CUATRO AMIGOS
Rob lavó a Mirdin, le cortó las uñas, lo peinó y lo envolvió en su taled, del que cortó la mitad de uno de los bordes, según la tradición.
Buscó a Karim, que al enterarse de la noticia parpadeó como si lo hubieran abofeteado.
—No quiero que lo arrojen a la fosa común —dijo Rob—. Estoy seguro de que su familia vendrá a buscarlo para llevarlo a Masqat y enterrarlo entre los suyos, en suelo sagrado.
Escogieron un lugar, delante de una roca redondeada, tan grande que los elefantes no podían moverla. Tomaron medidas y contaron los pasos desde la roca hasta el borde del camino. Karim aprovechó sus prerrogativas para obtener pergamino, pluma y tinta; después de cavar la sepultura, Rob levantó un mapa. Más adelante, volvería a dibujarlo todo y lo enviaría a Masqat. Si no había pruebas incontrovertibles de que Mirdin había muerto, Fara sería considerada una agunah, una esposa abandonada, y nunca le permitirían volver a casarse. Eso decía la ley: Mirdin se lo había enseñado.
—Ala querrá estar presente —dijo Karim.
Rob lo siguió con la mirada cuando se acercó al sha, que estaba bebiendo con sus oficiales, bañándose en el cálido destello de la victoria. Vio que escuchaba a Karim un momento y luego lo despedía con un ademán impaciente. Rob experimentó una oleada de odio al recordar la voz del rey en la caverna y rememorar las palabras que había dicho a Mirdin: «Somos cuatro amigos».
Karim volvió a su lado y dijo, avergonzado, que siguieran con la ceremonia. Murmuró unos fragmentos de oraciones islámicas mientras cubrían el sepulcro, pero Rob no intentó rezar. Mirdin merecía las voces afligidas del Haskavot, el cántico de enterramientos, y del kaddish. Pero este último debía ser entonado por diez judíos y él era un cristiano que se fingía hebreo, y permaneció obnubilado y en silencio mientras la tierra se cerraba sobre su amigo.
Esa tarde los persas no encontraron más indios que matar en el bosque.
El camino de salida de Kausambi estaba abierto. Ala nombró capitán de las Puertas a Farhad, un veterano de mirada dura que empezó a vociferar órdenes destinadas a fustigar a la tropa, a fin de disponer la partida.
En medio del júbilo general, Ala hizo un recuento. Tenía un fabricante de espadas indio. Había perdido dos elefantes en Mansura, pero se había apoderado de veintiocho en la misma plaza. Además, los mahouts encontraron cuatro elefantes jóvenes y sanos en un redil de Kausambi; eran animales de trabajo no entrenados para la batalla, pero seguían siendo valiosos. Los caballos indios eran achaparrados, y los persas hicieron caso omiso de ellos, pero habían descubierto una pequeña manada de camellos finos y veloces en Mansura, y docenas de otros, aptos para la carga, en Kausambi.
Ala no cabía en sí de gozo por el éxito de sus ataques.
Ciento veinte de los seiscientos soldados que habían seguido al sha desde Ispahán estaban muertos, y Rob se encontraba a cargo de cuarenta y siete heridos. Muchos de éstos se hallaban en estado grave y morirían durante el viaje, pero no los abandonarían en la aldea devastada. Todos los persas que se encontraran allí serían asesinados cuando llegaran los refuerzos indios.
Rob envió a unos soldados a registrar las casas para requisar alfombras y mantas, que se sujetaron entre palos, a fin de improvisar unas parihuelas. Al amanecer del otro día, cuando partieron, los indios apresados acarreaban las precarias camillas.
Fueron tres días y medio de viaje arduo y tenso hasta un lugar en el que podía vadearse el río sin tener que presentar batalla. En las primeras etapas del cruce dos hombres fueron arrastrados por las aguas y se ahogaron. En medio, el cauce del Indo era poco profundo pero rápido. Los mahouts situaron los elefantes río arriba, para frenar la fuerza de las aguas mediante aquel muro viviente, una nueva demostración del auténtico valor de estos animales.
Murieron primero los gravemente heridos: los que tenían el pecho perforado o el vientre tajeado, y un hombre que había recibido una puñalada en el cuello. En un solo día sucumbieron seis soldados. En quince días llegaron al Beluchistán, donde acamparon en unos terrenos en los que Rob acomodó a sus heridos en un granero. Al ver a Farhad intentó hablarle, pero el nuevo capitán de las Puertas no hizo más que darle largas pomposamente. Por suerte, Karim lo oyó y de inmediato lo llevó a la tienda del sha.
—Me quedan veintiuno. Pero deben descansar un tiempo, pues de lo contrario también morirán, Majestad.
—Yo no puedo esperar por los heridos —dijo Ala, ansioso por desfilar triunfante por las calles de Ispahán.
—Solicito tu permiso para quedarme aquí con ellos.
El sha estaba atónito.
—No prescindiré de Karim para que te acompañe como hakim. Él debe volver conmigo.
Rob asintió.
Le asignaron quince indios y veintisiete soldados armados para llevar camillas, además de dos mahouts y los cinco elefantes lesionados, a fin de que continuaran recibiendo sus cuidados. Karim se ocupó de que descargaran varios sacos de arroz.
A la mañana siguiente, el campamento bullía con el acostumbrado frenesí. Luego, el cuerpo principal de la partida se puso en camino. Cuando desapareció el último hombre, Rob quedó con sus pacientes y su puñado de ayudantes en una repentina ausencia de ruido que resultaba al mismo tiempo acogedora y desconcertante.
El reposo a la sombra y sin polvareda benefició a los pacientes, ahorrándoles los constantes saltos y traqueteos del viaje. El primer día en el granero murieron dos hombres y otro el cuarto día, pero los que se aferraban a la supervivencia resistieron, y la decisión de Rob de hacer una pausa en el Beluchistán les salvó la vida.
Al principio, los soldados se tomaron a mal las nuevas obligaciones. Los demás estarían en breve en Ispahán, donde serían recibidos con aclamaciones, mientras ellos seguían expuestos a todos los riesgos y obligados a realizar faenas sucias. La segunda noche se escabulleron dos miembros de la guardia armada, y nunca volvieron a verlos. Los indios desarmados no intentaron huir, lo mismo que los demás miembros de la guardia. Como soldados profesionales, pronto comprendieron que la próxima vez podía tocarle a cualquiera de ellos, y se sintieron agradecidos de que el hakim pusiera en peligro su propia vida para ayudar al prójimo.
Todas las mañanas Rob destacaba partidas de caza que volvían con presas pequeñas, que aderezaban y guisaban con el arroz que les había dejado Karim. Los pacientes se recuperaban ante sus propios ojos.
Trataba a los elefantes como a los hombres, cambiando regularmente sus vendajes y bañando sus heridas con vino. Las grandes bestias permanecían impasibles y permitían que les hiciera daño, como si comprendieran que él era su benefactor. Los hombres eran tan resistentes como los animales, incluso cuando se les gangrenaban las heridas, y Rob no tenía más remedio que cortar la sutura y abrir la carne para limpiar el pus y empaparla en vino antes de volver a cerrarla.
Asistió a un hecho extraño: prácticamente en todos los casos que había tratado con aceite hirviendo, las heridas estaban inflamadas y supuraban.
Muchos de los pacientes habían muerto, en tanto la mayoría de aquellos cuyas heridas habían sido tratadas cuando ya no había aceite, no tenían pus y sobrevivieron. Comenzó a tomar notas, sospechando que esa sola observación podía hacer que su presencia en la India valiera para algo. Se había quedado casi sin vino, pero fabricar la Panacea Universal le había servido para aprender que donde había granjeros podían obtenerse barriles de bebidas fuertes. Comprarían más en el camino.
Al cabo de tres semanas, cuando abandonaron el granero, cuatro de sus pacientes estaban en condiciones de montar. Doce soldados iban sin carga para poder turnarse con los camilleros, lo cual permitía que en todo momento algunos descansaran. En la primera oportunidad que se presentó, Rob se desvió de la Ruta de las Especias y dio un rodeo. Éste les retrasaría casi una semana, lo que disgustó a los soldados. Pero Rob no quería arriesgar su reducida caravana siguiendo a las numerosas fuerzas del sha por un camino en el que los desenfrenados intendentes persas habían sembrado el odio y la inanición.
Tres elefantes aún cojeaban y no los cargaron, pero Rob montó en el que tenía cortes de escasa gravedad en la trompa. Se alegró de dejar a Bitch, y estaría contento si nunca tuviera que volver a cabalgar un camello. Por contraste, el amplio lomo del elefante le proporcionaba comodidad, estabilidad y una visión regia del mundo.
Este agradable viaje le ofreció ilimitadas oportunidades de pensar, y el recuerdo de Mirdin lo acompañaba a cada paso, de modo que las maravillas que amenizan cualquier viaje fueron percibidas por sus ojos, pero le proporcionaron muy poco placer: el vuelo repentino de miles de pájaros, una puesta de sol que dejaba el cielo en llamas, la forma en que uno de los elefantes pisó el reborde de una zanja, que se derrumbó, y cómo el animal se sentó como un niño para deslizarse en la rampa resultante…
«Jesús —pensó—. O Shaddai, o Alá, o quien seas. ¿Cómo puedes permitir semejante pérdida?».
Los reyes conducían a hombres ordinarios a la batalla, y algunos de los sobrevivientes eran gentes de baja estofa y otros, individuos perversos, pensó con amargura. No obstante, Dios había permitido que segaran la vida de quien poseía cualidades de santidad y una mente que cualquier erudito envidiaba y ambicionaba. Mirdin habría pasado toda su vida tratando de curar y servir a la humanidad.
Desde el entierro de Barber, Rob no había estado tan conmovido y afectado por una muerte, y todavía mascullaba desesperado cuando llegaron a Ispahán.
Se aproximaron a última hora de la tarde, de manera que la ciudad estaba tal como la vio por vez primera, con sus edificios blancos sombreados de azul y los tejados con el reflejo rosa de las montañas de arenisca.
Cabalgaron directamente hasta el maristan, donde dejaron a los dieciocho heridos. Después fueron a los establos de la Casa del Paraíso, donde se libró de la responsabilidad de los animales, las tropas y los esclavos.
A continuación, pidió su castrado castaño. Farhad, el nuevo capitán de las Puertas, estaba por allí y lo oyó. Ordenó al mozo de cuadra que no perdiera un minuto tratando de localizar a un caballo determinado entre tantos animales.
—Entrega otra montura al hakim.
—Khuff dijo que me devolverían mi caballo.
«No todo tenía que cambiar», dijo Rob para sus adentros.
—Khuff está muerto.
—Pues aun así quiero mi caballo.
Para su propia sorpresa, su voz y su mirada se endurecieron. Venía de una carnicería que le daba náuseas, pero ahora ansiaba golpear, y descargar la violencia.
Farhad conocía a los hombres y supo reconocer el reto en la voz del hakim. No tenía nada que ganar y sí mucho que perder en una reyerta con aquel Dhimmi. Se encogió de hombros y dio media vuelta.
Rob montó junto al mozo de cuadra, recorriendo de un lado a otro los establos. Cuando divisó a su castrado, se avergonzó de su desagradable conducta. Separaron el caballo y lo ensillaron, mientras Farhad acechaba sin ocultar su desdén al ver la bestia defectuosa por la que el Dhimmi había estado dispuesto a pelear.
Pero el caballo castaño trotó alegre hasta el Yehuddiyyeh.
Al oír ruidos entre los animales, Mary cogió la espada de su padre y la lámpara, y abrió la puerta que separaba la casa del establo.
Él había vuelto.
El caballo castaño ya había sido desensillado, y en ese momento Rob lo hacía retroceder hacia el pesebre. Se volvió, y bajo la tenue luz Mary notó que había adelgazado mucho; era casi idéntico al muchacho flacucho y semisalvaje que había conocido en la caravana de Kerl Fritta.
Rob fue a su lado en tres zancadas y la abrazó sin hablar.
Después le tocó el vientre plano.
—¿Todo fue bien?
Mary soltó una carcajada temblorosa, porque estaba fatigada y dolorida.
Rob se había perdido sus frenéticos gritos por cinco días.
—Tu hijo tardó dos días en llegar.
—Un hijo.
Apoyó su enorme palma en la mejilla de Mary. A su contacto, la oleada de alivio la hizo temblar, estuvo a punto de derramar el aceite de la lámpara y la llama parpadeó. Durante su ausencia se había vuelto dura y fuerte, una mujer curtida, pero era todo un lujo volver a confiar en alguien competente.
Como pasar del cuero a la seda.
Mary dejó la espada y le cogió la mano para llevarlo al interior, donde el bebé dormía en una cesta forrada con una manta. En ese momento, vio con los ojos de Rob el trocito de humanidad de carne redonda, las facciones enrojecidas e hinchadas por los dolores del parto, la pelusilla oscura en la cabeza. Sintió fastidio por ese hombre enigmático, pues no logró dilucidar si estaba decepcionado o sobrecogido de júbilo. Cuando Rob levantó la vista, en su expresión había congoja y placer.
—¿Cómo está Fara?
—Karim vino a decírselo. Observé con ella los siete días del shiva. Después cogió a Dawwid e Issachar y se unió a una caravana con rumbo a Masqat. Con la ayuda de Dios, ya están entre los suyos.
—Será duro para ti estar sin ella.
—Es más duro para ella —respondió Mary amargamente.
El bebé soltó un leve vagido y Rob lo levantó del canasto y le acercó el dedo meñique, que el niño aceptó, hambriento.
Mary usaba un vestido suelto, con un cordón en el cuello, que le había cosido Fara. Aflojó el cordón, dejó caer el vestido por debajo de sus senos henchidos y cogió al bebé. Rob también se echó en la estera cuando ella comenzó a amamantarlo. Le apoyó la cabeza en el pecho libre y Mary notó que tenía la mejilla húmeda. Nunca supo que su padre o ningún otro hombre llorara, y las sacudidas convulsivas de Rob la asustaron.
—Querido mío. Mi Rob… —murmuró.
Instintivamente, su mano libre lo orientó suavemente hasta que la boca de él rodeó su pezón. Era un lactante más indeciso que su hijo, y cuando apretó y succionó, Mary se sintió muy emocionada, aunque tiernamente divertida: por una vez, una parte de su cuerpo penetraba en el de él. Pensó fugazmente en Fara, y sin experimentar la menor culpa agradeció a la Virgen que la muerte no se hubiera llevado a su marido. Los dos pares de labios en sus pechos, uno diminuto y el otro grande y conocido, le hicieron experimentar una hormigueante calidez. Quizá la Madre bendita o los santos estaban obrando su magia, pues por un instante los tres fueron uno. Finalmente, Rob se incorporó, y cuando se inclinó y la besó, Mary probó su propio sabor tibio.
—No soy un romano —dijo él.