CAPÍTULO 10

imgcap.jpg

PUERTO SEGURO, ABARRACH

—¿Adonde conduces la nave? —quiso saber Alfred.

—Voy a amarrar en ese muelle, o lo que quiera que sea eso de ahí —respondió Haplo, dirigiendo la vista a la ventana con un gesto de la barbilla.

—¡Pero si la ciudad está en la orilla contraria!

—Precisamente.

—Entonces, ¿por qué no…?

—No me explico cómo has podido sobrevivir tanto tiempo, sartán. Supongo que se debe a esa costumbre tuya de desmayarte. ¿Qué harías tú? ¿Precisamente ante las puertas de una ciudad extraña, sin saber quién la habita, y pedir educadamente a sus moradores que te dejen entrar? ¿Qué les dirías cuando te preguntasen de dónde vienes, qué haces aquí y por qué quieres entrar en la ciudad?

—Les diría… esto… Está bien, supongo que tienes razón en este punto —concedió Alfred débilmente—. De todos modos, ¿qué conseguiremos amarrando la nave donde tú dices? —preguntó, haciendo un gesto vago—. Quienquiera que viva en ese lugar espantoso —el sartán no pudo evitar un escalofrío— se hará esas mismas preguntas.

—Tal vez. —Haplo dirigió una mirada penetrante y escrutadora al lugar donde pensaba posar la embarcación—. O tal vez no. Echa un vistazo, con cuidado.

Alfred dio un paso hacia la portilla acristalada. El perro emitió un gruñido, irguió las orejas y descubrió los dientes. El sartán se detuvo al instante.

—Está bien, perro. Deja que se acerque. Limítate a vigilarlo —ordenó Haplo al animal, que volvió a tumbarse sobre la cubierta sin apartar del sartán sus ojos de mirada inteligente.

Alfred cruzó con torpeza la cubierta, mirando de reojo al animal. El leve balanceo de la nave hizo que el sartán trastabillara. Haplo meneó la cabeza y se preguntó qué diablos iba a hacer con Alfred mientras exploraba aquel mundo. Alfred llegó hasta el mirador sin graves contratiempos y, apoyado en el cristal, observó el exterior.

La nave descendió en espiral por los aires hasta posarse con suavidad en el magma, donde quedó flotando sobre las olas viscosas de roca fundida.

El embarcadero había sido tallado en lo que una vez había sido un afloramiento natural de obsidiana que penetraba en el mar de magma. Otros edificios de factura humana, excavados en la misma roca, se alzaban frente al muelle al otro lado de una tosca calle.

—¿Ves alguna señal de vida? —preguntó Haplo.

—No observo el menor movimiento —respondió Alfred, mirando detenidamente—. Ni en los muelles ni en la ciudad. Somos la única embarcación a la vista. El lugar está desierto.

—Sí, tal vez. Nunca se sabe. Esto podría ser el equivalente a la noche en este mundo. Podría ser que todo el mundo durmiera. Pero, al menos, no hay vigilancia. Con un poco de suerte, seré yo quien haga las preguntas.

Haplo aproximó la nave dragón al muelle y su mirada escrutó la pequeña población tallada en la roca. Más que un pueblo, decidió por fin, parecía una zona portuaria de carga. La mayoría de los edificios tenía aspecto de almacenes, aunque aquí y allá había algunos que podían ser tiendas o tabernas.

¿Quién podía navegar por aquel océano espantoso, letal para cualquiera salvo para los protegidos por una magia poderosa, como la suya? Aquel mundo extraño y ominoso despertaba en él una gran curiosidad, mayor de la que había sentido por los mundos que había visitado antes, cuyas características recordaban bastante a las del suyo.

No obstante, seguía sin saber qué hacer con Alfred. Al parecer, el sartán compartía sus pensamientos, pues Haplo lo oyó preguntar en tono sumiso:

—¿Qué vas a hacer conmigo?

—Lo estoy pensando —murmuró el patryn, fingiendo estar absorto en la delicada maniobra de amarre aunque, en realidad, la nave era gobernada por la magia de las runas de la piedra de dirección.

—No quiero quedarme aquí. Iré contigo.

—La decisión no es cosa tuya. Harás lo que yo te diga y basta, sartán. Y, si digo que te quedes aquí con el perro para vigilarte, aquí te quedas. De lo contrario, lo lamentarás.

Alfred movió la cabeza calva lentamente, con aire de serena dignidad.

—No me amenaces, Haplo. La magia sartán es diferente de la patryn, pero tiene las mismas raíces y es igual de poderosa. Yo no he utilizado mi magia con la misma frecuencia con que las circunstancias te han obligado a ti a emplear la tuya. Pero soy más viejo y estarás de acuerdo conmigo en que cualquier tipo de magia se potencia y refuerza con la edad y el conocimiento.

—¿De acuerdo? ¿Estar de acuerdo? —repitió Haplo con una risilla burlona, aunque su mente evocó al instante a su Señor, cuya edad era insondable, y al enorme poder que había acumulado.

Echó un vistazo a su enemigo, al representante de una raza que había sido la única fuerza en el universo capaz de poner coto a la desmedida ambición de los patryn, a su justa aspiración de hacerse con el dominio completo y absoluto sobre los vacilantes sartán y sobre los pendencieros mensch, de comportamiento caótico.

Alfred no parecía un enemigo muy formidable. Su rostro apacible indicaba, a juicio del patryn, una personalidad débil y blanda. Su porte, con los hombros hundidos, daba a entender una actitud servil, ovejuna. Haplo ya sabía que el sartán era un cobarde. Peor aún, Alfred iba vestido con una indumentaria apropiada sólo para una sala real: una levita raída, unos calzones ceñidos, atados a las rodillas con unos lazos de ralo terciopelo negro, un pañuelo de cuello con bordados, un gabán de amplias mangas y unos zapatos adornados con hebillas. Pese a ello, Haplo había visto a aquel tipo, a aquel débil ejemplar de sartán, paralizar con un hechizo a un dragón merodeador mediante unos simples movimientos de aquel cuerpo tan torpe.

Haplo no tenía ninguna duda de quién vencería en un enfrentamiento entre los dos y supuso que Alfred tampoco la tendría, pero una lucha de aquellas características le haría perder tiempo y las armas mágicas de combate que emplearían dos seres como ellos, lo más parecido a dioses que podría concebir un mensch, anunciarían sin duda su presencia a cualquier ser que estuviera al alcance de la vista o del oído.

Además, después de reflexionar, Haplo llegó a la conclusión de que no tenía un especial interés en dejar al sartán a bordo. El perro no dejaría respirar siquiera a Alfred, si así se lo ordenaba. Pero a Haplo no le había gustado el comentario del sartán acerca del animal. «Sí, el perro, ya sé», había dicho. ¿Qué era lo que sabía? ¿Qué era lo que había que saber? El perro era un perro. Nada más, salvo que el animal le había salvado la vida en una ocasión.

El patryn amarró la nave en el muelle silencioso y vacío y se mantuvo alerta, casi convencido de que pronto aparecería alguien a recibirlos. Un funcionario interesado en saber qué los llevaba allí, o algún paseante ocioso que contemplara la arribada con curiosidad.

Siguió sin ver a nadie. Haplo sabía poco de muelles y dársenas pero interpretó aquella soledad como una mala señal. O todo el mundo estaba profundamente dormido y totalmente desinteresado de lo que sucedía en el muelle o bien el pueblo, como había apuntado Alfred, estaba desierto. Y los pueblos desiertos solían estarlo por alguna razón, y tal razón no solía ser nada bueno.

Una vez amarrada la nave, Haplo desactivó la piedra de dirección y la colocó de nuevo sobre el pedestal mientras el brillo de sus runas iba apagándose. A continuación, inició los preparativos para desembarcar. Revolviendo entre su equipaje, encontró un rollo de tela blanca y empezó a vendarse meticulosamente las manos y las muñecas, ocultando las runas tatuadas en su piel.

Los tatuajes cubrían casi todo su cuerpo, que mantenía siempre tapado bajo una gruesa indumentaria: blusa de manga larga, un largo manto de cuero, pantalones de piel con las perneras por dentro de unas botas altas, también de cuero, y un pañuelo atado en torno al cuello. Ningún signo mágico adornaba su rostro torvo, de mandíbula cuadrada y recién afeitado, ni las palmas de sus manos o las plantas de sus pies, pues la magia de las runas podía afectar a los procesos mentales y a la percepción de los sentidos físicos; el tacto, la vista, el oído, el olfato…

—Permíteme una curiosidad —dijo Alfred, observando con interés las maniobras de su interlocutor—. ¿Por qué te molestas en camuflarte? Hace siglos que…, que… —titubeó, sin saber cómo continuar.

—¿…que nos encerrasteis en esa cámara de torturas que llamabais prisión? —completó la frase Haplo, lanzando una fría mirada al sartán. Éste bajó la cabeza.

—No sabía… No me había dado cuenta. Ahora sí. Ahora lo comprendo. Y lo lamento.

—¿Comprender? ¿Cómo vas a entender nada sin haber estado allí? —Haplo hizo una pausa y se preguntó de nuevo, incómodo, dónde habría estado Alfred durante la travesía de la Puerta de la Muerte—. Que lo lamentas… Eso seguro, sartán. Ya veremos el tiempo que duras en el Laberinto. Y, para responder a tu pregunta, la razón de que me camufle es que ahí fuera puede haber gente (como tú, por ejemplo) que recuerde a los patryn. Y mi Señor no quiere que nadie los recuerde. Al menos, por el momento…

—Podría haber otros como yo, que se acordarían de vosotros e intentarían deteneros. Es eso a lo que te refieres, ¿verdad? —Alfred exhaló un suspiro—. No seré yo quien pueda. Estoy solo y, por lo que deduzco, vosotros sois muchos. Cuando estuviste en Pryan, no encontraste rastro de que alguno de los míos viviera, ¿verdad?

Haplo lanzó una mirada penetrante al sartán, sospechando algún truco aunque no lograba imaginar cuál. Por un instante, volvió a ver las hileras de tumbas con sus jóvenes cadáveres bajo los cristales. Adivinó la búsqueda desesperada que había llevado a cabo Alfred por todos los rincones de Ariano, desde los reinos altos de los hechiceros autoproscritos hasta los territorios inferiores de los casi esclavos gegs, y experimentó de nuevo la terrible pena de llegar a la conclusión de que sólo él había sobrevivido, de que su raza y todos sus sueños y planes habían muerto.

¿Qué había salido mal? ¿Cómo podían haberse consumido hasta desaparecer unos seres casi divinos? Y, si un desastre semejante podía sucederles a los sartán, ¿era posible que se produjera también entre los patryn?

Molesto, Haplo apartó de su mente tal pensamiento. Los patryn habían sobrevivido en una tierra decidida a matarlos, lo cual demostraba que siempre habían tenido razón. Ellos eran los más fuertes, los más inteligentes, los más adecuados para mandar.

—En efecto, no encontré el menor rastro de los sartán en Pryan —repuso Haplo—, excepto una ciudad construida por ellos.

—¿Una ciudad? —repitió Alfred, esperanzado.

—Abandonada. Hace mucho. Dejaron un mensaje que hablaba de que una fuerza de algún tipo los obligaba a marcharse.

Alfred pareció desconcertado.

—¡Pero eso es imposible! —musitó—. ¿Qué clase de fuerza podría ser? No existe ninguna, salvo quizá la vuestra, que pueda destruirnos o tan siquiera intimidarnos.

Haplo se vendó la mano diestra y miró al sartán con aire ceñudo. Alfred parecía sincero, pero Haplo había viajado con él por Ariano y sabía que no era tan ingenuo como parecía. Alfred había descubierto que Haplo era un patryn mucho antes de que éste averiguara su condición de sartán.

Si Alfred sabía algo de una fuerza semejante, no parecía dispuesto a decirlo. Ya se encargaría de sacárselo el Señor del Nexo.

Terminó de colocarse los extremos de las vendas bajo los puños cerrados de la blusa y llamó con un silbido al perro, que se levantó de un brinco, impaciente.

—¿Estás listo, sartán?

Alfred parpadeó, sorprendido, antes de responder:

—Sí, estoy preparado. Por cierto, ya que hablamos en el idioma humano, tal vez será mejor que me llames por mi nombre, en lugar de «sartán».

—¿Qué? ¡Yo no llamo por un nombre ni siquiera al perro, y ese animal significa para mí mucho más que tú!

—Puede haber quien recuerde a los sartán, además de a los patryn.

Haplo se mordió el labio inferior y reconoció que su interlocutor tenía razón.

—Está bien, Alfred —hizo que el nombre sonara a insulto—. Aunque no creo que te llames así de verdad, ¿me equivoco?

—No. Es un nombre supuesto, en efecto. Al contrario que el tuyo, mi verdadero nombre sonaría muy extraño a los mensch.

—¿Cómo te llamas, entonces? ¿Cuál es tu nombre sartán? Por si te interesa, te diré que sé hablar en tu idioma, aunque no me gusta hacerlo.

—Si es cierto que dominas nuestra lengua —Alfred se puso más erguido—, sabrás que pronunciar nuestro nombre es pronunciar las runas e invocar el poder de éstas. Por lo tanto, nuestro verdadero nombre sólo lo conocemos nosotros y quienes nos aman. Sólo un sartán puede pronunciar el nombre de otro sartán. Igual que tu nombre —Alfred alzó uno de sus dedos finos y largos y apuntó con él al pecho de Haplo— está marcado en tu piel y sólo puede ser leído por aquellos a quienes amas y en quienes confías. Yo también hablo tu lengua, ¿sabes? aunque tampoco me gusta.

—¡Amar! —replicó Haplo con un bufido—. ¡Nosotros no amarnos a nadie! El amor es el mayor peligro que existe en el Laberinto, ya que todo cuanto uno ame tiene encima una muerte segura. En cuanto a confiar, hemos tenido que aprender a hacerlo. Esa prisión vuestra nos ha enseñado mucho al respecto. Hemos tenido que confiar los unos en los otros porque era el único medio de sobrevivir. Y, hablando de supervivencia, supongo que querrás asegurarte de que no me pase nada, a menos que creas que puedes pilotar la nave de regreso a través de la Puerta de la Muerte.

—¿Y qué sucede si mi supervivencia depende de ti?

—No te preocupes por eso. Me ocuparé de que no te suceda nada. Aunque no creo que me lo agradezcas más adelante.

Alfred echó un vistazo a la piedra de gobierno y a los signos mágicos grabados en ella. Una por una, reconocía todas las runas, pero estaban distribuidas en diseños muy distintos de los que él conocía. Los idiomas elfo y humano también utilizaban un alfabeto con las mismas letras, se dijo, pero las dos lenguas eran muy diferentes. Y, aunque supiera hablar el idioma patryn, Haplo tuvo la seguridad de que el sartán era incapaz de utilizar la magia patryn.

—No —respondió Alfred—. Me temo que no sabría pilotar la nave.

Haplo soltó una breve carcajada de ironía y empezó a dirigirse hacia la puerta, pero se detuvo bruscamente. Volviéndose, levantó una mano en gesto de advertencia.

—Y no se te ocurra probar conmigo ese truco de desmayarse. No me hago responsable de lo que suceda si vuelves a perder el sentido.

—Me temo que no puedo controlar esas pérdidas de conocimiento —respondió Alfred, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Bueno, al principio podía; las empleaba para disfrazar mi magia, como tú utilizas esas vendas. ¿Qué iba a hacer, si no? Igual que en tu caso, yo tampoco podía revelar mi condición de semidiós pues todo el mundo habría querido utilizarme. Los elfos habrían querido que matara a los humanos, éstos me habrían pedido que acabara con los elfos… y todos los tipos codiciosos, de cualquier raza, me habrían insistido para que les proporcionara riquezas.

—De modo que optaste por recurrir a los desmayos.

—Sí —Alfred alzó las manos y las contempló detenidamente—. La primera vez fue cuando me asaltaron unos ladrones. Podría haberlos borrado del mapa con una sola palabra. Podría haberlos convertido en bloques de piedra. Podría haber fundido sus pies con el pavimento o hacerlos objeto de un hechizo irreversible…, pero con ello habría dejado una huella indeleble en el mundo, y me entró miedo. No de ellos, sino de lo que podía hacerles con mi magia. La confusión mental y la angustia que experimenté fueron tan intensas que mi mente no pudo soportarlas. Cuando volví en mí, supe cómo había resuelto el dilema. Sencillamente, me había desmayado. Los ladrones se habían llevado lo que querían y me habían dejado en paz. Pero ahora no puedo controlar esas pérdidas de conciencia. Simplemente… suceden.

—Estoy seguro de que puedes hacerlo. Lo que sucede es que no quieres. Has convertido ese número espectacular en una salida fácil. —El patryn señaló con un gesto el llameante mar de lava que emitía su calor y su resplandor en torno al casco de la nave—. ¡Pero si te sobreviene en este mundo donde nos encontramos ahora y caes a uno de esos charcos de magma incandescente, será la última vez que montes ese truco!

Haplo se volvió y añadió, en tono terminante:

—¡Vamos, perro! ¡Y tú también, Alfred!