ANTIGUAS PROVINCIAS, ABARRACH
Llegó el período del ciclo llamado «la hora de trabajo del dinasta» y, aunque el dinasta en persona se encontraba lejos de allí, en la ciudad de Necrópolis, la mansión de las Antiguas Provincias empezaba a desperezarse y a iniciar la actividad. A aquella hora, era preciso despertar a los cadáveres del estado de letargo en que permanecían durante el período de descanso; había que renovar la magia que los mantenía activos y era necesario instarlos a atender a sus tareas cotidianas. Jera, como nigromante de la casa de su padre, deambuló entre los muertos entonando las runas que devolvían aquel remedo de vida a sirvientes y operarios.
Los muertos no dormían como lo hacen los vivos. Al llegar la hora del descanso, se les ordenaba sentarse y no moverse, para impedir que perturbaran el sueño de los ocupantes vivos de la mansión. Los cadáveres, obedientes, se dirigían al primer rincón apartado del paso que encontraban y allí esperaban, inmóviles y silenciosos, a que llegara la siguiente jornada.
Seguro que no dormían pero ¿tendrían sueños?, se preguntó Alfred mientras observaba a los muertos con profunda conmiseración.
Tal vez fueran imaginaciones suyas, pero le dio la impresión de que, durante el período en que perdían el contacto con los vivos, arrinconados hasta la jornada siguiente, los cadáveres adoptaban una expresión de tristeza. Las siluetas fantasmales que rondaban en torno a sus cuerpos resucitados lanzaban mudos gritos de desesperación. Alfred pasó el período de descanso dando vueltas en su cama, con el sueño perturbado por los suspiros agitados, llenos de ansiedad.
—¡Vaya imaginación! —comentó Jera al respecto, durante el desayuno. Los duques y Alfred lo tomaron juntos. El conde ya había desayunado, explicó su hija como pidiendo disculpas, y había bajado a su laboratorio a trabajar.
Alfred sólo logró hacerse una vaga idea de en qué andaba metido el anciano, algo acerca de experimentar con variedades de hierba de kairn para intentar desarrollar una cepa resistente que se pudiera plantar en la tierra desolada y fría de las Antiguas Provincias.
—Esos suspiros eran, sin duda, efecto del viento —continuó Jera, mientras servía un té de hierba de kairn, acompañado de lonchas de torb.[12] (Alfred, que había tenido miedo de preguntar, sintió un inmenso alivio al advertir que la cocinera era una mujer viva).
—No, a menos que el viento tenga voz y pronuncie palabras —replicó Alfred, pero se lo dijo en voz baja a su plato y nadie más lo oyó.
—¿Sabéis? Cuando era niño solía sucederme eso mismo —intervino Jonathan—. Es curioso, me había olvidado por completo de ello hasta que has traído el tema a colación, Alfred. Tenía una niñera que acostumbraba quedarse a mi lado durante el período de descanso y, cuando murió y el cadáver fue resucitado, regresó, como es lógico, al cuarto de los niños para seguir haciendo lo que había hecho en vida. Pero, después de muerta, no pude volver a dormir cuando ella estaba presente. Me parecía que lloraba. Mi madre intentó explicarme que eran imaginaciones mías y supongo que tenía razón pero, en aquella época, la experiencia me pareció muy real.
—¿Qué fue de la niñera? —preguntó Alfred.
—Mi madre terminó deshaciéndose de ella —respondió Jonathan con aire algo avergonzado—. Ya sabes que cuando a los niños se les mete algo en la cabeza… No se pueden emplear argumentos lógicos con un niño. Todo el mundo intentaba razonar conmigo, pero la única solución fue librarse de la niñera.
—¡Chiquillo malcriado! —murmuró Jera, sonriendo a su esposo tras la taza de té.
—Sí, creo que lo era —dijo Jonathan, sonrojándose—. Era el pequeño de la familia, ¿sabéis? Por cierto, cariño, ahora que hablo de nuestra casa…
Jera dejó la taza de té sobre la mesa y movió la cabeza.
—Ni mencionarlo. Ya sé que te preocupa la cosecha, pero los Cerros de la Grieta será el primer lugar adonde vayan a buscarnos los hombres del dinasta.
—Pero ¿acaso no será éste el segundo? —replicó Jonathan, haciendo una pausa en el desayuno con el tenedor a medio camino de la boca.
Jera siguió dando cuenta de su plato con gesto complacido.
—Esta mañana he recibido un mensaje de Tomás. Los hombres del dinasta han salido hacia los Cerros. Tardarán medio ciclo, al menos, en llegar a nuestro castillo. Allí, perderán algún tiempo investigando y emplearán otro medio ciclo en el trayecto de vuelta para informar. Sólo entonces, si Kleitus sigue preocupado por nosotros todavía, con la perspectiva de una guerra ante él, el dinasta dará orden de que vengan aquí. Es imposible que lleguen a las Antiguas Provincias antes de mañana. Y nosotros nos vamos hoy, tan pronto como vuelva Tomás.
—¿No es maravillosa, Alfred? —dijo Jonathan, contemplando con admiración a su esposa—. Yo habría sido incapaz de trazar un plan como éste. Yo habría corrido a nuestra mansión sin reflexionar, y habría ido a parar a las manos de los hombres del dinasta.
—Sí, maravillosa —murmuró Alfred. Todo aquello de que los persiguieran los soldados, de escabullirse durante el período de descanso y de esconderse, lo dejó totalmente amilanado. El olor y el aspecto del torb grasiento que tenía en el plato le provocó náuseas. Jera y Jonathan seguían mirándose embelesados y Alfred aprovechó para coger un buen pedazo de torb y pasárselo al perro, que estaba tumbado a sus pies. El animal aceptó el obsequio, agitando la cola en agradecimiento.
Después de desayunar, los duques desaparecieron para ultimar los preparativos de la marcha. El conde seguía en el laboratorio, de modo que Alfred se quedó en compañía de su propia y acobardada persona (y del omnipresente perro). Se dedicó a vagar por la mansión y, finalmente, dio con la biblioteca.
La estancia era pequeña y carecía de ventanas. La única luz procedía de las lámparas de gas de las paredes. Los estantes, tallados en los muros de piedra, albergaban numerosos volúmenes. Algunos eran muy antiguos, con las tapas de cuero cuarteadas y raídas. Se acercó a ellos con cierta ansiedad, no muy seguro de qué temía encontrar; tal vez voces del pasado que le hablaran de fracaso y derrota. Sintió un inmenso alivio al comprobar que sólo se trataba de monografías, nada alarmantes, sobre temas agrícolas: El cultivo de la hierba de kairn o Enfermedades comunes de la pauka.
—Incluso hay uno sobre perros —dijo en tono coloquial, bajando la mirada.
El animal, al escuchar su nombre, levantó las orejas y golpeó el suelo con el rabo.
—¡Aunque estoy seguro de que no encontraría ninguna mención a un bicho como tú! —murmuró el sartán. El perro abrió la boca y, con sus ojos inteligentes, dio la impresión de asentir con una sonrisa.
Alfred continuó su inspección al azar, con la esperanza de encontrar algo inocuo en que ocupar su mente y apartarla de la agitación, el peligro y el horror que lo rodeaban. Un grueso volumen con el lomo lujosamente decorado en pan de oro captó su atención. Era una obra hermosa, bien encuadernada y, aunque evidentemente muy consultada, se notaba que había sido tratada con gran cuidado. La sacó del estante y la volvió para ver la tapa.
El arte moderno de la Nigromancia.
Estremeciéndose de pies a cabeza, Alfred intentó devolver el libro al estante. Sus manos temblorosas, más torpes de lo habitual, no lo lograron. Dejó caer el volumen y huyó de la estancia. Se alejó incluso de aquella parte de la mansión.
Deambuló desconsolado por el lúgubre castillo del conde. Incapaz de estarse quieto, incapaz de descansar, fue de estancia en estancia, asomándose a las ventanas para contemplar el yermo paisaje, desplazando pequeñas piezas de mobiliario con sus grandes pies, tropezando con el perro, volcando tazas de té de hierba de kairn con sus manazas.
Sus pensamientos volvían una y otra vez a la biblioteca. ¿Qué era lo que temía?, se preguntaba. ¡Desde luego, no que fuera a sucumbir a la tentación de practicar aquella magia negra! Volvió la vista hacia un criado cadáver que, en vida, había limpiado el té volcado sobre las mesas y que ahora, después de muerto, seguía desempeñando mecánicamente la misma tarea.
Alfred contempló una vez más el paisaje negro, cubierto de cenizas, al otro lado de la ventana.
El perro, que lo había acompañado en todo instante siguiendo la última orden de su amo, observó atentamente al sartán. Tras decidir que tal vez, por fin, Alfred iba a quedarse quieto, se dejó caer en el suelo, se hizo un ovillo con el hocico debajo de la cola, exhaló un profundo suspiro y cerró los ojos.
Alfred recordó la primera vez que había visto al perro. Recordó a Haplo y la visión de sus manos vendadas. Recordó a Hugh, el asesino, y a Bane, el niño suplantado.
Bane.
El sartán adquirió de pronto un aspecto macilento y apoyó la frente en el quicio de la ventana, como si no pudiera soportar el peso de la cabeza…
… El bosque de hargast estaba en Exilio de Pitrin, una isla de coralita que flotaba en Ariano, el mundo del aire. El bosque era un lugar espantoso…, al menos para Alfred, aunque era cierto que la mayor parte del mundo ajeno a la reconfortante paz del mausoleo resultaba aterrador para el sartán. El árbol de hargast es denominado a veces el árbol de cristal. Es muy apreciado en Ariano, donde se cultiva y se sangra para aprovechar el agua que almacena en su tronco frágil y cristalino. Pero el bosque no era lo mismo que un huerto de hargast, donde los árboles eran pequeños y estaban bien cuidados.
En la espesura virgen, los árboles de hargast crecían hasta alturas de cientos de palmos. El terreno por el que avanzaba Alfred estaba sembrado de ramas arrancadas por el viento que barría aquel extremo de la isla. El sartán observó las ramas y se fijó, con incredulidad, en sus bordes afilados como cuchillas. Los sonoros crujidos que retumbaban como truenos y los impactos en el suelo con el ruido del cristal haciéndose añicos llenaron su mente de espantosas imágenes de ramas gigantescas que le caían encima. Alfred se alegró de estar recorriendo un camino que seguía las márgenes del bosque cuando el asesino a sueldo, Hugh la Mano, se detuvo e hizo una señal.
—Por ahí —dijo, indicando el bosque.
—¿Meternos ahí? —Alfred no podía creerlo. Internarse en un bosque de hargast bajo una tormenta de viento era una locura suicida. Pero tal vez era eso lo que impulsaba a Hugh.
Hacía mucho tiempo que Alfred había empezado a sospechar que Hugh la Mano era incapaz de cumplir su «contrato» de matar a sangre fría a Bane, el chiquillo que viajaba con ellos. Alfred había observado la lucha interior del asesino consigo mismo. Casi podía oír las maldiciones que Hugh mascullaba en su mente, llamándose débil, estúpido y sentimental. Hugh la Mano, el hombre que había matado a tantos sin sentir jamás un escrúpulo, un momento de remordimiento.
Pero Bane era un niño tan hermoso, tan encantador…, con un alma pervertida y torcida por las palabras cuchicheadas en su mente por un padre hechicero a quien el pequeño jamás había visto ni conocido. Hugh no tenía modo de saber que él, la araña, estaba siendo atrapado en una tela mucho más artera de la que él podía soñar en urdir jamás.
Los tres —Bane, Hugh y Alfred— penetraron en el bosque de hargast y se vieron obligados a abrirse camino con grandes dificultades entre la tupida maleza. Por fin, llegaron a su sendero despejado. Bane estaba muy excitado, impaciente por ver el famoso barco volador de Hugh, y echó a correr por delante de sus compañeros. El viento soplaba con fuerza, las ramas de los árboles hargast entrechocaban y sus sonidos cristalinos resultaban ásperos y siniestros al oído de Alfred.
—¿No deberíamos detenerlo, señor? —preguntó el sartán.
—No le sucederá nada —respondió Hugh, y Alfred comprendió que el asesino estaba quitándose de encima su responsabilidad y dejando la muerte del pequeño al albur del destino o de cualquiera que fuese la deidad, si había alguna, que aquel hombre de espíritu sombrío creía que podía cargar con su peso.
Fuera lo que fuese, aceptó.
Alfred oyó el crujido, como el retumbar de la tormenta perpetua del Torbellino. Vio caer la rama, vio a Bane de pie debajo de ella, mirándola con paralizada sorpresa. El sartán corrió hacia él, pero era tarde. La rama cayó sobre el niño y se hizo añicos con un estrépito.
Le llegó un grito y, luego, el silencio.
Alfred continuó corriendo. La rama caída era enorme y cubría por completo el camino. Cuando llegó, no vio el cuerpo del pequeño por ninguna parte. Debía de estar enterrado bajo los fragmentos. El sartán contempló con desesperado abatimiento las ramas rotas, con los bordes afilados como lanzas.
«Déjalo —le dijo su mente—. No te entrometas. ¡Ya sabes lo que es ese niño! Ya conoces la maldad que lo ha engendrado. Deja que muera con él».
«¡Pero es un niño! —objetó él—. No ha tenido elección en su destino. ¿Tiene que pagar por el pecado del padre? ¿No debería tener la oportunidad de ver por sí mismo, de comprender, de juzgar, de redimirse y, quizá, de redimir a otros?».
Alfred volvió la vista al camino. Hugh tenía que haber oído el crujido de la rama y el grito del chiquillo. El asesino se lo tomaba con calma, o tal vez estaba ofreciendo una plegaria de agradecimiento. Pero no tardaría en llegar.
Para mover la enorme rama habría sido precisa una cuadrilla de hombres con cabos y cuerdas… o un solo hombre dotado de una magia poderosa. Alfred se colocó ante los fragmentos cristalinos y empezó a cantar las runas. Estas se entretejieron y enroscaron en torno a la rama, separaron los fragmentos en dos mitades y las depositaron a ambos lados del sendero. Bajo la rama hecha añicos yacía Bane.
El chiquillo aún no había muerto, pero estaba agonizando, bañado en sangre. Las astillas de cristal habían atravesado su cuerpecillo y eran incontables los huesos que tenía rotos o aplastados.
Dar vida a los muertos. La Onda debía corregirse a sí misma. Dar vida a alguien significaba que otro moriría prematuramente.
Bane estaba inconsciente, no notaba ningún dolor. Y la vida se le iba rápidamente.
De haber sido médico, se dijo Alfred, habría intentado salvarle la vida. ¿Cómo podía estar mal, entonces, lo que él era capaz de hacer?
El sartán levantó del suelo un pequeño fragmento de cristal. Sus manos, habitualmente tan torpes, se movieron con delicadeza y precisión. El sartán hizo un corte en su propia carne y, arrodillándose junto a Bane, trazó un signo mágico con su sangre sobre el cuerpo destrozado del chiquillo. Después, cantó las runas y, con la otra mano, repitió los trazos en el aire.
Los huesos rotos del niño se volvieron a unir. La carne desgarrada se cerró. La respiración acelerada y superficial se normalizó. La piel grisácea recobró su tono rosado y enrojeció con el retorno de la vida.
Bane se incorporó hasta quedar sentado y contempló a Alfred con unos ojos azules más penetrantes que las astillas de cristal de los árboles hargast…
… Bane había vivido. Y Hugh había muerto. Había tenido una muerte prematura.
Alfred se llevó las manos a sus doloridas sienes. ¡Pero otros se habían salvado! ¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía estar seguro de haber obrado bien? Lo único que sabía era que tenía el poder para salvar a aquel chiquillo y que lo había hecho. Había sido incapaz de soportar la idea de verlo morir.
Entonces, Alfred comprendió la causa de su miedo. Si abría aquel libro de nigromancia, vería en sus páginas la runa que había trazado sobre el cuerpo de Bane.
Había descendido el primer peldaño de aquel camino siniestro y tortuoso, y quién sabía si no bajaría un segundo y un tercero. ¿Acaso era más fuerte que sus congéneres sartán de aquel mundo?
No, se dijo Alfred, y se dejó caer en una silla, desesperado. No; era igual que ellos.