LA FORMACIÓN DE JESSE
—Se llama Mary, como la madre de Yeshua —dijo Mirdin a su mujer, en la Lengua.
—El nombre de ella es Fara —dijo Rob a Mary en inglés.
Las dos mujeres se estudiaron mutuamente.
Mirdin había llevado de visita a Fara y a sus dos hijitos de piel morena, Dawwid e Issachar. Las mujeres no podían conversar, pues no se comprendían. Sin embargo, poco después se comunicaban ciertos pensamientos y reían entre dientes, hacían ademanes, ponían los ojos en blanco y soltaban exclamaciones de frustración. Tal vez Fara se hizo amiga de Mary por orden de su marido, pero desde el principio las dos mujeres, tan distintas en todo sentido, experimentaron estima mutua.
Fara enseñó a Mary a recoger su larga cabellera pelirroja y cubrirla con un paño antes de salir de casa. Algunas mujeres judías usaban velo al estilo musulmán, pero muchas se limitaban a cubrirse los cabellos, y este único acto volvió menos llamativa a Mary. Fara le mostró los puestos del mercado donde los productos eran frescos y la carne de buena calidad, y le indicó a qué mercaderes había que evitar. Le enseñó a preparar la carne kosher, mojándola y salándola para quitarle el exceso de sangre. También le trasmitió cómo había que colocar carne, pimentón, ajo, hojas de laurel y sal en un caldero de barro cubierto que luego se colocaba sobre carbones encendidos, y la carne se dejaba cocer lentamente durante el largo shabbat para que se volviera sabrosa y tierna; un plato delicioso que se llamaba shalent y que se convirtió en la comida favorita de Rob.
—Me gustaría tanto hablar con ella, hacerle preguntas y contarle cosas… —dijo Mary a Rob.
—Te daré lecciones para que aprendas la Lengua.
Pero ella no quiso saber nada del idioma judío ni del parsi.
—No tengo la misma facilidad que tú para las palabras extranjeras. Me llevó años aprender el inglés y tuve que esforzarme como una esclava para dominar el latín. ¿No nos iremos pronto a donde pueda oír mi propia lengua gaélica?
—Cuando llegue el momento —respondió Rob, pero no le dijo cuándo llegaría ese momento.
Mirdin emprendió la tarea de que volvieran a aceptar a Jesse ben Benjamin en el Yehuddiyyeh.
—Desde los tiempos del rey Salomón… ¡No, desde antes de Salomón!, los judíos han tomado esposas gentiles y han sobrevivido dentro de la comunidad. Pero siempre fueron hombres que dejaron en claro, en su vida cotidiana, que seguían siendo fieles a su pueblo.
Por sugerencia de Mirdin, adoptaron la costumbre de reunirse dos veces por día para rezar en el Yehuddiyyeh; para el shaharit de la mañana en la pequeña sinagoga Casa de la Paz —la predilecta de Rob—, y para el ma’ariv del final del día en la sinagoga Casa de Sión, cerca de la vivienda de Mirdin. Para Rob no significó ningún inconveniente. Siempre lo había tranquilizado el balanceo, el estado de ensueño y la rítmica canción entonada. A medida que la Lengua se volvía más natural para él, olvidó que asistía a la sinagoga como parte de un disfraz, y a veces sentía que sus pensamientos podían llegar a Dios. No oraba como Jesse el judío ni como Rob el cristiano, sino como quien busca comprensión y consuelo. A veces esto le ocurría mientras decía una oración judía, pero era más fácil que encontrara un momento de comunión en algún vestigio de su infancia; en ocasiones, mientras a su alrededor entonaban bendiciones tan antiguas que muy bien podían ser usadas por el hijo de un carpintero de Judea, pedía algo a uno de los santos de mamá, o rezaba a Jesús o a Su Madre.
Poco a poco, le fueron dirigiendo menos miradas airadas, y después ninguna, a medida que pasaban los meses y los habitantes del Yehuddiyyeh se acostumbraron a ver al robusto judío inglés sosteniendo una cidra y agitando palmas en la sinagoga Casa de la Paz durante el festival de la cosecha de Sukkot, ayunando junto a los demás en Yom Kippur, danzando en la procesión que seguía a los pergaminos celebratorios de la entrega que hizo Dios de la Torá al pueblo judío. Yaakob ben Rashi dijo a Mirdin que evidentemente Jesse ben Benjamin trataba de explicar su precipitado matrimonio con una mujer ajena a su religión.
Mirdin era astuto y conocía la diferencia entre la cobertura protectora y el compromiso total del alma de un hombre.
—Sólo te pido una cosa —le dijo—. Nunca debes permitirte ser el décimo hombre.
Rob J. comprendió. Si el pueblo religioso esperaba una mimyam, la congregación de diez judíos del sexo masculino que les permitía rendir culto en público, sería terrible engañarlos en beneficio de su artimaña. Se lo prometió sin la menor vacilación y nunca dejó de cumplir su palabra.
Casi todos los días Rob y Mirdin encontraban tiempo para estudiar los mandamientos. No se guiaban por ningún libro. Mirdin conocía los preceptos por transmisión oral.
—Está generalmente aceptado que los seiscientos trece mandamientos figuran en la Torá —explicó—, pero no hay acuerdo en cuanto a su forma exacta. Un estudioso puede contar un precepto como un mandamiento separado, mientras otro lo puede considerar parte de la ley anterior. Yo te transmito la versión de los seiscientos trece mandamientos que pasó por muchas generaciones de mi familia y que me fue enseñada por mi padre, Reb Mulka Askar de Masqat.
Mirdin dijo que doscientos cuarenta y ocho mitzvot eran mandamientos positivos, como el que obliga a un judío a cuidar a las viudas y los huérfanos; y que trescientos sesenta y cinco eran mandamientos negativos, como que un judío nunca debe aceptar el soborno.
Aprender los mitzvot con Mirdin era más placentero que cualquier otro estudio para Rob, pues sabía que no habría exámenes. Disfrutaba escuchando las leyes judías con una copa de vino en la mano, y en breve descubrió que esas sensaciones lo ayudaban en el estudio del Fiqh islámico.
Trabajaba más que nunca, pero saboreaba cada día que pasaba. Sabía que la vida en Ispahán era mucho más fácil para él que para Mary. Aunque volvía a ella entusiasmado al final de cada día, todas las mañanas la dejaba para dirigirse al maristan y a la madraza con un tipo de entusiasmo diferente.
Aquel año estudiaba a Galeno y estaba inmerso en las descripciones de fenómenos anatómicos que no podía ver examinando a un paciente: la diferencia entre venas y arterias, el pulso, el funcionamiento del corazón como un puño constantemente apretado y bombeando sangre durante la sístole, para luego relajarse y volverse a llenar de sangre durante la diástole.
Lo apartaron del aprendizaje con Jalal y pasó de los retractores, empalmes y cuerdas del ensalmador a los instrumentos de cirugía como aprendiz de al-Juzjani.
—Le caigo mal. Lo único que me permite hacer es limpiar y afilar instrumentos —se quejó a Karim, que había pasado más de un año al servició de al-Juzjani.
—Es así como empieza con cada nuevo aprendiz —replicó Karim—. No debes desalentarte.
Para Karim era fácil hablar de paciencia en esos días. Parte de su calaat consistía en una casona elegante, en la que ahora ejercía la medicina. Su clientela estaba constituida principalmente por familias de la corte. Estaba de moda que un noble pudiese señalar, como de paso, que su médico era Karim, el héroe del atletismo persa, ganador del chatir, y atrajo a tantos pacientes en breve plazo, que habría sido próspero incluso sin el precio en metálico del estipendio adjudicado por el sha. Florecía en atuendos costosos, y cuando iba a casa de Rob llevaba regalos generosos, comidas y bebidas exquisitas. Incluso le ofreció una espesa alfombra de Hamadhan para cubrir el suelo, como regalo de boda. Coqueteaba con Mary con los ojos y le decía cosas escandalosas en persa; ella afirmaba que se alegraba de no comprenderlo, aunque enseguida se encariñó con él y empezó a tratarlo como a un hermano travieso.
En el hospital, donde Rob suponía que la popularidad de Karim sería más limitada, ocurría lo mismo que en todas partes. Los aprendices se apiñaban y lo seguían mientras atendía a los pacientes, como si fuera el más sabio de los sabios, y Rob no estuvo en desacuerdo cuando Mirdin Askari comentó que la mejor forma de llegar a ser un médico de éxito consistía en ganar el chatir.
En ocasiones, al-Juzjani interrumpía el trabajo de Rob para preguntarle el nombre del instrumento que estaba limpiando, o cuál era su utilidad. Había muchos más instrumentos de los que Rob conocía de sus tiempos de cirujano barbero: herramientas quirúrgicas específicamente destinadas a determinadas tareas. Limpiaba y afilaba bisturís redondeados, bisturís curvos, escalpelos, sierras para huesos, curetas para oídos, sondas, lancetas para sacar quistes, brocas para extraer cuerpos extraños alojados en el hueso…
En última instancia, el método de al-Juzjani adquirió sentido, porque al cabo de dos semanas. —Cuando Rob empezó a asistirlo en la sala de operaciones del maristan—, al cirujano le bastaba murmurar lo que necesitaba y Rob sabía seleccionar el instrumento adecuado y entregárselo inmediatamente.
Había otros dos aprendices de cirugía que llevaban meses a las órdenes de al-Juzjani. Se los autorizaba a operar casos poco complicados, siempre ante los comentarios cáusticos y las críticas certeras del maestro.
Tras diez semanas de asistencia y observación, al-Juzjani permitió que Rob hiciera un corte, naturalmente bajo su supervisión. Cuando se presentó la oportunidad, tuvo que amputar el dedo índice a un mozo de cuerda cuya mano había sido aplastada por el casco de un camello.
Rob había aprendido mucho mediante la observación. Al-Juzjani siempre aplicaba un torniquete, utilizando una delgada correa de cuero similar a las empleadas por los flebotomistas para levantar una vena con anterioridad a la sangría. Rob ató diestramente el torniquete y realizó la amputación sin titubeos, pues se trataba de un procedimiento que había repetido muchas veces a lo largo de sus años como cirujano barbero. No obstante, siempre había trabajado con el engorro que representaba la sangre, y estaba encantado con la técnica de al-Juzjani, que le permitió hacer un colgajo y cerrar el muñón sin necesidad de restañar la sangre, y con apenas poco más que una gota de humedad rezumada.
Al-Juzjani lo observó todo detenidamente, con su habitual gesto huraño y amenazador. Cuando Rob concluyó la operación, el cirujano dio media vuelta y se alejó sin una sola palabra de elogio, pero tampoco indicó que existiera una forma mejor de hacer las cosas.
Mientras Rob limpiaba la mesa de operaciones, sintió una oleada de alegría, reconociendo que había logrado una pequeña victoria.