La casa de huéspedes de Buckeridge Street era un inmueble destartalado, de fachada costrosa, encajonado entre dos ruidosas tabernas que desbarataban el sueño de quienes pretendían descansar al otro lado de los tabiques, pero si la comparaba con otras madrigueras donde se había alojado, para Tom Blunt aquel sucio escondrijo era lo más parecido a un palacio que conocía. A esa hora, rebasado el mediodía, la calle estaba perfumada con el olor de las salchichas asadas que manaba de las tabernas, un aroma intenso que para la mayoría de los huéspedes de la fonda, cuyos bolsillos solo guardaban pelusas, se antojaba una tortura constante. Tom cruzó la calle en dirección a la pensión tratando de ignorar aquellos efluvios que lo hacían salivar como a un perro, lamentando que su temor le hubiese obligado a sacrificar el banquete con el que Gilliam Murray había querido agasajarlos y que le habría servido para contentar su estómago por unos días. Junto a la puerta de la fonda encontró el tenderete de la señora Ritter, una viuda de rostro afligido que se sacaba algún dinero leyendo la buenaventura en la palma de la mano.
—Buenos días, señora Ritter —la saludó con una sonrisa cortés—. ¿Qué tal marcha el negocio hoy?
—Tu sonrisa es lo mejor que he visto en toda la mañana, Tom —respondió la mujer, contenta de verlo—. Hoy parece que nadie quiere saber nada del futuro. ¿Acaso has convencido a todo el barrio de que es mejor no conocer lo que nos depara la Providencia?
Ante el comentario de la mujer, la sonrisa de Tom se combó aún más, como una balda atestada de cosas. La señora Ritter le caía bien, y desde que se había establecido allí con su miserable tenderete Tom se había autonombrado su valedor. Cuando, tras encajar las piezas sueltas rescatadas de los rumores del barrio, logró completar su trágica historia, que parecía la plantilla que el Creador usaba para copiar las existencias desventuradas, pues no había calamidad que la señora Ritter no hubiese padecido, Tom juzgó que aquella mujer había sufrido ya demasiado, por lo que se propuso ayudarla en la medida de sus posibilidades, que desgraciadamente no pasaban de robar manzanas para ella en el mercado de Covent Garden, o detenerse a darle conversación cada vez que entraba o salía de la fonda, intentando animarla si tenía un mal día. A pesar de todo jamás había consentido que le leyera la mano, ofreciéndole siempre la misma excusa: descubrir qué le tenía reservado el destino acabaría matando su curiosidad, que era lo único que le movía a levantarse de la cama cada mañana.
—Nunca intentaría sabotear su negocio, señora Ritter —respondió divertido—. Seguro que la cosa mejora por la tarde.
—Ojalá, Tom, ojalá.
Se despidió de ella y emprendió la subida por la desvencijada escalera que conducía a la planta superior de la pensión, donde se hallaba su habitación. Abrió la puerta y, con una atención inusitada, como si lo viese por primera vez, contempló el cuartito en el que llevaba ya casi dos años viviendo. Pero su mirada no pretendía valorar la destartalada cama, ni la cómoda medio carcomida ni el apulgarado espejo, tampoco la ventanita que se abría sobre el callejón encharcado y colmado de basura que había tras el inmueble, como hizo el día que la patrona se la enseñó. Esta vez, parado junto a la puerta, Tom observó el cuartito como si de repente fuese consciente de que aquel triste espacio que apenas podía costearse representaba todo lo que había logrado conquistar al mundo. Y lo invadió la certeza de que nada de aquello cambiaría nunca, que aquel presente era tan inamovible que se iría devanando en el futuro silenciosamente, sin que ningún cambio delatara el correr del tiempo, y que solo en momentos de extraña lucidez como aquél alcanzaría a comprender que la vida se le estaba escapando como agua entre los dedos.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer con las cartas que le habían tocado en suerte?, se dijo. Su padre había sido un pobre diablo que creyó que había encontrado el trabajo de su vida cuando lo contrataron para recoger los excrementos que se acumulaban en las pozas de las traseras de las casas. Cada noche salía a aligerar a la ciudad de sus inmundicias como si la propia Reina fuese a felicitarlo algún día por su labor, convencida como él de que aquel trabajo desagradable era la piedra de toque sobre la que se elevaba el Imperio: ¿dónde podía llegar un país que se hundía en sus propios excrementos?, solía decir. Su máxima aspiración, para mofa de sus amigos, era comprarse una carreta mayor que le permitiese cargar más mierda que a los demás. Si algún recuerdo conservaba Tom de su niñez era el insoportable hedor que envolvía a su padre cuando se metía en la cama al amanecer, y que él intentaba combatir aplastando la nariz contra el pecho de su madre, para aspirar el olor dulzón que se adivinaba bajo el sudor de su extenuante jornada en la fábrica de algodón. Pero aquel tufo a excrementos era preferible al olor a vino barato que empezó a arrastrar cuando el florecimiento del alcantarillado acabó con sus ridículas aspiraciones, y que el pequeño Tom ni siquiera pudo combatir con el aroma acaramelado de su madre porque un repentino brote de cólera la había arrancado de su lado. La cama familiar se hizo entonces más ancha, pero Tom dormía con un ojo abierto porque nunca sabía cuando su padre podía despertarlo a correazos, desaguando sobre su tierna espalda el rencor que sentía hacia el mundo.
Al cumplir los seis años lo obligó a mendigar para costearle el vino. Despertar la piedad de los demás era una tarea ingrata, pero a la larga descansada, y no supo cuánto podía echarla de menos hasta que su padre le ordenó ayudarlo en su nuevo trabajo, que había conseguido gracias a su carreta y su destreza con la pala. Así supo Tom que la muerte podía dejar de ser algo abstracto para adquirir forma y peso, e imponerle en los dedos un resabio de frío que ningún fuego iba a expulsar jamás, pero sobre todo comprendió que quienes en vida no valían nada, una vez muertos cobraban un repentino valor, pues guardaban bajo la carne una pequeña fortuna en órganos. Estuvo desvalijando ataúdes y sepulcros a las órdenes de un boxeador retirado llamado Crouch, quien vendía los cadáveres a los cirujanos, hasta que su padre murió al caer al Támesis en una de sus frecuentes borracheras. De la noche a la mañana, Tom se quedó solo en el mundo, pero con las riendas de su vida en las manos. Ya no tenía por qué seguir importunando el sueño de los muertos. Ahora sería él quien decidiría hacia dónde encaminar sus pasos.
Cargar cadáveres lo había convertido en un muchacho fuerte y despierto, por lo que le resultó fácil conseguir trabajos más honrados, a pesar de que la suerte nunca se dignó a insuflar el suficiente viento en sus velas como para permitirle alejarse de aquella vida a salto de mata. En un corto período de tiempo, ejerció de barrendero, abrecoches, exterminador de chinches e incluso de deshollinador, hasta que descubrieron a su compañero robando en una de las casas cuya chimenea debían limpiar y ambos fueron arrojados a la calle por los criados, no sin llevarse algún que otro moratón de propina. Pero todo aquello lo dio por bueno al conocer a Megan, una hermosa muchacha con la que estuvo conviviendo durante algunos años en un sótano mal ventilado de Hague Street, en el barrio de Bethnal Green. Megan no solo le supuso una agradable tregua en su batallar, sino que incluso le enseñó a leer usando los periódicos atrasados que rescataban de la basura. Gracias a ella Tom descubrió lo que ocultaban aquellos extraños signos, y entonces supo que el mundo que había más allá de donde terminaba el suyo era igual de terrible. Desgraciadamente, la felicidad nace condenada en ciertos barrios, y ella no tardó en abandonarlo por un fabricante de sillas que no sabía lo que era el hambre.
Cuando, dos meses más tarde, volvió con el rostro lleno de moratones y ciega de un ojo, Tom la recibió como si nunca se hubiese ido. Aunque su traición había sido el golpe de gracia que había acabado con un amor ya demasiado castigado por las circunstancias, Tom la cuidó noche y día, preparándole jarabe de opio para mantener a raya el dolor y leyéndole como si fueran poemas las noticias de los periódicos atrasados; y habría seguido haciéndolo por el resto de su vida, atado a ella por una piedad que con el tiempo tal vez pudiera convertir de nuevo en cariño, si la infección de su ojo no hubiese vuelto a ensanchar su cama.
La enterraron una mañana de lluvia en una modesta iglesia cercana al asilo para lunáticos, sin nadie que llorase ante su tumba salvo él mismo. Pero ese día Tom sintió que lo que introdujeron en la fosa era mucho más que el cuerpo de Megan. Estaban enterrando su fe en la vida, sus ingenuas esperanzas de poder enfrentarla con honestidad, su inocencia. Ese día, en un ataúd barato, junto a la única persona en la que se había atrevido a trasplantar el amor que había sentido por su madre, estaban sepultando también a Tom Blunt, pues de pronto ya no supo quién era. No se reconoció en el joven que, esa misma noche, esperó agazapado tras un muro a que el vendedor de sillas llegara a su casa, en la criatura salvaje que se le abalanzó encima acorralándolo contra la pared, en la fiera que lo doblegó sobre el suelo con la rabia de sus puños. Los gemidos agónicos del desconocido anunciaban la muerte, pero también eran los quejidos de una parturienta que traía al mundo a un nuevo Tom, un Tom que parecía capaz de cualquier cosa, un Tom cualificado para perpetrar actos como aquél sin que su alma temblase, quizás porque alguien se la había extirpado y vendido a los cirujanos. Había intentado sobrevivir honestamente, y la vida no había hecho más que aplastarlo como si de un repugnante insecto se tratara. Había llegado el momento de sobrevivir de otro modo, se dijo ante el despojo sanguinolento al que había reducido al fabricante de sillas.
Tenía casi veinte años, y la vida le había enquistado en la mirada una dureza feroz que al combinarse con sus músculos le otorgaban un aire inquietante, incluso un tanto pendenciero si se inclinaba al caminar, por lo que no tuvo problemas en ponerse al servicio del peor usurero de Bethnal Green, al que obedecía de día, recorriendo las calles con una lista de morosos a los que debía intimidar, y al que no se privaba de robar de noche, como si la moralidad que guiaba sus actos en el pasado no fuese sino un objeto inútil que le impedía rentabilizar su existencia, en la que ya no había sitio para otra cosa que su propio interés. La vida se convirtió entonces en una sencilla rutina consistente en ejercer la violencia contra quien le encargase a cambio del dinero necesario para alquilar un cuartucho y los servicios de alguna puta cuando necesitaba desahogarse, una vida gobernada por un único sentimiento: el odio, que regaba a diario con cada golpe de sus puños, como si de una flor exótica se tratara, un odio confuso pero intenso que se desencadenaba ante la menor impertinencia y lo hacía llegar a la pensión con varios moretones en la cara y otra taberna más que eliminar de su recorrido. Durante ese tiempo, no obstante, Tom era consciente de su propia insensibilidad, de la gélida indiferencia con la que rompía dedos y profería susurrantes amenazas en los oídos de sus víctimas, pero se justificaba diciéndose que no tenía alternativa, que de nada iba a servirle nadar en contra de aquella corriente que lo arrastraba hasta el lugar que quizás le correspondiese. Como una serpiente mudando la piel, él solo podía mirar hacia otro lado mientras se despojaba de la gracia de Dios en su camino al infierno. Quizás, después de todo, no valía para otra cosa. Quizás, después de todo, había venido al mundo para romper dedos, para ocupar un lugar de honor entre los malhechores y depravados. Y habría continuado adentrándose resignadamente en la orilla oscura del mundo, libre de toda responsabilidad, sabiendo que tarde o temprano llegaría un momento en el que le propondrían cometer su primer asesinato, de no ser porque alguien creyó que le sentaba mejor el papel de héroe.
Tom se presentó en la empresa de Murray sin saber en qué consistía el trabajo que ofrecían, y todavía recordaba la mueca de asombro con la que aquel hombre enorme se había levantado de su escritorio al verlo entrar, y cómo había comenzado a dar vueltas a su alrededor profiriendo eufóricas exclamaciones, palpando sus músculos y examinando su quijada con ademanes de sastre demente.
—No puedo creerlo, es usted tal y como lo he descrito —le dijo, sin que Tom comprendiera a qué diablos se refería—. Es usted el auténtico capitán Derek Shackleton.
Lo condujo entonces a un enorme sótano donde otros hombres, vestidos con extraños disfraces, parecían estar ensayando una función de teatro. Ésa fue la primera vez que vio a Martin, Jeff y los demás.
—Caballeros, les presento a su capitán —les anunció Gilliam—, el hombre por el que deberán dar su vida.
Y así fue cómo, de la noche a la mañana, Tom Blunt, matón, ladrón y camorrista, se convirtió en el salvador de la humanidad. Aquel trabajo le contentó los bolsillos, pero hizo mucho más por él: rescató su alma del fuego del infierno donde ardía tan desganadamente, pues por alguna razón Tom consideró inapropiado seguir quebrando huesos por ahí ahora que debía salvar al mundo. Sonaba ridículo, pues ambas cosas resultaban perfectamente compatibles, pero era como si el noble espíritu de Derek Shackleton lo alumbrara por dentro, ocupando el cráter que había dejado el alma extirpada del Tom Blunt original en una posesión natural y pacífica, nada traumática. Tras el primer ensayo, Tom se liberó de la armadura del capitán Shackleton, pero decidió llevarse el personaje a casa, o tal vez fue un acto inconsciente que no pudo evitar. Lo cierto es que le seducía ver el mundo como si realmente fuese su salvador, como lo vería un héroe que cargaba en el pecho con un corazón tan valiente como generoso, y ese mismo día decidió buscar un trabajo más decente, como si con sus palabras aquel gigante llamado Gilliam Murray hubiese avivado el diminuto rescoldo de humanidad que él todavía conservaba en el fondo del alma.
Pero ahora todos sus planes de redención se habían malogrado por culpa de aquella estúpida muchachita. Se sentó en la cama Y desenvolvió la sombrilla que había ocultado en su chaqueta, sin duda el objeto más caro que había allí. Si la vendía podría sacar para el alquiler de dos o tres meses, se dijo, acariciándose el moratón del costado, donde llevaba atada la bolsita de jugo de tomate que la espada de Martin debía reventar durante el duelo. Al menos algo de bueno había tenido el encuentro con la muchacha, aunque era difícil olvidarse del lío en el que lo había metido. No quería ni pensar en los problemas que podría traerle encontrársela en la calle. Si eso llegaba a suceder alguna vez, los peores temores de su jefe se verían confirmados, pues la muchacha descubriría inmediatamente que Viajes Temporales Murray era un fraude. Y, aunque eso era lo peor, no era lo único. De paso, también averiguaría que él no era ningún héroe del futuro, sino un pobre diablo que no tenía dónde caerse muerto; y entonces Tom tendría que contemplar cómo la devoción que le profesaba se transformaba en decepción ante sus propias narices, tal vez incluso en una sensación de asco mal disimulada, como si estuviese viendo a una mariposa convirtiéndose en oruga. Comparado con el descubrimiento del fraude, aquello era un mal menor, naturalmente, pero sabía que lo lamentaría mucho más. En el fondo, le resultaba enormemente placentero evocar la embelesada mirada que la mujer le había dedicado, pese a saber que no iba destinada a él, sino al héroe que encarnaba, al bravo capitán Shackleton, el liberador de la raza humana. Sí, prefería que Claire lo imaginara en el año 2000, reconstruyendo el mundo, que sentado en aquel cuchitril inmundo, pensando en el dinero que algún prestamista podría darle por su sombrilla.
Quienes acuden a primera hora al mercado de Bíllingsgate saben que los olores viajan más rápido que la luz, pues mucho antes de que la noche reciba la primera puñalada de claridad, los efluvios a intimidad marina del marisco y el penetrante hedor de las anguilas que rebosan las carretas de los pescaderos ya se mecen en el frío aire nocturno. Culebreando entre puestos de ostras y vendedores de calamares que vociferaban su mercancía, tres por un penique, Tom Blunt alcanzó la verja de entrada al puerto, donde se arracimaban otros pobres diablos como él, exhibiendo músculos y decisión, a la espera de que el dedo benévolo de algún patrón los escogiese para descargar su buque proveniente de ultramar. Resguardándose del frío en su chaqueta, Tom se mezcló entre la muchedumbre, en la que enseguida distinguió a Patrick, un joven alto y fornido con el que, de tanto coincidir descargando cajas, había tejido casi sin pretenderlo una vaga amistad. Se saludaron con un afectuoso asentimiento de cabeza y, como palomos henchiendo el buche, intentaron diferenciarse del grupo para llamar la atención de los patronos. Por lo general, ambos eran elegidos en la primera tanda gracias a su saludable físico, lo que sucedió también esa mañana. Se felicitaron eluno al otro con una sonrisa imperceptible, y se dirigieron al carguero de turno con la docena de estibadores seleccionados.
A Tom le gustaba aquel trabajo sencillo y honesto, que no exigía de él otra cosa que buenos brazos y cierta rapidez de movimientos, no solo porque le permitía contemplar el hermoso espectáculo del amanecer sobre el Támesis, sino también porque mientras sentía cómo el esfuerzo físico iba inoculándole una fatiga tan vivificante como apaciguadora, podía dejar que sus pensamientos vagaran a la deriva, que tomaran caminos a veces inesperados. Era algo parecido a lo que solía hacer en la colina de Harrow, una pequeña loma que se hallaba a las afueras de Londres, coronada por un roble centenario rodeado de una decena de tumbas, como si aquellos muertos no quisieran saber nada de los que se hacinaban en el pequeño cementerio vecino. La había descubierto en uno de sus paseos, y en aquel reducto de hierba que había llegado a considerar su santuario privado, una suerte de capilla al aire libre donde descansar del estruendo de la urbe, a veces tenía la fortuna de hilar alguna meditación provechosa que, para su sorpresa, le revelaba el sentido de su propia existencia, habitualmente bastante esquivo. Sentado allí, preguntándose qué vida habría tenido John Peachey, el tipo que descansaba bajo la lápida más cercana al roble Tom podía contemplar también su existencia como si no fuese suya, y juzgarla con el desapego con el que tasaría la de aquel extraño.
Cuando terminó la jornada, Patrick y él se sentaron sobre unas cajas a la espera de la paga. Mientras aguardaban, ambos solían charlar de cualquier cosa, pero Tom llevaba toda la semana con la cabeza en otra parte. Aquél era el tiempo que había pasado desde el desafortunado encuentro con Claire Haggerty, y todavía no había sucedido nada. Al parecer, Murray seguía ignorando lo que había ocurrido, y quizás no lo descubriese nunca, pero de todos modos su vida ya no iba a ser la misma. De hecho, ya había dejado de serlo. Tom sabía que Londres era una ciudad demasiado grande como para volver a encontrarse con la mujer, pero eso no le eximía de caminar por sus calles con los ojos bien abiertos, temiendo tropezarse con ella al doblar cualquier esquina. A partir de ahora, por culpa de aquella estúpida muchacha, iba a tener que vivir intranquilo, siempre en guardia, tal vez incluso dejarse barba. Sacudió la cabeza al constatar cómo el gesto más insignificante podía cambiarte la vida: ¿por qué diablos no había tenido la precaución de aligerar su vejiga antes de la representación?
Cuando Patrick se atrevió al fin a reprocharle amistosamente el hosco silencio en que solía abismarse últimamente, Tom lo miró sorprendido. Lo cierto era que no se había tomado la molestia de disimular su ensimismamiento ante Patrick, y ahora no sabía qué responderle. Se limitó a tranquilizarlo con una sonrisa entre enigmática y melancólica, y su compañero se encogió de hombros, dándole a entender que tampoco era su intención embarrarse las botas en su intimidad. Una vez recibieron su paga, ambos abandonaron el puerto con el paso lento de quien no tiene mucho más que hacer el resto del día. Mientras caminaban, Tom observó a Patrick con afecto, temiendo que sus reservas le hubiesen dolido. El muchacho tenía tan solo un par de años menos que él, pero su aspecto aniñado lo hacía parecer mucho más joven, y Tom no había podido resistirse al acto reflejo de acogerlo bajo su ala, como el hermano menor que nunca tuvo, aunque de sobra sabía que Patrick podía cuidarse solo. Sin embargo, ni uno ni otro, quizás por pereza o pudor, se había interesado en continuar tallando aquel principio de amistad fuera del puerto.
—Con el dinero de hoy ya me queda menos, Tom —comentó de pronto Patrick con un deje soñador en la voz.
—Para qué —preguntó el otro, ciertamente intrigado, pues Patrick nunca le había hablado de que quisiera montar un negocio o casarse con alguna mujer.
El muchacho le dedicó una mirada misteriosa.
—Para cumplir mi sueño —respondió con solemnidad.
A Tom le alegró que aquel muchacho tuviese un sueño que lo ayudara a seguir adelante, un motivo por el que levantarse cada día, algo de lo que él últimamente carecía.
—¿Qué sueño es ése, Patrick? —inquirió, sabiendo que el muchacho esperaba la pregunta.
Con aire reverente, Patrick sacó un manoseado folleto del bolsillo Y se lo enseñó.
—Viajar al año 2000, y poder ser testigo de cómo el bravo capitán Shackleton vence a los malvados autómatas.
Tom ni siquiera tomó el folleto que tan bien conocía. Se limitó a mirar a Patrick con tristeza.
—¿No te atrae conocer el año 2000, Tom? —preguntó éste, incrédulo ante su indiferencia.
Tom suspiró.
—No se me ha perdido nada en el futuro, Patrick —respondió, encogiéndose de hombros—. Éste es mi presente, y es lo único que me interesa conocer.
—Ya —murmuró Patrick, sin atreverse a criticar su estrechez de miras.
—¿Has desayunado? —le preguntó Tom.
—¡Claro que no! —se escandalizó el muchacho—. Ya te he dicho que estoy ahorrando. Desayunar es un lujo que no puedo permitirme.
—Entonces deja que te invite —le propuso, pasándole el brazo paternalmente por el hombro—. Conozco un sitio cerca de aquí donde sirven las mejores salchichas de todo Londres.