mi pueblo les rezaba. Ahora son mucho menos que dioses, los capturamos y los obligamos a cumplir nuestra voluntad.
Zi se estremeció mientras lo miraban, y Rob prescribió que dieran a las bestias cubos de agua tibia para beber, de manera que se calentaran interiormente.
Harsha se mostró dubitativo.
—Los hemos hecho trabajar y se afanan como siempre, a pesar del frío.
Pero Rob había aprendido algo sobre elefantes en la Casa de la Sabiduría.
—¿Has oído hablar de Aníbal?
—No —dijo el mahout.
—Fue un militar, un gran jefe.
—¿Grande como el sha Ala?
—Al menos tan grande como él, pero de tiempos muy antiguos. Con treinta y siete elefantes salió a la cabeza de un ejército por los Alpes, unas montañas altas, terribles, escarpadas y cubiertas de nieve, y no perdió un solo animal. Pero el frío y la exposición a las inclemencias del tiempo los debilitó. Más adelante, cruzando montañas más bajas, murieron todos los elefantes menos uno. La lección indica que debes hacer descansar a tus bestias y mantenerlas abrigadas.
Harsha asintió respetuosamente.
—Hakim, ¿sabes que te siguen?
Rob se sobresaltó.
—Aquél, el que está sentado al sol.
Era un hombre acurrucado en el vellón de su cadabi, sentado de espaldas a la pared, para protegerse del fuerte viento.
—¿Estás seguro?
—Sí, hakim, ayer también lo vi seguirte. Incluso ahora, no te quita ojo de encima.
—Por favor, cuando me marche, ¿quieres seguirlo sin que se note, para que descubramos quién es?
A Harsha se le iluminaron los ojos.
—Sí, hakim.
A última hora de la tarde, Harsha entró en el Yehuddiyyeh y llamó a la puerta de Rob.
—Te siguió hasta tu casa, hakim. Después que entraste, lo seguí hasta la mezquita del Viernes. Fui muy astuto, porque me mantuve invisible. Entró en casa del mullah con ese cadabi hecho jirones y poco después volvió a salir totalmente vestido de negro, y entró en la mezquita a tiempo para la última oración. Es un mullah, hakim.
Rob le dio las gracias, y Harsha se fue.
Estaba seguro de que el mullah había sido enviado por los cómplices de Qandrasseh. Sin duda había seguido a Karim cuando fue a reunirse con Ibn Sina y Rob, y luego vigiló para saber en qué medida este último estaba implicado con el probable futuro visir.
Tal vez llegaron a la conclusión de que era inofensivo, porque al día siguiente Rob observó atentamente y no vio a nadie que pudiera haberlo seguido y, por lo que supo, en los días posteriores nadie lo espió.
El frío persistía, pero se aproximaba la primavera. Sólo los picos de las montañas gris purpúreo estaban blancos de nieve, y en el jardín las ramas tiesas de los albaricoqueros se veían cubiertas de minúsculos brotes negros perfectamente redondos.
Una mañana, dos soldados fueron a buscar a Rob y lo llevaron a la Casa del Paraíso. En la sala del trono, de fría piedra, sufrían los rigores del clima pequeños grupos de cortesanos con los labios amoratados. Karim no se encontraba entre ellos. El sha estaba sentado ante la mesa de encima del brasero del que se elevaba calor. Acabado el ravi zemin, hizo señas a Rob para que se acercara, y la tibieza protegida por el pesado mantel de fieltro significó un verdadero placer. El juego del sha ya estaba dispuesto, y sin pronunciar palabra Ala hizo el primer movimiento.
—Ah, Dhimmi, te has convertido en un gato hambriento —dijo poco después.
Era verdad: Rob había aprendido a atacar.
El sha jugaba con el entrecejo fruncido y los ojos fijos en el tablero. Rob usó sus dos elefantes para debilitarlo y, rápidamente, comió un camello, un caballo con su jinete y tres soldados de infantería.
Los observadores seguían la partida en un absorto e inexpresivo silencio. Sin duda, algunos estaban horrorizados y otros encantados de que un europeo no creyente estuviera en condiciones de medirse con el sha.
Pero el rey tenía amplia experiencia y era un general astuto. Precisamente cuando Rob empezaba a creerse un tipo listo y maestro de la estrategia, Ala, a costa de sacrificar algunas piezas, fue atrayendo a su oponente.
Empleó sus dos elefantes con más destreza de la que Aníbal había mostrado con sus treinta y siete, hasta que desaparecieron los elefantes y los jinetes de Rob. Pero éste se debatió con tesón, rememorando todo cuanto le había enseñado Mirdin. Antes del shahtreng transcurrieron unos minutos que se hicieron muy largos. Cuando concluyó la partida, los cortesanos aplaudieron la victoria del rey, quien se dio el lujo de exteriorizar su gran satisfacción.
El sha se quitó del dedo un pesado anillo de oro macizo y se lo puso en la mano derecha a Rob.
—Hablemos del calaat. Tendrás una casa lo bastante grande como para organizar una recepción real.
«Con un harén, y Mary en él», pensó Rob.
Los nobles aguzaron los oídos.
—Llevaré este anillo con orgullo y gratitud. En cuanto al calaat, soy dichoso con tu generosidad pasada y permaneceré en mi casa.
Su voz era respetuosa pero demasiado firme, y no desvió la mirada con suficiente rapidez en prueba de humildad. Y todos los presentes oyeron al Dhimmi decir esas cosas.
A la mañana siguiente, la noticia había llegado a oídos de Ibn Sina.
No en vano el médico jefe había sido dos veces visir. Tenía informantes en la corte y entre los sirvientes de la Casa del Paraíso, y por varias fuentes se enteró de la estúpida imprudencia de su asistente.
Como siempre en momentos de crisis, Ibn Sina se sentó a reflexionar. Sabía que su presencia en la ciudad capital era una fuente de orgullo real, que permitía al sha compararse con los califas de Bagdad, como monarca protector de la cultura y patrocinador del saber. Pero Ibn Sina conocía los límites de su influencia; una apelación directa no serviría para salvar a Jesse ben Benjamin.
A lo largo de toda su vida, Ala había soñado con ser uno de los grandes soberanos de la tierra, un rey de nombre imperecedero. Ahora hacía los preparativos para una guerra que podía llevarlo a la inmortalidad o al olvido, y en ese momento le resultaba imposible permitir que alguien obstruyera su voluntad.
Ibn Sina sabía que el rey mandaría matar a Jesse ben Benjamin.
Tal vez ya se había impartido la orden de que unos asaltantes no identificados cayeran sobre el joven hakim en la calle, o que unos soldados lo arrestaran, para ser juzgado y sentenciado por un tribunal islámico. Ala era políticamente hábil y usaría la ejecución del Dhimmi como mejor conviniera a sus propósitos.
Durante años, Ibn Sina había estudiado al sha Ala y comprendía cómo operaba su mente. Sabía lo que debía hacer. Aquella mañana, en el maristan, reunió a su personal.
—Hemos sabido que en la ciudad de Idhaj hay una serie de pacientes demasiado enfermos para trasladarse al hospital —dijo, y era verdad—. Por lo tanto —se dirigió en particular a Jesse ben Benjamin—, debes cabalgar hasta Idhaj y montar allí un dispensario para el tratamiento de esa gente.
Después de hablar sobre las hierbas y medicinas que debía llevar en un asno de carga, de los medicamentos que podían encontrarse en dicha Ciudad, y de las historias de algunos pacientes conocidos, Jesse se despidió y partió sin demora.
Idhaj estaba al sur, a tres días de lento e incómodo viaje, y el dispensario lo entretendría como mínimo tres días, lo que daría a Ibn Sina tiempo de sobra.
A la tarde siguiente, fue solo al Yehuddiyyeh y enfiló directamente hacia la casa de su asistente.
La mujer abrió la puerta con el niño en brazos. Su cara mostró sorpresa y una leve confusión al ver al Príncipe de los Médicos en el umbral, pero enseguida se recuperó y lo hizo pasar con la cortesía debida. La casa era humilde pero estaba bien cuidada, y habían conseguido hacerla cómoda, colocando tapices en las paredes y extendiendo alfombras en el suelo de tierra apisonada. Con diligencia digna de elogio, Mary puso ante él una fuente de barro con pasteles de semillas dulces y un sherbet de agua de rosas aromatizadas con cardamomo.
Ibn Sina no había contado con las dificultades idiomáticas. Cuando intentó hablar con ella, comprendió de inmediato que sólo conocía unas cuantas palabras de parsi.
Su intención era hablar largamente y con persuasión; quería informarle de que al percatarse de las cualidades intelectuales y de la competencia de su marido, fue tras el joven y corpulento extranjero como un avaro tras un tesoro que codicia o como un hombre que desea a una mujer. Quería que el europeo se entregara a la medicina porque tenía claro que Dios había destinado a Jesse ben Benjamin a la curación.
—Será una luminaria. Está casi formado, pero aún es pronto, todavía no ha llegado.
»Todos los reyes están locos. Para el que tiene el poder absoluto, no es más difícil cobrarse una vida que otorgar un calaat. Pero si huyeseis ahora significaría un resentimiento para el resto de vuestra vida, porque ha llegado muy lejos y se ha atrevido a mucho. Sé que no es judío.
La mujer se sentó abrazando al niño y observando a Ibn Sina con creciente tensión. Él intentó hablar hebreo sin alcanzar resultados, luego turco y árabe en rápida sucesión. Era filólogo y lingüista, pero conocía muy pocos idiomas europeos, pues sólo aprendía las lenguas útiles para la erudición. Hablaba en griego y tampoco obtuvo respuesta.
Entonces pasó al latín y notó que ella movía ligeramente la cabeza y parpadeaba.
—Rex te venire ad se vult. Si non, maritus necabitur. —Lo repitió—: El rey quiere que vayas con él. Si no lo haces, tu marido será asesinado.
—Quid dicas? —preguntó Mary, asombrada de lo que había dicho.
Ibn Sina volvió a repetirlo, muy lentamente.
El bebé comenzó a inquietarse entre sus brazos, pero ella no le prestó la menor atención. Fijó la vista en Ibn Sina. Tenía la cara pálida como la nieve, y aunque no mostraba la menor emoción, el maestro percibió un elemento que no había notado antes. El anciano comprendía a la gente y, por primera vez, su ansiedad disminuyó, pues reconoció toda la fortaleza contenida en aquella mujer. Él efectuaría las gestiones y ella haría cuanto fuese necesario.
Se presentaron a buscarla unos soldados con una silla de mano. Mary no sabía qué hacer con Rob J., de modo que lo llevó consigo. Fue una solución acertada, porque en el harén de la Casa del Paraíso el niño fue recibido por varias mujeres que se mostraron encantadas con él.
Llevaron a Mary a los baños, lo que fue sumamente engorroso. Rob le había contado que las musulmanas tenían la obligación religiosa de depilarse el pubis cada diez días frotándose con una mezcla de cal y arsénico. También debían arrancarse o afeitarse el vello de las axilas, una vez por semana las mujeres casadas, cada dos semanas las viudas y una vez por mes las vírgenes. Las mujeres que atendían a Mary la contemplaron con mal disimulado asco.
Después de lavarla, le ofrecieron tres bandejas con esencias y tintes, pero sólo se puso un poco de perfume.
La llevaron a una habitación y le indicaron que esperara. La cámara sólo estaba amueblada con un gran jergón, almohadones y mantas, y un gabinete cerrado sobre el que había una palangana con agua. En algún lugar cercano interpretaban música. Mary tenía frío. Cuando llevaba aguardando lo que le pareció un largo rato, cogió una manta y se envolvió con ella.
Enseguida llegó Ala. Mary estaba aterrada, pero él sonrió al verla acurrucada en la manta.
Meneó un dedo indicando que se la quitara y con señas impacientes le hizo saber que también debía quitarse la túnica. Mary sabía que era delgada en comparación con la mayoría de las mujeres orientales, y las persas se las habían arreglado para informarle de que las pecas eran el castigo de Alá para alguien tan desvergonzado que no usaba velo.
El sha tocó su espesa caballera pelirroja y se llevó un mechón a la nariz.
Ella no se había perfumado el pelo, y la ausencia de aroma provocó una mueca en el hombre.
Mary logro desviar la mente del momento que estaba viviendo y la concentró en su hijo. Cuando Rob J. fuese mayor, ¿recordaría que lo había llevado a aquel lugar? ¿Se acordaría de los gritos de alegría y los suaves mimos de las mujeres? ¿De sus caras tiernas sonriéndole y arrullándolo? ¿De sus manos acariciándolo?
Las manos del rey seguían en su cabeza. Hablaba en persa, Mary no sabía si para sus adentros o para ella. Ni siquiera se atrevía a mover la cabeza para hacerle saber que no entendía, con el fin de que no interpretara su gesto como un desacuerdo.
Ala hizo un examen detenido de las manchas de su cuerpo, pero lo que más le llamaba la atención era su pelo.
—¿Alheña?
Ella comprendió esa palabra y le aseguró que no era tintura, en una lengua que naturalmente él no podía entender. El hombre tironeó suavemente de un mechón con las yemas de los dedos y trató de quitar el color rojo.
Un instante después se despojó de lo único que llevaba puesto: una holgada vestidura de algodón. Sus brazos eran musculosos y su cintura gruesa con una panza velluda y protuberante. Tenía vello en todo el cuerpo. Su verga parecía más pequeña y oscura que la de Rob.
En la silla de mano, camino de palacio, Mary había hecho fantasías. En una lloraba y explicaba al sha que Jesús había prohibido a las mujeres cristianas copular fuera del matrimonio; como si fuera la historia de una santa, él se habría apiadado de sus lágrimas y, con un gesto bondadoso, la enviaría de regreso a su casa. En otra de las fantasías, después de haber sido llevada por la fuerza a aquella situación para salvar a su marido, gozó del más lascivo placer físico de toda su vida, el embeleso de un amante sobrenatural que aunque tenía a sus pies a las mujeres más bellas de Persia, la había elegido a ella.
La realidad no se asemejó en nada a la imaginación. Él le observó los pechos, le tocó los pezones; quizá el color era distinto al de los que estaba acostumbrado a ver. El aire frío le endureció los senos, pero no lograron retener el interés del monarca. Cuando la empujó a la esterilla, Mary imploró en silencio la ayuda de la bendita Madre de Dios, cuyo nombre llevaba. Fue un receptáculo mal dispuesto, reseco por la ira y el miedo al hombre que había estado a punto de ordenar la muerte de su marido. Le faltaron las dulce caricias con que Rob la calentaba y convertía sus huesos en agua. En lugar de un órgano tieso como un palo, el de Ala era más flojo, y tuvo dificultades para penetrarla, por lo que recurrió al aceite de oliva, con el que la embadurnó a ella y no a sí mismo. Por fin se introdujo en su interior engrasado, Mary permaneció inmóvil, con los ojos cerrados.
A ella la habían bañado, pero descubrió que a él no. No era vigoroso. Parecía casi aburrido y gruñía débilmente mientras empujaba. Unos segundos después, soltó un levísimo estremecimiento nada regio para un hombre tan corpulento, y de inmediato un gemido de disgusto. Luego el rey de reyes retiró su verga, produciendo un chupón de aceite, y salió dando zancadas de la habitación, sin decirle una palabra ni dirigirle una sola mirada.
Mary permaneció donde él la había dejado, pegajosa y humillada, sin saber qué hacer. No se permitió derramar una sola lágrima.
Poco más tarde, fueron a buscarla las mismas mujeres y la llevaron junto a su hijo. Mary se vistió deprisa y cogió a Rob J. Al despacharla a casa, las mujeres pusieron en la silla de mano una bolsa de cuerda entretejida llena de melones. Cuando llegaron al Yehuddiyyeh pensó en dejar los melones en el camino, pero le pareció más fácil acarrearlos hasta la casa y dejar que la silla siguiera su camino.
Los melones de los mercados eran de mala calidad porque durante todo el invierno persa permanecían almacenados en cuevas y muchos se estropeaban. Aquéllos estaban en excelentes condiciones y perfectamente maduros con un sabor finísimo y dulce.