Cuando a la mañana siguiente acudió a verlo a su despacho, el inspector Colin Garrett se le antojó a Wells un muchachito tímido y delicado al que todo parecía quedarle grande, desde la recia mesa sobre la que en aquel momento se hallaba desayunando hasta el terno color tierra que gastaba, pero especialmente los asesinatos, robos y demás delitos que florecían como desagradables abrojos a lo largo de la ciudad. Si él hubiese tenido algún interés por escribir una novela policíaca, del tipo de las que pergeñaba su colega Doyle, por ejemplo, jamás habría descrito a su detective como el jovencito que tenía delante, aquella criaturita enclenque, asustadiza, y sobre todo modelada en una arcilla terriblemente permeable al fervor reverencial de la admiración, como pudo deducir del modo apasionado con el que le estrechó la mano al verlo entrar en su despacho.
Una vez tomó asiento, Wells hizo frente al consabido granizo de elogios referidos a su novela La máquina del tiempo con su habitual rictus de modestia, aunque tuvo que reconocer que el joven inspector coronó su panegírico con un remate ciertamente novedoso.
—Como le he dicho, disfruté enormemente con su novela, señor Wells —dijo, apartando a un lado la bandeja de su desayuno con cierta vergüenza, como si quisiera esconder las huellas de su glotonería—, y lamento lo duro que tiene que ser para usted, y para el resto de los escritores de novelas de anticipación, el hecho de no poder continuar especulando sobre el futuro, ahora que ya sabemos cómo es realmente. De no haber sido así, de haber continuado siendo el futuro algo insondable y misterioso, imagino que este tipo de novelas basadas en cómo será el mañana habrían terminado siendo un género en sí mismas.
—Supongo que sí —concedió Wells, sorprendido de que el joven inspector se hubiese planteado algo que a él ni siquiera se le había pasado remotamente por la cabeza.
Quizás, después de todo, había cometido un error juzgándolo por su aspecto imberbe. Tras el breve intercambio de palabras, ambos se limitaron a contemplarse con un ridículo afecto durante los segundos siguientes, mientras el sol que entraba por el ventanal los bañaba en oro. Hasta que Wells, tras comprobar que el inspector ya había apurado sus elogios, se decidió a abordar la cuestión que lo había traído hasta allí.
—Imagino entonces que, siendo lector de mi obra, no le sorprenderá demasiado el motivo de mi visita, que no es otro que mi interés por el caso del mendigo asesinado —le confesó—. Ha llegado a mis oídos que existe la posibilidad de que el asesino sea un viajero del tiempo y, aunque nada más lejos de mi intención que considerarme una autoridad sobre el tema, creo que puedo serle de utilidad.
Garrett arqueó las cejas, como si no entendiera a qué se refería Wells.
—Lo que intento decirle, inspector, es que he venido a ofrecerle… mi colaboración.
El inspector lo contempló entonces con expresión conmovida.
—Es usted muy amable, señor Wells, pero no será necesario —dijo—. Verá: ya he resuelto el caso.
Tomó un sobre de un cajón y desplegó sobre su mesa, como si de un mazo de naipes se tratara, las fotografías que contenía, todas ellas del cadáver del mendigo. A continuación se las fue mostrando a Wells mientras, en un tono visiblemente excitado, le explicaba pormenorizadamente la cadena deductiva que lo había llevado a sospechar del capitán Shackleton o de alguno de sus soldados. Wells apenas sí le prestó atención, pues el inspector no estaba sino repitiendo lo que ya Gilliam le había contado, pero estudió con sumo interés la curiosa herida que mostraba el cadáver. Él no entendía nada de armas, pero no había que ser un experto en el tema para comprender que aquel espantoso agujero no podía haberlo provocado un arma corriente. Tal y como sostenían Garrett y su equipo de forenses, la herida parecía haber sido causada por un rayo calórico, una especie de corriente de lava dirigida por la mano humana.
—Como ve, no puede existir ninguna otra explicación —concluyó Garrett con una sonrisa satisfecha, volviendo a guardarlo todo dentro del sobre—. En realidad, no estoy sino haciendo tiempo hasta que llegue el día de la tercera expedición. Esta mañana Por ejemplo, he mandado a un par de agentes al escenario del crimen por pura rutina.
—Comprendo —dijo Wells, intentando disimular su abatimiento.
¿Cómo podía hacer para convencer al inspector de que investigase en otra dirección sin revelarle que el capitán Shackleton no era ningún hombre del futuro, que el mismísimo año 2000 era un simple decorado hecho con cascotes de demoliciones? Si no lo lograba, probablemente Jane moriría. Se esforzó en contener un suspiro para ocultar al inspector su pesadumbre.
En ese instante, un agente abrió la puerta del despacho y requirió la presencia de Garrett. El muchacho se disculpó y salió al pasillo, para enhebrar con su agente una conversación que a Wells le llegó en forma de rumor indescifrable. La conversación duró un par de minutos, tras los cuales Garrett regresó a su despacho de visible malhumor, sacudiendo en su mano derecha un papelito.
—La policía de la City está formada por un atajo de incompetentes —gruñó, para asombro de Wells, que no imaginaba que en aquel muchachito delicado pudiera prender una indignación semejante—. Uno de mis agentes acaba de descubrir en el lugar del crimen una pintada en la pared que a esos imbéciles se les pasó por alto.
Wells lo observó leer la nota en silencio varias veces, apoyado sobre el borde de su mesa y meciendo la cabeza con infinito disgusto.
—Aunque lo cierto es que su presencia aquí no puede resultarme más oportuna, señor Wells —dijo al fin, sonriendo al escritor—. Yo diría que esto parece el fragmento de una novela.
Wells arqueó las cejas y tomó la nota que le tendió Garrett, en la que estaba escrito lo siguiente:
El desconocido llegó a pie desde la estación de ferrocarril de Bramblehurst un día invernal de principios de febrero, abriéndose paso a través de un viento cortante y de espesos copos de nieve.
Tras leer la nota, el escritor alzó la vista hacia el inspector, que lo miraba a su vez.
—¿Le dice algo ese texto, señor Wells? —inquirió.
—No —respondió el escritor sin dudarlo.
Garrett recuperó la nota de manos de Wells y volvió a leerla, meciendo de nuevo la cabeza como el péndulo de un reloj.
—A mí tampoco —reconoció—. ¿Qué pretenderá Shackleton con esto?
Tras lanzar aquella pregunta al aire, el inspector pareció abismarse en sus reflexiones, momento que Wells aprovechó para levantarse.
—Bueno, inspector —dijo—, no le molesto más. Le dejo con sus acertijos.
Garrett volvió en sí y estrechó la mano de Wells.
—Gracias, señor Wells. Le llamaré si le necesito.
Wells asintió y abandonó su despacho, dejando a Garrett cavilando en precario equilibrio sobre el pico de su mesa. Recorrió el pasillo, bajo las escaleras, salió de la comisaría y subió al primer coche que encontró casi sin ser consciente de ello, moviéndose como un sonámbulo o un hipnotizado o, por qué no, un autómata. Durante el trayecto en coche hasta Woking no se atrevió a mirar por la ventanilla una sola vez por temor a que alguien, un desconocido cualquiera que caminara por la acera o un labriego que descansara al borde del camino, le devolviera una mirada significativa que lo inundara de terror. Cuando llegó a su casa, descubrió que las manos le temblaban. Se internó por el pasillo sin ni siquiera avisar a Jane de su llegada, y entró en la cocina. Sobre la mesa estaba la máquina de escribir y el manuscrito de su última novela, a la que había titulado El hombre invisible. Increíblemente pálido, Wells se sentó a la mesa y posó la mirada en la primera página del manuscrito que acababa de terminar el día anterior y que nadie más que él había leído. La novela comenzaba con la siguiente frase:
El desconocido llegó a pie desde la estación de ferrocarril de Bramblehurst un día invernal de principios de febrero, abriéndose paso a través de un viento cortante y de espesos copos de nieve.
Había un auténtico viajero del tiempo. E intentaba comunicarse con él.
Eso fue lo que pensó Wells cuando al fin logró emerger de su aturdimiento, y no sin razón. ¿Con qué otro propósito si no habría el viajero escrito en aquella pared el comienzo de El hombre invisible, una novela que aún no había sido publicada en su época, una novela que en ese momento, nadie más que él sabía que existía? Usar un arma desconocida para segar la vida de un mendigo tenía como función llamar la atención de la policía, distinguir aquel asesinato de los muchos otros que se perpetraban a diario en la ciudad, eso era evidente, pero el fragmento de su novela que había aparecido en la escena del crimen era un mensaje que solo podía estar dirigido a él. Y por mucho que pensara que la insólita herida que traspasaba el pecho del mendigo pudiera haber sido infligida con algún instrumento de su presente en el que ni Garrett ni los forenses habían caído aún, era evidente que nadie podía conocer el comienzo de su novela, salvo un hombre que proviniese del futuro, lo cual despejaba todas las dudas que a Wells pudieran quedarle de estar tratando con un viajero temporal. Al ser consciente de eso, el escritor sintió un estremecimiento en todo su cuerpo, provocado no solo por el repentino descubrimiento de que los viajes en el tiempo, que siempre había considerado mera fantasía, eran posibles, o mejor dicho, serían posibles en el futuro, sino también por el hecho de que, por algún oscuro motivo que prefería ignorar, aquel viajero del tiempo, fuese quien fuese, estaba tratando de ponerse en contacto con él.
Estuvo toda la noche dando vueltas en la cama, atemorizado por la desagradable sensación de saberse vigilado, y tratando de decidir si debía contarle todo aquello al inspector Garrett o eso enfadaría al viajero del tiempo. Para cuando amaneció aún no había tomado ninguna decisión al respecto. Afortunadamente tampoco hizo falta, pues enseguida se detuvo ante su casa un carruaje oficial de Scotland Yard. Garrett había enviado a un agente a buscarlo: había aparecido otro cadáver.
Sin desayunar y vestido con un abrigo sobre la camisa de dormir, Wells se dejó llevar hasta la metrópoli en estado de aturdimiento. El coche se detuvo en Portland Street, donde lo esperaba Garrett, enclenque y desvalido en el epicentro de un impresionante aparato policial. Wells contó más de media docena de agentes, que se esforzaban en preservar la escena del crimen frente a los numerosos curiosos que pululaban por allí, entre los cuales distinguió al menos a un par de periodistas.
—Esta vez la víctima no es un mendigo —le informó el inspector tras estrecharle la mano—, sino el propietario de una taberna cercana, un tal Terry Chambers. Aunque no hay la menor duda de que ha sido asesinado con la misma arma.
—¿Ha dejado el asesino algún otro mensaje? —preguntó Wells con un hilito de voz, evitando a duras penas el impulso de añadir «para mí».
Garrett asintió sin poder disimular su disgusto. Era evidente que el joven inspector habría preferido que el capitán Shackleton se hubiese buscado un entretenimiento menos peligroso hasta que él pudiera viajar al año 2000 para arrestarlo. Visiblemente abrumado por todo aquel circo, condujo a Wells a la escena del crimen, abriéndose paso a través del cordón policial. El tal Chambers estaba sentado contra la pared, algo ladeado, con un agujero humeante en mitad del pecho que permitía ver el muro que lo sostenía. Sobre su cabeza, en la pared, alguien había garrapateado un texto. Con el corazón encabritado, y tratando de no pisar al tabernero, Wells se inclinó para leerlo:
Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana.
Al comprobar que la frase no pertenecía a su novela, Wells dejó escapar un suspiro donde se mezclaban el alivio y la decepción. ¿Se trataba de un mensaje dirigido a otro escritor? Era lógico pensar que sí, y estaba seguro de que aquella frase, por otro lado terriblemente anodina, era el comienzo de una novela que su autor todavía no había publicado. Probablemente acabara de concluirla recientemente. Al parecer, el viajero del tiempo no solo pretendía comunicarse con él, sino también con alguien más.
—¿Le dice algo ese texto, señor Wells? —preguntó esperanzado Garrett.
—No, inspector. Pero le sugiero que lo publique en prensa. Está claro que el asesino nos está proponiendo algún tipo de acertijo, y los ojos de todo el país ven más que dos —sugirió, consciente de que debía hacer todo lo posible para que aquel mensaje llegara a su destinatario.
Mientras el inspector se arrodillaba para examinar con detenimiento el cadáver, Wells paseó una mirada distraída por la multitud que se amontonaba tras el cerco policial. ¿Qué querría el viajero del tiempo de dos escritores del siglo XIX?, se preguntó. De momento lo ignoraba, pero no albergaba la menor duda de que pronto lo descubriría. Era cuestión de esperar. Por ahora era el viajero quien movía las piezas.
Al volver a la realidad se encontró, de repente, contemplando a una muchacha que lo observaba a su vez. Se trataba de una joven de poco más de veinte años, delgada, pálida y de cabello rojizo, que lo miraba con una intensidad que se le antojó fuera de lugar. Llevaba un vestido corriente, cubierto con una capa, pero había algo extraño en ella, en la expresión de su rostro y en su forma de mirarlo, algo que no lograba definir con palabras pero que la distinguía del resto del grupo.
Sin saber por qué, Wells se encaminó hacia ella. Para su sorpresa, su impulsivo gesto asustó a la muchacha, que enseguida se volvió y desapareció entre el gentío, con su cabello ondeando en la brisa como una llamarada. Cuando el escritor logró abrirse paso a través de la multitud, ya no había rastro alguno de ella. Miró en todas direcciones, pero no la encontró. Parecía como si se hubiese volatilizado en el aire.
—¿Le ocurre algo, señor Wells?
El escritor se sobresaltó involuntariamente al escuchar la voz del inspector, que había acudido a su lado probablemente intrigado por su extraño comportamiento.
—¿La ha visto, inspector? —le preguntó, sin dejar de escrutar ansiosamente la calle—. ¿Ha visto a la muchacha?
—¿A qué muchacha se refiere? —preguntó el joven, desconcertado.
—Estaba aquí, entre la gente. Y había algo en ella…
Garrett lo observó con curiosidad.
—¿Qué quiere decir, señor Wells?
El escritor iba a responderle, pero descubrió que no sabía cómo explicarle la extraña impresión que la muchacha le había causado.
—Yo… ¡Olvídelo, inspector! —respondió, encogiéndose resignadamente de hombros—. Probablemente sea alguna antigua alumna, por eso me ha resultado familiar…
Garrett asintió, no demasiado convencido. Estaba claro que encontraba raro su comportamiento. Aun así le hizo caso y al día siguiente ambos textos, tanto el suyo como el del autor desconocido, se publicaron en todos los periódicos de Londres. Y si sus sospechas eran ciertas, aquella información le habría arruinado el desayuno a alguno de sus colegas. Wells no sabía quién sería el escritor que en aquel momento estaría siendo invadido por el mismo pánico que él llevaba incubando desde hacía dos días, pero descubrir que no era el único interlocutor del viajero del tiempo le producía un leve sosiego. Ya no se sentía solo en aquello, ni sentía la menor urgencia por saber qué quería de ellos el viajero. Estaba seguro de que el acertijo aún no estaba completo.
Y no se equivocó.
Para cuando a la mañana siguiente apareció en su puerta el carruaje de Scotland Yard, Wells se encontraba sentado en los escalones del porche, vestido y desayunado. El tercer cadáver era el de una costurera llamada Chantal Ellis. El inopinado cambio de género en la víctima desconcertó al inspector Garrett, pero no a Wells, que sabía que los cadáveres no tenían la mayor importancia, pues solo eran simples pizarritas donde el viajero del tiempo escribía sus mensajes. La frase que esta vez había escrito en la pared de Weymouth Street, sobre la que había dejado recostada a la desafortunada señora Ellis, era la siguiente:
La historia nos había mantenido alrededor del fuego lo suficientemente expectantes, pero fuera del innecesario comentario de que era horripilante, como debía serlo por fuerza todo relato que se narrara en vísperas de Navidad en una casa antigua, no recuerdo que produjera comentario alguno aparte del que hizo alguien para poner de relieve que era el único caso que conocía en que la visión la hubiese tenido un niño.
—¿Le dice algo ese texto, señor Wells? —preguntó sin la menor esperanza Garrett.
—No —respondió el escritor, si bien se abstuvo de añadir que lo intrincado de la prosa le resultaba vagamente familiar, aunque no lograba identificar a su autor.
Y mientras el inspector Garrett se encerraba en la biblioteca de Londres con una docena de agentes, dispuestos a revisar todas las novelas que abastecían sus anaqueles en busca de la que, no sabía con qué oscuro fin, estaba citando supuestamente Shackleton, Wells regresaba a su casa preguntándose cuántos inocentes más habrían de morir antes de que el viajero completara su acertijo.
A la mañana siguiente, sin embargo, no vino a buscarlo ningún carruaje de Scotland Yard. ¿Significaba eso que el viajero ya se había puesto en contacto con todos los escritores que pretendía? La respuesta le aguardaba dentro de su buzón. Allí encontró Wells un mapa de Londres, mediante el cual el viajero les comunicaba el punto de reunión, al tiempo que aprovechaba para alardear de su capacidad para desplazarse por la corriente temporal a su antojo, pues se trataba de un mapa del año 1666, realizado por el grabador checo Wenceslaus Hollar. Wells admiró aquel exquisito trabajo que representaba una ciudad cuya fisonomía ya no era la misma, pues apenas unos meses después sería devorada por el fuego hasta sus cimientos, un fuego que, según recordaba, se había originado en una panadería del centro y, animado por los almacenes de carbón, madera y alcohol vecinos, se había propagado rápidamente, alcanzando la catedral de St. Paul’s y traspasando la muralla romana en la zona de Fleet Street. Pero lo que realmente asombró a Wells no fue eso, sino que el mapa no mostrara el menor efecto de haber tenido que atravesar más de dos siglos para llegar a sus manos. Como un soldado que, al cruzar un río, levanta sobre la cabeza su rifle, el viajero había protegido aquel mapa del paso del tiempo, indultándolo del sigiloso roce de los años, de las garras amarillas de las décadas Y del manoseo de usurero de las centurias.
Una vez se repuso de su sorpresa, Wells observó el círculo que marcaba la Plaza Berkeley, junto al que aparecía anotado el número cincuenta. Aquél era sin duda el lugar de la cita, el sitio donde debían acudir los tres escritores para encontrarse con el viajero. Y tuvo que reconocer que éste no podía haber escogido un lugar más apropiado, pues el número cincuenta de la plaza Berkeley estaba considerado como la casa más embrujada de Londres.