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LA ÚLTIMA ETAPA

Pese a las apariencias, todavía se sentía Rob J. Cole cuando ese mediodía fue al caravasar. Estaba en proceso de organización una gran caravana a Jerusalén, y el inmenso espacio abierto era un confuso torbellino de conductores con camellos y asnos cargados, hombres que intentaban poner sus carros en fila, jinetes peligrosamente apiñados, mientras las bestias dejaban oír sus protestas y los apresurados viajeros vociferaban contra los animales y se insultaban unos a otros.

Una partida de caballeros normandos se había apropiado del único lugar sombreado, en el lado norte de los almacenes, donde ganduleaban echados en el suelo y lanzaban sus insultos de borrachos a todo el que pasaba. Rob J. no sabía si eran los mismos que habían asesinado a Señora Buffington, pero podían serlo y los evitó con repugnancia.

Se sentó en un fardo de alfombras de oración y observó al jefe de caravanas. El kervanbashi era un robusto judío turco que usaba un turbante negro sobre un pelo entrecano que aún revelaba huellas de su anterior color rojo. Simon le había dicho que ese hombre, de nombre Zevi, podía ser inestimable para ayudarlo a ultimar un viaje seguro. Por cierto, todos se acobardaban ante él.

—¡Maldito seas! —rugió Zevi a un desafortunado conductor—. ¡Fuera de este lugar, torpe! Saca de aquí a tus animales. ¿Acaso no has de seguir a los tratantes de ganado del mar Negro? ¿No te lo he dicho dos veces? ¿Ni siquiera recuerdas cuál es tu lugar en la línea de marcha, desgraciado?

A Rob le parecía que Zevi estaba en todas partes, dirimiendo disputas entre mercaderes y transportistas, conferenciando con el amo de la caravana acerca de la ruta, verificando conocimientos de embarque.

Mientras Rob lo observaba todo, un persa se le acercó de puntillas: un hombre menudo, flaco y con las mejillas hundidas. A juzgar por su barba, de la que todavía colgaban restos de comida, era evidente que aquella mañana se había desayunado con gachas de mijo. Usaba un sucio turbante anaranjado excesivamente pequeño para su cabeza.

—¿Adónde te diriges, hebreo?

—Espero salir pronto hacia Ispahán.

—¡Ah, Persia! ¿Quieres un guía, effendi? Porque debes saber que yo nací en Qum, a una cacería de ciervos de distancia de Ispahán, y conozco todas las piedras y los arbustos a lo largo del camino.

Rob vaciló.

—Todos los demás te llevarán por la ruta larga y difícil, bordeando la costa. Luego te harán cruzar las montañas persas. Lo hacen para evitar el camino más corto, a través del Gran Desierto de Sal, porque lo temen. Pero yo puedo hacerte cruzar directamente el desierto hasta el agua, eludiendo a los ladrones.

Rob se sintió tentado a aceptar y partir de inmediato, recordando los buenos servicios prestados por Charbonneau. Pero había algo furtivo en ese hombre, y finalmente meneó la cabeza. El persa se encogió de hombros.

—Si cambias de idea, amo, recuerda que soy una ganga como guía; muy barato.

Poco después, uno de los linajudos peregrinos franceses pasó junto al fardo en el que Rob estaba sentado, tropezó y cayó contra él.

—¡Mierda! —dijo y escupió—. ¡Judío de mierda!

A Rob se le subieron los colores a la cara y se levantó. Vio que el normando llevaba la mano a su espada. Imprevistamente, Zevi cayó sobre ellos.

—¡Mil perdones, señor mío, mil perdones! Yo me ocuparé de éste —dijo y empujó al atónito Rob.

Una vez lejos, Rob oyó el matraqueo de palabras que salían de labios de Zevi y meneó la cabeza.

—No hablo bien la lengua. Y tampoco necesitaba tu ayuda con el francés —dijo, eligiendo cuidadosamente las palabras en parsi.

—¿De veras? Ya estarías muerto, joven buey.

—Era asunto mío.

—¡No, nada de eso! En un lugar plagado de musulmanes y cristianos borrachos, matar a un solo judío sería como comer un solo dátil. Habrían matado a muchos de nosotros y, por lo tanto, era asunto mío. —Zevi lo miró echando chispas por los ojos—. ¿Qué clase de Yahud es el que habla persa como un camello, no entiende su propia lengua y busca pendencia? ¿Cómo te llamas y de dónde eres?

—Soy Jesse, hijo de Benjamin. Un judío de Leeds.

—¿Dónde cuernos está Leeds?

—Inglaterra.

—¿Un Inghiliz? —dijo Zevi—. Nunca había visto a un judío Inghiliz.

—Éramos pocos y estábamos dispersos. Allá no hay comunidad. Ni rabbenu, ni shohet, ni mashgiah. Ni casa de estudios ni sinagoga, de modo que rara vez oímos la Lengua. Por eso sé tan poco.

—Es una desgracia criar a los hijos en un lugar en el que no sienten a su propio Dios ni oyen su propio idioma. —Zevi suspiró—. Con frecuencia es difícil ser judío.

Cuando Rob le preguntó si conocía una caravana numerosa y protegida con destino a Ispahán, negó con la cabeza.

—Me abordó un guía —dijo Rob.

—¿Un cagajón persa con turbante pequeño y barba repulsiva? —Zevi bufó—. Ése te llevaría directamente a las manos de los malhechores. Quedarías tendido en el desierto con el pescuezo abierto y tus pertenencias robadas. No; será mejor que salgas en una caravana de los nuestros. —Reflexionó un buen rato—. Reb Lonzano —dijo finalmente.

—¿Reb Lonzano?

Zevi asintió.

—Sí, posiblemente Reb Lonzano sea la respuesta. —No muy lejos se produjo un altercado entre boyeros y alguien gritó su nombre. Zevi hizo una mueca—. ¡Esos hijos de camellos, esos chacales inmundos! Ahora no tengo tiempo; pero vuelve después de que haya salido esta caravana. Ve a mi oficina por la tarde, en la cabaña de atrás del hospital principal. Entonces decidiremos todo.

Volvió horas más tarde y encontró a Zevi en la cabaña que le servía de refugio en el caravasar. Con él había tres judíos.

—Éste es Lonzano ben Ezra —dijo a Rob.

Reb Lonzano, un hombre de edad mediana y el mayor de los tres, era evidentemente el jefe de la partida. Tenía pelo y barba castaños que aún no habían encanecido, pero cualquier indicio de juventud en él quedaba descartado por su cara arrugada y sus ojos de mirada grave.

Loeb ben Kohen y Aryeh Askari eran unos diez años más jóvenes que Lonzano. Loeb era alto y desgarbado; Aryeh, más corpulento y de hombros cuadrados. Ambos tenían el cutis oscuro y curtido de los mercaderes viajeros, pero mantuvieron una actitud neutra, aguardando el veredicto de Lonzano.

—Son negociantes que vuelven a su hogar de Masqat, al otro lado del golfo Pérsico —dijo Zevi, y volviéndose hacia Lonzano prosiguió en tono severo—: A este lamentable ser lo han educado como un goy ignorante, en una remota tierra cristiana, y necesita que le demuestren que los judíos saben ser amables con los judíos.

—¿Qué negocios tienes en Ispahán, Jesse ben Benjamin? —preguntó Reb Lonzano.

—Voy a estudiar para hacerme médico.

Lonzano movió la cabeza afirmativamente.

—La madraza de Ispahán. Reb Mirdin Askari, primo de Reb Aryeh, estudia medicina allí.

Rob se inclinó ansioso y lo habría bombardeado a preguntas, pero Reb Lonzano no estaba dispuesto a dejarse desviar del tema principal.

—¿Eres solvente y estás en condiciones de pagar una parte justa de los gastos del viaje?

—Sí.

—¿Estás dispuesto a compartir los trabajos y las responsabilidades en el camino?

—Más que dispuesto. ¿En qué comercias, Reb Lonzano?

Lonzano frunció el entrecejo. Evidentemente, consideraba que la entrevista debía ser dirigida por él y no al contrario.

—Perlas —respondió a regañadientes.

—¿Hasta qué punto es nutrida la caravana en que viajas?

Lonzano permitió que un íntimo asomo de sonrisa le torciera la comisura de los labios.

—Nosotros mismos formamos la caravana.

Rob estaba confundido y se dirigió a Zevi.

—¿Cómo pueden tres hombres ofrecerme protección de los bandidos y de otros peligros?

—Óyeme bien —dijo Zevi—. Éstos tres son judíos ambulantes. Saben cuándo deben aventurarse y cuándo no. Cuándo deben esconderse. Cuándo buscar protección o ayuda en cualquier lugar a lo largo del camino. —Se volvió hacia Lonzano—. ¿Qué dices tú, amigo? ¿Lo llevarás o no?

Reb Lonzano miró a sus dos compañeros. Ellos guardaban silencio, y sus impenetrables expresiones no cambiaron, pero debieron de transmitirle algo porque cuando volvió a mirar a Rob, Lonzano asintió.

—De acuerdo; te damos la bienvenida. Zarparemos al amanecer desde un muelle del Bósforo.

—Allí estaré con mi caballo y mi carro.

Aryeh refunfuñó y Loeb suspiró.

—Ni caballo ni carro —sentenció Lonzano—. Navegaremos por el Mar Negro en embarcaciones pequeñas, con el fin de ahorrarnos un viaje largo y peligroso por tierra.

Zevi apoyó su manaza en la rodilla de Rob.

—Si están dispuestos a llevarte, es una oportunidad excelente. Vende el caballo y el carro.

Rob tomó una decisión inmediata y asintió.

Mazel! —dijo Zevi con serena satisfacción, y escanció vino tinto para formalizar el trato.

Desde el caravasar fue directamente al establo. Ghiz resolló al verlo.

—¿Eres Yahud?

—Soy Yahud.

Ghiz asintió temeroso, convencido de que aquel mago era un djinn que podía alterar su identidad a voluntad.

—He cambiado de idea: te venderé el carro.

El persa le hizo una oferta miserable, apenas una fracción del valor carromato.

—No; me pagarás un precio justo.

—Puedes quedarte con tu endeble carro. Pero si quieres venderme la yegua…

—La yegua te la regalo.

Ghiz entrecerró los ojos, tratando de ver por dónde venía el peligro.

—Tienes que pagarme un precio justo por el carro, pero te regalo la yegua.

Se acercó a Caballo y le frotó el hocico por última vez, agradeciéndole en silencio los fieles servicios prestados.

—Hay algo que siempre debes tener en cuenta. Este animal trabaja con buena voluntad, pero debe estar bien y regularmente alimentado, y siempre limpio para que no le salgan llagas. Si cuando vuelvo está sano, nada te ocurrirá. Pero si lo has maltratado…

Sostuvo la mirada de Ghiz, que palideció y desvió la vista.

—La trataré bien, hebreo. ¡La trataré muy bien!

El carromato había sido su único hogar durante muchos años. Además, fue como decirle adiós al último recuerdo de Barber.

Tuvo que dejar también la mayor parte de su contenido, lo que resultó una ganga para Ghiz. Rob cogió su instrumental quirúrgico y un surtido de hierbas medicinales; la cajita de pino para los saltamontes, con la tapa perforada; sus armas y unas pocas cosas más.

Pensó que había sido moderado, pero a la mañana siguiente, mientras acarreaba un gran saco de paño a través de las calles todavía oscuras, se sintió menos seguro. Llegó al muelle del Bósforo cuando la luz viraba al gris, y Reb Lonzano observó agriamente el bulto que le obligaba a encorvar la espalda.

Cruzaron el estrecho del Bósforo en un teimil, un esquife largo y bajo que era poco más que un tronco de árboles ahuecado, embreado y equipado con un solo par de remos que accionaba un joven somnoliento. Desembarcaron en la otra orilla, en Uskudar, una población de chozas agrupadas junto al muelle, cuyos amarraderos estaban atestados de embarcaciones de todo tipo y tamaño. Rob se enteró, con gran consternación, que les esperaba una hora de caminata hasta la pequeña bahía donde anclaba la barca que los llevaría a través del Bósforo y luego costearía el mar Negro. Cargó sobre los hombros el pesado bulto y siguió a los otros tres.

De inmediato, se encontró andando al lado de Lonzano.

—Zevi me contó lo que ocurrió entre tú y el normando en el caravasar. No debes dar rienda suelta a tu temperamento si no quieres ponernos en peligro a todos.

—Sí, Reb Lonzano.

Exhaló un profundo suspiro cuando desplazó al otro lado el peso del saco.

—¿Ocurre algo, Inghiliz?

Rob meneó la cabeza. Sosteniendo el bulto sobre el hombro dolorido, y mientras un sudor salado le corría por los ojos, pensó en Zevi y sonrió.

—Ser judío es muy difícil —comentó.

Por último, llegaron a una ensenada desierta y Rob vio, meciéndose en el oleaje, un carguero ancho y achaparrado, con un mástil y tres velas, una grande y dos pequeñas.

—¿Qué clase de embarcación es ésa? —preguntó a Reb Aryeh.

—Una chalana. Una buena embarcación.

—¡Vamos! —gritó el capitán.

Era Ilias, un griego rubio y feúcho, con la tez bronceada por el sol y una cara en la que una sonrisa con pocos dientes exhibía su blancura. Rob pensó que era un comerciante insensato, pues a bordo aguardaban nueve esperpentos con la cabeza afeitada, sin cejas ni pestañas.

Lonzano gruñó.

—Derviches, monjes errantes musulmanes.

Sus capuchas eran harapos mugrientos. Del cordón atado alrededor de la cintura de cada uno, colgaban un jarro y una honda. Todos tenían en el centro de la frente una marca redonda y oscura semejante a un callo costroso; más adelante, Reb Lonzano le contó a Rob que esa marca era el zabiba, corriente entre los musulmanes devotos que apretaban la cabeza contra el suelo durante la oración, cinco veces por día.

Uno de ellos, probablemente el jefe, se llevó las manos al pecho y se inclinó ante los judíos.

Salaam.

Lonzano devolvió el saludo con la correspondiente inclinación.

Salaam aleikhem.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó el griego.

Vadearon hacia la acogedora frescura de la rompiente donde la tripulación, compuesta por dos jóvenes con taparrabos, esperaba para ayudarlos a subir la escala de cuerda de la chalana, de escaso calado. No había cubierta ni estructura; sólo un espacio abierto ocupado por el cargamento de madera, resina y sal. Como Ilias insistió en que dejaran un pasillo central para que la tripulación pudiera manipular las velas, quedaba muy poco espacio para los pasajeros, y después de estibar sus bultos, judíos y musulmanes se vieron apretujados como arenques en salmuera.

Mientras levaban las dos anclas, los derviches comenzaron a aullar. Su jefe, que se llamaba Dedeh, tenía la cara envejecida y, además del zabiba, lucía tres marcas oscuras en la frente que semejaban quemaduras. Echó hacia atrás la cabeza y gritó a los cielos:

Allah Ek-beeer!

El sonido alargado pareció quedar suspendido sobre el mar.

La ilaha illa-llah —coreó su congregación de discípulos.

Allah Ek-beeer.

La chalana derivó a la altura de la costa, encontró el viento con mucha ondulación de sus velas, y avanzó en derechura hacia el este.

Rob estaba atascado entre Reb Lonzano y un derviche joven, muy flaco, con una sola quemadura en la frente. Poco después, el joven musulmán le sonrió y, hundiendo la mano en su bolsa, sacó cuatro trozos de pan seco, que distribuyó entre los judíos.

—Dale las gracias en mi nombre —dijo Rob—; yo no quiero.

—Tenemos que comerlo —objetó Lonzano—. De lo contrario, los ofenderemos gravemente.

—Está hecho con harina noble —aclaró tranquilamente el derviche, en persa—. Es un pan inmejorable.

Lonzano miró airado a Rob, sin duda enfadado porque no hablaba la lengua. El joven derviche los observó comer pan, que sabía a sudor solidificado.

—Yo soy Melek abu Ishak —se presentó el derviche.

—Yo soy Jesse ben Benjamin.

El derviche asintió y cerró los ojos. En breve estaba roncando, lo que Rob consideró una muestra de sensatez, porque viajar en chalana era sumamente aburrido. Ni la vista del mar ni el paisaje terrestre cercano parecían cambiar. No obstante, tenía cosas en que pensar. Cuando preguntó a Ilias por qué no se despegaban de la línea de la costa, el griego sonrió.

—No pueden venir a cogernos en aguas poco profundas —explicó.

Rob siguió con la vista el dedo índice de Ilias y vio, a lo lejos, unas nubecillas blancas que, en realidad, eran las grandes velas de un barco.

—Piratas —dijo el griego—. Quizá albergan la esperanza de que el viento nos arrastre a alta mar, y en este caso nos matarían y se llevarían mi cargamento y vuestro dinero.

A medida que el sol se elevaba, un hedor a cuerpos que no se lavaban desde hacía tiempo comenzó a dominar la atmósfera en torno a la embarcación. Por lo general, lo disipaba la brisa marina, pero cuando no era así, resultaba muy desagradable. Rob decidió que emanaba de los derviches, y trató de apartarse de Melek abu Ishak, pero no había lugar. Sin embargo, el viajar con musulmanes tenía sus ventajas, porque cinco veces diarias Ilias atracaba para permitir que se postraran en dirección a la Meca. Estos intervalos representaban otras tantas oportunidades para que los judíos comieran deprisa en tierra o se ocultaran detrás de los arbustos y las dunas a fin de aliviar intestinos y vejigas.

Hacía tiempo que su piel inglesa se había bronceado en los caminos, pero ahora sentía que el sol y la sal la transformaban en cuero. Al caer la noche fue una bendición la ausencia de sol, pero pronto el sueño desvió de su posición perpendicular a los que iban sentados, y se vio atrapado entre los pesos muertos de un Melek ruidoso y adormecido, a la derecha, y un Lonzano inconsciente a la izquierda. Cuando no soportó más, apeló a los codos y recibió fervientes imprecaciones de ambos lados.

Los judíos oraban en la embarcación. Todas las mañanas Rob se ponía su tefillin cuando lo hacían los otros, y enroscaba la tira de cuero alrededor de su brazo izquierdo tal como había practicado con la cuerda en el establo de Tryavna. Envolvía la cuerda alrededor de un dedo sí y otro no, inclinaba la cabeza sobre su regazo y albergaba la esperanza de que nadie notara que no sabía lo que estaba haciendo.

Entre desembarco y desembarco, Dedeh dirigía las oraciones a bordo:

—¡Dios es grande! ¡Dios es grande! ¡Dios es grande! ¡Dios es grande!

—¡Confieso que no hay otro Dios sino Dios! ¡Confieso que no hay otro Dios sino Dios!

—¡Confieso que Mahoma es el Profeta de Dios! ¡Confieso que Mahoma es el Profeta de Dios!

Eran derviches de la orden de Selman, el barbero del Profeta, juramentados para observar de por vida pobreza y piedad, según informó Melek a Rob. Los harapos que usaban significaban la renuncia a los lujos de este mundo. Lavarlos significaría abjurar de su fe, lo que explicaba el hedor. Llevar todo el vello del cuerpo afeitado simbolizaba que se quitaban el vello existente entre Dios y sus siervos. Los jarros que llevaban colgados de la cintura eran señal del profundo pozo de meditación, y las hondas estaban destinadas a ahuyentar al diablo. Las quemaduras en la frente eran de utilidad en la penitencia, y ofrecían trozos de pan a los desconocidos porque Gabriel había llevado pan a Adán en el Paraíso.

Estaban haciendo un ziaret, un peregrinaje a los sagrados sepulcros de La Meca.

—¿Por qué vosotros os atáis cuero alrededor de los brazos por la mañana? —le preguntó Melek.

—Por mandamiento del Señor —dijo y le contó a Melek cómo había sido dada la orden en el Libro del Deuteronomio.

—¿Por qué os cubrís los hombros con chales cuando rezáis, aunque no siempre?

Rob conocía muy pocas respuestas; sólo había adquirido conocimientos superficiales durante su observación de los judíos de Tryavna. Luchó por ocultar la angustia de que lo interrogaran.

—Porque el Inefable, Bendito sea, nos ha instruido que así debemos hacerlo —respondió con tono grave. Melek asintió y sonrió.

Cuando Rob se volvió, notó que Reb Lonzano lo estudiaba con sus ojos de párpados pesados.