CAPÍTULO 15

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CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH

—Ahora debemos proceder a la resurrección. Después, nos sentiremos honrados de teneros por invitados y compartir con vosotros nuestra comida. Las provisiones son escasas —añadió Edmund con una triste sonrisa—, pero estaremos felices de compartir lo que tenemos.

—Aceptamos, siempre que nos permitáis añadir a ello nuestras provisiones —respondió Alfred, ensayando otra de sus torpes reverencias.

El príncipe observó las manos vacías de Alfred; después, volvió la vista hacia las de Haplo, cubiertas de runas pero igualmente vacías. Edmund puso una cara de cierta perplejidad, pero era demasiado cortés para pedir explicaciones. Haplo miró a Alfred para observar si éste mostraba algún desconcierto ante el extraño comentario del príncipe. ¿Cómo podían escasear las provisiones entre unos sartán cuando éstos, igual que los patryn, poseían unas facultades mágicas casi ilimitadas para multiplicarlas? El patryn advirtió que Alfred lo miraba con una expresión de sorpresa y confusión. Haplo apartó rápidamente los ojos para no dar al sartán la satisfacción de comprobar que los dos compartían pensamientos similares.

A una señal de Edmund, los guerreros muertos escoltaron a los dos extraños a un rincón de la caverna, lejos de la multitud, que continuaba mirándolos con curiosidad, y lejos de los cadáveres, que seguían tendidos sobre el suelo de roca.

El nigromante ocupó su lugar entre los cuerpos, cuyos fantasmas empezaron a agitarse y a moverse como bajo el impulso de un viento cálido. Los cuerpos continuaron donde estaban, inmóviles. El nigromante inició una vez más su cántico, elevó las manos y las juntó, dando una seca palmada. Los cuerpos se retorcieron y dieron sacudidas, como si los atravesara una descarga de energía mágica. El pequeño cadáver del niño incorporó el tronco casi al instante y, momentos después, se puso en pie. Los ojos del pequeño fantasma situado detrás del cuerpo parecieron buscar a alguien entre la multitud. Una mujer se adelantó a ésta, sollozando. El cadáver del niño corrió hacia ella con las manitas blancas y frías extendidas en gesto de amor y de añoranza. La mujer tendió sus brazos al chiquillo pero un hombre, con las facciones contraídas por el dolor, la detuvo, la estrechó entre los suyos y la obligó a retroceder. El pequeño cadáver se detuvo delante de la pareja, mirándola fijamente. Después, poco a poco, bajó los brazos; el fantasma, en cambio, mantuvo extendidos los suyos, vaporosos y etéreos.

—¡Qué ha hecho mi pueblo! —repitió Alfred con la voz sofocada por las lágrimas—. ¡Qué ha hecho!

Uno a uno, los cadáveres recuperaron aquella apariencia de vida. En cada ocasión, los ojos del fantasma correspondiente buscaron a sus seres queridos entre los vivos, pero éstos les volvieron la espalda. Uno a uno, cada uno de los cadáveres ocupó su lugar al fondo de la caverna, sumándose al numeroso grupo de muertos vivientes situado tras los vivos. Los jóvenes guerreros se sumaron a las filas de sus compañeros muertos. Los cadáveres de los ancianos, los más difíciles de convencer para que resucitaran, se alzaron como agotados durmientes que por fin hubieran podido tumbarse a descansar y no quisieran despertar de su sueño. El niño permaneció un rato cerca de sus padres y, por fin, se alejó para sumarse a un grupo de cadáveres animados de su misma edad. Haplo advirtió que había muchos chiquillos entre los muertos y muy pocos entre los vivos. Recordó las palabras de Edmund. «Este mundo está agonizando», y entendió a qué se refería.

Pero el patryn cayó también en la cuenta de otra cosa. ¡Aquella gente poseía la llave a la vida eterna! ¿Qué mejor regalo podía llevar Haplo a su Señor y a su pueblo? Con aquello, los patryn ya no volverían a estar a merced de su prisión. Si el Laberinto los mataba, sólo tendrían que resucitar y seguir luchando; los cadáveres pasarían a engrosar las filas de los patryn, una y otra vez, hasta que finalmente consiguieran derrotarlo. ¡Y, entonces, no habría en el universo ejército que pudiera detenerlos, pues mal podría un ejército de soldados vivos derrotar jamás a otro formado por los muertos!

Sólo tenía que aprender el secreto de la magia rúnica, se dijo Haplo. Y allí mismo, siguió pensando mientras volvía la mirada hacia Alfred, tenía a quien podía enseñarle. Sin embargo, debía ser paciente y esperar la ocasión propicia. Su compañero de viaje aún no sabía mucho más que él, pero no tardaría en enterarse. Era inevitable. ¡Y, cuando Alfred averiguara el secreto, él se encargaría de sonsacárselo!

El último cadáver en incorporarse fue el del anciano que lucía la corona de oro. Al principio, pareció que el viejo iba a resistirse a todos sus esfuerzos. Su fantasma era más poderoso que los demás y permaneció sobre el cuerpo con aire retador, desafiando las súplicas del nigromante e incluso —tras una mirada de disculpa al apenado príncipe— sus amenazas. Por último, con expresión ceñuda, el nigromante movió la cabeza y extendió las manos en alto en ademán de darse por vencido. Entonces, el propio príncipe se adelantó y dirigió unas palabras al cuerpo que yacía en el suelo a sus pies.

—Sé lo cansado que estás de vivir, padre, y lo mucho que deseas y te mereces el descanso eterno, pero piensa en la alternativa. Te verás atrapado bajo tierra. Tu mente continuará funcionando, pero conocerás la desesperación, la amarga frustración de ser totalmente impotente para influir en el mundo que te rodea. Y vivirás así durante siglos y siglos, atrapado en la nada. ¡La resurrección es mucho mejor, padre! Así seguirás con nosotros, con el pueblo que te necesita. Podrás aconsejarnos…

El fantasma del anciano se agitó, movido por un viento que sólo él podía notar. Parecía frustrado por el hecho de no poder comunicar lo que, con evidente desesperación, deseaba revelar.

—¡Padre, por favor! —suplicó Edmund—. ¡Vuelve a nosotros! ¡Te necesitamos!

El fantasma fluctuó y perdió sustancia hasta casi desvanecerse. El cadáver se movió. Lo atravesó la misma energía mágica que había sacudido a los demás y se puso en pie a duras penas.

—Padre… Mi rey… —murmuró el príncipe con una profunda reverencia.

El fantasma, apenas una sombra, se meció en el aire como la niebla sobre un estanque. El cadáver levantó su mano débil y cerúlea aceptando el homenaje del príncipe pero, al propio tiempo, la cabeza que lucía la corona dorada volvió sus ojos fijos e inexpresivos a un lado y a otro, como si no supiera qué hacer a continuación. El príncipe lo miró y hundió el rostro y los hombros en gesto de abatimiento. El nigromante se acercó a él.

—Lo siento, Alteza.

—No es culpa tuya, Baltazar. Me advertiste sobre lo que podía esperar.

El cadáver del rey permaneció inmóvil ante su pueblo; su regia estampa era una terrible parodia del gran monarca que un día había sido.

—Tenía la esperanza de que las cosas pudieran resultar diferentes —añadió Edmund en voz baja, como si el resucitado pudiera oírlo—. En vida, era tan fuerte, tan resuelto…

—Los muertos no pueden ser otra cosa que lo que son, mi señor. Para ellos, la vida termina cuando su mente deja de funcionar. Podemos devolver la vida al cuerpo pero ahí se detiene nuestro poder. No podemos proporcionarles la capacidad de aprender, de reaccionar al mundo vivo que los rodea. Tu padre continuará siendo rey, pero sólo de aquellos sobre los que reinaba antes de muertos.

El nigromante señaló algo. El difunto rey había vuelto sus ojos ciegos hacia el fondo de la caverna, donde se agolpaban los muertos. Todos los cadáveres resucitados hicieron una reverencia de homenaje y el monarca, acompañado de apenados cuchicheos de su fantasma, abandonó a los vivos a quienes ya no reconocía y fue a unirse a los muertos.

Edmund hizo ademán de ir tras él, pero Baltazar lo sujetó de la manga.

—Majestad… —El nigromante le indicó con una mirada que era preciso que hablaran en privado. Los dos se apartaron del resto de los presentes; la multitud colaboró, retirándose en actitud respetuosa.

Haplo, con un gesto inocente, mandó tras ellos al perro. El animal se colocó junto a la pierna de Edmund y éste, en un gesto inconsciente, bajó la mano para acariciar su suave pelaje. A través de los oídos del animal, Haplo escuchó hasta la última palabra de la conversación.

—¡…debes tomar la corona! —instaba el nigromante al príncipe en voz baja.

—¡No! —La respuesta de Edmund fue rotunda. Tenía los ojos puestos en el cadáver de su padre, que recorría con porte orgulloso y espectral las legiones de los muertos—. Él no lo comprendería. ¡Es el rey!

—Pero, mi señor, necesitamos un monarca vivo…

—¿De veras? —Edmund le dirigió una sonrisa amarga—. ¿Por qué? Los muertos nos superan en número. Si los vivos se contentan con seguirme como príncipe, yo me contento también con seguir siéndolo. Y ya basta, Baltazar; no insistas.

La voz juvenil se endureció y en sus ojos apareció un destello de ira. El nigromante asintió en silencio y se retiró para llevar a cabo otras tareas relacionadas con los cadáveres. Edmund permaneció a solas un buen rato, concentrado en sus pensamientos. El perro emitió un gañido y hurgó con el hocico la mano que lo acariciaba sin darse cuenta. El príncipe bajó la mirada y le dedicó una desvaída sonrisa.

—Gracias por consolarme, amigo —murmuró—. Y tienes razón, soy un anfitrión poco atento.

Recordando a sus huéspedes, Edmund se acercó a Haplo y Alfred y tomó asiento junto a ellos en el suelo de roca.

—Hubo un tiempo en que teníamos entre nosotros animales como éste. —El príncipe acarició de nuevo al perro, que meneó el rabo y le lamió la mano—. Recuerdo que, siendo niño… —se detuvo a media frase, suspiró y movió la cabeza a un lado y otro—. Pero seguro que eso no os interesa… Por favor, perdonad tanta informalidad. Si estuviéramos en mi palacio, en nuestra patria, os atendería con regia opulencia. Pero si estuviéramos en palacio ya habríamos muerto congelados, así que supongo que preferiréis las cosas tal como están. Yo, sí, desde luego. Al menos, creo que sí.

—¿Qué terrible suceso destruyó vuestro reino? —preguntó Alfred.

El príncipe lo miró con los ojos entrecerrados.

—El mismo que acabó con el tuyo, sin duda. Al menos, eso supongo, a juzgar por lo que he visto en nuestro viaje.

Edmund los observaba ahora con renovada suspicacia. Alfred balbuceó algo, con aspecto muy confuso. Haplo inclinó el cuerpo hacia adelante e intentó salvar la situación cambiando de tema.

—¿No dijiste algo acerca de comer? Edmund hizo un gesto.

—Marta, trae la cena a nuestros invitados.

La anciana se acercó respetuosamente, trayendo en las manos varios peces secos. Depositó el pescado ante ellos y, con una reverencia, se dispuso a marcharse. Sin embargo, Haplo, que la observaba, vio cómo sus ojos miraban con codicia la comida y se volvían luego hacia él y hacia Alfred.

—Vete, anciana —dijo Edmund en tono adusto, con las mejillas sonrojadas. Al parecer, él también había advertido la mirada.

—Espera —intervino el patryn. Alargando la mano, devolvió a la mujer parte del pescado—. Guarda esto para ti. Ya te dijimos, Alteza —añadió al ver que Edmund iniciaba una protesta—, que traemos nuestras propias provisiones.

Alfred se apresuró a asentir, contento de tener algo que hacer. Levantó el pescado en sus manos. La anciana, con su parte apretada contra el pecho, se alejó rápidamente.

—Estoy terriblemente avergonzado… —empezó a decir Edmund, pero las palabras murieron en sus labios.

Alfred había empezado a entonar las runas y su voz se alzó en aquel plañido agudo y nasal que parecía taladrar la cabeza de Haplo. El sartán tenía un pez en la mano y, de pronto, tuvo dos; luego, tres. El canto cesó y Alfred ofreció el pescado al príncipe, que lo contempló con los ojos muy abiertos. El sartán ofreció otro pescado a Haplo con gesto obsequioso.

Las runas de la piel del patryn emitieron su fulgor rojo y azul y, donde había habido un pez, apareció una docena de ellos, y luego dos. Haplo depositó el pescado sobre la roca plana y se acordó de darle uno al perro, el cual, tras una inquieta mirada a los muertos del fondo arrastró su comida a un rincón oscuro para disfrutar de ella en privado.

—Esta magia es maravillosa, realmente maravillosa —dijo el príncipe lleno de asombro.

—Pero… vosotros también podéis hacerlo, ¿no? —inquirió Alfred mientras mordisqueaba el pescado, de gusto salado. Escuchó un ruido y alzó la vista.

Un niño, un chiquillo encantador, contemplaba con envidia al perro. Alfred le indicó por señas que se acercara y le dio el pescado. El niño alargó la mano, lo cogió y salió corriendo a ofrecérselo a un adulto, que miró perplejo el pescado. El niño señaló hacia ellos y Haplo tuvo la certeza de que estaba a punto de entrar en el negocio de la pescadería.

—Se dice que en la antigüedad podíamos llevar a cabo tales proezas —respondió Edmund, con la vista fija en la comida—. Pero ahora la magia se concentra en nuestra supervivencia en este mundo… —dirigió una mirada a los cadáveres que aguardaban pacientemente, de pie entre las sombras— y en la de ellos…

Alfred se estremeció y pareció a punto de decir algo, pero Haplo le dio un rápido codazo en las costillas y el sartán, sumiso, guardó silencio.

—En ese pueblo de ahí atrás había comida y suministros —dijo el patryn, señalando con la cabeza en dirección a la pequeña ciudad portuaria—. Sin duda, lo tuvisteis que ver cuando pasasteis por allí.

—¡Nosotros no somos ladrones! —Edmund levantó la barbilla en gesto de orgullo—. No cogeremos lo que no nos pertenece. Si nuestros hermanos de la ciudad nos lo ofrecen libremente, será otra cosa. Trabajaremos y los compensaremos.

—Algunos entre nuestro pueblo opinan que son nuestros «hermanos» quienes deberían pagarnos a nosotros, mi señor.

La nueva voz pertenecía a Baltazar, quien había contemplado con ojos muy serios la exhibición de magia.

En silencio y sin alharacas, Haplo estaba multiplicando los peces y repartiéndolos a quienes se acercaban sigilosamente. Alfred hacía lo mismo y pronto los rodeó una gran multitud. El nigromante no continuó hasta que todo el mundo hubo recibido su ración y se hubo marchado. Entonces, cruzando las piernas bajo su negra túnica, se sentó, tomó una porción de pescado y lo estudió con cautela, como si esperara que desapareciera en sus manos en el instante de tocarlo.

—De modo que no habéis perdido el arte…

—Quizá vuestra tierra sea diferente de la nuestra —dijo el príncipe, mirando a Alfred—. Quizás exista esperanza para el mundo, finalmente. Tiendo a juzgarlo todo por lo que veo, pero decidme que me he equivocado en mi juicio.

Alfred no podía mentir, pero tampoco podía confesar la verdad. Miró al príncipe y al nigromante, abriendo y cerrando la boca.

—¡El universo es grande! —intervino Haplo, sin inmutarse—. Hablemos de esta parte donde nos encontramos. Eso que ha dicho el nigromante respecto a que vuestros hermanos deberían compensaros, ¿a qué se refiere?

—Tened cuidado, Majestad —le advirtió Baltazar—. ¿Vais a confiar en extraños? ¡Sólo tenemos su propia palabra de que no son espías de Necrópolis!

—Estamos alimentándonos con su comida, Baltazar —replicó el príncipe con una débil sonrisa—. Lo menos que podemos hacer es responder a sus preguntas. Además, ¿qué importa si son espías? Que lleven nuestra historia a Necrópolis. No tenemos nada que ocultar…

—El reino de nuestro pueblo está… o estaba… ahí arriba —Edmund alzó los ojos más allá de las sombras del techo de la enorme oquedad—. Muy lejos, allá arriba…

—¿En la superficie de este mundo? —quiso saber Haplo.

—No, no. Eso sería imposible. La superficie de Abarrach sólo consta de roca desnuda y fría y de enormes extensiones de hielo envuelto en sombras. Baltazar ha viajado a esos lugares y puede describirlos mejor que yo.

—Abarrach significa «mundo de piedra» en nuestro idioma, igual que en los vuestros —dijo Baltazar, dirigiéndose a Haplo y a Alfred—. Y no es otra cosa que eso, al menos hasta donde pudieron determinar los antiguos, que tuvieron el tiempo y el talento suficientes para dedicarse a estudiar el asunto. Nuestro mundo consta de rocas recorridas por incontables túneles y cavernas. Nuestro «sol» es el núcleo fundido del corazón de Abarrach. La superficie es como la ha descrito Su Alteza. No existe en ella vida alguna, ni posibilidad de que aparezca. Pero, bajo la superficie, donde teníamos nuestro hogar… ¡ah, allí la vida era muy agradable! ¡Muy agradable!

Baltazar suspiró al recordarlo. Después continuó:

—Los colosos…

—¿Los qué? —lo interrumpió Alfred.

—Los colosos. ¿No los tenéis en vuestro mundo?

—No está seguro —explicó Haplo—. Explícanos a qué te refieres.

—Unas gigantescas columnas redondas de piedra…

—¿Las que sostienen la caverna? Hemos visto una.

—Los colosos no sostienen la caverna. La roca no necesita su apoyo. Fueron creados mediante la magia por los antiguos y tenían por misión transmitir la energía calórica de esta parte del mundo hasta la que ocupábamos nosotros. Funcionaban perfectamente y nos permitían disponer de grandes suministros de alimentos y de agua. Esto hace aún más inexplicable lo sucedido.

—¿Y lo que sucedió fue…?

—Un descenso en nuestra tasa de natalidad. Año a año, el número de nacimientos se redujo. No obstante, en cierto modo, el fenómeno llegó a parecer una bendición. Nuestros hechiceros más poderosos volvieron entonces su atención a los secretos de la creación de la vida. Pero lo que descubrieron fue…

—¡…el modo de extender la vida más allá de la muerte! —exclamó Alfred con una vibración de sorpresa y desaprobación en la voz.

Afortunadamente, debido tal vez a las diferencias idiomáticas, Baltazar tomó la desaprobación por asombro y asintió con una sonrisa complacida.

—La incorporación de los muertos a nuestra población demostró ser muy beneficiosa. Mantenerlos con vida nos obliga a emplear gran parte de nuestras fuerzas mágicas pero, en el pasado, no teníamos mucha necesidad de magia. Los muertos se ocupaban de todo el trabajo físico y, cuando advertimos que el río de magma próximo a nuestra ciudad empezaba a enfriarse, no le dimos importancia. Seguíamos recibiendo energía de abajo y el calor nos llegaba como siempre a través del coloso. La Gente Menuda horadaba la roca, construía nuestras casas y se ocupaba del mantenimiento de los colosos…

—¡Espera! —Haplo interrumpió a Baltazar—. ¿La Gente Menuda? ¿Qué es eso?

El nigromante frunció el entrecejo, buscando en sus recuerdos.

—No sé mucho de ellos. Ya no existen.

—Recuerdo haber oído cosas sobre la Gente Menuda en boca de mi padre —intervino Edmund—. Y los vi una vez. Lo que más les gustaba era excavar y horadar la roca. Codiciaban los minerales que encontraban en ella, los llamaban con nombres como «oro» y «plata» y producían joyas de extraordinaria y maravillosa belleza…

—¿Enanos? —aventuró Alfred.

—Esa palabra me suena extrañamente familiar. Enanos…

Baltazar miró al príncipe, quien asintió pensativo. —Nosotros les dábamos otro nombre, pero éste se parece. Enanos.

—Se dice que este mundo está habitado por otras dos razas —continuó Alfred, sin hacer caso o, simplemente, sin advertir los intentos de Haplo para evitar que el sartán se fuera de la lengua—. Una era la de los elfos; la otra, los humanos. Ni Baltazar ni el príncipe parecieron reconocer los nombres.

—Mensch —apuntó Haplo, empleando el término con el cual se referían a las razas inferiores tanto los sartán como los patryn.

—¡Ah, mensch! —Baltazar asintió, reconociendo la palabra. Después, se encogió de hombros—. Existen informes acerca de los mensch en los escritos de nuestros abuelos. No es que éstos vieran alguna vez alguno, pero oyeron hablar de ellos a sus padres, y éstos a los suyos. Esos mensch debían de ser terriblemente débiles. Las dos razas se extinguieron casi inmediatamente después de llegar a Abarrach.

—¿Te refieres a…, a que ya no queda ningún mensch vivo en este mundo? ¡Pero si fueron confiados a vuestro cuidado! —empezó a decir Alfred en tono recriminatorio—. Seguro que….

Al ver que aquello había llegado demasiado lejos, Haplo emitió un silbido. El perro dejó de comer y, siguiendo el gesto de su amo, se acercó al trote hasta Alfred, se acomodó junto a él y se puso a lamer alegremente la cara del sartán.

—Seguro que… ¡Ya basta! Vamos, perrito, lárgate. Vete, chucho… —Alfred intentó quitarse de encima al animal. El perro, tomando la maniobra por un juego, entró enseguida en el espíritu de la competición—. ¡Quieto! ¡Siéntate! Perrito bonito. ¡No, por favor! ¡Vete!

—Tienes razón, nigromante —intervino Haplo sin inmutarse—. Esos mensch son débiles. Sé algunas cosas de ellos y no podrían haber sobrevivido en un mundo como el vuestro. Un hecho que algunos deberían haber sabido antes de traerlos aquí. En cambio, parece que a vosotros os iban bien las cosas. ¿Qué sucedió, pues?

Baltazar frunció el entrecejo y su tono de voz se hizo sombrío.

—Un desastre. Pero el golpe no sobrevino de pronto, sino que llegó gradualmente. En mi opinión, eso hizo aún peores sus consecuencias. Empezaron a fallar pequeñas cosas. El suministro de agua comenzó a menguar de un modo misterioso. El aire se hizo más frío y nocivo; los gases ponzoñosos envenenaron nuestra atmósfera. Cada vez tuvimos que utilizar más nuestra magia en protegernos del veneno, en producir agua y en aprovisionarnos de comida. La Gente Menuda, esos que llamáis enanos, sucumbió. No pudimos hacer nada para ayudarlos sin ponernos en peligro nosotros mismos.

—Pero vuestra magia… —protestó Alfred, quien por fin había convencido al perro que se sentara tranquilamente a su lado.

—¿No lo entiendes? ¡Necesitábamos la magia para nosotros! Éramos los más fuertes, los más aptos, los más preparados para sobrevivir. Hicimos lo que pudimos por los…, por esos enanos, pero al final sucumbieron como lo hicieran antes los otros mensch. Y entonces se hizo más importante que nunca para nosotros resucitar a los muertos y mantenerlos en ese estado.

Haplo movió la cabeza en gesto de profunda admiración.

—Una mano de obra que nunca descansa, que no come ni bebe, a la que no afecta el frío ni las penalidades. El esclavo perfecto. El soldado perfecto.

—Exacto —asintió Baltazar—. Sin nuestros muertos, los vivos no habríamos salido adelante.

—Pero ¿no entiendes lo que habéis hecho? —exclamó Alfred con expresión grave, atormentada—. ¿No os dais cuenta de que…?

—¡Perro! —ordenó Haplo.

El animal se incorporó, con la lengua fuera y meneando el rabo. Alfred se cubrió el rostro con las manos y, tras dirigir una mirada de temor a Haplo, enmudeció.

—Claro que nos damos cuenta —asintió el nigromante, entusiasmado—. Recuperamos un arte que, según los viejos anales, nuestro pueblo había perdido.

—No. Perdido, no —murmuró Alfred con voz lastimera, pero sin que nadie lo oyera. Haplo captó sus palabras gracias al oído del perro.

—Desde luego, no creáis que permanecimos ociosos y que no intentamos descubrir qué estaba sucediendo —precisó Edmund—. Investigamos y por fin, muy a pesar nuestro, llegamos a la conclusión de que los colosos, que un día nos habían proporcionado la vida, eran ahora los responsables de que nos viéramos privados de ella. En otro tiempo, a través de las columnas nos había llegado el calor y el aire fresco. Ahora, nuestro calor estaba siendo desviado y aprovechado por…

—¿Por la gente de la ciudad? —Haplo movió la mano en dirección a los edificios que habían sobrevolado en la nave—. Es eso lo que sospecháis, ¿no?

Apenas prestó atención a la respuesta. El tema lo traía sin cuidado. Habría preferido profundizar en el asunto de la nigromancia, pero no se atrevió a dejar entrever su profundo interés por la cuestión delante del príncipe y su hechicero, ni delante de Alfred. Paciencia, se aconsejó.

—Fue un accidente. La gente de Necrópolis no tenía modo de saber que nos estaba causando tal perjuicio —protestó Edmund acaloradamente, dirigiéndose al nigromante. Baltazar arrugó la frente y Haplo comprendió que estaba ante una vieja discusión entre los dos.

El nigromante, tal vez porque estaba en presencia de extraños, se abstuvo de expresar una opinión contraria a la de su monarca. Haplo estaba a punto de llevar de nuevo la conversación a los muertos cuando un estrépito y una conmoción en la caverna atrajeron la atención de todos. Varios cadáveres —de soldados, a juzgar por los fragmentos harapientos de sus uniformes— llegaron a la carrera, procedentes de la entrada de la caverna.

El príncipe se incorporó de inmediato, seguido del nigromante. Baltazar agarró del brazo al príncipe y señaló algo. El cadáver del rey muerto avanzaba arrastrando los pies, dispuesto también a interrogar a los centinelas.

—Ya le dije a Su Alteza que esto sería un problema —declaró Baltazar con voz grave.

La cólera encendió la pálida piel del príncipe. Se dispuso a decir algo, pero reprimió a duras penas las palabras apresuradas que le venían a los labios.

—Tú tenías razón y yo estaba equivocado —declaró por último, tras una pausa de reflexión—. ¿Estás satisfecho de oírme confesarlo?

—Su Alteza me malinterpreta —repuso el nigromante con suavidad—. No pretendía…

—Ya sé que no, amigo mío. —Edmund exhaló un cansino suspiro. El agotamiento borró el color de sus enjutas facciones—. Perdóname. Por favor, disculpadnos —tuvo apenas la serenidad de decir a sus invitados, y se dirigió apresuradamente hacia el lugar donde el rey se encontraba conferenciando con los cadáveres de sus subditos.

Haplo hizo un gesto con la mano y el perro se alejó al trote detrás del príncipe, sin que éste lo advirtiera. Los sartán vivos de la caverna habían enmudecido. Intercambiando miradas sombrías, empezaron a recoger rápidamente los utensilios que habían sacado para dar cuenta de su magra comida. Pero, cuando pudieron apartar la atención de su tarea, los ojos de todos ellos se dirigieron a su príncipe.

—No es de buena educación que los espíes de esta manera, Haplo —dijo Alfred en voz baja, mirando con aire severo hacia el perro, apostado junto al príncipe.

Haplo no consideró que el comentario mereciera respuesta.

Alfred se puso a revolver nerviosamente los restos de pescado que había dejado en el plato.

—¿Qué dicen? —preguntó por último.

—¿Por qué quieres saberlo? No es de buena educación espiarlos, tú lo has dicho —replicó Haplo—. De todos modos, tal vez te interese saber que esos muertos, que son sin duda exploradores, informan que ha arribado a puerto un ejército.

—¡Un ejército! ¿Qué hay de la nave?

—Las runas evitarán que nadie se acerque a ella, y mucho menos que le cause daños. Lo que debe preocuparte más es que ese ejército marcha hacia aquí.

—¿Un ejército de vivos? —inquirió Alfred en voz baja, temiendo la respuesta.

—No —respondió Haplo, observando fijamente a su compañero de viaje—. Un ejército de muertos.

Alfred lanzó un gemido y se cubrió el rostro con la mano. Haplo se inclinó hacia adelante.

—Escucha, sartán —dijo en voz baja, con tono urgente—. Necesito algunas respuestas acerca de esa nigromancia, y las necesito ahora.

—¿Qué te hace pensar que sé algo al respecto? —preguntó Alfred, incómodo, desviando la mirada.

—Todos esos gestos, gemidos y lamentos que has estado haciendo desde que te has enterado de lo que sucedía aquí. ¿Qué sabes tú de los muertos?

—No estoy seguro de que deba contártelo —respondió Alfred, hundiendo su cabeza calva entre los hombros encogidos, como una tortuga refugiándose en su caparazón.

Haplo alargó la mano, asió al sartán por la muñeca y la retorció enérgicamente.

—¡Estamos a punto de vernos envueltos en una guerra, sartán! ¡Y es obvio que tú eres incapaz de defenderte, lo cual deja en mis manos tu seguridad, además de la mía! ¿Vas a hablar?

Alfred hizo una mueca de dolor.

—Te…, te diré lo que sé.

Haplo gruñó de satisfacción y soltó al sartán. Alfred se frotó la muñeca.

—Los cadáveres están vivos, pero sólo en el sentido de que pueden moverse y obedecer órdenes. Recuerdan lo que hicieron en vida, pero no conocen nada más.

—El viejo rey, entonces… —Haplo dejó la frase en el aire, sin acabar de comprender.

—Aún se cree el rey —explicó Alfred dirigiendo la vista al cadáver, a su cabeza blanca y a sus guedejas canosas coronadas de oro—. Todavía trata de gobernar porque aún se considera el monarca. Pero, por supuesto, no tiene la menor idea de la situación actual. No sabe dónde está; lo más probable es que aún se crea en su patria.

—Pero los soldados muertos saben…

—Saben luchar, porque recuerdan lo que estaban habituados a hacer en vida. Y lo único que necesita hacer un comandante vivo es señalar al enemigo.

—¿Qué son esa suerte de espíritus que siguen a los cadáveres como sombras? ¿Qué tienen que ver con los muertos?

—En cierto modo son, efectivamente, sus sombras. Son la esencia de lo que eran cuando estaban vivos. Nadie sabe gran cosa acerca de los fantasmas, como los llaman. Al contrario que el cuerpo, el fantasma parece ser consciente de lo que sucede en el mundo, pero no puede actuar en él.

Alfred suspiró, y sus ojos pasaron del rey muerto a su hijo.

—Pobre joven. Al parecer, creía que con su padre sería distinto. ¿Viste cómo el fantasma se resistía a volver a esta forma de vida corrupta? Era como si supiese… ¡Ah, qué han hecho! ¡Qué han hecho!

—Bien, sartán, ¿qué es ello? —estalló Haplo, impaciente—. A mí me parece que la nigromancia puede tener sus ventajas.

Alfred se volvió y contempló al patryn con una mirada penetrante, cargada de una profunda serenidad.

—Sí, eso mismo creímos nosotros, hace mucho tiempo. Pero realizamos un descubrimiento terrible. Es preciso que el equilibrio se mantenga, pues, por cada persona devuelta a la vida cuando ya no le corresponde, otra persona muere, en alguna parte, cuando aún no era su hora. —El sartán dirigió una mirada desesperada a la multitud refugiada en la caverna y comentó con voz lúgubre—: Es posible, muy posible, que estas gentes hayan ocasionado, sin saberlo, la perdición de toda nuestra raza.