CAMINO REAL DE LA NUEVA PROVINCIA, ABARRACH
Un carruaje abierto esperaba a los duques y a sus invitados. El vehículo estaba construido con el mismo material herboso, entretejido y recubierto con un acabado de barniz brillante en colores luminosos, según había advertido Haplo en el pueblo.
—Un material muy distinto del empleado en la construcción de tu nave —comentó Jera, subiendo al carruaje y tomando asiento al lado del patryn.
Haplo guardó silencio, pero Alfred cayó en la trampa con su habitual torpeza.
—¿La madera, te refieres? Sí, la madera es muy común en…, esto…, bien… —se dio cuenta de su error y continuó balbuciendo, pero era demasiado tarde.
Haplo vio en las palabras entusiastas del sartán imágenes de los árboles de Ariano, alzando sus ramas verdes y llenas de hojas hacia los cielos azules y bañados por el sol de aquel mundo lejano.
El primer impulso del patryn fue agarrar a Alfred por el cuello gastado de su gabán y sacudirlo con fuerza. A juzgar por sus expresiones, Jera y Jonathan habían visto aquellas mismas imágenes y contemplaban a Alfred con indisimulado asombro. Ya era suficientemente malo que aquellos sartán supiesen o sospechasen que venían de un mundo distinto del suyo, pero ¿era necesario que Alfred les mostrara hasta qué punto era distinto?
Alfred se encaramó al carruaje sin dejar de hablar, tratando de ocultar su desliz con un exceso de verborrea sin conseguir otra cosa que causar más perjuicio. Haplo deslizó su bota entre los tobillos del sartán y lo mandó de cabeza contra el regazo de Jera.
El perro, excitado ante la confusión, decidió ayudar a su amo y se puso a ladrar frenéticamente a la bestia que tiraba del vehículo, una gran criatura peluda que medía lo mismo a lo ancho que a lo alto y tenía dos ojillos negros, brillantes como cuentas, y tres cuernos en su enorme cabeza. Pese a sus dimensiones, la bestia se movía con rapidez y lanzó un zarpazo de sus garras afiladas hacia el can incordiante. El perro saltó a un lado con agilidad, hizo varias fintas fuera del alcance de la bestia y volvió al asalto, lanzándose a mordisquearle las patas traseras.
—¡So, pauka! ¡Quieta! ¡Basta ya!
El cochero, un cadáver bien conservado, descargó el látigo sobre el perro mientras, a duras penas, trataba de mantener el control de las riendas. La pauka intentó volver la cabeza para echar un buen vistazo (y un buen mordisco) a su molesto antagonista. Los ocupantes del carruaje se vieron zarandeados y sacudidos, el propio vehículo pareció a punto de volcar y todos los pensamientos sobre otros mundos se borraron de sus mentes ante la preocupación por mantenerse vivos en el que se hallaban.
Haplo saltó al suelo, agarró al perro por el collar y lo arrastró lejos del revuelo. Jonathan y Edmund corrieron a tranquilizar a la pauka, nombre que recibían aquellas bestias de tiro, según dedujo Haplo de las maldiciones que le lanzaba a la suya el cochero cadáver.
—¡Cuidado con el cuerno del hocico! —gritó con alarma Jonathan al príncipe.
—Ya he tratado con estos animales en otras ocasiones —replicó Edmund con frialdad. Asiéndose con fuerza al pelaje de la pauka, se encaramó con agilidad a su ancho lomo. Sentado a horcajadas sobre la bestia, que cabeceaba frenética, el príncipe se agarró a la parte curva del cuerno puntiagudo que sobresalía justo detrás del hocico del animal. Entonces, con un tirón rápido y enérgico, obligó a la pauka a echar atrás la cabeza.
La bestia abrió desmesuradamente sus ojos, como cuentas de cristal, y sacudió la cabeza con tal fuerza que estuvo a punto de descabalgar al príncipe. Edmund se agarró con firmeza al cuerno y volvió a tirar de él. Después, inclinándose hacia adelante, dijo unas palabras tranquilizadoras al oído de la pauka y le dio unas palmaditas en el cuello. La pauka se detuvo a reflexionar sobre lo dicho por su jinete y dirigió una mirada malévola al perro, que aún le enseñaba los dientes. El príncipe añadió unas palabras más; la pauka pareció asentir y, con aire digno y ofendido, permaneció tranquila e impasible en el arnés.
Jonathan suspiró de alivio y se volvió hacia la parte trasera del carruaje para ver si el resto de los pasajeros había sufrido algún percance. El príncipe descabalgó del lomo de la pauka y volvió a darle unas palmaditas en el cuello. El cochero recuperó las riendas, que se le habían escapado de las manos. Alfred alzó la cara del regazo de Jera, del cual emergió con las mejillas encendidas de rubor y con un rosario interminable de disculpas en los labios. Un pequeño grupo de nigromantes portuarios que se había congregado a presenciar el espectáculo volvió a sus ocupaciones habituales, que consistían en mantener a los cadáveres en las suyas. Los duques y sus invitados subieron de nuevo al carruaje, que se puso en marcha otra vez. El perro avanzó al trote tras las ruedas de hierro, con la lengua fuera y los ojos brillantes ante el recuerdo de aquel rato de diversión.
No volvió a hacerse referencia a la madera pero Haplo advirtió que, a lo largo del trayecto, Jera lo observaba de vez en cuando con una sonrisa en los labios.
—¡Qué tierra tan fértil y frondosa! —exclamó Edmund contemplando con indisimulada envidia el territorio por el que avanzaban.
—Estamos en las Nuevas Provincias, Alteza —indicó Jonathan.
—Es la tierra que va quedando con la retirada del mar de Fuego —añadió la duquesa—. Sí, ahora es una región próspera, pero esa misma prosperidad anuncia nuestra ruina.
—Aquí cultivamos, sobre todo, hierba de kairn —intervino el duque con una animación casi desesperada. Jonathan percibía la incomodidad del príncipe y dirigió una mirada de súplica a su esposa, rogándole que se abstuviera de comentarios desagradables.
Jera lanzó otra mirada a Haplo con los párpados entrecerrados y tomó la mano de su marido entre las suyas en ademán de muda disculpa. Desde aquel momento, se esforzó por mostrarse encantadora. Haplo, recostado en el asiento del carruaje, observó el cambio de expresión de su rostro versátil, el destello de astucia de sus ojos, y pensó que sólo una vez en la vida había conocido a una mujer equiparable a aquélla. Inteligente, sutil, despierta y a punto para la acción pero lo bastante fría como para no hablar o actuar precipitadamente, habría hecho de cualquier hombre un buen compañero en el Laberinto. Era una verdadera lástima que estuviera unida a otro.
¡Pero en qué estaba pensando! ¡Una mujer sartán! Una vez más, Haplo vio en su mente las figuras inmóviles descansando en paz en las tumbas de cristal del mausoleo. Aquello era cosa de Alfred, se dijo. Todo era culpa del sartán. De algún modo, le estaba haciendo alguna jugarreta mental. El patryn dirigió una mirada penetrante a su compañero de viaje; si lo sorprendía en algún truco, lo mataría. Ahora, ya no lo necesitaba.
Pero Alfred estaba acurrucado penosamente en un rincón del carruaje, incapaz de mirar siquiera a la duquesa sin que lo recorriera una oleada de rubor hasta lo más alto de la calva. El sartán parecía incapaz hasta de vestirse sin ayuda, pero Haplo continuó desconfiando de él. Alzó la vista al notar unos ojos posados en él y descubrió a Jera mirándolo como si pudiera leer cada uno de sus pensamientos. El patryn fingió un profundo interés por la conversación que se desarrollaba junto a él.
—¿De modo que hierba de kairn…? —repitió Edmund.
Haplo contempló los campos de hierba alta y dorada que se mecía bajo el viento cálido procedente del mar de magma. Numerosos cadáveres, muertos recientes a juzgar por su aspecto, trabajaban afanosamente los campos, segando la hierba con hoces curvas y amontonándola en gavillas que otros cadáveres cargaban en carretas que seguían a los difuntos operarios.
—Sí. Es una planta muy versátil —explicó Jera—. Es resistente al fuego, le sienta bien el calor y extrae su nutrientes del suelo. Empleamos sus fibras para casi todo, desde este carruaje a las ropas que llevamos y a un tipo de té que tomamos por aquí.
Haplo se dio cuenta de que la duquesa hablaba con la certeza de estar haciéndolo a personas de otro mundo, a personas que no conocían la diferencia entre la hierba de kairn y una pauka. Sin embargo, todas sus palabras iba dirigidas al príncipe, el cual, probablemente, debía de haber comido, dormido y respirado hierba de kairn durante toda su vida. Edmund, aunque algo desconcertado de recibir semejante lección, era, pese a ello, demasiado cortés para sacarla de su error.
—Esos árboles que crecen ahí son lantís. Existen en estado salvaje, pero nosotros los cultivamos también. Sus flores azules son conocidas como encajes de lantí y son muy apreciadas como adorno. Son hermosas, ¿verdad, Alteza?
—Hacía tiempo que no veía un lantí —murmuró el príncipe con aire abatido—. Si aún crece alguno en estado silvestre, no lo hemos visto en nuestro viaje.
Tres árboles erguidos, de grueso tronco, se alzaban en mitad del campo dorado de hierba de kairn que cruzaba el carruaje. Los robustos troncos se entrelazaban en el aire para formar un gigantesco tronco único que se alzaba a enorme altura y cuya copa quedaba envuelta en la bruma. Las ramas del árbol, delgadas y frágiles, despedían un reflejo plateado y estaban tan entretejidas que parecía imposible separarlas. Algunas de ellas tenían flores de un suave color azul celeste.
Cuando el vehículo se acercó a la arboleda que formaban los tres troncos, Haplo notó que el aire tenía una aroma más fragante y parecía más fácil de respirar. Observó también que el resplandor de las runas de su piel se amortiguaba, señal de que su cuerpo no necesitaba emplear tanta magia para mantenerse.
—Sí —respondió Jera como si hubiera captado otra vez sus pensamientos—. Las flores del lantí tienen la excepcional cualidad de absorber la sustancias tóxicas de la atmósfera y devolver a ésta aire puro. Ésa es la razón de que nunca se tale ninguno de esos árboles. Matar un lantí es un delito punible con el destierro. En cambio, las flores azules pueden cortarse. Son muy apreciadas, sobre todo por los amantes —al decir esto, dirigió una tierna sonrisa a su marido, que le apretó la mano.
—Tomando por ese camino —Jonathan indicó una ruta secundaria que se desviaba del camino real por el cual viajaban— y siguiéndolo casi hasta los Cerros de la Grieta, se llega a las tierras de mi familia. En realidad, debería volver allí —añadió, contemplando con añoranza la ruta que dejaban atrás—. La hierba de kairn está a punto para la cosecha y, aunque he dejado a cargo de ella al cadáver de mi padre, a veces se olvida de las cosas y todo queda por hacer.
—¿Tu padre ha muerto, pues? —inquirió Edmund.
—Sí. Y también mi hermano mayor. Por eso soy ahora el señor de la propiedad, aunque el diablo me lleve si alguna vez he querido serlo o he pensado que algún día lo sería. No soy demasiado responsable, me temo —reconoció Jonathan, haciendo referencia a sus deficiencias con una alegre sinceridad que resultaba absolutamente cautivadora—. Por suerte, tengo a mi lado a alguien que sí lo es.
—Te subestimas —se apresuró a decir Jera—. Se debe a que fuiste el hijo pequeño. Lo malcriaron en la infancia, Alteza. Nunca le exigían nada. Ahora, todo eso ha cambiado.
—Es cierto. Tú no me malcrías en absoluto —asintió el duque en son de burla.
—¿Qué les sucedió a tu padre y a tu hermano? ¿Cómo murieron? —quiso saber Edmund, pensando sin duda en su propia pérdida, reciente todavía.
—De la misma enfermedad misteriosa que aflige a tanta de nuestra gente —respondió Jonathan, casi con desmayo—. Un día estaban sanos y llenos de vitalidad. Al siguiente… —el duque se encogió de hombros.
Haplo miró fijamente a Alfred. «Pues por cada persona devuelta a la vida cuando ya no le corresponde, otra persona muere, en alguna otra parte, cuando aún no era su hora».
Los labios de Alfred se movieron en una muda letanía: «¿Qué han hecho? ¿Qué han hecho?».
Al pensar en todo lo que había visto y oído, Haplo empezaba a hacerse la misma pregunta.
El carruaje dejó atrás las Nuevas Provincias, los campos de alta hierba de kairn y los deliciosos lantís de flores como encajes. Poco a poco, el paisaje cambió.
El aire se hizo más frío y empezaron a caer las primeras gotas de una lluvia que, cuando tocaron la piel de Haplo, hicieron brillar sus runas protectoras. Los envolvió una niebla cerrada. Por orden de Jonathan, el cochero detuvo el vehículo y saltó del pescante para desplegar rápidamente sobre las cabezas de los pasajeros una capota de una tela protectora que los resguardó en parte de la lluvia. Entre las nubes agitadas centelleaban los relámpagos y retumbaban los truenos.
—Esta región —indicó Jera— es conocida como las Antiguas Provincias. Aquí vive mi familia.
Era una tierra yerma, desprovista de vida salvo unas hileras de matas ralas de una hierba de kairn de aspecto enfermizo que luchaba por sobrevivir entre montones de cenizas volcánicas y algunas plantas con aspecto de flores que despedían una luminosidad pálida y espectral. Pero, pese al aspecto desolado de aquellas extensiones, numerosos segadores se movían entre los lodazales y los montones de escoria.
—¡Pero…! ¿Qué están haciendo? —Alfred asomó la cabeza fuera del carruaje.
—Son los muertos viejos —respondió Jera—. Están trabajando los campos.
—¡Pero…! —repitió Alfred con un susurro, presa de un horror demasiado intenso para ser expresado en palabras—. ¡Pero si no hay campos!
Cadáveres en un estado deplorable, mucho peor que los soldados del ejército de muertos, se afanaban bajo la lluvia corrosiva. Brazos esqueléticos alzaban y descargaban oxidadas hoces; algunos, desprovistos de aperos, seguían sus movimientos sin ellos, como autómatas. Otros cadáveres, con la carne putrefacta desprendiéndose de sus cuerpos, avanzaban tras los segadores atando gavillas inexistentes y apilándolas en montones invisibles. Los fantasmas, apenas distinguibles de la niebla que los envolvía, seguían a los cadáveres con aire desconsolado. Tal vez la propia niebla estaba formada, simplemente, por los fantasmas pertenecientes a aquellos cuyos huesos se habían esparcido por el suelo y ya nunca volverían a levantarse.
Haplo se fijó en la bruma y vio en ella manos, brazos y ojos. La niebla se agarraba a él, quería algo de él y parecía intentar hablarle. El patryn notó su contacto helado, que le entumecía el cuerpo y la mente.
—Ahora no crece nada en esta tierra, aunque en otro tiempo fue una región tan feraz como las Nuevas Provincias —explicó la duquesa—. Esas pocas matas de hierba de kairn que podéis ver siguen la dirección del coloso subterráneo que transporta el magma a la ciudad para proporcionarle calor. Lo único que queda aquí son los viejos muertos que trabajaron estas tierras cuando estaban vivos. Intentamos trasladarlos a las Nuevas Provincias, pero siempre volvían a los lugares que conocieron en vida y, finalmente, los dejamos en paz.
—¡En paz! —repitió Alfred con amargura.
Jera pareció un tanto sorprendida ante su reacción.
—Sí, claro. ¿Vosotros no hacéis lo mismo con vuestros muertos cuando son demasiado viejos para resultar útiles?
«Allá va», pensó Haplo. Se daba cuenta de que debía detener a Alfred, impedir que dijera lo que estaba a punto de soltar. Pero no lo hizo. Se quedó inmóvil y guardó silencio.
—Entre nosotros no hay nigromantes —declaró Alfred con voz suave pero expresiva, de una fervorosa convicción—. Cuando nuestros difuntos mueren, los dejamos descansar de sus fatigosas existencias.
Los tres sartán que ocupaban el carruaje permanecieron callados. La conmoción los dejó mudos y miraron a Alfred casi con la misma expresión de horror que él les había dedicado antes.
Jera fue la primera en recuperarse.
—¿Quieres decir que…, que enviáis a vuestros muertos, a todos vuestros muertos, al olvido final?
—¿Al olvido? No entiendo. ¿Qué significa eso? —Alfred los miró uno por uno con aire desconcertado.
—El cuerpo se corrompe, se convierte en polvo. La mente queda atrapada en su interior, incapaz de liberarse.
—¿Mente? ¿Qué mente? ¡Esos no tienen mente! —exclamó Alfred, señalando con un gesto vago hacia los cadáveres que se afanaban entre las cenizas y el fango.
—¡Pues claro que la tienen! Trabajan, realizan funciones de utilidad…
—¡También funciona la nave dragón que nos ha traído aquí, y no piensa! Así es como utilizáis vosotros a los muertos. ¡Pero lo que habéis hecho es peor que eso! ¡Mucho peor! —exclamó Alfred.
La expresión del príncipe se ensombreció, pasando de una tolerante curiosidad a una ira manifiesta. Sólo su cortesía innata lo hizo guardar silencio, pues lo que hubiera dicho habría sonado, sin duda, desagradable. Jera frunció las cejas enérgicamente, adelantó el mentón y enderezó la espalda. Estuvo a punto de replicar, pero su marido la sujetó por la mano, apretándola con fuerza. Alfred no advirtió nada y continuó su perorata entre un helado mutismo de desaprobación.
—El uso de tales artes negras fue conocido por nuestro pueblo, pero está expresamente prohibido. Desde luego, los textos antiguos hablan de estas cosas. ¿Acaso los habéis perdido?
—Tal vez fueron destruidos —apuntó Haplo con frialdad, interviniendo por primera vez.
—¿Y cuál es tu opinión, señor? —preguntó Jera al patryn, sin hacer caso de la presión de la mano de su marido—. ¿Cómo trata a los muertos tu pueblo?
—Mi pueblo, señora, hace todo lo que puede para mantener con vida a los vivos, y no tiene tiempo de ocuparse de los muertos. Y, por cierto, me parece que ésta debería ser también nuestra principal preocupación, ahora mismo. ¿Habéis advertido que viene en esta dirección un destacamento de jinetes?
El príncipe dio un respingo y, sentándose muy erguido, intentó ver algo, asomándose bajo el toldo del carruaje. Sin embargo, sólo vio la niebla y la lluvia y se apresuró a resguardar de nuevo la cabeza.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió. Haplo y Alfred empezaban a inspirarle más recelo del que había sentido hacia ellos en su primer encuentro, en la caverna.
—Tengo un oído extraordinario —replicó el patryn ásperamente—. Prestad atención y escucharéis el tintineo de los arneses.
El tintineo de los arneses, acompañado de un ruido que sonaba a cascos sobre las rocas, llegó hasta sus oídos débilmente por encima del ruido del carruaje.
Jonathan y su esposa se miraron con sorpresa. Jera pareció preocupada.
—¿He de suponer, entonces, que el movimiento de tropas por este camino no es precisamente normal? —preguntó Haplo, recostado en el carruaje y con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Es muy probable que sea una escolta real para Su Alteza —dijo Jonathan, esperanzado.
—Sí, eso será. Seguro —asintió Jera, con demasiado énfasis de alivio en la voz para resultar del todo convincente.
Edmund sonrió, siempre cortés, por muchas reservas que tuviera en privado.
Se alzó el viento y la niebla se aclaró. Las tropas estaban próximas y resultaban claramente visibles. Los soldados eran cadáveres, muertos nuevos en excelentes condiciones. A la vista del carruaje, se detuvieron y formaron una barrera que atravesaba el camino. El vehículo se detuvo a una rápida orden de Jonathan a su cochero difunto. La pauka soltó un resoplido y cabeceó inquieta, mostrando su desagrado ante las bestias que montaban los soldados.
Las cabalgaduras de los soldados eran criaturas parecidas a lagartos, repulsivas y deformes. A cada lado de la cabeza tenían dos ojos que daban vueltas, cada uno independiente de los otros, produciendo la impresión de que podían mirar en todas direcciones a la vez. Bajas y rechonchas, con el cuerpo casi pegado al suelo, poseían unas patas traseras poderosas y una cola gruesa, erizada de púas. Los soldados muertos cabalgaban a su lomo.
—Son las tropas del dinasta —explicó Jera en un susurro—. Sólo sus soldados tienen permiso para montar dragones del barro. Y el hombre de ropas grises que las manda es el Gran Canciller, la mano derecha del dinasta.
—¿Y ese individuo de negro que cabalga a su lado?
—Es el nigromante de las tropas.
El canciller, montado a horcajadas en un dragón del barro con aire de extrema incomodidad, dijo unas palabras al capitán de las tropas, que avanzó a lomos de su montura.
La pauka piafó, y resopló, y sacudió la cabeza al olor del dragón del barro, que era hediondo y pestilente como si saliera de un charco de vapores ponzoñosos.
—Todos los de ahí, bajad del vehículo, por favor —solicitó el capitán. Jera miró a sus invitados.
—Creo que será mejor hacerlo —dijo, en tono de disculpa.
Todos se apearon del carruaje y el príncipe ayudó cortésmente a la duquesa. Alfred bajó los dos estribos, tropezó y estuvo a punto de caer de cabeza en una zanja. Haplo permaneció quieto y callado al final del grupo. Un gesto disimulado de su mano hizo que el perro acudiera a su costado.
Los ojos inexpresivos del cadáver estudiaron al grupo y en su boca tomaron forma las palabras que el Gran Canciller le había ordenado decir:
—Cabalgo en nombre del Dinasta de Abarrach, gobernante de Kairn Necros, regente de las Viejas y las Nuevas Provincias, rey de los Cerros de la Grieta, rey de Salfag, rey de Thebis y señor feudal de Kairn Telest.
Edmund se sonrojó sombríamente al escuchar tal reivindicación de su reino, pero contuvo la lengua. El cadáver continuó:
—Busco al que se hace llamar rey de Kairn Telest.
—Yo soy el príncipe de ese reino —proclamó Edmund con voz orgullosa—. El rey, mi padre, ha muerto y acaba de ser revivido. Por eso estoy aquí yo, y no él —añadió, aceptando la explicación.
El capitán cadáver, en cambio, pareció algo desconcertado. Aquella nueva información se salía del alcance de sus órdenes. El canciller le indicó en breves términos que el príncipe ocuparía el lugar del rey y el capitán, satisfecho, continuó su proclama:
—Su Majestad ha ordenado poner al rey…
—Al príncipe —lo corrigió el canciller con aire paciente.
—… de Kairn Telest bajo arresto.
—¿De qué se me acusa? —exigió saber Edmund. Dio unos pasos adelante, haciendo caso omiso del cadáver, y miró con furia al canciller.
—De entrar en los reinos de Thebis y Selfag, reinos ajenos a él, sin solicitar primero el permiso del dinasta para cruzar sus fronteras…
—¡Pero esos presuntos reinos están deshabitados! ¡Y ni yo ni mi padre hemos sabido nunca que ese «dinasta» existiese siquiera!
El cadáver había continuado su declaración, tal vez porque no podía oír la interrupción.
—… y de atacar sin provocación la ciudad de Puerto Seguro; de expulsar a sus pacíficos habitantes y de saquearla…
—¡Eso es falso! —protestó Edmund, dejándose llevar por la indignación.
—¡Desde luego que lo es! —exclamó Jonathan impetuosamente—. ¡Mi esposa y yo venimos de esa ciudad y podemos atestiguar la veracidad de lo que dice el príncipe!
—Su Justísima Majestad estará encantado de escuchar vuestra versión del asunto. Y os hará saber a ti y a tu esposa cuándo debéis acudir a palacio.
Esta vez, fue el canciller quien habló.
—Vamos a acompañar a su Alteza a palacio —declaró el duque.
—Es absolutamente innecesario. Su Majestad ha recibido tu informe, señor. Te solicitamos el uso de vuestro carruaje hasta las murallas de la ciudad pero, cuando lleguemos a Necrópolis, tú y la duquesa tenéis el permiso de Su Majestad para regresar a vuestra casa.
—Pero… —barboteó Jonathan. Esta vez, fue su esposa quien tuvo que contenerlo para que no soltara un exabrupto.
—Querido mío, la cosecha… —le recordó en voz baja. El duque calló, cerrándose en un torvo silencio.
—Y ahora, antes de continuar —añadió el canciller—, Su Alteza el príncipe comprenderá y me perdonará que le pida que me entregue su arma. Y las de sus compañeros…
La capucha gris del canciller, que le ocultaba el rostro, se volvió por primera vez hacia Haplo. Su voz enmudeció, la capucha cesó en su giro y la tela tembló como si la cabeza que cubría fuera presa de alguna extraña emoción.
Haplo notó un escozor en las runas de su piel. ¿Qué sucedía ahora? El patryn se puso en tensión, presintiendo un peligro. El perro, que se había limitado a tumbarse en mitad del camino aprovechando la pausa en el viaje, se incorporó de un salto y emitió por lo bajo un ronco gruñido. Uno de los ojos del dragón del barro se volvió en dirección al pequeño animal. Una lengua roja asomó por un instante, como un látigo, de la boca del animal.
—No tengo armas —declaró Haplo, alzando las manos.
—Yo, tampoco —añadió Alfred con una vocecilla miserable, aunque nadie se había dirigido a él.
El canciller se estremeció como quien despierta de una cabezada que no se proponía echar. Con cierto esfuerzo, la capucha gris consiguió arrancar su mirada de Haplo para devolverla al príncipe, que había permanecido inmóvil.
—La espada, Alteza. Nadie puede acudir armado a presencia del dinasta.
Edmund se quedó plantado, desafiante e indeciso. Los duques bajaron la vista; no querían influir en absoluto en la resolución que tomara el príncipe, aunque era evidente su deseo de que no creara problemas. Haplo no estaba seguro de qué esperaba que haría el príncipe. El patryn había recibido de su Señor la advertencia de no involucrarse en ninguna disputa local, ¡pero el Señor del Nexo no había contado con que su servidor fuese a caer en manos de un dinasta sartán!
Con un gesto brusco e inesperado, Edmund desabrochó la hebilla del cinto de su espada y entregó ésta al cadáver. El capitán aceptó el arma con gesto grave y realizó un saludo con su mano blanquísima y ajada. Helado de orgullo ultrajado y de justa cólera, el príncipe subió de nuevo al carruaje, tomó asiento muy tieso y se dedicó a contemplar el paisaje desolado con estudiada calma.
Jera y su esposo, avergonzados, no se atrevieron a mirar a Edmund, seguros de que el príncipe creería que lo habían conducido a sabiendas a aquella trampa. Ocultando el rostro, subieron al vehículo sin decir palabra y tomaron asiento en silencio. Alfred dirigió una mirada dubitativa a Haplo, con todo el aire de estar esperando órdenes. Al patryn le resultaba incomprensible que el sartán hubiera sobrevivido tanto tiempo por sí solo; hizo un gesto con la cabeza y Alfred se encaramó al carruaje, tropezando con los pies de todos los ocupantes y cayendo, más que sentándose, en un rincón del vehículo.
Todos aguardaron a Haplo. El patryn se inclinó hacia el perro, le dio unas palmaditas y volvió la cabeza del animal hacia Alfred.
—Vigílalo —le ordenó en un susurro que sólo el perro pudo captar—. No importa lo que me suceda a mí, sigue vigilándolo.
Haplo montó en el carruaje. El capitán hizo avanzar a su montura, asió las riendas de la pauka y forzó a moverse al reacio animal. El vehículo reemprendió la marcha hacia Necrópolis, la Ciudad de los Muertos.