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EL NORTE

Aquel año Barber no consiguió regresar a tiempo a Exmouth para pasar el invierno, pues habían empezado tarde y las hojas caídas del otoño los sorprendieron en la aldea de Gate Fulford, en la zona ondulada de York. Los brezales fueron pródigos en plantas que perfumaban el aire frío con sus aromas. Rob y Barber se guiaron por la Estrella Polar, haciendo un alto en las aldeas del camino para realizar jugosos negocios, y condujeron el carromato en la interminable alfombra de brezo morado hasta llegar a la ciudad de Carlisle.

—Nunca voy más al norte de aquí —declaró Barber—. A pocas horas acaba la Northumbria y empieza la frontera. Más allá está Escocia, que como todo el mundo sabe es una tierra de follajes y ovejas, peligrosa para los ingleses honrados.

Acamparon una semana en Carlisle y acudieron todas las noches a la taberna, donde el alcohol sensatamente comprado pronto permitió que Barber averiguara de qué refugios podría disponer. Alquiló una casa en el páramo, provista de tres pequeñas habitaciones. No se diferenciaba mucho de la cabaña que poseía en la costa sur, pero, para su disgusto, la de Carlisle carecía de chimenea de piedra. Acomodaron los lechos a ambos lados del hogar como si se tratara de la hoguera del campamento, y a poca distancia encontraron una cuadra dispuesta para alojar a Incitatus. Barber volvió a comprar pródigamente provisiones para el invierno, lo que le resultó fácil gracias al dinero, que nunca dejaba de producir en Rob una asombrosa sensación de bienestar.

Barber se abasteció de ternera y cerdo. Había pensado adquirir un pernil de venado, pero ese verano tres cazadores del mercado fueron ahorcados en Carlisle por matar los ciervos del rey, reservados para las cacerías de los nobles. Cambió de idea y compró quince gallinas gordas y un saco de forraje.

—Las gallinas son tu dominio —comunicó Barber a Rob—. Debes ocuparte de alimentarlas, sacrificarlas cuando te lo pida, aderezarlas, desplumarlas y prepararlas para mi olla.

Rob pensó que las gallinas eran unos seres impresionantes, grandes y de color amarillo, con patas sin plumas, crestas rojas, barbas y orejas con lóbulo. No pusieron reparos cuando por las mañanas robaba de sus nidos cuatro o cinco huevos blancos.

—Te consideran un puñetero gallo. —Comentó Barber.

—¿Por qué no les compramos un gallo?

Barber, a quien en las frías mañanas de invierno le gustaba dormir hasta tarde y, consecuentemente, detestaba los cacareos, se limitó a gruñir.

Rob tenía pelos castaños en el rostro, pelos que no podían considerarse una barba.

Barber dijo que sólo los daneses se afeitaban, pero el chico sabía que no era cierto, porque su padre siempre se había rasurado el rostro. El equipo quirúrgico de Barber contenía una navaja, y el hombre gordo asintió de mala gana cuando Rob le preguntó si podía usarla. Aunque se cortó la cara, el hecho de afeitarse lo ayudó a sentirse mayor.

La primera vez que Barber le ordenó que sacrificara una gallina se sintió muy joven. Las aves lo contemplaban con sus ojillos como pequeños abalorios negros, como dándole a entender que podían ser amigos. Al final rodeo con dedos fuertes el cogote más próximo y, estremeciéndose, cerró los ojos. Un giro enérgico y convulsivo, y todo acabó. Pero la gallina lo castigó después de muerta, porque no soltó amablemente las plumas. Tardó horas en arrancarlas, y cuando le entregó a Barber el cadáver grisáceo, lo miró con desdén.

La segunda vez que hizo falta una gallina, Barber le enseñó magia de verdad. Abrió el pico de la gallina y hundió un delgado cuchillo por el cielo de la boca hasta llegar al cerebro.

La gallina se relajó de inmediato en la muerte y entregó sus plumas: salieron a grandes manojos ante el más leve tirón.

—Te daré una lección —dijo Barber—. Es igual de fácil llevar a un hombre a la muerte, y lo he hecho. Resulta más difícil mantener asida la vida y aún más difícil aferrarse a la salud. Ésas son las tareas a que debemos dirigir nuestras mentes.

El clima de finales de otoño era perfecto para recolectar hierbas, así que recorrieron bosques y brezales. Barber se mostraba especialmente deseoso de recoger verdolaga. Empapada de panacea, producía un agente que llevaba a que la fiebre bajara y se disipara. Para gran decepción por su parte, no la encontraron. Había otras cosas más fáciles de recoger, como pétalos de rosas rojas para cataplasmas y tomillo y bellotas que se molían, se mezclaban con grasa y se extendían sobre las pústulas del cuello. Otros vegetales requerían laboriosos esfuerzos, como extraer la raíz del tejo, que ayudaba a las embarazadas a retener el feto. Recogieron hierbaluisa y eneldo para combatir afecciones urinarias; cálamo aromático de los pantanos para evitar el deterioro de la memoria provocado por los humores húmedos y fríos; bayas de enebro que se hervían, para despejar los conductos nasales taponados; altramuz para preparar paños calientes a fin de abrir abscesos, y mirto y malva para aliviar las erupciones que escuecen.

—Has crecido más rápidamente que estas hierbas —observó Barber con picardía, y decía la verdad.

Ya era casi tan alto como Barber y hacía mucho tiempo que había dejado el traje que Editha le cosiera en Exmouth. Cuando Barber lo llevó a Carlisle y encargó «nuevas ropas de invierno que le sirvan una larga temporada», el sastre meneó la cabeza.

—El chico seguirá creciendo, ¿no es verdad? ¿Qué tiene? ¿Quince, dieciséis años? Un muchacho de esa edad crece mucho más rápido de lo que le puede durar la ropa.

—¡Dieciséis! ¡Aún no ha cumplido los once!

El sastre miró a Rob con regocijo no exento de respeto.

—¡Será un hombre fornido! A decir verdad, dará la sensación de que sus vestimentas encogen. ¿Se me permite proponer que arreglemos un traje?

Otro de los trajes de Barber, de tela gris casi buena, fue recortado y cosido. En medio de la hilaridad general, resultó que cuando Rob se lo probó era ancho en exceso y demasiado corto de mangas y perneras. El sastre aprovechó la tela sobrante del ancho para alargarlas, escondiendo las costuras con garbosas bandas de tela azul. Rob había andado descalzo casi todo el verano pero pronto comenzarían las nevadas y se sintió agradecido cuando Barber le compró botas de cuero. Caminó con ellas, cruzó la plaza de Carlisle hasta la iglesia de San Martín y golpeó el aldabón de las inmensas puertas de madera, que al final abrió un coadjutor anciano de ojos legañosos.

—Padre, si es tan amable, busco al sacerdote Ranald Lovell.

El coadjutor parpadeó.

—Conocí a un cura de ese nombre que ayudaba a misa con Lyfing, en tiempos en que Lyfing era obispo de Wells. La próxima Pascua hará diez años que ha muerto.

Rob negó con la cabeza.

—No se trata del mismo sacerdote. Hace pocos años vi al padre Ranald con mis propios ojos.

—Tal vez el hombre al que conocí se llamaba Hugh Lovell en lugar de Ranald.

—Ranald Lovell fue trasladado de Londres a una iglesia del norte. Tiene a mi hermano, William Steward Cole, que es tres años más joven que yo.

—Hijo mío, es posible que ahora tu hermano tenga otro nombre. A veces los sacerdotes llevan a sus chicos a una abadía para que se conviertan en acólitos. Tendrás que preguntar a otros por todas partes. La Santa Madre Iglesia es una mar grande e infinita y yo no soy más que un ínfimo pez.

El viejo cura inclinó amablemente la cabeza, y Rob lo ayudó a cerrar las puertas.

Una piel de cristales opacaba la superficie de la pequeña charca que hay detrás de la taberna del pueblo. Barber señaló los patines sujetos a una cuerda de su minúscula casa.

—Es una pena que tengan ese tamaño. No te cabrán porque tienes pies extraordinariamente grandes.

El hielo se espesó diariamente hasta que una mañana devolvió un firme golpe seco cuando Rob se encaminó al centro de la charca y pateó. Cogió los patines demasiado pequeños. Eran de cornamenta de ciervo tallada y casi idénticos al par que su padre le había fabricado cuando tenía seis años. Aunque pronto le quedaron pequeños, los usó tres inviernos y ahora se llevó hasta la charca los que cogió de la casa y se los ató a los pies. Al principio los usó encantado, pero los bordes estaban mellados y embotados, y su tamaño y estado lo dejaron en la estacada cuando intentó girar. Agitó los brazos y cayó pesadamente y se deslizó un buen trecho.

Reparó en que alguien reía.

La chica tenía unos quince años y su risa demostraba verdadera alegría.

—¿Sabes hacerlo mejor? —preguntó acalorado, al tiempo que reconocía para sus adentros que era una muñeca bonita, demasiado delgada y desproporcionada, pero con cabellos negros como los de Editha.

—¿Yo? —inquirió—. ¡Vamos! Ni sé si jamás me atrevería a intentarlo.

El malhumor de Rob se esfumó como por encantamiento.

—Son más adecuados para tus pies que para los míos —dijo. Se quitó los patines y los llevó a la orilla, donde estaba la chica—. No es nada difícil. Te enseñaré.

Muy pronto superó las objeciones de la chica, y poco después le ataba los patines a los pies. La muchacha no sabía mantener el equilibrio sobre la poco habitual superficie resbaladiza del hielo y se aferró a Rob, con expresión de alarma en sus ojos pardos y dilatando las ventanas de la nariz.

—No temas; yo te sujeto —aseguró Rob.

Sustentó el peso de la chica y la empujó por el hielo desde atrás, reparando en sus nalgas tibias.

Ahora la muchacha reía y gritaba mientras él la hacía dar vueltas alrededor de la charca. Dijo llamarse Garwine Talbott, y añadió que su padre, Aelfric Talbott, poseía una granja en las afueras.

—¿Cómo te llamas?

—Rob J.

La chica parloteó, revelando que tenía infinita información sobre él, que Carlisle era un villorrio. Estaba enterada de cuándo habían llegado Barber y él, de su profesión, de las provisiones que habían comprado y de quién era el dueño de la casa que habían alquilado.

Más tarde, deslizarse por el hielo le resultó divertido. Sus ojos brillaban de contento y el frío tiñó de rojo sus mejillas. Su pelo voló hacia atrás, dejando al descubierto un lóbulo pequeño y rosado. Tenía el labio superior delgado y el inferior tan lleno que parecía hinchado. Rob vio un cardenal desteñido en su pómulo. Cuando la chica sonrió, notó que uno de los dientes de abajo estaba torcido.

—Entonces, ¿reconoces a la gente?

—Sí, por supuesto.

—¿También a las muñecas?

—Tenemos una muñeca. Las mujeres señalan las zonas que les duelen.

—Es una pena usar una muñeca —dijo. Rob quedó estupefacto ante su mirada de reojo—. ¿Tiene buen aspecto?

«No tanto como el tuyo», quiso decir, pero no se atrevió. Se encogió de hombros.

—Se llama Thelma.

—¡Thelma! —La chica tenía una risa intensa e irregular que lo obligó a sonreír—. ¡Eh! —exclamó, y alzó la mirada para ver dónde se encontraba el sol—. Debo regresar para el ordeñe de última hora —explicó, y su suave plenitud se apoyó en el brazo de Rob.

Se arrodilló ante ella en la orilla y le quitó los patines.

—No son míos; estaban en la casa —dijo—. Puedes quedártelos un tiempo y usarlos.

La chica sacudió rápidamente la cabeza.

—Si los llevara a casa, él sería capaz de matarme y querría averiguar qué hice para conseguirlos.

Rob notó que una oleada de sangre trepaba por su cara. Para librarse de la incomodidad, cogió tres piñas y le dedicó unos juegos malabares.

La joven rio, aplaudió y, con una jadeante bocanada de palabras, le explicó cómo llegar a la granja de su padre. Antes de partir vaciló y se volvió unos segundos.

—Los jueves por la mañana. Las visitas no le gustan, pero los jueves por la mañana lleva quesos al mercado.

Llegó el jueves y Rob no salió a buscar la granja de Aelfric Talbott. Se quedó en la cama pusilánime, y temeroso, no por causa de Garwine ni de su padre, sino por las cosas que ocurrían en su interior y que no comprendía; misterios que no tenía valor ni sabiduría para afrontar.

Había soñado con Garwine Talbott. En el sueño se habían acostado en el pajar, tal vez en el granero del padre de ella. Era el tipo de sueño que había tenido tantas veces con Editha, e intentó limpiar la ropa de cama sin llamar la atención de Barber.

Comenzaron las nevadas. Cayó como un espeso plumón de ganso, y Barber cubrió con pieles los vanos de las ventanas. El aire del interior de la casa se volvió viciado, e incluso de día era prácticamente imposible ver si no estaba uno junto a la lumbre.

Nevó cuatro días, con muy breves interrupciones. Deseoso de hacer algo, Rob se sentó junto al hogar y trazó dibujos de las diversas hierbas recolectadas. Utilizó trozos de carbón rescatados del suelo y corteza de la leña, y dibujó la menta rizada, los pétalos desmayados de las flores puestas a secar, las hojas con venas del trébol de las habas silvestres. Por la tarde, derritió nieve en el fuego y dio de comer y beber a las gallinas, cuidando de abrir y cerrar rápidamente la puerta del improvisado corral porque, el hedor era cada vez más insoportable.

Barber se quedó en la cama, bebiendo sorbitos de hidromiel. La segunda noche de la nevada anduvo con dificultad hasta la taberna y regresó con una tabernera rubia y silenciosa llamada Helen. Rob intentó observarlos desde su lecho al otro lado del hogar porque, aunque había presenciado el acto muchas veces, lo desconcertaban ciertos detalles que últimamente se habían colado en sus pensamientos y en sus sueños. Sin embargo, no pudo atravesar la espesa oscuridad y se limitó a estudiar sus cabezas iluminadas por la luz de fuego.

Barber se mostró embelesado y absorto, pero la mujer parecía retraída y melancólica: como alguien que se dedica sin alegría a cumplir una obligación.

En cuanto la mujer partió, Rob cogió un trozo de corteza y un fragmento de carbón. En lugar de dibujar las plantas, intentó esbozar los rasgos de una mujer.

Barber, que iba en busca del orinal, se detuvo a observar el boceto y frunció el ceño.

—Me parece que conozco esa cara —comentó. Poco después, de regreso en la cama, alzó la cabeza entre las pieles y exclamó—. ¡Vaya! ¡Si es Helen!

Rob estaba muy contento. Intentó hacer un retrato del vendedor de ungüentos Wat, pero Barber sólo logró identificarlo después de que el ayudante añadiera la pequeña figura del oso Bartram.

—Debes ahondar en tu intento de recrear caras, pues estoy convencido de que nos resultará útil —dijo Barber, que enseguida se hartó de observar a Rob y volvió a beber hasta que se quedó dormido.

El martes cesó la nevada. Rob se cubrió las manos y la cabeza con trapos y buscó una pala de madera. Limpió un sendero que salía de la puerta de la casa y se dirigió a la cuadra para ejercitar a Incitatus, que estaba engordando por la falta de trabajo y la ración cotidiana de heno y granos dulces.

El miércoles ayudó a varios chicos de Carlisle a quitar con palas la nieve de la superficie de la charca. Barber sacó las pieles que cubrían los agujeros de las ventanas y dejó que el aire frío pero fragante campara por la casa. Lo celebró asando un trozo de cordero, que acompañó con jalea y pastelitos de manzana.

El jueves por la mañana, Rob cogió los patines y se los colgó del cuello por las tiras de cuero. Se dirigió a la cuadra, sólo puso la brida y el cabestrillo a Incitatus, montó y salió de la población. El aire crujía, el sol brillaba y la nieve era pura.

Se transformó en romano. De nada servía simular que era Calígula amo del Incitatus original, porque sabía que Calígula se había vuelto loco y había encontrado un desdichado final. Decidió ser Cesar Augusto y condecoró a la guardia pretoriana por la Via Appia hasta Brindisi.

No tuvo dificultades para encontrar la granja de los Talbott. Se alzaba exactamente donde la chica había dicho. Aunque la casa estaba ladeada amén de tener muy mal aspecto y el techo hundido, el granero era amplio y se encontraba en perfectas condiciones. La puerta estaba abierta y oyó que alguien se movía dentro, entre los animales.

Siguió montado sin saber qué hacer, pero Incitatus relinchó y no tuvo más remedio que anunciarse.

—¿Garwine? —preguntó.

En la puerta del granero apareció un hombre que se encaminó lentamente hacia él. Esgrimía una horquilla de madera cargada de estiércol y se dio cuenta de que estaba borracho. Era un hombre cetrino y giboso, con una descuidada barba negra del color de la cabellera de Garwine. Sólo podía tratarse de Aelfric Talbott.

—¿Quién eres? —inquirió.

Rob le respondió.

El hombre se tambaleó.

—¡Vaya, Rob J. Cole! No has tenido suerte. No está aquí. La muy putilla se ha largado.

La horquilla cargada de estiércol se movió ligeramente y Rob tuvo la certeza de que en un santiamén él mismo y el caballo serían rociados con excrementos de vaca frescos y humeantes.

—Sal de mi propiedad —ordenó Talbott.

Estaba llorando. Lentamente, Rob guió a Incitatus de regreso a Carlisle. Se preguntó adónde habría ido la chica y si lograría sobrevivir.

Ya no era César Augusto a la cabeza de la guardia pretoriana. Sólo era un chiquillo enredado en sus dudas y temores.

Cuando llegó a casa, colgó los patines de la viga y nunca volvió a cogerlos.