CAPÍTULO 42

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LAS CATACUMBAS, ABARRACH

Era difícil contar el número de lázaros. Entrevistos en la penumbra, los cuerpos y espíritus que se fundían y se separaban constantemente engañaban a la vista y desconcertaban a la mente. Todos ellos iban vestidos con túnicas negras; eran nigromantes, dotados del poder para convertir a otros recién muertos en seres como ellos, que no eran vivos ni difuntos.

Haplo sólo tuvo un consuelo. Sus perseguidores no se interesarían por su piel: se limitarían a hacerlo pedazos. El patryn supuso que debía sentirse contento.

Los lázaros se detuvieron y sus fuertes manos se levantaron para capturar al molesto perro, para retorcerle el cuello y estrangularlo.

Haplo trazó un signo mágico en el aire. La runa se encendió, salió disparada de sus manos con el fulgor de una centella y cayó sobre el perro. Una llama roja y azul envolvió al animal y éste creció de tamaño y siguió aumentando a cada tranco. Su cabeza enorme rozó el techo y sus patas gigantescas sacudieron el suelo. Sus ojos eran ascuas; su aliento, humo ardiente.

El perro saltó sobre los lázaros y aplastó sus cuerpos bajo las zarpas monstruosas. Los dientes del animal se hundieron en la carne muerta y no se limitaron a desgarrar gargantas, sino que arrancaron cabezas de cuajo.

—¡Esto los detendrá, pero no por mucho tiempo! —gritó Haplo para hacerse oír por encima de los roncos gruñidos del perro—. ¡Poned en pie a Alfred y empecemos a movernos! Jonathan apartó a duras penas su mirada horrorizada de la carnicería que estaba teniendo lugar al fondo del pasadizo. Asiendo entre los dos a un Alfred tambaleante, que apenas empezaba a recobrar la conciencia, el duque y el cadáver del príncipe consiguieron ponerlo en pie.

Haplo dedicó unos momentos a estudiar su estrategia. Retroceder quedaba descartado. Su única esperanza era alcanzar la ciudad y unirse al resto de los vivos. Y, para llegar a la ciudad, había que abrirse paso entre los lázaros.

Echó a correr por el pasadizo sin mirar atrás. Si los demás lo seguían, bien; si no lo hacían, a él le daba igual.

El perro se encontraba en medio de un espeluznante campo de batalla lleno de cuerpos descuartizados y túnicas negras hechas trizas. El suelo de roca estaba resbaladizo de sangre. Haplo se mantuvo pegado a la pared, atento a dónde ponía el pie. Detrás de él, oyó cómo al joven duque se le aceleraba la respiración y le vacilaba el paso.

—¡Haplo! —exclamó con voz atenazada por el miedo.

Uno de los cadáveres destrozados empezó a moverse. Un brazo se arrastró hacia el tronco, una pierna se deslizó para unirse a éste. El fantasma del lázaro, que brillaba tenuemente en la oscuridad, había puesto en acción sus poderes mágicos para recomponer el cuerpo hecho pedazos.

—¡Corre! —gritó el patryn.

—¡No…, no puedo! —replicó Jonathan entrecortadamente. El duque estaba paralizado de terror.

Alfred, tambaleándose, miró a su alrededor con expresión aturdida. El cadáver del príncipe Edmund permaneció quieto, sin pestañear, impertérrito ante aquel horror.

Haplo emitió un silbido grave y penetrante. Las llamas en torno al perro decrecieron, parpadearon y se apagaron. El animal se encogió hasta recuperar su tamaño normal, saltó ágilmente por encima de los cuerpos en proceso de reensamblaje, corrió unos trancos y dio un mordisco a Alfred en el tobillo huesudo y desnudo.

El dolor hizo que el sartán volviera en sí. Advirtió el peligro y comprendió la reacción de Jonathan. Agarrando al duque por los hombros, lo arrastró hasta dejar atrás a los lázaros. El perro corrió alrededor de ellos y se plantó ante los pedazos espasmódicos de los cuerpos, ladrando amenazadoramente. El cadáver de Edmund avanzó en retaguardia, con aire grave y solemne.

Una de las manos amputadas se agarró a él. Sin inmutarse, el príncipe se la quitó de encima.

—Estoy bien —murmuró Jonathan con los labios tensos—. Ya me puedes soltar.

Alfred lo miró, dubitativo.

—De verdad —le aseguró el duque, pero empezó a volver la cabeza, atraído por una horrible fascinación—. Sólo…, sólo ha sido la conmoción de ver…

—¡No mires atrás! —Haplo, agarró al duque y lo obligó a mirar adelante—. No te importa lo que sucede ahí. ¿Sabes dónde estamos?

Las catacumbas habían terminado. Estaban junto a la entrada de unos corredores bien iluminados y suntuosamente decorados.

—El palacio… —dijo Jonathan.

—¿Puedes llevarnos fuera, a la ciudad?

Al principio, el patryn temió que todo lo sucedido hubiera sido demasiado para Jonathan y que ahora fuera a fallarle, pero el duque recurrió a unas reservas de energía que, sin duda, nunca había sabido que poseía. Sus pálidas mejillas adquirieron un leve color.

—Sí —contestó Jonathan con voz baja pero firme—. Puedo llevaros. Seguidme.

Abrió la marcha con Alfred a su lado y el príncipe tras ellos. Haplo echó un último vistazo a los lázaros. Debería tratar de hacerse con algún arma, se dijo. Una espada no mataría a aquellos seres, pero los dejaría fuera de combate el tiempo suficiente para escapar…

Un hocico helado se apretó contra su mano.

—No te quedes aquí conmigo —exclamó Haplo, apartando al animal de un empujón y dando un paso adelante—. Ya que tanto te gusta el sartán, ve y sé su perro. Ya no te quiero.

El animal sonrió. Meneando el rabo, avanzó al trote junto a su amo.

El único vivo.

Haplo había visto muchas escenas terribles en su vida. El Laberinto mataba sin piedad ni compasión, pero lo que presenció aquel día en el palacio de Necrópolis lo perseguiría el resto de su vida.

Jonathan conocía a fondo el palacio y los condujo con rapidez por los serpenteantes corredores y el confuso laberinto de estancias. Al principio, avanzaron con suma cautela, protegiéndose en las sombras, ocultándose en los quicios de las puertas y temiendo a cada recodo toparse con más lázaros en busca de nuevas víctimas.

«Los vivos nos tienen prisioneros. Somos sus esclavos. Cuando no quede nadie vivo, seremos libres».

El eco de la voz de Jera persistía en las salas y en los pasillos, pero no había rastro de ella ni de ningún otro ser, tanto vivo como semimuerto.

En cambio, todo estaba sembrado de muertos.

Los cuerpos yacían por los pasillos donde habían caído asesinados. Ninguno de ellos había sido resucitado, ni tratado con la menor ceremonia. Una mujer abatida por una flecha sostenía aún en sus brazos a un niño de pecho degollado. Un hombre a quien habían hundido una espada entre los omóplatos a traición, miraba hacia ellos sin verlos, con una expresión de sorpresa casi cómica en su rostro muerto. Haplo le arrancó el arma del cuerpo y se la apropió para utilizarla.

—No necesitarás esa arma —dijo el príncipe—. Los lázaros ya no nos persiguen. Kleitus los ha llamado para otro asunto más urgente.

—Gracias por el consejo, pero me siento mejor con ella, si no te molesta.

Sin dejar de andar, mientras se ocupaba de mantener junto al grupo, el patryn dibujó con sangre varios signos mágicos en la hoja de acero. Cuando levantó la vista, encontró la mirada horrorizada de Alfred.

—Muy toscas, lo reconozco —le dijo Haplo—, pero no tengo tiempo para delicadezas.

Alfred abrió la boca para protestar.

—Este hechizo puede cortar la vida mágica que sostiene a esos lázaros, que mantiene juntos sus cuerpos —continuó el patryn con frialdad—. A menos que creas poder recordar ese hechizo que formulaste para dar muerte al soldado…

Alfred cerró la boca y desvió la mirada. El sartán parecía enfermo, demacrado. Tenía la piel amoratada, las manos temblorosas y los hombros hundidos bajo un peso insoportable. Sufría agudos dolores y Haplo debería haberse sentido exultante, debería haberse complacido con el tormento de su enemigo. Pero no pudo.

No pudo, y su impotencia lo irritó. Trazó un signo mágico en la sangre de su enemigo ancestral y sólo notó un dolor que le retorcía las entrañas. Le gustara o no, Alfred y él procedían de la misma fuente. Eran ramas muy lejanas, una en la copa y otra cerca del suelo, una que se extendía hacia la luz y la otra que se resguardaba en las sombras, pero salidas ambas del mismo tronco. El filo de un hacha se hundía en el tronco, dispuesto a derribar el árbol entero. En el destino del sartán, Haplo podía ver también el suyo.

¿Debía llevar el conocimiento de la nigromancia a su Señor? ¿O era mejor ocultar tal descubrimiento? Eso sería mentir a su Señor, al hombre que le había salvado la vida.

Pero ¿qué estaba pensando? ¡Pues claro que le llevaría la información a su Señor! Le llevaría a Jonathan. ¿Qué era aquello? ¡Se estaba volviendo débil, sentimental! Y toda la culpa era de aquel condenado Alfred. El sartán también lo acompañaría. Su Señor se encargaría de él.

«Y yo contemplaré el espectáculo y disfrutaré cada instante…».

El único vivo.

Llegaron a la antecámara, junto al salón del trono. Los cortesanos que habían servido a Kleitus buscando su favor, esperando una simple mirada del dinasta, yacían muertos en el suelo. Ninguno de ellos iba armado; ninguno había sido capaz de luchar por su vida, aunque parecía que unos pocos habían hecho un intento desesperado por escapar. Todos ellos habían sido acuchillados por la espalda.

—Han conseguido lo que querían —sentenció Jonathan, contemplando los cuerpos desapasionadamente—. Por fin, Kleitus les ha prestado atención a todos, uno por uno.

Haplo observó al joven duque. Alfred sufría en su propio ser la terrible agonía que habían experimentado los muertos. Jonathan, por el contrario, podría haber sido uno de los cadáveres. El duque y el cadáver del príncipe Edmund guardaban un misterioso parecido. Los dos se mostraban tranquilos, solemnes, insensibles a la tragedia.

—¿Y dónde está Kleitus? —le preguntó Haplo en voz alta—. ¿Por qué ha dejado tras él a estos muertos? ¿Por qué no los ha convertido en lázaros?

—Observarás que no hay nigromantes entre los cuerpos —respondió Alfred en voz baja y temblorosa—. Kleitus tiene que mantener el control. Dentro de unos ciclos, regresará y resucitará estos cuerpos como ha hecho en el pasado.

—Con la diferencia —añadió Jonathan— de que ahora Kleitus puede comunicarse con los muertos directamente. Gracias a la intervención del lázaro, los muertos han obtenido inteligencia.

Ejércitos de muertos avanzando con determinación, resueltamente, decididos a matar a aquellos a quienes envidiaban y odiaban: a los vivos.

—Por eso no hemos encontrado a nadie en el palacio —señaló el príncipe—. Kleitus y Jera, con su ejército, han partido. Se disponen a cruzar el mar de Fuego, para atacar y destruir al último pueblo que queda con vida en este mundo.

—A tu pueblo —señaló Haplo.

—Ya no son mi pueblo —replicó el príncipe—. Ahora, mi pueblo son éstos.

El fantasma blanquecino y brillante se cernió sobre los cadáveres tendidos en el suelo y bañó sus rostros helados con el leve resplandor de su luz fría. Los susurros de los desgraciados espíritus llenaban el aire como si le respondieran.

O le suplicaran.

—Tenemos que poner sobre aviso a Baltazar. ¿Y qué hay de tu nave? —preguntó Alfred de pronto, volviéndose hacia el patryn—. ¿Estará a salvo? ¿Podremos marcharnos?

Haplo se dispuso a contestar que sí, por supuesto; la nave estaba a salvo, perfectamente protegida. Sin embargo, las palabras murieron en sus labios. Ignoraba qué poderes tenían aquellos lázaros. Si destruían su nave, se encontraría atrapado en aquel mundo hasta que pudiera encontrar otra embarcación. Se encontraría atrapado, combatiendo contra ejércitos de muertos, contra tropas que no podían ser detenidas ni derrotadas. A Haplo se le aceleró la respiración. El pánico del sartán era contagioso.

—¿Qué hace ahora? ¿Dónde está Kleitus en este momento? ¿Lo sabes?

—Sí —respondió el cadáver del príncipe—. Oigo las voces de los muertos. Está movilizando sus fuerzas, reuniendo a su ejército y preparándolo para mandarlo a la lucha. Las naves se encuentran ancladas, a la espera. Pero le llevará algún tiempo embarcar a todas las tropas —Haplo habría jurado que el fantasma sonreía—. Ahora, los muertos no pueden ser conducidos como rebaños de ovejas. Ahora son inteligentes, y la inteligencia produce independencia de pensamiento y de acción, lo cual conduce inevitablemente a la confusión.

—De modo que tenemos tiempo —sacó en conclusión Haplo—. Pero tenemos que cruzar el mar de Fuego.

—Conozco un camino —apuntó el príncipe—, si tenéis valor para seguirlo.

Pero ya no era cuestión de valor. Una vez más, Alfred puso voz a los pensamientos de Haplo.

—No tenemos alternativa.