CAPÍTULO 12

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CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH

La calle estrecha que tomaron Haplo y su reacio acompañante se estrechó hasta terminar entre gigantescas estalagmitas que se alzaban en torno a la base de un acantilado de obsidiana de paredes cortadas a pico. El mar de magma lamía perezosamente su pie y la roca emitía un brillante reflejo bajo la tenue luz. La pared del acantilado se alzaba hasta perderse entre las sombras cargadas de vapor. Por allí no podía venir hacia ellos ningún ejército.

Haplo dio media vuelta y observó una amplia llanura tras la pequeña población portuaria. No alcanzó a ver gran cosa, pues buena parte de la planicie quedaba envuelta en las sombras de aquel mundo que no conocía otro sol que el de su propio núcleo. Sin embargo, a veces, un río de lava se desviaba del curso principal y se extendía hacia la enorme llanura rocosa. Al reflejo de su luz, el patryn vio desiertos de fango burbujeante y viscoso, montañas volcánicas de rocas retorcidas y angulosas y, sobre todo, unas extrañas columnas cilindricas de inmensas dimensiones que se alzaban hasta la oscuridad.

—Obra de una mano inteligente —pensó Haplo y, demasiado tarde, se dio cuenta de que había pronunciado la frase en voz alta.

—Sí —respondió Alfred, volviendo la cabeza hacia arriba hasta casi caer de espalda. Recordando lo que había dicho Haplo de caerse a un charco, el sartán bajó la cabeza y se apresuró a recuperar el equilibrio—. Seguramente llegan hasta el techo de esta enorme cavidad, pero… ¿por qué? Es evidente que la cueva no necesita esas columnas como apoyo.

Nunca, ni en sus momentos de imaginación más desbordante, había soñado Haplo que un día se vería conversando sobre formaciones geológicas con un sartán en un mundo infernal. No le gustaba hablar con Alfred, ni escuchar su voz aguda y quejumbrosa, pero esperaba infundirle una sensación de seguridad por medio de la conversación. Quería conducirlo a temas que quizá dieran lugar a un desliz, a revelar lo que pudiera ocultar acerca de los sartán y de sus planes.

—¿Has visto imágenes o leído historias sobre este mundo? —inquirió el patryn. Utilizó un tono despreocupado, sin mirar siquiera a Alfred, como si la respuesta de éste lo trajera sin cuidado.

El sartán, en cambio, le dirigió una rápida mirada y se pasó la lengua por los labios. La verdad es que era malísimo mintiendo.

—No.

—Pues yo, sí. Mi Señor descubrió unos dibujos de todos los mundos, que dejasteis olvidados cuando nos abandonasteis a nuestra suerte en el Laberinto.

Alfred quiso decir algo, pero se contuvo y guardó silencio.

—Este mundo de piedra que creó tu gente parece un queso habitado por ratones —continuó Haplo—. Está lleno de cavernas como ésta. Son unas cavidades tan enormes que una sola de ellas podría contener fácilmente a toda la nación elfa de Tribus. Túneles y cuevas recorren todo el mundo de piedra entrecruzándose, descendiendo en pendiente y ascendiendo en espiral. Ascendiendo… ¿adonde? ¿Qué hay en la superficie?

Haplo contempló las torres cilindricas que se perdían en las tinieblas de las alturas. —¿Qué hay en la superficie, sartán?

—Creía que ibas a llamarme por mi nombre —protestó Alfred sin alzar la voz.

—Lo haré cuando no quede más remedio —gruñó Haplo—. Me deja un regusto desagradable.

—Para responder a tu pregunta, no tengo la menor idea de qué pueda haber en la superficie. Tú sabes mucho más que yo respecto a este mundo. —A Alfred le brillaron los ojos al imaginar las posibilidades—. Sin embargo, se me ocurre que…

Haplo alzó la mano en gesto de alarma.

—¡Silencio!

Recordando el peligro que corrían, Alfred fue presa de una palidez mortal y se quedó paralizado donde estaba, temblando de pies a cabeza. Haplo se encaramó con sigilo y facilidad a las rocas, teniendo cuidado de no desprender ningún guijarro que pudiera hacer ruido al caer y descubriera su presencia. El perro, con el mismo tiento que su amo, se adelantó a éste con las orejas erectas y el pelaje del cuello erizado.

Haplo descubrió que la prolongación de la calle no terminaba, como había creído, junto a la pelada pared de roca. Encontró un sendero que corría entre las estalagmitas a lo largo de la base del farallón. Alguien había llevado a cabo un intento torpe y apresurado de destruir el sendero o, al menos, de retrasar el avance de quien pudiera transitar por él a continuación. Delante de él se había apilado un montón de rocas para ocultarlo. Los charcos de lava fundida hacían muy peligroso un resbalón, pero Haplo escaló el montón de rocas detrás del perro, que parecía tener un talento extraordinario para escoger el lugar más seguro para su amo. Alfred se quedó donde estaba, sin dejar de temblar. Haplo habría jurado que llegaba hasta sus oídos el castañeteo de dientes del sartán.

Tras salvar el último obstáculo de rocas, el patryn se encontró en la boca de otra caverna. La entrada, en un enorme arco, quedaba invisible desde abajo, pero se observaba claramente desde el lado del mar. Un río de magma fluía hacia el interior de la caverna. El camino continuaba junto a una de sus orillas, siguiendo su curso hacia el seno de la oquedad iluminada por la lava.

Haplo se detuvo junto a la boca de la caverna y aguzó el oído. Los sonidos que había captado antes resultaban más claros desde allí. Eran voces, cuyo eco resonaba en la cueva. Un número considerable de gente, a juzgar por el estruendo que se producía en algunos momentos, aunque en otros todas las voces callaban y una sola continuaba hablando. El eco deformaba las palabras y no logró identificar qué idioma usaban, pero la cadencia no le sonó desconocida. Desde luego, no se parecía a ninguno de los dialectos elfos, humanos o enanos que había oído hablar en Ariano o en Pryan.

El patryn escrutó la cueva con aire meditabundo. El camino era ancho y sembrado de peñascos y rocas desprendidas. El curso de lava lo iluminaba, pero había rincones y huecos en sombras a lo largo del túnel donde podía ocultarse fácilmente alguien, sobre todo alguien acostumbrado a moverse en el silencio de la noche. Haplo calculó que le sería posible acercarse a los ocupantes de la oquedad, echarles un vistazo de cerca y trazar sus planes de acuerdo con lo que descubriera.

—Pero ¿qué diablos hago con Alfred? —murmuró. Miró atrás y vio al sartán larguirucho y desgarbado, posado en su roca como una cigüeña sobre una almena. Haplo recordó sus pies torpes, los imaginó tropezando entre las piedras y sacudió la cabeza. No; imposible, llevar a Alfred. Pero ¿dejarlo? Seguro que le ocurría algo a aquel estúpido. Como mínimo, se caería en algún charco de magma. Y el Señor del Nexo no estaría muy contento con la pérdida de una pieza tan valiosa.

¡Maldita fuera, pero si el sartán tenía su magia! ¡Y no tenía necesidad de esconderla! Al menos, de momento.

Haplo regresó con cuidado y sin hacer ruido hasta el lugar donde Alfred seguía paralizado y tembloroso. Acercando los labios al oído del sartán y cubriéndolos con la mano, el patryn cuchicheó:

—No digas una palabra. Limítate a escuchar.

Alfred asintió para mostrar que le había entendido. Su rostro podría haber servido de máscara en una obra titulada «Terror».

—Debajo de ese acantilado hay una caverna. Las voces que oímos proceden del interior. Probablemente, de mucho más lejos de lo que parece, pues la cavidad las deforma.

Alfred pareció muy aliviado. Y también muy dispuesto a dar media vuelta y correr a la nave. Haplo lo agarró por la manga, vieja y gastada, del gabán de terciopelo azul.

—Vamos a entrar ahí.

El sartán abrió los ojos con expresión alarmada, mostrando un círculo rojo en torno a los iris azul claro. Tragó saliva y habría asentido con la cabeza de no haber tenido el cuello rígido.

—Esas marcas sartán que hemos visto… ¿Acaso no quieres conocer la verdad? Si nos vamos ahora, quizá no lo descubriremos nunca.

Alfred bajó la cabeza y hundió los hombros. Haplo se dio cuenta de que su presa había caído en la red; ahora se trataba sólo de arrastrarlo. Por fin, el patryn entendió la fuerza que impulsaba la vida de Alfred. Costara lo que costase, el sartán tenía que saber con certeza si estaba solo en el universo o si quedaban con vida más miembros de su raza y, en este último caso, qué había sido de ellos.

Alfred cerró los ojos, exhaló un profundo y estremecido suspiro y asintió. «Sí —leyó Haplo en sus labios—. Iré contigo».

—Va a ser peligroso. Ni un ruido. El menor sonido y nos matarán a los dos, ¿entendido?

El sartán, con un gesto de impotencia, bajó la vista a sus pies enormes y torpes, y se miró las manos, que pendían a los costados como si su propietario no tuviera el menor control sobre ellas.

—¡Utiliza la magia! —lo instó Haplo con irritación.

Alfred dio un paso atrás, asustado. Haplo no dijo nada. Se limitó a señalar la caverna, el camino traicionero y sembrado de rocas y el resplandor de los charcos de roca fundida a ambos lados.

El sartán empezó a cantar y su voz nasal rebotó contra su paladar. Entonó el cántico en voz baja; Haplo, de pie junto a él, apenas lo oía pero, sensible al menor sonido que pudiera traicionarlos, el patryn tuvo que morderse la lengua para no ordenar a Alfred que cerrara la boca. La magia rúnica de los sartán emplea la vista, el sonido y el movimiento. Si Haplo quería que Alfred la utilizara, tendría que tolerar aquel cántico, que le producía dentera. Aguantó, pues, y observó la escena.

Alfred se había puesto a bailar; las manos trazaban las runas que su voz conjuraba y los pies desmañados se movían en gráciles dibujos trazados por la voz. Y, de pronto, el sartán dejó de estar en la roca. Se elevó lentamente en el aire y se detuvo a un palmo del suelo. Luego, extendiendo las manos en gesto de modestia, sonrió a Haplo.

—Ésta es la solución más sencilla —susurró.

Haplo supuso que así era, pero le resultó desconcertante y tuvo que tranquilizar al perro, que se mostraba bastante amistoso con un Alfred posado en el suelo, pero que parecía tomarse a mal un compañero que flotaba en el aire.

Desde luego, el sartán había hecho lo que se le había pedido. Flotando sobre las rocas, Alfred hacía menos ruido que las corrientes de aire caliente que los envolvían. «Entonces, ¿qué sucede? —se preguntó Haplo con irritación—. ¿Estoy celoso, tal vez? ¿Por no poder hacer lo mismo? ¡Si no tengo el menor interés en imitarlo!».

Los patryn extraían su energía mágica de las posibilidades de lo que veían o percibían de algún modo, de lo físico. La tomaban del suelo, de las plantas y los árboles, de las rocas y de todos los objetos que existían a su alrededor. Apartarse de la realidad era caer en un vacío caótico. La magia sartán utilizaba el aire, lo invisible, las posibilidades urdidas con la fe y la creencia. Haplo tenía la extraña sensación de que lo seguía un fantasma.

Volvió la espalda al flotante sartán, llamó al perro a su lado y se concentró en lo que estaba haciendo. Buscó de nuevo el mejor camino entre las rocas, con la esperanza de que Alfred se diera un buen golpe en la cabeza contra alguna.

El sendero que penetraba en la caverna resultó tal como Haplo había previsto. Era ancho y mucho más fácil de recorrer de lo que había imaginado. Un carromato de gran tamaño habría podido circular por él sin apenas problemas.

Haplo se mantuvo pegado a la pared de la caverna, confundido con las sombras. El perro, fascinado ante el Alfred volador, cerró la marcha con la cabeza levantada para observar, con absoluta incredulidad, aquella visión desconcertante. El sartán, con las manos unidas ante el cuerpo en ademán nervioso, flotaba suavemente entre ambos.

Desde allí, las voces del interior de la cavidad les llegaban con claridad. Parecía que la gente que hablaba iba a aparecer ante ellos al doblar el siguiente recodo del sinuoso túnel de acceso pero, como había anunciado Haplo, el sonido rebotaba en las paredes de roca y en el techo de la caverna, engañándolos. El patryn y su compañero avanzaron una distancia considerable hasta que la claridad de las palabras que captaban les avisó que, por fin, estaban acercándose.

La corriente de lava se hizo más estrecha y la oscuridad se incrementó a su alrededor. Alfred era ahora apenas una mancha confusa bajo la luz mortecina, y el perro desaparecía por completo cada vez que penetraba en una zona de sombras densas. El río de lava había sido en otro tiempo más ancho y profundo; Haplo reconoció su curso perfectamente dibujado en la roca. Sin embargo, el río se estaba agostando, enfriando, y el patryn notó el consecuente descenso de la temperatura en la cavidad a oscuras. Un poco más allá, el curso de magma se agotó por completo y la luz desapareció, dejándolos en una oscuridad impenetrable.

Haplo se detuvo y recibió de inmediato en la espalda el impacto de un objeto pesado. Con una muda maldición, apartó al flotante Alfred, que se le había echado encima sin advertir su brusca detención. El patryn acarició la idea de invocar un poco de luz, una habilidad muy simple que había aprendido en la infancia, pero el resplandor azul de las runas anunciaría irremisiblemente su presencia en aquel mundo. Sería como ponerse a gritar. Alfred tampoco podía solucionar el asunto, por idéntica razón.

—Quédate aquí —susurró al sartán; éste asintió, muy contento de recibir tal orden—. Perro, vigílalo.

El animal se quedó quieto, con la cabeza ladeada, estudiando a Alfred con aire inquisitivo, como si tratara de entender cómo podía llevar a cabo aquel prodigio.

Haplo avanzó tanteando la pared de roca. La corriente de lava, a lo lejos, le proporcionaba la pizca de luz suficiente para saber que no estaba a punto de precipitarse por una sima. Se aventuró a doblar otro recodo del camino y vio, al fondo, una luz brillante y amarilla: la luz de una fogata. Una luz producida por unos seres vivos, no por la lava. Y en torno a la luz, delante y detrás de ella, vio moverse las siluetas recortadas de centenares de individuos.

El fondo de la cavidad era enorme y formaba una amplísima sala capaz de acoger cómodamente todo un ejército. ¿Era esto lo que acababa de descubrir? ¿Era aquél el ejército que había hecho huir, presa del pánico, a los habitantes de aquel pueblo costero? Haplo escuchó y observó atentamente. Los oyó hablar y reconoció el idioma que hablaban. La oscuridad se hizo más intensa en torno a él mientras se debatía contra la sensación de desesperación y de derrota.

Había encontrado un ejército…, ¡un ejército de sartán!

¿Qué podía hacer? ¡Escapar! Atravesar de nuevo la Puerta de la Muerte y llevar la noticia de aquel desastre a su Señor. Pero éste le haría preguntas; preguntas cuya respuesta Haplo ignoraba todavía.

¿Y Alfred? Había cometido un error llevándolo consigo y Haplo se recriminó por ello amargamente. Debería haber dejado al sartán en el barco, sin permitirle acceso a más información. Después debería haberlo conducido al Laberinto, manteniéndolo en una completa ignorancia del hecho de que su raza seguía viva y próspera en Abarrach, el mundo de piedra. Ahora, con un solo grito, Alfred podía poner fin a la misión de Haplo, a las esperanzas y sueños de su amo y también del propio Haplo.

—¡Sartán bendito! —musitó una voz suave detrás de él; Haplo tuvo tal sobresalto que estuvo a punto de salir disparado de su piel cubierta de runas.

Se volvió rápidamente y encontró a Alfred cerniéndose en el aire sobre su cabeza y contemplando los cuerpos que se movían por la caverna a la luz de la fogata. El patryn, tenso, dirigió una mirada furiosa al perro, que había defraudado su confianza, y aguardó.

Al menos, pensó, tendría la satisfacción de matar a un sartán antes de morir.

Alfred observó la caverna con una extraña palidez en el rostro bañado por la luz de la fogata y una mirada triste y preocupada.

—¡Adelante, sartán! —exigió Haplo con un furioso susurro—. ¿Por qué no acabas de una vez? ¡Llámalos! ¡Son tus hermanos!

—¡No lo son! —le replicó Alfred con voz apagada—. ¡No lo son!

—¿Qué significa eso? ¿Acaso no hablan en sartán?

—No, Haplo. El idioma sartán es el idioma de la vida. El de ésos —Alfred alzó una mano, con un aire fantasmagórico en su garbo, y señaló las siluetas del fondo— es el lenguaje de los muertos.