XXXIX

Empuñando una sonrisa divertida, el viajero del tiempo inició el ascenso de las escaleras. Tras un momento de duda, los escritores le siguieron, escoltados por los dos esbirros. Una vez alcanzaron la planta superior, Marcus les condujo con sus andares elásticos hasta una habitación amueblada con una librería que ocupaba una de las paredes, atestada de libros polvorientos, un par de sillas miserables y un camastro de aspecto desvencijado. Wells se preguntó si aquélla sería la cama que habrían ocupado sir Robert Warboys, lord Lyttleton y el resto de verracos del reino que habían osado desafiar al espectro, pero no tuvo tiempo de inspeccionar su piecero en busca de huellas de balas, porque Marcus enseguida tiró de una lamparita atornillada a la pared y la falsa librería se descorrió, abriéndose por la mitad y mostrando una amplia estancia detrás.

El viajero aguardó a que sus esbirros, moviéndose en la oscuridad con la habilidad de las alimañas, prendieran las lámparas del interior, y cuando la habitación estuvo iluminada, los invitó a pasar. Ante el recelo de James y Stoker, Wells tomó la iniciativa, aventurándose en aquel misterioso lugar con cautelosos pasitos de ratón. Junto a la entrada encontró un par de amplias mesas de roble, cubiertas de un batiburrillo de libros, cuadernos con anotaciones y periódicos de la época, sin duda el lugar donde el viajero estudiaba la fisonomía del siglo, a la caza de posibles gazapos. Pero al fondo de la estancia distinguió algo que le llamó mucho más la atención. Se trataba de una especie de tela de araña fabricada con cuerdas de varios colores, de las cuales colgaban recortes de periódicos. James y Stoker también habían reparado en aquel entramado de cordeles hacia el que se dirigía ahora el viajero, invitándoles a seguirle con un gesto de cabeza.

—¿Qué es esto? —preguntó Wells, cuando llegó a su lado.

Marcus sonrió con verdadero orgullo.

—Un mapa del tiempo —respondió.

El escritor lo observó con asombro, y luego volvió a clavar sus ojos en la figura que tejían las cuerdas, examinándola con mayor detenimiento. Aunque desde lejos le había parecido que tenía la forma de una tela de araña, ahora podía comprobar que su diseño se parecía más al de un abeto o una espina de pescado. Una cuerda blanca, tendida aproximadamente a un metro y medio del suelo, cruzaba la estancia de pared a pared, ejerciendo de cordel guía. Los otros cordeles, de colores verdes y azules, surgían del blanco y terminaban en clavos dispuestos en las paredes laterales. Todos ellos, al igual que el cordel maestro, se encontraban jalonados de recortes de periódicos. Agachando la cabeza, Wells se atrevió a pasar entre ellos para curiosear los titulares de aquella colada de noticias, gesto que, una vez que Marcus mostró su consentimiento, imitaron sus colegas.

—La cuerda blanca —explicó el viajero, señalando el cordel guía—, representa el universo original, el único que existía antes de que los viajeros comenzaran a trastocar el pasado. El universo que yo he de proteger.

Wells observó que en uno de los extremos de la cuerda blanca colgaba una fotografía que despedía un ligerísimo brillo. Sorprendentemente era a color, y mostraba un majestuoso edificio de piedra y cristal que se erigía bajo un cielo de un azul inmaculado. Era obvio que se trataba de la Biblioteca de la Verdad. En el extremo opuesto del cordel, colgaba un recorte que informaba de la cancelación del Proyecto de Restauración y de la aprobación de la ley que prohibía cambiar el pasado. Entre ambos testimonios, pendían a lo largo de la cuerda multitud de recortes que parecían anunciar eventos importantes. Wells conocía muchos de ellos, y algunos incluso los había vivido, como la rebelión de la India o el llamado Domingo Sangriento, pero a medida que la cuerda avanzaba hacia el futuro, los titulares de las noticias empezaban a antojársele cada vez más incomprensibles. Sintió un repentino vértigo al comprender que estaba leyendo sobre acontecimientos que aún no se habían producido, sucesos que le esperaban en los meandros de la corriente temporal, la mayoría de ellos extrañamente siniestros.

Antes de continuar su inspección, Wells miró a sus compañeros, para comprobar si ellos también estaban experimentando la misma mezcla de excitación y temor. Stoker parecía concentrado en un único recorte, que leía con expresión de hipnotizado, y James, tras un primer y somero vistazo, se había desentendido del mapa con un gesto de desdén, como si aquel futuro, más que lúgubre e ininteligible, se le antojara menos controlable que la realidad que le había tocado en suerte y por la que había aprendido a moverse con la soltura de un pez encopetado. El norteamericano parecía enormemente aliviado de saber que la muerte le eximiría de tener que desenvolverse en aquel mundo terrorífico expuesto en el cordel. Wells también trató de apartar los ojos de la ristra de recortes, temiendo las consecuencias que conocer acontecimientos del futuro pudiera tener sobre su conducta, pero una morbosa excitación lo espoleaba a continuar leyendo atropelladamente todos los titulares que pudiera, consciente de que disponía de una oportunidad única por la que muchos otros matarían.

No pudo evitar, sin embargo, detenerse en una noticia concreta, donde se recogía uno de los primeros casos de desplazamiento en el tiempo, según dedujo por el título esotérico de la publicación. Bajo el sensasionalista titular «Una viajera del tiempo», la noticia informaba de que la mañana del 12 de abril de 1984, al abrir los Almacenes Olsen los empleados habían encontrado a una mujer en su interior. Al principio, habían pensado que se trataba de una ladrona, pero al ser interrogada sobre cómo había logrado introducirse en los almacenes, la mujer había respondido que simplemente había aparecido allí. Pero lo más extraordinario del caso, seguía diciendo la noticia, era que la desconocida afirmaba provenir del futuro, en concreto del año 2008, como atestiguaban sus curiosas ropas. Según afirmó la mujer, su casa había sido atracada por unos ladrones, que la persiguieron hasta su dormitorio, donde logró encerrarse. Asustada por los golpes con los que los asaltantes intentaban echar la puerta abajo, la mujer sufrió una especie de vértigo. Y al segundo siguiente se encontraba en los almacenes Olsen, 24 años antes, tumbada en el suelo y vomitando la cena. La mujer no había podido ser interrogada en comisaría, ya que, tras aquellas primeras y un tanto inconexas declaraciones, volvió a desaparecer misteriosamente. ¿Había regresado al futuro?, terminaba preguntándose tenebrosamente el periodista.

—El Gobierno sospecha que esa mujer es el origen de todo —comentó Marcus casi con reverencia—. ¿Se han preguntado por qué algunas personas podrán viajar en el tiempo y otras no? El Gobierno también, y los análisis genéticos respondieron a esa pregunta: al parecer, los desplazados poseían un gen mutante, un concepto, por el momento, desconocido para ustedes. Creo que no se usará hasta dentro de unos años, cuando lo acuñe un biólogo holandés. Pero parecía muy probable que fuese aquel gen el que les permitía a los desplazados abrir esa zona del cerebro que al resto de la población le quedaba vedada. Las investigaciones indicaron que se trataba de un gen que se transmitía de generación en generación, lo que significaba que todos los desplazados provenían de una misma y remota fuente, pero el Gobierno no logró determinar quién había sido el primer portador, aunque se sospecha de esa mujer. Muchos piensan que debió de procrear con algún varón, posiblemente capaz de desplazarse también en el tiempo, de ese modo su descendiente heredaría un gen reforzado e inauguraría la estirpe de desplazados que, al mezclarse con el resto de la población, décadas más tarde provocaría la epidemia de viajeros temporales. Sin embargo, ningún intento de localizarla ha tenido éxito. La mujer desapareció a las pocas horas de aparecer en los Almacenes Olsen, como informa la noticia, y nunca más ha vuelto a saberse nada más de ella. Y les confesaré que algunos desplazados, entre los que me encuentro, la adoramos como a una Virgen.

Wells sonrió, observando con ternura a aquella mujer de aspecto vulgar, aturdida y temerosa, que no daba crédito a lo que le había sucedido, y a la que Marcus había otorgado el rango de Madonna Temporal. Probablemente habría vuelto a sufrir otro desplazamiento y andaba perdida en alguna época remota, si no se había suicidado ante la perspectiva de caer en la demencia.

—Cada uno de los otros cordeles representa un mundo paralelo —dijo entonces Marcus requiriendo de nuevo la atención de los escritores—, un desvío del camino por el que debería discurrir el tiempo. Los cordeles verdes son los universos que ya han sido reparados. Supongo que los conservo por pura nostalgia, porque algunas de esas realidades paralelas me resultaron conmovedoras mientras estudiaba el modo de restaurarlas.

Wells observó un cordel verde del que colgaban varios retratos y fotografías conocidas de Su Graciosa Majestad. Eran retratos idénticos a los de su universo, salvo por el pequeño detalle que suponía el monito de pelaje anaranjado que la Reina llevaba sobre el hombro.

—Ese cordel representa uno de mis universos paralelos favoritos —dijo Marcus—. Un apasionado de los monos ardilla tuvo la ocurrencia de contarle a su Majestad que todo ser vivo irradia un tipo de energía, una especie de magnetismo físico, que puede transmitirse de unos seres a otros, con efectos terapéuticos, especialmente el mencionado mono, que al parecer resultaba beneficioso para los problemas de estómago y las jaquecas. Imagínense mi sorpresa al estudiar los periódicos de la época y encontrarme aquel desconcertante añadido en las fotos de la Reina. Y eso no era todo. Gracias a su Majestad, llevar monitos en el hombro se puso de moda, lo que convertía un paseo por las calles de Londres en un espectáculo bastante divertido. Pero desgraciadamente la Historia resultaba mucho más aburrida, así que tuve que solucionarlo.

Wells observó de soslayo a James, que parecía suspirar profundamente, aliviado de no vivir en un mundo donde tuviese que cargar con un simio a cuestas.

—Las cuerdas azules, por el contrario, representan las líneas temporales que aún he de enmendar —continuó explicando Marcus—. Este cordel azul es el que simboliza el mundo en que nos encontramos ahora, caballeros, un mundo exactamente igual al original, pero en el que Jack el Destripador no desapareció misteriosamente tras matar a su quinta víctima, convirtiéndose en una criatura legendaria, sino que fue atrapado por el Comité de Vigilancia de Whitechapel tras perpetrar el crimen.

Los escritores observaron con curiosidad la línea a la que se refería Marcus, cuyo primer recorte recogía el evento que había causado aquel desvío en el tiempo: la detención de Jack el Destripador. Tras él había algunos recortes más, que daban cuenta de la posterior ejecución del marinero Bryan Reese, el asesino de las prostitutas.

—Pero como pueden ver, ése no es el único cordel azul que hay —dijo el viajero, fijando su atención en otra de las cuerdas—. Este segundo cordel representa un desvío que aún no ha ocurrido, pero que se originará en los próximos días. Y les incumbe a ustedes, caballeros. Por eso están aquí.

Marcus arrancó el primer recorte de la cuerda y lo sostuvo en su mano, sin mostrarlo todavía a sus invitados, como un jugador de póquer que se demora al enseñar la carta que cambiará el rumbo de la partida.

—El año próximo un escritor desconocido llamado Melvin Frost publicará tres novelas que lo convertirán de la noche a la mañana en una celebridad y le harán pasar a la historia de la literatura —reveló.

Hizo una pausa, durante la que observó a sus invitados uno por uno, hasta detener su mirada en el irlandés.

—Una de ellas será Drácula, la novela que usted acaba de finalizar, señor Stoker.

El irlandés compuso una mueca de estupefacción. Wells lo observó con curiosidad. ¿Drácula?, se preguntó, ¿qué significaba aquella palabreja? Él no lo sabía, naturalmente, así como tampoco sabía gran cosa del propio Stoker, salvo los tres o cuatro datos que antes se han mencionado. Ni siquiera podía llegar a sospechar que aquel hombre reservado, metódico y respetuoso con las normas sociales, aquel hombre que por el día se amoldaba con un servilismo enternecedor a la ajetreada vida pública de su engreído jefe, por la noche se sumergía en inacabables bacanales oficiadas por putas de todo rango y condición, unas desmandadas francachelas cuyo loable fin era mitigar el amargor que le producían las agriadas mieles de un matrimonio ya desbaratado, convertido en pura pantomima tras el fruto de su hijo Irving Noel.

—Aunque aún no lo sepa, señor Stoker, aunque ni siquiera se atreva a soñar con ello, su novela se convertirá en la tercera obra en lengua inglesa más leída en todo el mundo, después de la Biblia y el Hamlet de Shakespeare —le anunció el viajero—. Y su Drácula ingresará por derecho propio en el panteón de los mitos literarios, convirtiéndose en una criatura verdaderamente inmortal.

Stoker embuchó el pecho al descubrir que en el futuro del que provenía el viajero su obra recibía trato de clásico. Tal y como le había vaticinado su madre tras leer el manuscrito en una nota que desde entonces siempre llevaba en el bolsillo, su novela iba a colocarle en un lugar muy alto entre los escritores del momento. ¿Y acaso no se lo merecía?, se dijo. Había trabajado seis largos años en aquella obra, desde que el doctor Arminius Vambery, profesor de Lenguas Orientales en la Universidad de Budapest y experto en ocultismo, le prestara un manuscrito en el que los turcos daban testimonio de las crueles andanzas del príncipe valaco Vlad Tepes, más conocido como Vlad el Empalador por su afición a empalar a los prisioneros en afiladas estacas y beberse una copa de su sangre mientras los observaba agonizar.

—Otra de las novelas de Frost se titula Otra vuelta de tuerca —continuó Marcus, dirigiéndose ahora al norteamericano—. ¿Le resulta familiar ese título, señor James?

El norteamericano lo contempló entre atónito y enmudecido.

—Naturalmente que sí —dijo Marcus—. Como pueden deducir de su reacción, se trata de la novela que el señor James acaba de terminar, una deliciosa historia de fantasmas que se convertirá en un clásico.

Pese a su consumada habilidad para esconder sus sentimientos, James no logró disimular la satisfacción que le produjo conocer el grato destino de su novela, la primera de ellas que no surgía directamente de su muñeca, pues había decidido escribirla usando para ello los servicios de una mecanógrafa. Y tal vez por eso, por aquella simbólica distancia que había interpuesto entre él y el papel, se había atrevido a hablar de algo tan íntimo y doloroso como los miedos de su infancia. Aunque sospechaba que también podía haber tenido algo que ver su decisión de dejar de vivir en hoteles y casas de huéspedes para asentarse en la hermosa casa georgiana que había adquirido en Rye, porque solo entonces, al encontrarse en su gabinete, con un sol otoñal rielando por la habitación, una delicada mariposa aleteando contra el cristal de la ventana, y una desconocida aguardando una palabra suya con los dedos dispuestos sobre las teclas de un monstruoso artefacto, se había atrevido James a escribir una novela inspirada en algo que le había contado hacía mucho tiempo el arzobispo de Canterbury, la historia de dos niños que vivían en un lugar solitario y que eran acosados por los espíritus perversos de antiguos sirvientes.

Al ver sonreír a James de aquel modo disimulado, Wells se preguntó cómo sería aquella historia de fantasmas que en el fondo no serían fantasmas, pero quizás sí lo fuesen después de todo, aunque probablemente no lo serían porque invitaba a pensar que sí lo eran.

—Y la tercera novela de Frost —dijo Marcus dirigiéndose ahora a él— no podía ser otra que El hombre invisible, la obra que usted acaba de escribir, señor Wells, y cuyo personaje principal también alcanzará un lugar propio en el panteón de los mitos modernos, junto al Drácula del señor Stoker.

¿Ahora le tocaba a él henchir el pecho de orgullo?, se preguntó Wells. Tal vez, pero no encontraba el menor motivo para hacerlo. Lo único que le apetecía era sentarse en algún rincón a llorar y no terminar hasta expulsar toda el agua que contenía su organismo, pues solo podía contemplar como un fracaso el éxito que su novela iba a tener en el futuro, del mismo modo que también consideraba fallidas La máquina del tiempo y La isla del doctor Moreau. Pergeñada con la misma rapidez con la que desgraciadamente se veía obligado a escribir sus historias, El hombre invisible era otra novela más que seguía las directrices que le había marcado Lewis Hind, una ficción científica con la que pretendía advertir al mundo de los peligros que podía acarrear el uso indebido de la ciencia, algo que Verne nunca se había atrevido a hacer, presentando siempre la ciencia como una especie de limpia alquimia al servicio del Hombre. Wells, en cambio, no podía mostrarse tan confiadamente optimista como el francés, y por eso, también en esta ocasión, había escrito una sombría fábula sobre el uso de la tecnología, protagonizada por un científico que, tras lograr alcanzar la invisibilidad, acababa volviéndose loco. Pero era evidente que el auténtico mensaje de su obra pasaría desapercibido al mundo, pues el hombre había terminado usando la ciencia del modo más pernicioso que se pudiera imaginar, tal y como había dejado entrever el propio Marcus y él mismo había podido comprobar leyendo algunas de las espantosas noticias que jalonaban el cordel guía.

Marcus le tendió entonces el recorte a Wells, para que tras leerlo se lo pasara a los demás. El escritor se encontraba demasiado abatido como para leer el puñado de alabanzas en el que parecía consistir la noticia, así que se limitó a echarle un vistazo a la fotografía que la ilustraba, en la que aparecía el tal Frost, un hombre menudo y pulcro, ridículamente recostado sobre su máquina de escribir, el fértil manantial de donde presuntamente habían manado sus novelas. Luego le pasó el recorte a James, que tras un displicente vistazo, se lo entregó a Stoker, que lo leyó de cabo a rabo. Fue precisamente el irlandés quien se atrevió a romper el silencio de velatorio que se había asentado en la estancia.

—¿Cómo es posible que a este individuo se le hayan ocurrido exactamente las mismas historias que a nosotros? —preguntó lleno de incredulidad.

James lo miró con la misma expresión desdeñosa que dedicaría a las gracias de un monito de feria.

—No sea ingenuo, señor Stoker —le reprobó—. Lo que nuestro anfitrión pretende decirnos es que al señor Frost no se le ocurrieron esas novelas, sino que de algún modo nos las robó antes de que nosotros las publicáramos.

—En efecto, señor James —corroboró el viajero.

—Pero entonces, ¿cómo hará para que no le denunciemos? —preguntó de nuevo el irlandés.

—Estoy seguro de que podrá encontrar la respuesta por sí solo, señor Stoker —respondió Marcus.

Wells, que había logrado espantar su abatimiento e interesarse de nuevo en la conversación, sufrió un repentino estremecimiento.

—Si no me equivoco, lo que el señor Rhys quiere darnos a entender —explicó, con el objeto de disipar la confusión que embargaba a los otros—, es que la mejor manera de silenciar a alguien es matándolo.

—¿Matándolo? —se escandalizó Stoker—. ¿Quiere decir que el tal Frost se apoderará de nuestras obras y luego nos… matará?

—Me temo que sí, señor Stoker —confirmó Marcus, acompañando sus palabras con un cabeceo funesto—. Cuando, tras mi llegada a su época, descubrí la noticia en la que un desconocido llamado Melvin Frost había publicado esas novelas, me apresuré a averiguar qué había sucedido con ustedes, sus verdaderos autores. Y lamento tener que comunicarles esto, caballeros, pero los tres fallecerán el próximo mes. Usted, señor Wells, se partirá el cuello en un accidente de bicicleta. Usted, señor Stoker, se despeñará por las escaleras de su teatro. Y usted, señor James, sufrirá un infarto en su propia casa, pero huelga decir que su muerte, al igual que la de sus colegas, también será provocada. No sé si por el tal Frost personalmente, o por alguien contratado por éste, aunque la poco impresionante constitución de Frost me lleva a inclinarme por lo segundo. En realidad, Frost es el típico caso del desplazado que, temeroso de volver a su mundo, decide establecerse en una época determinada del pasado con la intención de empezar una nueva vida allí. Lo cual es algo comprensible y legal, por otro lado. Pero el problema es que la mayoría de ellos consideran que ganarse la vida al estilo clásico, es decir, con el sudor de su frente, es algo tremendamente ridículo cuando poseen los suficientes conocimientos del futuro como para poder enriquecerse gracias a ellos. Al poner en práctica su plan de enriquecimiento, la mayoría modifican el pasado, por lo que acaban delatándose, como ha hecho el tal Frost. De no ser así, nosotros jamás lo hubiésemos descubierto. Pero no les he reunido aquí para atormentarlos contándoles su futura muerte, caballeros, sino para intentar evitar que ocurra.

—¿Puede hacer eso? —preguntó Stoker, repentinamente ilusionado.

—No solo puedo, sino que es mi deber, pues sus muertes representan una importante alteración en el siglo que me han asignado proteger —respondió Marcus—. No tengo otra intención que ayudarles, caballeros, y espero haberles convencido de ello. A usted también, señor Wells.

Wells se sobresaltó. ¿Cómo sabía Marcus que había acudido a la cita lleno de desconfianza? La respuesta la encontró al seguir la mirada del viajero y la de sus dos colegas, que habían clavado sus ojos en su zapato izquierdo, por donde asomaba el cuchillo que se había atado a la espalda. Al parecer, el nudo con que había tratado de sostener el invento había resultado un tanto precario. Avergonzado, Wells recogió el cuchillo y se lo metió en el bolsillo, mientras James sacudía la cabeza, en actitud reprobatoria.

—Todos ustedes —prosiguió el viajero, sin darle más importancia al asunto— vivirán muchos años más en su universo originario, se lo aseguro, y nos regalarán a sus incondicionales, entre los cuales me encuentro, muchas otras novelas, pero permítanme que omita cualquier información sobre su futuro para que sigan actuando con naturalidad una vez solucionemos este pequeño problema. En realidad, debía haber intervenido sin delatarme ante ustedes, pero el tal Frost es tremendamente astuto y los eliminará de un modo demasiado discreto como para que los datos que yo necesitaría saber para impedir sus muertes, como por ejemplo la hora exacta en que usted será empujado por las escaleras, señor Stoker, hayan trascendido a la prensa. Solo conozco el día en que sufrirán sus respectivos accidentes, y en su caso, señor James, ni tan siquiera eso, ya que su muerte no se descubrirá hasta que su cuerpo sea encontrado por un vecino.

James ejecutó un triste cabeceo de asentimiento, tal vez consciente por primera vez de la insobornable soledad que envolvía su vida, aquella soledad ya tan descascarillada por el uso, lo cual convertiría su muerte en un acto callado y desapercibido para el mundo.

—Digamos que reunirles aquí ha sido lo que podríamos llamar una opción desesperada, caballeros, pues no se me ocurre otro modo de impedir sus muertes que solicitándoles su colaboración, que imagino que no me negarán.

—Por supuesto que no —respondió enseguida Stoker, al que el hecho de saberse muerto dentro de unos días parecía provocarle un malestar físico—. ¿Qué hemos de hacer?

—Oh, es muy sencillo —comentó Marcus—. Mientras el tal Frost no encuentre sus manuscritos, no podrá matarles, así que les sugiero que me los traigan cuanto antes. Mañana, si es posible. Ese simple acto volverá a crear otra bifurcación en esta línea temporal, ya que Frost no les asesinará. Una vez tenga las novelas en mis manos, volveré a viajar al año 1899 y estudiaré de nuevo la realidad, para decidir cuál será mi siguiente paso.

—Me parece un plan excelente —dijo Stoker—. Mañana le traeré mi manuscrito.

James prometió lo mismo, y aunque a Wells aquello se le antojaba una partida de ajedrez entre Marcus y el tal Frost, en la que ellos eran simples peones, no tuvo más remedio que acceder él también. Se encontraba demasiado aturdido por los acontecimientos como para poder pensar si existía una opción mejor que la planteada por Marcus. Así que le traería su novela mañana, como los demás, aunque el hecho de que el viajero atrapara finalmente a Frost, arreglando el desaguisado del futuro, no le garantizaba que pudiera pasear en su bicicleta con absoluta tranquilidad si antes no resolvía el asunto que tenía pendiente con Gilliam Murray. Y para eso lo único que podía hacer era ayudar al inspector Garrett a cazar a Marcus, precisamente el hombre que pretendía salvarle la vida.

Pero si había una empresa más difícil que la de atrapar a un viajero del tiempo esa era sin duda la de conseguir un carruaje en Londres a altas horas de la madrugada. James, Stoker y Wells consumieron casi una hora recorriendo los alrededores de Berkeley Square sin ningún éxito. Solo lograron atisbar una berlina cuando, encogidos de frío y maldiciendo, resolvieron acercarse hasta Piccadilly. Con un sobresalto, la vieron surgir de entre la espesa niebla que se había asentado sobre Londres. Cruzó la calle casi por pura profesionalidad del caballo, con el cochero adormilado en el pescante, y apunto estuvo de pasar ante ellos sin verlos, como una aparición fantasmal de regreso al trasmundo, de no haber reparado el conductor en el gigante pelirrojo que se interpuso en su camino agitando desesperadamente los brazos. A la temeraria detención del coche, le siguieron unos minutos eternos en los que los escritores intentaron que el cochero comprendiera el itinerario que debía seguir: primero tenía que parar en casa de Stoker, luego en el hotel donde se alojaría James, y finalmente debía abandonar Londres para dirigirse a Woking, que era donde vivía Wells. Cuando el cochero dio muestras de haber asimilado la ruta —parpadeó un par de veces y emitió un gruñido—, el trío subió al carruaje y se despatarró en los asientos profiriendo hondos suspiros, como náufragos que hubiesen alcanzado al fin la playa tras varios días conviviendo en una balsa.

Wells ansiaba un momento de respiro para poder reflexionar sobre todo cuanto había sucedido en las últimas horas, pero al ver cómo Stoker y James comenzaban a hablar de sus respectivas novelas, enseguida comprendió que tendría que esperar un poco más. No le molestó, incluso le alivió, que lo dejaran a un lado. Al parecer, nada tenían que decirle a alguien que practicaba la literatura de evasión, y que, por si fuera poco, acudía a las citas con un cuchillo de cocina atado a la espalda. Tampoco a él le interesaba lo más mínimo lo que pudieran decir los otros, así que intentó sustraerse a la conversación observando las emocionantes rugosidades de la niebla a través de la ventanilla, pero enseguida descubrió que la voz de Stoker, cuando no la doblegaba el miedo, era demasiado poderosa como para ignorarla si compartía su misma berlina.

—Lo que he pretendido con mi novela, señor James —explicaba el irlandés con grandes aspavientos—, es ofrecer una revisión más honda y rica de la elegante encarnación del Mal que es el vampiro, al que he intentado desbrozar de toda esa estética romántica, un auténtico lastre que lo ha transformado en un pobre sátiro burlón incapaz de provocar en sus víctimas más que un sobresalto lujurioso. Mi novela está protagonizada por un vampiro siniestro, al que he dotado de las características más típicas con los que el folclore ha vestido al mito, aunque le confieso que también le he añadido alguna peculiaridad de mi propia cosecha, como su incompetencia a la hora de reflejarse en los espejos.

—¡Pero al reencarnarse el Mal pierde gran parte de su misterio, señor Stoker, y también de su poder! —exclamó James en un tono ofendido que tomó por sorpresa a su colega—. El Mal ha de presentarse siempre de un modo más sutil, debe ser hijo de la incertidumbre, habitar en esa vaporosa frontera que separa la duda de la realidad.

—Me temo que no le entiendo demasiado bien, señor James —murmuró el irlandés una vez que el otro pareció calmarse.

James dejó escapar un prolongado suspiro y transigió en explayarse algo más sobre el escurridizo asunto, pero por la expresión de perplejidad que mostraba Stoker, Wells dedujo que el irlandés no estaba sino hundiéndose cada vez más en una ciénaga de confusión a medida que el otro hablaba. No es de extrañar que, cuando se detuvieron ante la casa de Stoker, quien se apeara del coche fuera un gigante pelirrojo con aire de no saber dónde estaba. La deserción de Stoker —eso y no otra cosa se le antojó a Wells—, empeoró aún más la situación, porque ambos quedaron brutalmente expuestos al silencio. Un silencio que, naturalmente, la educación de James le conminó a romper, obligándolo a mantener con él de camino a su hotel una insustancial conversación sobre los distintos tejidos en que se podían tapizar los asientos de un carruaje.

Cuando se encontró al fin solo en el interior del coche, Wells alzó los brazos al cielo, en gesto de agradecimiento, y luego se abismó en sus ansiadas cavilaciones, mientras el carruaje iba dejando atrás la metrópoli. Tenía muchas cosas en las que pensar, se dijo. Asuntos verdaderamente serios, sí, desde las noticias del futuro que había entrevisto colgadas de los cordeles, y que no sabía si sería mejor olvidar o retener, hasta la fascinante idea de que a alguien se le hubiese ocurrido cartografiar el tiempo como si realmente fuese un espacio físico. Se trataba de una región, por otro lado, que nunca podría cartografiarse del todo, pues jamás se conocería el final de aquella cuerda blanca. O tal vez sí. ¿Y si los viajeros habían ahondado lo suficiente en el futuro como para encontrar su borde, el final del hilo, tal y como había intentado hacer el inventor de su novela? Pero ¿existiría tal cosa? ¿Terminaría el tiempo en algún momento o continuaría eternamente? De ser así, el final debía localizarse en el instante mismo en que el hombre se extinguiera y no quedara sobre el planeta ninguna otra especie porque, ¿qué era el tiempo si nadie podía medirlo, si nada podía acusar su paso? El tiempo solo se mostraba en las hojas secas, en las heridas que cicatrizaban, en la carcoma que devoraba, en el óxido que se extendía, y en los corazones que se cansaban. Si nadie estaba allí para señalarlo, el tiempo no era nada, absolutamente nada.

Aunque, gracias a los mundos paralelos, siempre habría alguien o algo allí para dar credibilidad al tiempo. Y sin duda los mundos paralelos existían, ahora lo sabía a ciencia cierta, surgían del universo original como ramas de un árbol a la menor alteración del pasado, tal y como él mismo le había dicho al joven Andrew Harrington para salvarle la vida hacía algo menos de veinte días. Y haber descubierto eso lo satisfacía mucho más que el exitoso destino de su novela, pues hablaba de su poderosa intuición, del eficaz e incluso temerario funcionamiento de su cerebro. Quizás su mente no albergara ningún mecanismo para poder desplazarse en el tiempo, como la de Marcus Pero era capaz de hilar unos razonamientos que lo elevaban sobre el populacho.

Recordó el mapa que les había mostrado el viajero, aquella figura hecha de cuerdas de colores, donde se hallaban representados los universos paralelos que Marcus había tenido que desenredar. Y comprendió entonces que aquel mapa estaba incompleto, pues solo recogía los mundos creados por la acción directa de los viajeros. Pero ¿qué pasaba con nuestras propias acciones? Los universos paralelos no surgían únicamente de aquellas impías manipulaciones sobre el sagrado pasado, sino que brotaban también de todas y cada una de nuestras decisiones. Imaginó el mapa de Marcus con aquel añadido, con la cuerda blanca jalonada de cordeles amarillos, repentinamente asfixiada por una floración de cuerdas que representaran los mundos creados por el libre albedrío del Hombre.

Emergió de sus cavilaciones cuando el coche se detuvo frente a su casa. Wells se apeó del carruaje y, tras darle una generosa propina al cochero por haberlo obligado a abandonar la metrópoli a aquellas horas de la madrugada, abrió la cancela y se adentró en el jardín preguntándose si merecería la pena acostarse o no, y qué consecuencias tendría sobre el tejido del tiempo hacer una cosa u otra.

Fue entonces cuando vio a la desconocida del cabello de fuego.