LAS PELOTAS DE COLORES
Comenzaron por los juegos malabares, y desde el principio Rob supo que jamás sería capaz de realizar ese tipo de milagro.
—Ponte erguido pero relajado, con las manos a los lados del cuerpo. Levanta los antebrazos hasta que queden paralelos al suelo. Vuelve las palmas hacia arriba. —Barber lo escudriñó críticamente y asintió—. Simula que sobre las palmas de tus manos he dejado una bandeja con huevos. No puedes permitir que la bandeja se incline siquiera un instante, pues se caerían los huevos. Pasa lo mismo con los malabarismos. Si tus brazos no están a nivel, las pelotas rodaran por todas partes. ¿Lo has entendido?
—Sí, Barber.
Tuvo una sensación de angustia en la boca del estómago.
—Ahueca las manos como si fueras a beber agua de cada una. —Cogió las pelotas de madera. Puso la roja en la mano derecha ahuecada de Rob, y la azul en la izquierda—. Ahora lánzalas hacia arriba como hace un malabarista, pero al mismo tiempo.
Las pelotas pasaron por encima de su cabeza y cayeron al suelo.
—Presta atención. La pelota roja subió más porque en el brazo derecho tienes más fuerza que en el izquierdo. Por consiguiente, has de aprender a compensarlo, a hacer menos esfuerzos con la mano derecha y más con la izquierda, ya que los lanzamientos deben ser equivalentes. Además, las pelotas subieron demasiado. A un malabarista le basta con echar hacia atrás la cara y mirar hacia el sol para saber dónde han ido las pelotas. Éstas no deben superar esta altura —palmeó la frente de Rob—. De esta forma puedes verlas sin mover la cabeza. —Frunció el ceño—. Algo más. Los malabaristas nunca arrojan una pelota. Las pelotas se hacen saltar. El centro de tu mano debe sacudirse un instante a fin de que el ahuecado desaparezca y la palma quede plana. El centro de tu mano impulsa la pelota en línea recta hacia arriba, al tiempo que la muñeca da un pequeño y suave giro y el antebrazo un debilísimo movimiento ascendente. No debes mover los brazos desde el codo hasta el hombro.
Recobró las pelotas y se las entregó a Rob.
Cuando llegaron a Hertford, Rob montó la tarima, trasladó los frascos con el elixir de Barber y luego se alejó con las dos pelotas de madera y practicó. Aunque no le había parecido difícil, descubrió que la mitad de las veces daba efecto a la pelota cuando la lanzaba, lo que hacía que se desviara. Si cogía la pelota sujetándola demasiado, caía hacia su cara o le pasaba por encima del hombro. Si relajaba la mano, la pelota se alejaba de él. Pero insistió y, poco después, le cogió el tranquillo. Barber pareció satisfecho cuando esa noche, antes de la cena, le mostró sus nuevas habilidades.
Al día siguiente, Barber paró el carromato a las puertas de la aldea de Luton y enseñó a Rob cómo lanzar dos pelotas de tal modo que sus trayectorias se cruzaran.
—Puedes evitar un choque en el aire si una pelota lleva la delantera o se lanza más alta que la otra —explicó.
En cuanto comenzó el espectáculo en Luton, Rob se retiró con las dos pelotas y practicó en un pequeño claro del bosque. Con demasiada frecuencia la pelota azul topaba con la roja produciendo un suave golpe seco que parecía mofarse de él. Las pelotas caían, rodaban y tenía que recuperarlas, por lo que se sentía ridículo y enfadado. Pero nadie lo veía salvo una rata de campo y, de vez en cuando, un pájaro, de modo que siguió intentándolo. Finalmente, se dio cuenta de que podía lanzar ambas pelotas con éxito si la primera descendía lejos de su mano izquierda y la segunda subía menos y recorría una distancia más corta. Tuvo dos días de ensayos, fracasos y repeticiones constantes hasta que se sintió lo bastante satisfecho para mostrárselo a Barber.
Barber le enseñó a desplazar ambas pelotas en círculo.
—Parece más difícil de lo que en realidad es. Lanzas la primera pelota. Mientras está en el aire, pasas la segunda a la mano derecha, la mano izquierda coge la primera pelota, la derecha lanza la segunda y así sucesivamente. ¡Vamos, vamos! Tus lanzamientos envían rápidamente hacia arriba las pelotas, pero éstas bajan mucho más despacio. Ése es el secreto del prestidigitador, lo que salva a los prestidigitadores. Tienes tiempo de sobra para aprender.
Al final de la semana, Barber le enseñó a lanzar tanto la pelota roja como la azul con la misma mano. Tenía que sostener una pelota en la palma y la otra más adelante, con los dedos. Se alegró de tener manos grandes. Las pelotas se le cayeron infinitas veces, pero, al final, captó el truco: primero lanzaba hacia arriba la roja y, antes de que volviera a caer en su mano, soltaba la azul. Bailaban arriba y abajo con la misma mano: «¡Vamos, vamos, vamos!». Ahora practicaba en todos sus momentos libres: dos pelotas en círculo, dos pelotas entrecruzadas, dos pelotas sólo con la mano derecha, dos pelotas únicamente con la izquierda. Descubrió que si hacía malabarismos con lanzamientos muy bajos podía aumentar su velocidad.
Se quedaron en las afueras de una población llamada Bletchly porque Barber le compró un cisne a un campesino. No era más que un polluelo de cisne, pero, de todas maneras, mayor que cualquier ave que Rob hubiera visto preparar para llevarla a la mesa. El campesino vendió el cisne muerto y desplumado, pero Barber trabajó el ave, la lavó con esmero en un riachuelo y luego la colgó de las patas sobre un fuego suave para quemarle los cueros.
Rellenó el cisne con castañas, cebollas, grasa y hierbas, como correspondía a un ave que le había costado cara.
—La carne de cisne es más fuerte que la de oca, pero más seca que la de pato y, por consiguiente, tiene que aderezarse —explicó a Rob con entusiasmo.
Prepararon el cisne envolviéndolo totalmente en delgadas láminas de cerdo salado, superpuestas y delicadamente ceñidas. Barber ató el paquete con cordel de lino y lo colgó encima de la hoguera, en un espetón.
Rob practicó malabarismos lo suficientemente cerca del fuego para que los olores se convirtieran en un dulce tormento.
El calor de las llamas derretía la grasa del cerdo y rociaba la carne magra, al tiempo que el sebo se fundía lentamente y ungía el ave desde dentro. A medida que Barber giraba el cisne sobre la rama verde que hacía las veces de espetón, la delgada piel del cerdo se secaba y se iba asando gradualmente; cuando por fin el ave estuvo asada y la retiró del fuego, el cerdo salado se agrietó y separó. El interior del cisne estaba húmedo y tierno, algo fibroso pero perfectamente mechado y condimentado. Comieron parte de la carne con relleno de castañas calientes y calabaza nueva hervida. Rob probó un magnífico muslo rosado.
Al día siguiente madrugaron y siguieron adelante, alentados por la jornada de descanso. Hicieron un alto para desayunar a la vera del sendero y disfrutaron parte de la pechuga fría del cisne con el cotidiano pan tostado con queso. Cuando acabaron de comer, Barber eructó y entregó a Rob la tercera pelota de madera, pintada de verde.
Se desplazaron como hormigas por las tierras bajas. Los montes Cotswold eran suaves y ondulantes, muy bellos en la dulzura estival. Las aldeas se acurrucaban en los valles y Rob vio más casas de piedra de las que estaba acostumbrado a ver en Londres. Tres días después de St. Swithin cumplió diez años. No se lo comentó a Barber.
Había crecido. Las mangas de la camisa que mamá cosió largas adrede, ahora le quedaban muy por encima de sus nudosas muñecas. Barber lo hacía trabajar mucho. Llevaba a cabo la mayoría de las faenas más desagradables: cargar y descargar el carromato en cada población y aldea, acarrear leña y recoger agua. Su cuerpo convertía en hueso y músculo la magnífica y sabrosa comida que mantenía a Barber imponentemente obeso. Se había habituado muy pronto a la comida exquisita.
Rob y Barber empezaban a acostumbrarse el uno al otro. Cuando, ahora, el hombre gordo llevaba a una mujer al fuego del campamento, ya no era una novedad; a veces Rob permanecía atento a los sonidos de la rebatiña amorosa e intentaba ver algo, pero por lo general se daba la vuelta y dormía. Si las circunstancias lo permitían, ocasionalmente Barber pasaba la noche en casa de una mujer, pero siempre estaba junto al carromato cuando clareaba y llegaba la hora de abandonar un lugar.
Gradualmente Rob llegó a comprender que Barber intentaba acariciar a todas las mujeres que veía y que hacía lo mismo con la gente que contemplaba sus espectáculos. El cirujano barbero les contaba que la Panacea Universal era una medicina oriental que se preparaba haciendo una infusión de las flores secas y molidas de una planta llamada vitalia, que sólo se hallaba en los desiertos de la remota Asiria. Sin embargo, cuando la Panacea empezó a escasear, Rob ayudó a Barber a preparar un nuevo lote y vio que la medicina se componía, básicamente, de licor corriente.
No necesitaban preguntar más de seis veces para encontrar a un campesino encantado de vender un barril de hidromiel. Aunque cualquier variedad habría servido, Barber siempre insistía en conseguir cierta mezcla de miel fermentada y agua conocida como metheglin.
—Es un invento galés, mozuelo, una de las pocas cosas que nos han dado. El nombre procede de meddyg, que significa «médico», y llyn, que quiere decir «alcohol fuerte». De este modo toman medicinas y es bueno, ya que embota la lengua y entibia al alma.
Vitalia, la Hierba de la Vida de la remota Asiria, resultó ser una pizca de salitre que Rob mezclaba minuciosamente en un galón de hidromiel. Daba al alcohol fuerte un fondo medicinal, suavizado por la dulzura de la miel fermentada que constituía su base.
Los frascos eran pequeños.
—Compras el barril barato y vendes caro el frasco —solía decir Barber—. Nosotros formamos parte de las clases inferiores y de los pobres. Por encima de nosotros están los cirujanos que cobran honorarios más abultados y a veces nos arrojan un trabajo desagradable con el que no quieren ensuciarse las manos, como si echaran un trozo de carne podrida a un chucho. Por encima de este grupo de desdichados, están los condenados médicos, seres infatuados y que atienden a la gente bien nacida por afán de lucro.
»¿Alguna vez te has preguntado por qué motivo este barbero no recorta barbas ni cabelleras? Lisa y llanamente, porque puedo darme el lujo de elegir mis faenas. Aprendiz, de todo esto podrás extraer provecho si aprendes bien la lección: preparando el medicamento adecuado y vendiéndolo con diligencia, el cirujano barbero puede ganar tanto como un médico. Si todo lo demás fracasa, bastará con que hayas aprendido lo que te digo.
Cuando terminaron de preparar la panacea para su venta, Barber cogió un tarro más pequeño y preparó un poco más. Luego se toqueteó la ropa. Rob miró azorado cómo el chorro tintineaba dentro de la Panacea Universal.
—Es mi Serie Especial —comentó Barber suavemente, sacudiéndose—. Pasado mañana estaremos en Oxford. El magistrado, que responde al nombre de sir John Fitts, me cobra mucho a cambio de no expulsarme del condado. Dentro de quince días llegaremos a Bristol, donde el tabernero Potte suelta estentóreos insultos durante mis espectáculos. Siempre procuro tener regalos pequeños y adecuados para este tipo de individuos.
Cuando llegaron a Oxford, Rob no se retiró a practicar con las pelotas de colores. Se quedó y esperó a que apareciera el magistrado con su mugrienta túnica de raso. Era un hombre largo y delgado, de mejillas hundidas y una eterna sonrisa fría que parecía traducir un íntimo regocijo. Rob vio que Barber pagaba el soborno y luego, como reticente ocurrencia tardía, ofrecía un frasco de hidromiel.
El magistrado abrió el frasco y engulló su contenido. Rob sospechaba que tendría náuseas, escupiría y ordenaría el arresto inmediato de ambos, pero Fitts acabó la última gota y se pasó la lengua por los labios.
—Un buen traguito.
—Muchas gracias, sir John.
—Dame varios frascos para llevar a casa.
Barber suspiró, como si se hubiera dejado engañar.
—Por descontado, mi señor.
Aunque los frascos con orines tenían una raya para distinguir los de hidromiel sin diluir y se guardaban en un rincón del carromato, Rob no se atrevió a probar ningún licor por temor a equivocarse. La existencia de la Serie Especial logró que toda la hidromiel le resultara repugnante, y tal vez esto lo salvó de convertirse en borrachín a tierna edad.
Hacer malabarismos con tres pelotas era espantosamente difícil. Practicó durante tres semanas sin obtener grandes resultados. Empezó por sostener dos pelotas con la mano derecha y una con la izquierda. Barber le indicó que hiciera malabarismos con dos pelotas en una sola mano, cosa que ya había aprendido. Cuando Rob creía llegado el momento oportuno, incorporaba la tercera pelota al mismo ritmo. Dos pelotas subían juntas, luego una, después dos, a continuación una… La solitaria pelota que se balanceaba entre las otras creaba una bonita imagen, pero no era verdadera prestidigitación. Cada vez que intentaba un salto cruzado con las tres pelotas tenía problemas.
Practicaba siempre que podía. Por la noche, en sueños, veía las pelotas de colores danzando por los aires, ligeras como pájaros. Cuando estaba despierto intentaba lanzarlas como en sueños, pero no tardaba en verse en figurillas.
Se encontraban en Stratford cuando le cogió el tranquillo. No percibió nada distinto en el modo en que las lanzaba o las cogía. Lisa y llanamente, había encontrado el ritmo, las tres pelotas parecían elevarse de forma natural de sus manos y caían como si formaran parte de su ser.
Barber estaba satisfecho.
—Hoy es el día de mi nacimiento y me has hecho un buen regalo —dijo.
Para celebrar ambos acontecimientos fueron al mercado y compraron un corte de venado joven para asar, que Barber hirvió, mechó, condimentó con yerbabuena y acedera y luego asó en cerveza, acompañado de zanahorias y peras dulces.
—¿Cuál es el día de tu cumpleaños? —preguntó mientras comían.
—Tres días después de St. Swithin.
—¡Pues ya pasó y ni siquiera lo mencionaste!
Rob no respondió. Barber miró a su aprendiz y asintió con la cabeza. Luego cortó más carne y la puso en el plato de Rob.
Esa noche Barber lo llevó a la taberna de Stratford. Rob tomó sidra dulce, pero Barber bebió cerveza nueva y entonó una canción para celebrar el día. Aunque no tenía una gran voz, era capaz de seguir una melodía. Cuando acabó, se oyeron aplausos y golpes con las jarras sobre las mesas. A una mesa de un rincón había dos mujeres, las únicas presentes. Una era joven, corpulenta y rubia. La otra, delgada y mayor, con manchones grises en su cabellera castaña.
—¡Más! —gritó descaradamente la mujer mayor.
—Señora, sois insaciable —replicó Barber. Echó hacia atrás la cabeza y cantó:
Aquí va una nueva y alegre canción para los galanteos de una viuda madura,
que dio cama a un canalla que fue su triste ruina.
¡El hombre la montó, la hizo saltar y sacudiola
y le robó todo su oro a cambio del cuerpo a cuerpo!
Las mujeres se desternillaban de risa, tapándose los ojos con las manos.
Barber les invitó a cerveza y entonó:
Tus ojos me acariciaron una vez
tus brazos me rodean ahora…
Más tarde nos revolcaremos juntos,
de modo que no hagas grandes promesas.
Con sorprendente agilidad para un hombre de su corpulencia, Barber danzó un frenético paso de zuecos con cada una de las mujeres, mientras los parroquianos de la taberna batían palmas y gritaban. Dio vueltas e hizo girar rápidamente a las embelesadas mujeres, ya que bajo la grasa se ocultaban los músculos de un caballo de tiro. Rob se quedó dormido inmediatamente después de que Barber llevara a las mujeres a la mesa. Apenas reparó en que lo despertaban y que las mujeres lo sostenían mientras ayudaban a Barber a guiarlo trastabillando hasta el campamento.
Cuando despertó a la mañana siguiente, los tres yacían bajo el carro, enredados como enormes serpientes muertas.
Rob se interesaba cada vez más por los pechos y se acercó para estudiar a las mujeres. La más joven poseía un seno oscilante con gruesos pezones encajados en grandes areolas marrones pobladas de vello. La mayor era casi plana, con pequeñas tetas azuladas como las de una perra o las de una cerda.
Barber abrió un ojo y lo vio fijar en su memoria los cuerpos de las mujeres. Luego se levantó y palmeó a sus compañeras, que se mostraron enfadadas y soñolientas. Las despertó para que desocuparan el lecho y así poder guardarlo en el carro mientras Rob enganchaba el caballo. Dio de regalo a cada una, una moneda y un frasco de Panacea Universal. Despreciados por una garza aleteante, el barbero y Rob salieron de Stratford en el mismo momento en que el sol teñía de rosa el río.