XXIX

«Has salvado la vida de un hombre usando tu imaginación», le había dicho Jane apenas unas horas antes, y aquella frase aún seguía resonando en la cabeza de Wells mientras contemplaba irrumpir la claridad de la mañana por el ventanuco del desván, perfilando los muebles de la estancia y la escultura griega que componían sus cuerpos abrazados sobre el sillón de la máquina del tiempo. Cuando le había dicho a su mujer que quizás pudieran aprovechar el asiento, no se había referido a rentabilizarlo de aquel modo, pero no le pareció oportuno sacarla de su error, y ahora aún menos. Wells la observó con cariño. Dormida en sus brazos, Jane respiraba acompasadamente, tras habérsele entregado con un entusiasmo renovado, rescatando aquel arrebato un tanto bárbaro de los primeros meses, cuya extinción él había presenciado con la resignada melancolía de quien sabe de sobra que las pasiones nunca duran eternamente, que solo se trasmiten a otros cuerpos. Pero en ningún lugar estaba escrito, al parecer, que las ascuas no pudieran avivarse de vez en cuando, gracias a algún soplo de aire inesperado, y ese descubrimiento había dejado en los labios del escritor una sonrisa de gratitud un tanto idiota que hacía tiempo que no visitaba sus espejos. Y todo se debía a aquella frase que daba vueltas en su cabeza: «Has salvado la vida de un hombre usando tu imaginación», una frase que lo había hecho relucir de nuevo ante Jane, y que espero que ustedes tampoco hayan olvidado, pues se trata del puente que enlaza esta escena con la primera aparición de Wells en nuestra historia, que ya les advertí que no sería la última.

Cuando su esposa bajó a preparar el desayuno, el escritor decidió permanecer un rato más sentado en la máquina. Respiró hondo, satisfecho y asombrosamente contento consigo mismo. A veces, en determinados momentos de su vida, Wells solía catalogarse como un ser humano extremadamente ridículo, pero ahora parecía estar atravesando una etapa de su existencia que lo invitaba a mirarse de otro modo, con una mayor indulgencia; incluso, por qué no, con admiración. Le había gustado salvar una vida, tanto por la inesperada recompensa que Jane le había ofrecido, como por el extraordinario regalo que había obtenido a causa de todo ello: aquella máquina surgida de su imaginación, aquella máquina con aspecto de trineo sofisticado que servía para desplazarse por el tiempo, o al menos eso le habían hecho creer a Andrew Harrington. Contemplándola ahora a la luz del día, Wells tuvo que reconocer que cuando la describió en su libro con cuatro pinceladas vagas, nunca sospechó que pudiese resultar un artefacto tan bello si alguien decidía construirla. Con la sensación de estar realizando una travesura, se irguió ceremoniosamente en el sillón, apoyó con exagerada solemnidad una mano sobre la palanca de cristal que se hallaba al lado derecho del panel de mandos y sonrió con melancolía. Ojalá aquel cacharro funcionase, ojalá pudiese ir de una época a otra, recorrer el tiempo caprichosamente, alcanzar incluso sus bordes, si es que los tenía, llegar allí donde todo surgía o todo moría. Pero la máquina no servía para eso. En realidad, la máquina no servía para nada. Ahora que incluso le había quitado el mecanismo que prendía el polvo de magnesio, ni siquiera servía para cegar a su ocupante.

—¿Bertie? —lo llamó Jane desde la planta baja.

Wells se levantó de un brinco, como si le diese vergüenza que ella lo descubriera jugando con el artefacto. Se recompuso las ropas que la pasión había desordenado y bajó las escaleras al trote.

—Un joven quiere verte —le dijo Jane, algo nerviosa—. Se ha anunciado como el capitán Derek Shackleton.

Wells se detuvo al pie de la escalera. ¿Derek Shackleton? ¿De qué le sonaba ese nombre?

—Está esperando en la sala. Pero ha dicho algo más, Bertie… —dijo Jane, indecisa, sin saber qué tono darle a sus próximas palabras—. Ha dicho que viene… del año 2000.

¿Del año 2000? Entonces Wells recordó de qué le sonaba aquel nombre.

—Bueno, debe de tratarse de algo muy urgente entonces —dijo, forjando una misteriosa sonrisilla—. No perdamos tiempo y vayamos a ver qué desea el caballero.

Y tras decir aquello, abrió la marcha hacia el saloncito sacudiendo divertido la cabeza. En la sala, de pie junto a la chimenea, sin atreverse a ocupar ninguno de los sillones que se le ofrecían, Wells encontró a un joven vestido con ropas modestas. Antes de pronunciar palabra lo examinó de arriba abajo, maravillado. Se trataba, increíblemente, de un majestuoso espécimen de la raza humana, adornado con una musculatura imponente y un rostro airoso, de cuyos ojos rebosaba la ferocidad de una pantera acorralada.

—Soy George Wells —se presentó una vez concluyó su reconocimiento—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Buenos días, señor Wells —lo saludó el hombre del futuro—. Perdone que irrumpa en su casa a una hora tan temprana, pero se trata de un asunto de vida o muerte.

Wells asintió, sonriendo para sí ante aquella estudiada presentación.

—Soy el capitán Derek Shackleton y vengo del futuro. Del año 2000, para ser exactos.

Tras soltar aquello, el joven lo contempló abiertamente, atento a su reacción.

—¿Le dice algo mi nombre? —inquirió, al ver que el escritor no parecía excesivamente sorprendido.

—Por supuesto, capitán —contestó Wells con una sonrisita, rebuscando en una papelera que se encontraba junto a una estantería abarrotada de libros. Al poco, extrajo de ella un gurruño de papel, lo desdobló y se lo tendió a su visitante, que lo tomó con cautela—. ¿Cómo no iba a decirme algo? Recibo un folleto como este puntualmente cada semana. Usted es el salvador de la raza humana, el hombre que en el año 2000 liberará nuestro planeta del yugo de los malvados autómatas.

—Exacto —confirmó el joven con cierto recelo por el tono socarrón que había usado el escritor.

Sobrevino entonces un tenso silencio, durante el cual Wells se limitó a contemplar a su visitante con las manos en los bolsillos y aire burlón.

—Supongo que se preguntará cómo he viajado hasta su época —dijo al fin el joven, como un actor que se ve obligado a darse a sí mismo el pie que necesita para continuar con su texto.

—Ahora que lo dice, sí —respondió Wells, sin esforzarse en mostrar el menor interés en el asunto.

—Bien, se lo explicaré —dijo el joven, intentando que la manifiesta indolencia del público al que tenía que dirigirse no le afectara—. Al poco de comenzar la guerra nuestros científicos inventaron una máquina capaz de abrir agujeros temporales, con el propósito de fabricar un túnel desde el año 2000 hasta su época. Querían enviar a alguien para acabar con el fabricante de los autómatas Y así impedir la guerra antes de que se produjera. Pues bien: yo soy ese alguien.

Wells se lo quedó mirando con seriedad durante casi un minuto. Finalmente lanzó una carcajada que desconcertó a su visitante.

—Posee usted una imaginación portentosa, joven —reconoció.

—¿No me cree? —preguntó el otro, aunque el deje trágico en que lo dijo hizo que aquello pareciera más una amarga constatación que una pregunta.

—Por supuesto que no —exclamó el escritor en tono jovial—. Pero no se alarme, no se debe a que no haya recitado su ingeniosa mentira con la suficiente credibilidad.

—Pero, entonces… —farfulló el joven, confuso.

—Lo que ocurre es que no creo que pueda viajarse al año 2000, y mucho menos que en esa época el hombre esté en guerra con los autómatas. Todo eso no es más que una invención ridícula. Gilliam Murray podrá engañar a toda Inglaterra, pero no a mí —proclamó Wells.

—Entonces… ¿usted sabe que todo es un fraude? —murmuró el joven, que no lograba salir de su asombro.

Wells asintió con gravedad, dedicándole también una mirada a Jane, que se mostraba igual de sorprendida.

—¿Y no piensa delatarlo? —preguntó al fin el muchacho.

El escritor dejó escapar un profundo suspiro antes de responder, como si aquella pregunta lo hubiese atormentado durante demasiado tiempo.

—No, no tengo la menor intención de hacerlo —contestó—. Si la gente paga el dinero que se les pide por verlo a usted derrotar a unos autómatas de latón, quizás merezcan que les timen. Por otro lado, ¿quién soy yo para privarles de la ilusión de creer que han visitado el futuro? ¿He de arruinarles ese sueño por el hecho de que alguien se esté haciendo rico con él?

—Entiendo —murmuró el visitante. Y luego, aún sorprendido, e incluso con cierta admiración, añadió—: Usted es la única persona que conozco que piensa que todo es mentira.

—Bueno, supongo que yo tengo cierta ventaja sobre el resto de la humanidad —contestó Wells.

La cada vez más aturdida expresión del joven le arrancó una sonrisa indulgente. Jane también lo observaba con curiosidad. El escritor resopló con pesadumbre. Había llegado el momento de compartir su pan con los apóstoles, y quizás luego ellos podrían ayudarlo a cargar con la cruz.

—Hace poco más de un año —explicó Wells, dirigiéndose a ambos—, recién publicada La máquina del tiempo, un hombre vino a verme para entregarme una novela que acababa de terminar. Como La máquina del tiempo, se trataba también de un romance científico. Quería que la leyera y, si mi opinión era favorable, la recomendara a Henley, mi editor, para su posible publicación.

El joven asintió lentamente, como si no terminase de comprender qué tenía que ver todo aquello con él. Entonces Wells le dio la espalda y comenzó a rebuscar entre los libros y carpetas que atestaban la estantería del salón. Al fin encontró lo que buscaba, un voluminoso manuscrito que arrojó sobre la mesa.

—El hombre se llamaba Gilliam Murray y ésa es la novela que me entregó aquella tarde de octubre de 1895.

Extendió la mano, invitando al muchacho a leer su portada. El joven se acercó al manuscrito y recitó con torpeza, como si masticara cada letra:

El capitán Derek Shackleton, la verdadera y trepidante historia de un héroe del futuro, por Gilliam E Murray.

—Sí —ratificó Wells—. ¿Y quiere saber qué es lo que cuenta? La novela transcurre en el año 2000, y narra la guerra de los malvados autómatas contra los humanos, liderados por el bravo capitán Derek Shackleton. ¿Le resulta familiar el argumento?

El visitante asintió, pero por el desconcierto de su mirada Wells dedujo que todavía no lograba entender a dónde quería llegar.

—Si Gilliam hubiese escrito la novela después de crear su empresa yo no tendría ningún motivo, salvo mi natural escepticismo, para dudar de que su año 2000 fuese verdadero —explicó—. Pero esta novela me la entregó un año antes. ¡Un año! ¿Comprende lo que quiero decirle? Gilliam ha trasladado su novela a la realidad. Y usted es su personaje principal.

Tomó el manuscrito, buscó una página concreta, y recitó, para desconcierto del joven:

—El capitán Derek Shackleton era un majestuoso espécimen de la raza humana, adornado con una musculatura imponente y un rostro airoso, de cuyos ojos rebosaba la ferocidad de una pantera acorralada.

El muchacho enrojeció ante la descripción. ¿Era aquél su aspecto? ¿Tenía los ojos de una fiera acorralada? Era posible, pues desde que nació no había hecho otra cosa que sentir se acorralado por todo, por su padre, por la vida, por la mala suerte, y últimamente por los matones de Murray. Sin saber qué decir, miró a Wells.

—Se trata de la horrenda descripción de un escritor sin el menor talento, pero no puede negarme que usted encaja perfectamente en ella —dijo Wells, arrojando el manuscrito sobre la mesa con gesto de absoluto desprecio.

Pasaron unos segundos sin que nadie dijera nada.

—Pese a todo, Bertie —intervino al fin Jane—, este joven necesita tu ayuda.

—Ah, sí. Es cierto —repuso de mala gana Wells, que tras su hábil episodio de desenmascaramiento pensaba dar por zanjada la visita.

—¿Cuál es su verdadero nombre? —preguntó Jane al joven.

—Me llamo Tom Blunt, señora —respondió éste, inclinándose educadamente ante ella.

—Tom Blunt —repitió Wells con burla—. No suena igual de heroico, claro.

Jane le reprobó con la mirada. No soportaba que su marido recurriese al desdén para paliar la terrible sensación de inferioridad física que solía aquejarlo siempre que se hallaba en presencia de alguien físicamente más imponente.

—Y dígame, Tom —dijo Wells tras un carraspeo—, en qué puedo ayudarle.

Tom suspiró. Sin dejar de estrujar su gorra como si quisiera exprimirla, y con la mirada clavada con humildad en el suelo, pues ya no era ningún valeroso héroe del futuro, sino simplemente un pobre diablo, intentó narrarle al matrimonio todo lo que había sucedido desde que su vejiga lo apremiara a buscar un lugar apartado del decorado del futuro para descargarla. Intentando no aturrullarse, les contó cómo la muchacha llamada Claire Haggerty había aparecido de la nada justo en el momento en que él se había desembarazado del yelmo de su armadura, viéndole la cara, y todos los problemas que eso podría acarrearle, para lo que tuvo que desvelarles el desagradable modo en que Murray se aseguraba de que su elenco de actores no arruinara la función, ilustrándolo con el caso de Perkins. Sus conjeturas hicieron soltar a la mujer del escritor un gritito de estremecimiento, mientras éste se limitaba a sacudir la cabeza, como si no esperase otro proceder de Gilliam Murray. A continuación, les habló de cómo se había tropezado con Claire Haggerty en el mercado y no había dudado en arrancarle una cita sin importarle las consecuencias que ello pudiera tener, dejándose llevar únicamente, reconoció con pudor, por sus instintos de hombre. Y como luego había tenido que inventarse todo lo de las cartas para que ella accediera a acompañarlo a la pensión. Sabía que no habla obrado bien, les dijo, sin atreverse a levantar los ojos del suelo, y estaba arrepentido, pero no debían entretenerse en juzgar su comportamiento porque su acto había tenido consecuencias imprevistas. La muchacha se había enamorado de él y, convencida de que todo era cierto, había escrito obedientemente la primera de las cartas, dejándola en la colina de Harrow. Sacó la carta y se la entregó a Wells, que la tomó lleno de estupefacción por lo que estaba oyendo. El escritor la desplegó y, tras aclararse ruidosamente la voz, procedió a leerla en voz alta para que su intrigada esposa también pudiera conocer su contenido. Trató de hacerlo con el desapego de un párroco dando un sermón, pero no pudo impedir que la voz le temblara de emoción en ciertos pasajes. Aquellos sentimientos eran tan hermosos que no pudo sino sentir un punto de envidia del joven que tenía delante, que sin merecerlo se había convertido en el destinatario de un amor tan incondicional que lo obligaba a cuestionarse sus propios sentimientos, a replantearse su modo de sentir, su manera de querer y ser querido. La expresión conmovida que se había apoderado del rostro de Jane le confirmó que su mujer también había sentido algo similar.

—He intentado escribirle —dijo Tom—, pero yo apenas sé leer. Y temo que si mañana no hay una carta esperándola en la colina la señorita Haggerty pueda hacer alguna locura.

Wells también tuvo que reconocer que aquello era lo más probable, dado el desaforado tono de la misiva.

—He venido para pedirle que se escriba con ella por mí —confesó entonces el joven.

Wells lo contempló, atónito.

—¿Cómo dice?

—Solo serán tres cartas, señor Wells. ¿Qué significa eso para usted? —dijo el joven, y luego, tras sopesarlo unos segundos, añadió—: No puedo pagarle, pero si algún día necesita ayuda para resolver algún asunto que no pueda solucionar civilizadamente, solo tendrá que llamarme.

Wells no podía creer lo que estaba oyendo. Iba a responder que no pensaba involucrarse en aquel lío cuando sintió la mano de Jane apretando cálidamente la suya. Se volvió hacia su esposa, que le sonrió con la misma expresión soñadora que la ganaba cuando terminaba una de esas novelas románticas a las que era tan aficionada; luego miró a Tom, que lo contemplaba a su vez lleno de expectación. Y supo que no tenía alternativa: debía volver a salvar una vida usando su imaginación. Observó durante un largo rato las cuartillas que tenía en las manos, surcadas por la letra menuda y elegante de la muchacha llamada Claire Haggerty. En el fondo, reconoció, resultaba tentador continuar aquella historia tan imaginativa, fingirse un bravo héroe del futuro en mitad de una cruenta guerra con los malvados autómatas, e incluso decirle a otra mujer que la amaba apasionadamente bajo la aprobación de su propia esposa, como si de repente habitaran un mundo que había decidido fomentar los instintos más hondos del hombre en vez de recortarlos igual que setos, dando origen a una convivencia armoniosa entre todos los habitantes del planeta, purgada de celos y prejuicios, donde el libertinaje había sublimado en una suerte de tierna y cortés camaradería. El reto lo estimulaba enormemente, era cierto, y ya que no tenía más remedio que llevarlo a cabo, se animó diciéndose que cartearse con aquella desconocida podía resultarle tan divertido como excitante.

—De acuerdo —dijo de mala gana—. Pásese mañana a primera hora y tendrá su carta.