A la mañana siguiente, en la intimidad de su despacho, el inspector Colin Garrett masticaba su desayuno con expresión abstraída. Obviamente, pensaba en Lucy Nelson, en sus hermosos ojos, en su cabello dorado, y en la sonrisa que le había dedicado al solicitarle permiso para escribirle. En ese momento, un agente entró en su despacho y le entregó una orden firmada por el Primer Ministro instándole a embarcar hacia el futuro para detener a un hombre que aún no había nacido. Envuelto en los efectos del enamoramiento que, como sabrán, suele atontar a quienes lo sufren, el inspector no fue consciente de lo que el papelito significaba hasta encontrarse en el coche que lo conducía hasta Viajes Temporales Murray.
La primera vez que Garrett cruzó el umbral de su sede lo había hecho con las rodillas temblorosas y los ahorros que le había dejado su padre transformados en algo escapado de un sueño: un billete hacia el futuro, hacia el año 2000. Esta vez, sin embargo, lo hizo con paso decidido, aunque lo que llevaba en el bolsillo de su chaqueta era algo igual de increíble, una orden que sonaba a magia porque, bien mirado, había sido expedida para arrestar a un fantasma. Y Garrett estaba seguro de que, si los viajes temporales se convertían en algo cotidiano, solo sería la primera de una larga lista de órdenes similares que permitirían a los agentes de policía efectuar detenciones en las distintas épocas del tiempo, siempre que los delitos se produjesen en el mismo espacio: la ciudad de Londres. Al garabatear su desaliñada rúbrica en el papelito que llevaba en el bolsillo, el Primer Ministro, probablemente sin ser consciente de ello, había dado un paso histórico, inaugurado una nueva época. Tal y como sospechaba Garrett, eran la ciencia y sus frutos delirantes los que marcaban el compás de la melodía que el hombre debía bailar.
Pero esa orden iba a permitirle, también, ciertas libertades en el espacio. Por ejemplo, no tener que pudrirse en ninguna salita esperando a que Gilliam Murray, aquel hombre tan ocupado, pudiera recibirlo. Investido del poder del papelito que llevaba en el bolsillo, Garrett sorteó a las secretarias que custodiaban la intimidad de Murray, subió las escaleras que llevaban a la primera planta desoyendo sus requerimientos, atravesó el largo pasillo cargado de relojes e irrumpió en el despacho del empresario como una aparición, seguido de un rebaño de resoplantes secretarias. Gilliam Murray se encontraba tumbado sobre la alfombra, jugando con un perro enorme. Le dedicó una mirada un tanto molesta al verlo presentarse sin llamar, pero Garrett no se dejó amedrentar. Sabía que su conducta estaba más que justificada.
—Buenos días, señor Murray. Soy el inspector Colin Garrett, de Scotland Yard —se presentó—. Perdone que irrumpa de este modo en su despacho, pero necesito hablar con usted urgentemente.
Murray se levantó muy despacio, estudió al inspector con recelo y finalmente despidió a las secretarias con un distraído gesto de la mano.
—Los asuntos de los que usted se ocupa son importantes por definición, inspector, no ha de disculparse por presentarse de este modo —dijo, ofreciéndole una butaca, mientras él calzaba su enorme corpachón en la que se hallaba enfrente.
Una vez sentados, Gilliam tomó una pequeña caja de madera que se encontraba sobre la mesita que separaba ambos sillones, la abrió y le ofreció tabaco a Garrett, todo ello con unos modales bruscamente amables que contrastaban con su frialdad anterior. El inspector rechazó cortésmente el tabaco, sonriendo para sí ante el súbito cambio de actitud del empresario, quien en cuestión de segundos había debido de calibrar los pros y los contras de desairar a un inspector de Scotland Yard, resolviendo que era mucho más conveniente rendirle aquella almibarada pleitesía. Gracias a eso, ahora Garrett estaba sentado en una cómoda butaca, y no en el escabel que había junto a ella.
—No soporta el humo, ¿eh? —dijo Gilliam, devolviendo la caja a la mesita, y tomando una botella de cristal tallado que contenía un extraño líquido negruzco, el cual sirvió en dos copas—. Entonces quizás pueda ofrecerle algo de beber.
Garrett tomó la copa que le tendió el empresario con cierto recelo ante el oscuro brebaje que contenía, pero éste le animó a beber con una sonrisa, al tiempo que le propinaba un sorbo a la suya. Garrett lo imitó, y sintió cómo el extraño liquido descendía por su garganta irritándola a su paso, hasta tal punto que notó cómo en los ojos le florecían un par de lágrimas.
—¿Qué es esto, señor Murray? —preguntó, desconcertado, sin poder disimular un intempestivo eructo—. ¿Se trata de alguna bebida del futuro?
—Oh, no, inspector. Es un tónico reconstituyente que está causando furor en los Estados Unidos. Lo ha inventado un farmacéutico de Atlanta a base de mezclar hojas de coca y semillas de cola. Algunos, como yo, lo beben añadiéndole un poco de soda. Imagino que pronto se importará a nuestro país.
Garrett depositó la copa en la mesita, sin querer darle ningún trago más.
—Tiene un sabor curioso. Supongo que a la gente le costará acostumbrarse —profetizó, por decir algo.
Gilliam asintió con una sonrisa, apuró su copa y preguntó, visiblemente ansioso por congraciarse con él:
—Dígame inspector, ¿disfrutó de su viaje al año 2000?
—Mucho, señor Murray —respondió Garrett con sinceridad—. Y quisiera aprovechar para decirle que apoyo plenamente su proyecto, pese a lo que escriben algunos periódicos sobre lo inmoral que resulta ver un tiempo que no nos pertenece. Yo poseo una mente abierta, y el viaje temporal es algo que me resulta enormemente atractivo. Espero con verdadera ansia que pronto pueda habilitar nuevas rutas a otras épocas. El empresario le agradeció los comentarios con una tímida sonrisa, adoptando sobre la butaca una postura de tranquila expectación, con la que sin duda invitaba al inspector a desvelarle el motivo de su visita. Garrett se aclaró la garganta y abordó la cuestión sin mayores dilaciones:
—Vivimos tiempos fascinantes, señor Murray, pero también tremendamente inestables —dijo, iniciando el pequeño preámbulo que había ensayado—. La ciencia manda, y los hombres hemos de adaptarnos a ella. Especialmente, hemos de adaptar nuestras leyes, que deben amoldarse a la nueva faz del mundo si quieren resultar útiles. Y en el asunto de los viajes temporales, con mayor razón. Nos encontramos en los albores de un extraordinario descubrimiento que sin duda redefinirá el mundo tal y como lo conocemos, y cuyos riesgos son imprevisibles, o cuanto menos muy difíciles de calcular. Y es justamente de esos riesgos de los que vengo a hablarle, señor Murray.
—Estoy absolutamente de acuerdo con usted, inspector —convino el empresario—. La ciencia volverá el mundo irreconocible, lo que nos obligará a modificar nuestras leyes, y posiblemente también muchos de nuestros principios, como ya lo está haciendo el viaje temporal. Pero, dígame, ¿cuáles son esos riesgos de los que quiere hablarme? Le confieso que ha logrado despertar mi curiosidad.
Garrett se incorporó ligeramente en el asiento y volvió a aclararse la garganta.
—Hace dos días —dijo—, la policía de la City encontró el cadáver de un hombre en Manchester Street, en el barrio de Marylebone. Se trataba de un mendigo, pero la herida que le había causado la muerte era tan extraña que nos traspasaron el caso a nosotros. La herida consiste en un agujero enorme en mitad del pecho, un agujero de treinta centímetros de diámetro que lo atraviesa limpiamente de lado a lado, cuyos bordes se hallan carbonizados. Entre nuestros forenses reina el más absoluto desconcierto. Todos aseguran que no existe un arma capaz de causar una herida semejante.
Tras decir aquello, Garrett realizó una pausa de efecto, antes de añadir, observando al empresario con gravedad:
—Al menos, no aquí. No en nuestro presente.
—¿Qué quiere decir, inspector? —preguntó Murray con una despreocupación que no casaba con su manera de agitarse en la butaca.
—Que los forenses tienen razón —contestó Garrett—, y esa arma aún no ha sido inventada. Pero yo la he visto, señor Murray. ¿Adivina dónde?
Gilliam no respondió, limitándose a observarlo con cautela.
—La he visto en el año 2000.
—¿De veras? —musitó el empresario.
—Sí, señor Murray. Estoy seguro de que esa herida solo puede causarla el arma que usan el bravo capitán Shackleton y sus hombres. Ese rayo calórico capaz de abrir un agujero en una armadura de hierro forjado.
—Comprendo… —murmuró Gilliam como para sí, perdiendo la mirada en el vacío—. El arma de los soldados del futuro, claro.
—En efecto. Creo que alguno de ellos, posiblemente Shackleton, realizó el viaje inverso escondido en el Cronotilus sin que usted se percatase, y ahora se encuentra aquí, en nuestra época, en nuestras calles. No sé por qué ha asesinado a ese mendigo, ni tampoco dónde se esconde ahora, pero eso carece de importancia: no pienso perder el tiempo buscándolo por todo Londres cuando sé exactamente dónde encontrarlo —sacó un documento del bolsillo interior de su chaqueta y se lo tendió al empresario—. Esto es una orden del Primer Ministro autorizándome a detener al asesino el 20 de mayo del año 2000, antes incluso de que cometa su crimen, por lo que necesitaría viajar junto con dos de mis agentes en la expedición que tendrá lugar la próxima semana. Una vez en el futuro, nos separaremos del resto de los pasajeros y nos dirigiremos a espiar el regreso de los pasajeros de la segunda expedición, para detener discretamente a quien se esconda en el Cronotilus, sea quien sea.
Tras decir aquello, el inspector reparó en algo que antes se le había pasado por alto: si se escondía para aguardar el regreso de la segunda expedición, tendría que verse a sí mismo. Solo esperaba que eso no le causase la misma repulsión que la sangre. Observó a Murray, que estudiaba la orden con suma atención. El empresario permaneció tanto tiempo en silencio que a Garrett le pareció que incluso estaba calibrando la consistencia del papel.
—Y no se preocupe, señor Murray —se vio obligado a añadir—, si finalmente el asesino es el capitán Shackleton, al detenerlo después del duelo con Salomón, mi intervención no alterará el desenlace de la guerra, que seguirá siendo favorable a la raza humana, y su espectáculo tampoco se verá afectado.
—Entiendo —murmuró Gilliam sin levantar la vista del documento.
—¿Puedo contar entonces con su colaboración, señor Murray?
Gilliam alzó lentamente el rostro, y observó al inspector con una mirada que, por unos segundos, a Garrett se le antojó despectiva, pero comprendió que se había equivocado en su apreciación al ver cómo el empresario le ofrecía enseguida una amplia sonrisa, antes de contestar:
—Por supuesto, inspector, por supuesto. Cuente con tres asientos en la próxima expedición.
—Muchas gracias, señor Murray.
—Ahora, si me disculpa —dijo el empresario levantándose y devolviéndole el documento—, tengo mucho trabajo.
—Naturalmente, señor Murray.
Algo sorprendido por la atropellada forma con la que el empresario había dado por finalizada la entrevista, Garrett se levantó de la butaca, volvió a agradecerle su colaboración, y abandonó su despacho. Mientras recorría el largo pasillo repleto de relojes una sonrisa fue desperezándose en sus labios. Emprendió el descenso de las escaleras de excelente buen humor.
—Epiplón, bazo, riñón izquierdo, cápsula suprarrenal, vejiga urinaria, próstata… —canturreó.