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LA ORDEN

Rob había llegado a hakim seis días antes de cumplir veinticuatro años, y el entusiasmo se mantuvo varias semanas. Para su satisfacción, Mirdin no sugirió que fueran a las maidans a celebrar su nueva condición de médicos. Sin hacer demasiada alharaca, sentía que ese cambio en sus vidas era demasiado importante para celebrarlo con una noche de borrachera. Las dos familias decidieron reunirse en casa de los Askari y compartir una buena cena.

Después, Rob y Mirdin se acompañaron mutuamente a tomarse las medidas de la túnica negra con capucha correspondiente a un hakim.

—¿Ahora volverás a Masqat? —preguntó Rob a su amigo.

—Me quedaré aquí unos meses, porque todavía me quedan cosas por aprender en el khazanat-ul-sharaf. ¿Y tú? ¿Cuándo regresarás a Europa?

—Mary no puede viajar estando embarazada. Esperaremos a que el niño nazca y esté lo bastante fuerte para soportar el viaje. —Sonrió a Mirdin—. Tu familia organizará grandes celebraciones en Masqat cuando su médico vuelva a casa. ¿Has enviado a los tuyos un mensaje diciendo que el sha quiere comprarles una gran perla?

Mirdin meneó la cabeza.

—Mi familia recorre las aldeas de pescadores de perlas y compra minúsculos aljofares. Luego los venden en una taza medidora a mercaderes que, a su vez, los venden para ser cosidos en diversas vestimentas. Mi familia se vería en apuros si tuviera que reunir las sumas necesarias para comprar perlas grandes. Tampoco le interesaría hacer tratos con el sha, pues los reyes rara vez están dispuestos a pagar el precio justo de las perlas que tanto les gustan. Por mi parte, espero que Ala haya olvidado la «fortuna» que ha concedido a mis parientes.

—Los miembros de la corte fueron a buscarte anoche y no te encontraron —dijo el sha Ala.

—Estaba atendiendo a una mujer desesperadamente enferma —respondió Karim. En verdad, había ido a ver a Despina. Y los dos estaban desesperados.

Era la primera vez en cinco noches que lograba escapar a las aduladoras demandas de los cortesanos, y valoró más que nunca cada minuto que estuvo con ella.

—En mi corte hay gente enferma que necesita de tu sabiduría —se quejó Ala.

—Sí, Majestad.

Ala había puesto de relieve que Karim contaba con el favor del trono, pero el joven estaba hastiado de los miembros de la nobleza, que a menudo se presentaban ante él con dolencias imaginarias, y echaba de menos el ajetreo y la auténtica labor del maristan, donde podía ser útil como médico y no como ornamento.

Empero, cada vez que iba cabalgando a la Casa del Paraíso y los centinelas lo saludaban, se sentía nuevamente conmovido. Con frecuencia pensaba en lo sorprendido que estaría Zaki-Omar si pudiera ver a su muchacho cabalgando con el rey de Persia.

—… Estoy haciendo planes, Karim —decía el sha—. Proyectando grandes acontecimientos…

—Que Alá les sonría.

—Tienes que mandar a buscar a tus amigos, los dos judíos, para que se reúnan con nosotros. Quiero hablar con los tres.

—Sí, Majestad.

Dos mañanas más tarde. Rob y Mirdin fueron convocados para salir de cabalgata con el sha. Era una oportunidad para estar con Karim, que por esos días siempre se mantenía ocupado con Ala. En el patio de la Casa del Paraíso, los tres médicos jóvenes repasaron los exámenes, con gran placer de Karim. Cuando llegó el sha, montaron y cabalgaron detrás de él en dirección al campo.

Era una excursión conocida y nada original, salvo que ese día practicaron largamente la flecha del parto, ejercicio en el que sólo Karim y Ala podían abrigar alguna esperanza de éxito. Comieron bien y no tocaron ningún tema serio hasta que los cuatro estuvieron sumergidos en el agua caliente de la caverna, bebiendo vino.

En ese momento, Ala les dijo tranquilamente que cinco días más tarde saldría de Ispahán a la cabeza de una numerosa partida de ataque.

—¿Adónde, Majestad? —preguntó Rob.

—A los rediles de elefantes del sudoeste indio.

—Majestad, ¿puedo acompañarte? —inquirió Karim de inmediato, con los ojos encandilados.

—Espero que los tres podáis acompañarme.

Habló con ellos largo y tendido, lisonjeándolos mientras los hacía partícipes de sus planes más secretos. Evidentemente, al oeste los seljucíes se estaban preparando para la guerra. En Ghazna, el sultán Mahmud se mostraba más amenazador que nunca, y finalmente habría que enfrentarlo. Era el momento ideal para que Ala acrecentara su poderío. Sus espías le habían informado de que en Mansura una débil guarnición india custodiaba un buen número de elefantes. Una escaramuza sería una valiosa maniobra de entrenamiento y, lo que era más importante, le proporcionaría unos animales de incalculable valor que, cubiertos con cota de malla, se transformarían en armas pavorosas capaces de modificar el curso de los acontecimientos.

—Y tengo otro objetivo. —Ala cogió la vaina que había dejado junto al pozo y extrajo una daga cuya hoja era de un desconocido acero azul, con adornos en espiral—. El metal de esta hoja sólo se encuentra en la India. Es distinto a todos los que tenemos. Su filo es mejor que el de nuestro propio acero y se mantiene más tiempo. Su dureza le permite atravesar las armas comunes y corrientes. Buscaremos espadas hechas con este acero azul, pues el ejército que tenga las suficientes vencerá a cualquier otro.

Les pasó la daga para que examinaran su filo templado.

—¿Vendrás con nosotros? —preguntó a Rob.

Rob sabía que era una orden y no una solicitud; el sha le pasaba la cuenta y había llegado el momento de que pagara su deuda.

—Iré, Majestad —dijo, tratando de que su voz sonara alegre. Estaba mareado con algo más que el vino, y sentía que se le aceleraba el pulso.

—¿Y tú, Dhimmi? —preguntó Ala a Mirdin.

Mirdin estaba pálido.

—Contaba con tu permiso para regresar a Masqat con mi familia.

—¡Permiso! ¡Claro que tenías mi permiso! Ahora eres tú quien debes decidir si nos acompañas o no —le espetó Ala.

Karim se apresuró a coger la bota de piel de cabra y servir vino en las copas.

—Acompáñanos a la India, Mirdin —le rogó.

—Yo no soy militar —contestó Mirdin lentamente, y miró a Rob.

—Ven con nosotros, Mirdin —le apremió Rob—. Hemos analizado menos de un tercio de los mandamientos. Podríamos estudiar juntos en el camino.

—Necesitaremos cirujanos —agregó Karim—. Además, ¿Jesse es el único judío, entre tantos que he conocido en mi vida, que está dispuesto a luchar?

Era una broma con las mejores intenciones, pero algo volvió tensa la mirada de Mirdin.

—Eso no es verdad —se apresuró a decir Rob—. Karim, el vino te pone muy estúpido.

—Iré —concluyó Mirdin, y los otros gritaron encantados.

—¡Pensad en lo bien que lo pasaremos, cuatro amigos juntos cabalgando hasta la India! —dijo Ala con gran satisfacción.

Esa tarde Rob fue a ver a Nitka la Partera, una mujer seria y delgada, no muy vieja, de nariz afilada en un rostro cetrino y ojos como pasas. Lo invitó a tomar algo sin entusiasmo, y luego escuchó sin sorprenderse lo que le dijo. Rob sólo explicó que debía irse de Ispahán. La expresión de la mujer le transmitió que ese problema formaba parte de su mundo normal: el marido viaja, y la mujer se queda en su casa y sufre a solas.

—He visto a tu esposa. Es la Otra de pelo colorado.

—Es una cristiana europea, sí.

Nitka meditó un rato, hasta tomar una decisión.

—Bien. La atenderé cuando llegue el momento. Si se presentan dificultades, me instalaré en tu casa durante las últimas semanas.

—Gracias. —Le dio cinco monedas, cuatro de ellas de oro—. ¿Es suficiente?

—Es suficiente.

En lugar de volver a casa, Rob se alejó del Yehuddiyyeh para presentarse, sin ser invitado, en casa de Ibn Sina.

El médico jefe lo saludó y después le escuchó atentamente.

—¿Y si mueres en la India? A mi hermano Alí lo mataron mientras participaba de un ataque similar. Tal vez no se te haya pasado por la cabeza esta posibilidad, porque eres joven y fuerte y te sientes pletórico de vida. ¿Pero que ocurrirá si la muerte te lleva?

—Dejo dinero a mi mujer. En realidad, muy poco me pertenece, pues casi todo era de su padre —aclaró escrupulosamente—. Si muero, ¿te ocuparás de que pueda volver a nuestra tierra con el niño?

Ibn Sina asintió.

—Espero que tengas cuidado y me evites ese trabajo. —Sonrió—. ¿Has pensado en el acertijo que te he desafiado a desentrañar?

Rob estaba maravillado de que una mente tan privilegiada pudiera pensar en juegos infantiles.

—No, médico jefe.

—No importa. Si Alá lo desea, habrá tiempo de sobra para que lo resuelvas. —Cambió de tono y dijo bruscamente—: Ahora, acércate, hakim. Sospecho que haríamos bien en dedicar algún tiempo a hablar del tratamiento de las heridas.

Rob se lo dijo a Mary cuando ya estaban acostados. Le explicó que no tenían opción, que se había comprometido a pagar la deuda que tenía con Ala y que, de cualquier manera, su presencia en la partida de ataque era una orden.

—Huelga decir que ni Mirdin ni yo participaríamos de una aventura tan delirante si pudiéramos evitarlo.

No entró en detalles sobre las posibles vicisitudes, pero le dijo que había contratado los servicios de Nitka para el parto, y que Ibn Sina la ayudaría si se presentaba cualquier otro problema.

Seguramente estaba aterrada, pero no discutió. Rob la notó irascible cuando lo interrogó, aunque tal vez sólo se trataba de un ardid de su propia culpabilidad, pues reconoció que, íntimamente, a una parte de su ser, le procuraba alegría hacer de militar, pues eso satisfacía un sueño infantil.

Una vez, durante la noche, apoyó ligeramente la mano en el vientre de Mary y palpó la carne tibia que comenzaba a crecer, a mostrarse.

—Tal vez no puedas verla del tamaño de una sandía, como habías dicho —murmuró ella en la oscuridad.

—Para entonces, sin duda estaré de vuelta.

Mary fue replegándose en sí misma a medida que llegaba el día de la partida, y otra vez se convirtió en la mujer dura que Rob había encontrado sola defendiendo encarnizadamente a su padre agonizante en el wadi Ahmad.

A la hora de la partida ella estaba fuera, cepillando su propio caballo negro. Tenía los ojos secos cuando lo besó y lo vio marcharse: una mujer alta y de cintura creciente, que ahora sustentaba su corpulencia como si siempre estuviera cansada.