XXVII

Si hubiese querido llamar la atención, no habría encontrado un modo mejor de hacerlo, pensó Tom. El repentino desmayo de Claire, y el estrépito de la tetera y las tazas estallando contra el suelo al ser arrastradas con el mantel, habían arruinado bruscamente todas las conversaciones que enrarecían el aire del salón, instaurando un silencio nítido y sobrecogido. Desde el fondo de la estancia, donde había sido desplazado por el ajetreo posterior, Tom contemplaba ahora el revuelo de señoras en torno a la muchacha. Como un equipo de salvamento que llevara ensayando aquella operación durante años, la habían tumbado en un diván, le habían colocado los pies en alto sobre una pila de cojines, le habían aflojado el corsé —esa pérfida prenda juzgada unánimemente responsable del desmayo por impedirle tomar la cantidad de aire que requieren las conversaciones emotivas—, y habían ido a buscar sales para reanimarla. Tom la vio volver a la vida con un estertor. Las cocineras y clientas que se habían involucrado en la operación habían erigido en torno a la muchacha una suerte de mampara matriarcal para evitar que los caballeros de la sala pudieran ver más piel de la recomendada. Tras varios minutos, Claire emergió del muro de carne tambaleándose, pálida como una aparición, y arrastró una mirada aturdida por la sala. Tom la saludó desde el fondo, alzando tontamente la sombrilla. Tras un par de segundos de duda, la muchacha avanzó hacia él, abriéndose paso entre los curiosos que se arracimaban a su alrededor. Al menos parecía haberlo identificado como la persona con la que había estado tomando el té antes de perder la consciencia.

—¿Se encuentra bien, señorita Haggerty? —le preguntó cuando ella logró llegar hasta él creyendo oportuno olvidarse del tuteo que tanto le había costado conquistar—. Quizás le convenga salir a tomar el aire…

La muchacha asintió con la cabeza, y se apoyó en el brazo que Tom le tendió con la docilidad de un halcón en el guantelete de su dueño, como si salir a la calle a respirar, y liberarse de paso de tantas miradas curiosas, fuese la mejor idea que él hubiese tenido nunca. Tom la condujo fuera del salón, pidiéndole disculpas por el trastorno que le había causado en un tartamudeo ininteligible. Una vez fuera, se detuvieron en la acera, sin poder evitar contemplar la pensión que, como una amenaza, se alzaba justo enfrente. Claire, a quien el fresco de la calle le había hecho recuperar un cierto color en las mejillas, examinó con una mezcla de inquietud y resignación el lugar donde estaba escrito que esa tarde debía entregarse al bravo capitán Shackleton, el salvador de la raza humana, un hombre que aún no había nacido y que sin embargo, como si fuese cosa de magia, se encontraba en aquel momento a su lado, evitando mirarla.

—¿Y si no lo hago, capitán? —preguntó al aire—, ¿y si no subo ahí con usted?

Para ser justos, he de decir que a Tom le sorprendió la pregunta, pues a estas alturas, después del desastroso final de la cita, no confiaba lo más mínimo en que sus aviesos planes tuviesen alguna oportunidad de realizarse. Sin embargo, pese al aparatoso desmayo, la muchacha no había olvidado nada de lo que él le había contado, y estaba claro que seguía creyendo su mentira. Con trazo tembloroso, Tom había improvisado en la página en blanco del tiempo por venir un romance oportuno, un idilio que justificase lo que iba a ocurrir e incluso animara a la muchacha a entregársele sin miedo ni reservas, y ése era para ella el único futuro que existía. Un prurito de remordimientos cruzó su mente como un relámpago, obligándolo a considerar la posibilidad de eximirla del trance que se avecinaba, y que la muchacha parecía dispuesta a encarar como una penitencia. Podía decirle que el futuro no estaba escrito en piedra, que podía elegir. Pero había invertido demasiada saliva en aquella empresa como para rehusar cobrar su presa ahora que al parecer la había abatido. Recordó una frase que solía decir Gilliam Murray, y la repitió sin empacho, en el pertinente tono fatalista:

—Ignoro qué consecuencias tendría eso sobre el tejido del tiempo.

Claire lo contempló con cierta alarma, mientras él se encogía de hombros, exonerándose de toda responsabilidad. Al fin y al cabo, no podía culparlo de nada: él estaba allí porque ella misma se lo había ordenado en sus cartas. Había cruzado el tiempo para hacer algo que Claire ya le había contado que habían hecho, y con profusión de detalles, además. Había viajado a través de los años para poner en marcha la maquinaria de su romance, para desencadenar lo que ya había ocurrido pero todavía no había pasado. La muchacha también pareció llegar a la misma conclusión. Después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer, largarse y seguir con su vida, casarse con alguno de sus admiradores? Tenía ante sí la posibilidad de vivir lo que anhelaba desde que nació: un amor más grande que la vida, un amor a través del tiempo. No tomarlo era como si hubiese estado mintiéndose durante toda su existencia.

—El mejor recuerdo de toda mi vida —sonrió—. ¿De verdad escribí eso?

—Sí —respondió Tom sin dudarlo—. Eso fue exactamente lo que escribiste, Claire.

La muchacha lo observó, indecisa. No podía acostarse así como así con un desconocido. Pero se trataba de un caso excepcional: debía entregarse a él o el universo sufriría las consecuencias. Debía sacrificarse para preservar el mundo. ¿Pero se trataba realmente de un sacrificio?, se dijo, ¿acaso no lo amaba? ¿Acaso no era amor el tumulto de emociones que inundaban su alma cada vez que lo miraba? Sí, no podía ser otra cosa. Aquella sensación que la iluminaba por dentro y hacía temblar sus rodillas solo podía ser amor, porque si aquello no lo era, ¿qué podría serlo entonces? El capitán Shackleton le había asegurado que esa tarde se amarían y luego ella le escribiría hermosas cartas, ¿por qué resistirse a seguir esos pasos, si a fin de cuentas era lo que ansiaba hacer? ¿Debía evitarlo por la sencilla razón de que ya lo había hecho, de que estaba caminando sobre las huellas de otra Claire que, después de todo, era ella misma? ¿Debía evitarlo por sentir que no se trataba de un deseo sincero, por el incómodo sabor a imposición que impregnaba un gesto que debía ser espontáneo? Por más que reflexionaba sobre ello no encontraba un motivo real para resistirse a lo que ansiaba hacer con toda su alma. Ni Lucy ni ninguna de sus amigas aprobarían que se acostara con un desconocido. Y eso, precisamente, fue lo que acabó de decidirla. Sí, se acostaría con él, y se pasaría el resto de su vida echándolo de menos, escribiéndole largas y hermosas cartas en las que derramaría su perfume y sus lágrimas. Sabía que era lo suficientemente fuerte y perseverante para mantener un amor encendido a pesar de no volver a ver a la persona que lo había desencadenado. Ése era su destino, al parecer. Y era un destino extraordinario, un sino irresistiblemente trágico, mucho más agradable de sobrellevar que el aburrido matrimonio que podía urdir con alguno de sus insulsos pretendientes. Sus labios forjaron una mueca resuelta.

—Espero que no exagerase para evitar socavar su orgullo, capitán —bromeó.

—Me temo que solo hay un modo de averiguarlo —respondió Tom, devolviéndole la sonrisa.

El risueño talante con que la muchacha había resuelto enfrentar la situación alivió enormemente a Tom, para quien ya no iba a resultar tan doloroso aprovecharse de ella. Se disponía a disfrutar de su cuerpo mediante una artimaña rastrera, sí, para luego desaparecer de su vida para siempre, y aquel deshonesto comportamiento, a pesar de que aún consideraba que aquella arrogante muchachita no se merecía otro trato, le provocaba un inesperado malestar interior, una desazón que le revelaba que todavía no se había deshecho de todos sus escrúpulos. Sin embargo, ahora ya no se sentía tan culpable, pues la muchacha también parecía decidida a encontrar un indudable goce en entregarse al capitán Shackleton, el valeroso héroe que susurraba su nombre entre los escombros del futuro.

El interior de la pensión se antojaba limpio e incluso acogedor en comparación con las fondas donde Tom solía pernoctar. Quizás a la muchacha le pareciese un lugar insulso, indigno para las de su clase, pero al menos no tenía excusa para huir espantada. Mientras solicitaba la habitación, Tom la observó de soslayo examinar despreocupadamente los cuadros que adornaban el modesto vestíbulo, y le pareció entrañable el esfuerzo de la muchacha por aparentar un aire mundano, como si acostarse con hombres del futuro en las pensiones de Londres fuera el modo que tenía de pasar sus tardes. Una vez resuelto el trámite de la habitación, ambos subieron la escalera que conducía a la planta superior y se aventuraron por el estrecho pasillo. Y al contemplarla caminar delante de él con aquella mezcla de arrojo y sumisión, Tom fue al fin consciente de lo que iba a ocurrir. Ya no había marcha atrás: iba a hacer el amor con aquella muchacha, iba a tener su cuerpo desnudo entre los brazos, entregado y pudiera ser que incluso ardiente. Una llamarada de lujuria lo envolvió de pies a cabeza, estremeciéndolo. Intentó contener sus ansias cuando se detuvieron ante la puerta de la habitación que les correspondía. La mujer sufrió entonces un repentino envaramiento.

—Sé que será hermoso —dijo de repente, entrecerrando los ojos, como si necesitase darse ánimos.

—Lo será, Claire —corroboró Tom, intentando disimular su impaciencia por desnudarla—. Tú misma me lo has confesado.

La muchacha asintió con un suspiro resignado. Sin más dilación, Tom abrió la puerta del cuarto, la invitó a pasar con una educada inclinación de cabeza y la cerró tras de sí. Una vez desaparecieron, el angosto pasillo quedó nuevamente desierto. Por el ventanal del fondo, cuyos mugrientos cristales demandaban una buena limpieza, se filtraba la luz de la tarde, que comenzaba a declinar. Era un resplandor moribundo que tenía cierta tonalidad de cobre, una luminosidad suave y delicada, e incluso un tanto angustiosa, que convertía las motas de polvo que flotaban en el aire en insectos de cristal. Aunque tal vez sea más apropiado compararlas con una lluvia de polen, ¿no les parece?, dado el característico levitar, tan moroso y arbitrario, de las mencionadas motas, ese hipnótico mecerse en el aire sin un destino claro. De algunas puertas cerradas brotaban los inconfundibles ruiditos del batallar amoroso: gemidos roncos, gritos ahogados, e incluso alguna palmada entusiasta, causada por el azote de una mano abierta sobre una nalga mórbida, sonidos todos ellos que, aliados con los rítmicos crujidos que emitían los andamiajes de las camas, anunciaban que el amor que sucedía allí no era de naturaleza conyugal. Mezclado con los sonidos que delataban las hazañas venéreas de algunos clientes, viajaban también otros menos concupiscentes, como retazos de discusiones o el llanto de algún niño, que ayudaban a completar la deslavazada sinfonía del mundo. El pasillo, de unos treinta metros, estaba adornado con algunos cuadros de paisajes brumosos y varias lámparas de aceite asidas a la pared, que el dueño, el señor Pickard —me parece descortés no presentárselo, pese a que no volverá a aparecer en este relato—, se disponía a encender en ese preciso instante, fiel a su costumbre, para no entregar el pasillo a las tinieblas, propiciando toda suerte de tropiezos en la desbandada posterior de sus huéspedes.

A él pertenecían los pasos que se escuchaban ahora resonando en la escalera. Cada noche subía los peldaños con mayor dificultad, porque los años no pasan en balde, y últimamente no podía evitar coronar la escalada con un comedido suspiro de triunfo. El señor Pickard sacó la caja de fósforos del bolsillo de su pantalón y comenzó a prender la media docena de lámparas repartidas a lo largo del pasillo. Las encendía parsimoniosamente, introduciendo el fósforo bajo la tulipa con la habilidad del espadachín que ensaya una estocada, hasta prender la mecha empapada de aceite. El tiempo había convertido aquel acto en una suerte de ceremonia mecánica que solía realizar con expresión ausente. Ningún huésped hubiese podido decir en qué pensaba el señor Pickard durante el ritual diario de encender las lámparas, pero yo no soy un huésped y los entresijos de su cabeza, al igual que los del resto de personas que pueblan esta historia, no me están vedados. El señor Pickard pensaba en su pequeña nieta Wendy, que había muerto de escarlatina hacía ya más de diez años: le resultaba imposible no comparar el acto de prender aquellas luces con el que el Creador llevaba a cabo con sus criaturas, encendiéndolas y apagándolas cuando le venía en gana, sin que pudiesen entenderse sus propósitos, sin importarle sumir en la oscuridad a cuantos le rodeaban. Tras encender la última lámpara, el señor Pickard volvió sobre sus pasos y emprendió el descenso de las escaleras una vez más, abandonando esta historia con la misma discreción con la que había entrado.

Tras su marcha, el pasillo volvió a quedar desierto, aunque excelentemente iluminado. Quizás les impaciente que vuelva a describírselo otra vez, pero me temo que es lo que haré, pues no tengo ninguna intención de traspasar la puerta de la habitación donde se hayan Tom y Claire con el indecoroso propósito de invadir su intimidad. Deléitense en las trémulas sombras que las lámparas arrojan sobre las flores de lis de la pared, y jueguen a imaginar conejos, osos o perritos en las formas de sus contornos mientras la tarde se hace noche, mientras, ajenos a las cuitas de los hombres, los minutos se acumulan convirtiéndose inexorablemente en horas como una bola de nieve que rueda por una ladera.

No les preguntaré el número de animalitos que han logrado identificar hasta el instante en el que la puerta de la habitación al fin se abre y Tom emerge de su interior. Con una sonrisa satisfecha meciéndose en sus labios, se introdujo la camisa bajo los pantalones y se colocó la gorra. Había alegado que debía irse antes de que se cerrase el agujero, deshaciéndose suavemente de los brazos de Claire, quien le había besado con la solemnidad de quien es consciente de que está besando por última vez al hombre al que ama, y con ese beso pesándole en los labios inició Tom Blunt el descenso de las escaleras, preguntándose cómo podía sentirse a un tiempo el hombre más feliz del mundo y el ser más despreciable del universo.