XLI

¿Y la predestinación? ¿Qué sucedía con la predestinación?, se preguntó Wells. Quizás su destino no fuera otro que desplazarse en el tiempo, primero a 1888, y luego hasta el comienzo de aquella guerra atroz que involucraría a todo el planeta, y seguir al pie de la letra todo lo que se había contado a sí mismo en la carta. Quizás su destino fuera crear una estirpe de viajeros temporales. Quizás no tenía derecho a cambiar el futuro, a impedir que el hombre llegara algún día a viajar en el tiempo por negarse a sacrificar su vida, por querer quedarse allí, junto a Jane, en aquel pasado que tanto le había costado disponer a su antojo. Por querer seguir siendo Bertie.

Pero no se trataba únicamente de considerar la moralidad de su elección, sino de saber si realmente podía escoger. Wells dudaba de que pudiera solucionar el problema simplemente no acudiendo a su cita, como pensaba su yo del futuro. Estaba seguro de que, si no iba, Marcus acabaría encontrándolo tarde o temprano, y matándolo igualmente. En el fondo, estaba seguro de que lo que iba a hacer era su única opción, se dijo, apretando el manuscrito de El hombre invisible entre sus manos, mientras el carruaje bordeaba Green Park en dirección a Berkeley Square, donde lo esperaba el hombre que pretendía arrebatarle la vida.

Tras leer la carta había vuelto a guardarla en el sobre y se había quedado un largo rato en el sillón. Le había molestado la irónica condescendencia con la que aquel Wells del futuro se había dirigido a él, pero no podía reprochárselo, dado que el autor de aquellas palabras no dejaba de ser él mismo. Y debía reconocer que, de encontrarse él en su lugar, con todas aquellas vivencias a sus espaldas, no habría podido evitar dirigirse a aquel yo imberbe del pasado, que apenas había comenzado a dar sus primeros pasos en el mundo, empleando aquel tono de paternal indulgencia. De hecho, así había sido. Pero aquello era lo de menos, en el fondo. Lo que debía hacer era asimilar cuanto antes el increíble hecho de que aquellas páginas las hubiese escrito él mismo, para poder concentrarse en lo que de verdad importaba: la decisión que debía tomar al respecto. Quería decidir qué hacer atendiendo a esa especie de ética metafísica que le parecía entrever en el asunto. ¿Cuál de las dos vidas que se bifurcaban ante sus pies era la que realmente debía vivir, en qué vereda debía aventurarse? ¿Había alguna manera de saberlo? No la había. Además, según la teoría de los mundos múltiples, los cambios introducidos en el pasado no afectaban al presente, sino que creaban un presente alternativo, una nueva línea que crecía paralela a la original, la cual se mantenía incólume. Según eso, la bella mensajera que había cruzado el tiempo para entregarle la carta había arribado a un universo paralelo, ya que en el verdadero universo él no había sido abordado por nadie al llegar a su casa, lo que significaba que, aunque no acudiera a la cita, en el mundo en el que no recibiría la carta sí lo haría. Su otra vida, lo que había vivido aquel jocoso Wells del futuro, por tanto, no desaparecería, de modo que era ocioso contemplar el acto de no doblegarse a su destino como una suerte de aborto temporal.

Debía decidir qué vida escoger dejándose, por tanto, de zarandajas morales. Debía elegir la que simplemente le resultara más atractiva, la que más le apeteciera vivir. ¿Quería quedarse allí con Jane, escribiendo novelas, soñando con el mañana, o quería vivir la vida de aquel Wells remoto? ¿Quería seguir siendo Bertie o quería convertirse en el eslabón que unía al homo sapiens con el homo temporis? Debía reconocer que le resultaba tentador plegarse sin rechistar al destino que dibujaba la carta, aceptar aquella vida jalonada de episodios tan emocionantes como el del bombardeo de Norwich, un episodio que, para qué negarlo, no le desagradaría experimentar con la tranquilidad que le otorgaba saber que sobreviviría a él. Sería como trotar despreocupadamente de un lado a otro mientras las bombas caían del cielo, admirando la pavorosa contundencia de la sinrazón humana, la belleza escondida en lo más profundo de aquel espectáculo de destrucción. Por no hablar de las maravillas que podría ver en sus desplazamientos a través del futuro, atestado de ingenios que ni siquiera Verne podría llegar a concebir. Pero para ello tendría que sacrificar a Jane y, sobre todo, la literatura, pues jamás podría volver a escribir. ¿Estaba dispuesto a hacer eso? Estuvo meditando sobre ello durante un largo rato, hasta que al fin se decidió. Luego subió al dormitorio, despertó a Jane con caricias, y en la angustiosa y húmeda negrura de aquella noche, tan parecida a la madriguera de un topo, le hizo el amor como si fuera la última vez.

—Me has hecho el amor como si fuese la primera vez, Bertie —le dijo ella gratamente sorprendida, antes de volver a dormirse.

Y oyéndola respirar suavemente a su lado, Wells comprendió que, como tantas y tantas veces ocurría, su mujer sabía lo que él quería mucho mejor que él mismo, por lo que, si se lo hubiese preguntado, habría podido ahorrarse todo el tiempo que había invertido en tomar una decisión que, para colmo, ahora se le revelaba equivocada. Sí, se dijo, a veces el mejor modo de saber lo que queremos es eligiendo precisamente lo contrario.

Abandonó aquellos pensamientos cuando el carruaje se detuvo ante el número 50 de Berkeley Square, la casa más embrujada de Londres. Bien, al fin había llegado el momento. Tomó una larga bocanada de aire, se apeó del coche y se dirigió al edificio sin excesivas prisas, olisqueando los aromas que flotaban en la tarde, con el manuscrito de El hombre invisible bajo el brazo. Al entrar, descubrió que Stoker y James ya estaban allí, conversando animadamente con el hombre que iba a matarlos, en el centro del círculo de luz que urdían los candelabros repartidos por el vestíbulo. A partir de ahora, cada vez que oyera a algún crítico alabar la sobrenatural capacidad de observación del norteamericano no podría evitar lanzar una carcajada.

—Ah, señor Wells —exclamó Marcus al verlo—, ya pensaba que no vendría.

—Siento el retraso, caballeros —se disculpó Wells, observando con resignación a los dos esbirros de Marcus, que se encontraban muy serios al borde del mantel de claridad tendido sobre el suelo, aguardando que éste les ordenara acabar con aquel estúpido trío.

—Bah, no tiene la menor importancia —dijo su anfitrión—. Lo que realmente importa es que ha traído su novela.

—Sí —dijo Wells, agitando tontamente el manuscrito.

Marcus asintió complacido y señaló la mesita que se hallaba junto a él, invitándole a depositarlo sobre los otros dos que ya había allí. Con un gesto escasamente ceremonioso, Wells sumó el suyo al lote, y luego retrocedió unos pasos. Observó que aquello le colocaba frente a Marcus y sus esbirros, y a la derecha de James y Stoker, en una posición que no podía resultar más idónea para ser fusilados por los primeros.

—Muchas gracias, señor Wells —dijo Marcus, observando con satisfacción el botín que había quedado sobre la mesita.

Ahora sonreirá, pensó Wells. Y Marcus sonrió. Ahora dejará de hacerlo y nos mirará con repentina gravedad. Y Marcus dejó de sonreír para mirarlos con repentina gravedad. Y ahora levantará la mano derecha. Pero fue Wells quien levantó la suya. Marcus lo observó con divertida curiosidad.

—¿Sucede algo, señor Wells? —preguntó.

—Oh, espero que no suceda, señor Rhys —respondió Wells—. Aunque no tardaremos en descubrirlo.

Tras decir aquello, bajó la mano, barriendo con ella el aire, aunque a causa de su inexperiencia en ejecutar ciertas señales su gesto careció de vigor, pareciéndose más al de alguien que agita un incensario. Pese a todo, quien debía interpretarlo lo hizo. Se oyó un repentino ruido arriba, en la planta superior, y los presentes alzaron unánimemente la cabeza hacia el hueco de las escaleras, por donde caía hacia ellos algo que en aquel momento solo pudieron definir como una sombra vagamente humana. Solo cuando el bravo capitán Derek Shackleton aterrizó sobre el piso, justo en el centro del círculo de luz, pudieron comprobar que se trataba de una persona.

Wells no pudo evitar sonreír al reparar en la pose en la que Tom había quedado clavado en el suelo, con las rodillas flexionadas y los músculos en tensión, como un felino dispuesto a saltar sobre su presa. La luz de los candelabros arrancó hermosos destellos de su armadura, aquella coraza metálica que lo cubría en su totalidad, dejando únicamente al descubierto su airoso y fuerte mentón. Era una imagen verdaderamente heroica, y Wells comprendió entonces por qué Tom había pedido a sus antiguos compañeros que le consiguieran la armadura, que esa misma mañana habían robado de los camerinos de Gilliam Murray. Antes de que ninguno de los presentes comprendiera qué ocurría, Shackleton desenvainó su sable, ejecutó un bello floreo en el aire y, como una continuación de aquel movimiento, hundió su punta en el estómago de uno de los esbirros. Su compañero intentó reaccionar apuntándolo con su arma, pero la distancia que había entre ambos era demasiado pequeña para que pudiera maniobrar, así que el capitán dispuso de tiempo más que suficiente para extraer la espada del estómago de su víctima, y volverse hacia el otro realizando un elegante giro. El esbirro lo contempló enarbolar el sable entre la fascinación y el horror, antes de que Shackleton lo decapitara con un rápido mandoble. Adornada con una mueca pavorosa, la cabeza rodó por el piso, desapareciendo discretamente en la oscuridad que reinaba más allá del orbe de luz.

—¿Ha traído usted a un asesino, Wells? —exclamó James, escandalizado por el sangriento espectáculo que se estaba desarrollando ante sus narices.

Wells lo ignoró. Estaba demasiado ocupado en seguir los movimientos de Tom con el corazón en vilo. Marcus había reaccionado al fin. Wells lo contempló tomar del suelo el arma de uno de sus hombres y apuntar a Tom, que, con el sable teñido de sangre, se volvía hacia él en aquel instante. Había al menos cuatro pasos entre ambos, y Wells constató con pavor que se trataba de una distancia demasiado larga para que el capitán pudiera cruzarla antes de que el otro lograra dispararle. Y no se equivocó: Tom apenas consiguió dar un paso antes de recibir el impacto del rayo calórico en pleno pecho. Su armadura saltó hecha pedazos, como el caparazón de un crustáceo al recibir el golpe de un mazo, y el capitán cayó hacia atrás, perdiendo el casco en la caída. La potencia del disparo lo hizo rodar por el suelo, hasta que al fin quedó quieto, con un cráter humeante en mitad del pecho y el bello rostro iluminado por la luz del candelabro más cercano. De sus labios manaba un reguero de sangre, y en sus hermosos ojos verdes ya no titilaba más que la llama de las velas.

El gruñido de triunfo que emitió Marcus rompió el silencio, y le obligó a apartar los ojos de Tom y fijarlos en él. Con divertida incredulidad, Marcus observaba los tres cadáveres que había esparcidos a su alrededor. Meció la cabeza con lentitud durante unos segundos, y luego se volvió hacia los escritores, que se hallaban apelotonados al otro lado del vestíbulo.

—Buen intento, señor Wells —dijo, caminando hacia ellos elásticamente, al tiempo que exhibía una sonrisa feroz—. Debo reconocer que me ha sorprendido. Pero de nada ha servido su plan, salvo para añadir algunos cadáveres más al lote.

Wells no contestó. Observó cómo Marcus alzaba el arma y apuntaba a su pecho, y sintió cómo lo asaltaba un vértigo repentino. Supuso que debía de tratarse del mareo que anunciaba el desplazamiento. Así que iba a viajar al año 1888, después de todo. Había intentado impedirlo, pero al parecer no podía huir de su destino. Probablemente habría un universo donde a Shackleton le hubiese dado tiempo de acabar con Marcus, y en el que él no viajaría en el tiempo y podría seguir siendo Bertie, pero por desgracia se encontraba en otro universo, en uno muy parecido al del Wells del futuro, en el que también se desplazaría ocho años hacia el pasado, pero en el que el capitán Shackleton había muerto atravesado por un poderoso rayo calórico.

Al constatar su fracaso, Wells no pudo sino sonreír con tristeza, mientras Marcus deslizaba el dedo por el gatillo. En ese momento, se oyó un disparo. Pero se trataba de un disparo efectuado por un arma tradicional. Entonces fue Marcus quien sonrió con tristeza a Wells. Un segundo después, bajó el arma y la dejó resbalar de sus manos al suelo, como si de repente se le hubiese antojado un trasto inútil. Luego, con la perezosa voluptuosidad de un títere al que cortan los hilos uno a uno, clavó las rodillas en tierra, se sentó, y finalmente quedó tumbado sobre el piso del vestíbulo, sonriendo a los presentes con una mueca empapada de sangre. Tras él, con su pistola humeante, Wells contempló al inspector Colin Garrett.

¿Había estado el inspector vigilándolo todo este tiempo?, se preguntó un tanto aturdido por la aparición del muchacho. No, aquello no podía ser, pues de haber sido espiado por Garrett en el universo original, es decir, en el universo en el que inevitablemente viajaría en el tiempo y se escribiría una carta a sí mismo, una vez él se evaporase en el aire ante la atónita mirada de todos, el inspector habría irrumpido en la escena y habría atrapado a Marcus, o al menos, en el caso de que éste hubiese logrado huir, ya fuera por el espacio o por el tiempo, habría descubierto todo el pastel, y Wells sabía que no había sido así porque su yo futuro había leído un artículo que informaba que los escritores Bram Stoker y Henry James habían aparecido muertos en extrañas circunstancias tras pasar la noche enfrentándose al misterioso espectro de Berkeley Square. Resultaba evidente que, de haber sido Garrett testigo de lo sucedido, aquel artículo no habría existido nunca. Por lo tanto, el inspector no debía de estar en aquel universo, como no lo había estado en el anterior. La única carta nueva sobre el tapete debía ser Shackleton, al que él mismo había pedido ayuda para luchar contra el destino. Según eso, la presencia de Garrett allí solo podía haber sido determinada por éste, lo que llevó al escritor a considerar que quizás el inspector había seguido a Shackleton hasta allí.

Y no se equivocaba, ciertamente, pues yo, que todo lo veo, puedo asegurarles que apenas un par de horas antes, al regresar de un delicioso paseo por Green Park en compañía de la señorita Nelson, Garrett había tropezado con un hombre enorme en Piccadilly. Tras el encontronazo, se había vuelto para disculparse, pero el hombre parecía llevar demasiada prisa y ni siquiera se detuvo. Aunque aquel extraño apremio no fue lo único que despertó la curiosidad de Garrett; también lo intrigó la extraordinaria solidez de su cuerpo, que le había dejado el hombro terriblemente dolorido. El golpe había sido tan brutal que le hizo pensar que bajo el largo abrigo el hombre debía de vestir poco menos que una armadura medieval. Un segundo después, aquel pensamiento no le pareció tan descabellado. Clavó sus ojos en las extrañas botas del desconocido, y entonces, con un brusco estremecimiento, comprendió quién era el hombre con el que acababa de tropezar. Abrió la boca de par en par, sin poder acabar de creerlo. Intentando serenarse, se aplicó a seguir a Shackleton con disimulo, apretando una mano temblorosa en torno al revólver de su bolsillo, sin saber bien qué hacer. Lo mejor era seguirlo un tiempo, se dijo, al menos hasta averiguar hacia dónde se dirigía con tanta prisa. Entre la excitación y la cautela, Garrett lo siguió a lo largo de todo Old Bond Street, conteniendo el aliento cada vez que sus pies arrancaban a la hojarasca un crujido de pergaminos antiguos, y luego por Bruton Street, hasta llegar finalmente a Berkeley Square. Una vez allí, Shackleton se detuvo ante un inmueble de aspecto abandonado, cuya fachada procedió a escalar de inmediato, hasta desaparecer por una ventana de la planta alta. El inspector, que había presenciado la maniobra oculto tras un árbol, dudó qué hacer a continuación. ¿Debía entrar también en la casa? Pero, antes de que tuviese tiempo de responderse, contempló detenerse un carruaje ante la deteriorada fachada del edificio, del cual se apeó, para incrementar aún más su sorpresa, el escritor H. G. Wells, que se dirigió al inmueble caminando con suma tranquilidad, hasta desaparecer también en su interior, aunque usando la puerta. ¿Qué trato tenían el escritor y el hombre del futuro?, se preguntó Garrett, atónito. Solo había un modo de averiguarlo. Cruzó la calle sigilosamente, escaló la fachada del edificio y se introdujo por la misma ventana por la que unos minutos antes lo había hecho el capitán Shackleton. Una vez en el penumbroso interior del inmueble, había presenciado toda la escena sin ser visto. Y ahora sabía que Shackleton no había venido del futuro para ejercer el Mal impunemente, como había creído en un principio, sino para ayudar a Wells contra aquel viajero del tiempo llamado Marcus, cuyo malévolo plan, por lo que había logrado deducir, parecía ser apoderarse de una de sus obras.

Wells contempló al inspector arrodillarse ante el cadáver de Tom y cerrarle los ojos con ternura. Luego Garrett se levantó, sonrió a los escritores con aquella sonrisa de niño suya, y dijo algo, pero Wells no pudo oírlo porque en ese preciso momento, aquel universo desapareció como si nunca hubiese existido.