XXI

Mientras sus compañeros de viaje se apeaban del tranvía temporal sin ceremonias, Claire se detuvo en el pescante y adelantó su pie derecho hacia el suelo del futuro con la misma solemnidad con la que de pequeña se adentró por primera vez en el mar. A los seis años había pisado las olas en las que parecía deshojarse el océano con un cuidado infinito, casi con reverencia, como si de ese celo dependiera el trato que la ofuscada inmensidad de agua habría de profesarle. Del mismo modo, se adentraba ahora en aquel año en el que pensaba quedarse, esperando de él un respeto recíproco. Cuando el tacón de su zapato tocó el suelo, a Claire le sorprendió su consistencia, como si esperase que el futuro, simplemente por ser un tiempo aún por hacer, debiera resultar tan quebradizo como un pastel a medio hornear. Sin embargo, un par de pasos bastaron para confirmarle que no lo era. El futuro resultaba un lugar sólido, sin duda real, aunque minuciosamente devastado, según pudo comprobar al alzar la mirada. ¿Aquella escombrera era Londres?

El tranvía se había detenido en un claro abierto entre las ruinas, el espacio de lo que tal vez hubiese sido en el pasado una pequeña plaza, de cuyo recuerdo solo quedaba un puñado de árboles calcinados y retorcidos. Los edificios que la cercaban se hallaban todos ellos destruidos. Tan solo sobrevivía en pie algún muro, todavía empapelado e incongruentemente adornado con algún cuadro o lámpara, el esqueleto quebrado de una escalera, alguna elegante verja que ya no protegía más que una montaña de cascotes. En las aceras se apreciaban siniestros túmulos de cenizas, probablemente restos de hogueras alimentadas con muebles, que los humanos sobrevivientes habrían encendido para combatir el frío nocturno. Claire no pudo encontrar en el ruinoso paisaje ninguna señal que le sirviese de referencia para descubrir en qué parte de Londres se hallaban, sobre todo porque, pese a ser por la mañana, apenas había luz. Del cielo, velado por un crespón de humo grisáceo, tejido por las decenas de incendios que asomaban entre los tejados como lámparas votivas, goteaba una claridad lúgubre que se entretenía en difuminar los contornos de aquel mundo destrozado, un mundo que parecía haber sido abandonado a su suerte, como un navío tocado por la malaria condenado a vagar por los océanos hasta que el peso de los siglos acabara recostándolo entre los corales.

Cuando consideró que ya habían tenido tiempo suficiente para hacerse una idea del aspecto desolado que mostraba el futuro, Mazursky les pidió que se agruparan y, con él a la cabeza y uno de los tiradores cerrando la comitiva, iniciaron la marcha. Los viajeros del tiempo abandonaron la plaza y enfilaron por una avenida donde la devastación se antojaba aún mayor, pues apenas quedaba ningún vestigio en pie que delatara que los cúmulos de escombros que los rodeaban hubiesen sido edificios alguna vez. Supuestamente aquella avenida debía de haber estado flanqueada de lujosas mansiones, pero la larga guerra había terminado por convertir la ciudad de Londres en un enorme basurero donde las suntuosas iglesias se confundían con las pensiones más hediondas en un indescifrable amasijo de ladrillos, entre los que Claire creyó distinguir con horror algún cráneo humano. El guía conducía al grupo entre aquellos montículos semejantes a piras funerarias, donde hurgaban aplicadamente algunos cuervos, buscando algún despojo que llevarse a la boca. El ruido de la comitiva los espantó, produciendo una desbandada que emborronó aun más el cielo. Tras la fuga, solo uno de ellos permaneció revoloteando sobre sus cabezas, trazando en el cielo la caligrafía funesta de su vuelo, como la luctuosa firma con la que el Creador cedía la patente de su invento a otro decepcionado por los resultados. Ajeno a tales sutilezas, Mazursky continuaba la marcha, escogiendo los accesos menos accidentados, o quizás los senderos más despejados de huesos, y deteniéndose bruscamente a amonestarlos cada vez que alguien, generalmente Ferguson, hacía alguna broma sobre el hedor a carnicería que flotaba en el aire o cualquier otra cosa que le llamara la atención, arrancando algunas risitas a las señoras que caminaban a su lado del brazo de sus maridos como si estuviesen paseando por el jardín botánico. A medida que avanzaban por aquel laberinto de ruinas, a Claire empezó a preocuparla cómo iba a hacer para separarse de la comitiva sin que nadie se percatara de ello. Con Mazursky delante, atento a cualquier ruido sospechoso, y con el tirador cerrando la formación, removiendo con el rifle entre las sombras, iba a tenerlo difícil para escabullirse, pero sus posibilidades decrecieron todavía más cuando una entusiasmada Lucy se le colgó del brazo.

Tras unos diez minutos de trayecto, en los que Claire empezó a sospechar que caminaban en círculos, llegaron al mencionado promontorio, una colina de escombros algo más elevada que las demás, a la que no parecía excesivamente complicado acceder, pues los cascotes que la componían incluso parecían haberse agrupado para improvisar una escalinata hasta su cima. A una orden de Mazursky, el grupo emprendió el ascenso entre risas y resbalones, un jolgorio despreocupado más propio de una excursión al campo que el guía, dándolo por imposible, no se molesto en acallar. Solo cuando alcanzaron la cumbre del montículo, les pidió que guardasen silencio y se ocultaran a lo largo del pretil que componían las piedras que coronaban la cima. Una vez lo hicieron, el guía fue recorriendo la hilera, bajando las cabezas de los más visibles y rogándoles a las damas que cerrasen sus sombrillas, si no querían que a los autómatas los distrajese el florecimiento de quitasoles que de pronto había brotado en lo alto de la loma. Escondida tras el peñasco que le correspondió, con Lucy a un lado y el irritante Ferguson al otro, Claire contempló la desolada calle que tenían enfrente, tan obstruida de escombros como las que habían tenido que recorrer hasta llegar al improvisado mirador, donde supuestamente tendría lugar la batalla.

—Permítame una pregunta, señor Mazursky —oyó decir a Ferguson.

El guía, que se había agazapado unos cuantos metros a su izquierda, junto al tirador, se revolvió en su posición para mirarlo.

—Dígame, señor Ferguson —suspiró.

—Si hemos aparecido en el futuro justo antes de la batalla que decidirá el destino del planeta, igual que la primera expedición, ¿no deberíamos encontrarnos aquí con ellos?

Ferguson miró a los demás, buscando apoyo. Tras meditar sus palabras, algunos pasajeros asintieron lentamente, e interrogaron al guía con la mirada, esperando que aclarase aquella cuestión. Mazursky contempló a Ferguson unos segundos en silencio, quizás preguntándose si aquel individuo tan impertinente merecía una respuesta.

—Por supuesto que sí, señor Ferguson. Tiene usted toda la razón —respondió al fin—. Pero no solo deberíamos coincidir en este promontorio con los miembros de la primera expedición, sino también con los de la tercera, la cuarta y todas las que se realicen en el futuro, ¿no cree? Por eso, no solo para prevenir aglomeraciones, sino para evitar que Terry y yo —señaló al tirador, que esbozó un tímido saludo con la mano—, nos encontremos una y otra vez con nosotros mismos, nunca conduzco a las expediciones al mismo lugar. Los pasajeros de la anterior, por si le interesa, en este instante deben encontrarse ocultos en aquel montículo.

Todos siguieron con la mirada el dedo de Mazursky, que señalaba una de las lomas vecinas, desde la cual podía verse igualmente el futuro campo de batalla.

—Entiendo —murmuró Ferguson. Luego se le iluminó el rostro y gritó—: ¡Entonces quizás pueda acercarme un momento a saludar a mi amigo Fletcher!

—Me temo que no puedo permitírselo, señor Ferguson.

—¿Por qué no? —protestó el otro—. La batalla aún no ha empezado, tendría tiempo de ir y volver.

Mazursky soltó un bufido de desesperación.

—Le he dicho que no puedo autorizarle a…

—Pero solo será un momento, señor Mazursky —insistió Ferguson—. El señor Fletcher y yo nos conocemos desde…

—Respóndame a una pregunta, señor Ferguson —lo interrumpió Charles Winslow.

Ferguson se volvió hacia él, irritado.

—Cuando su amigo le narró su viaje, ¿acaso le dijo que usted había aparecido de la nada para saludarlo?

—No —respondió Ferguson.

Charles sonrió.

—Entonces quédese donde está. Usted nunca fue a saludar al señor Fletcher, por lo tanto no puede ir ahora. Como usted mismo dijo: el destino es el destino. No puede cambiarse.

Ferguson abrió la boca, pero no dijo nada.

—Ahora, si no le importa —añadió Charles, volviéndose hacia la calle—, creo que a todos nos gustaría presenciar la batalla en silencio.

Claire comprobó con alivio cómo aquello acallaba definitivamente a Ferguson, y los demás se desentendían de él y se concentraban en la vigilancia de la calle. Miró entonces a Lucy, con la intención de intercambiar un gesto de complicidad con ella, pero al parecer todo eso aburría a su amiga, quien había cogido una ramita del suelo y se había puesto a dibujar sobre la arena un pájaro kiwi. El inspector Garrett, que se encontraba a la derecha de su amiga, la contemplaba dibujar un tanto embelesado, como si estuviese asistiendo a un prodigio.

—¿Sabía que ese pájaro solo existe en Nueva Zelanda, señorita Nelson? —le preguntó el joven, tras un carraspeo.

Lucy observó al inspector, sorprendida de que también él conociera aquella ave, y Claire no pudo evitar forjar una sonrisita. ¿Entre quiénes podía germinar el amor con más fuerza que entre dos amantes del pájaro kiwi?

En ese momento, un fragor metálico, apenas audible en la distancia, llamó la atención del grupo. Todos, incluido Ferguson, clavaron los ojos al cabo de la calle, expectantes y sobrecogidos por aquel estruendo siniestro que solo podía anunciar la llegada de los malvados autómatas.

Aparecieron al poco, caminando despaciosamente entre las ruinas, como los dueños del planeta. Eran tal y como los había representado la escultura expuesta en la sala. Enormes, de líneas rectas y aire siniestro, con un pequeño motorcito de vapor a la espalda que exhalaba de tanto en tanto hilachas de humo. Aunque lo que nadie esperaba es que aparecieran portando un trono sobre los hombros, como antiguamente se trasladaba a los reyes. Claire resopló, lamentando lo alejado que el escondite se hallaba de la escena.

—Tenga, querida —le dijo Ferguson, ofreciéndole los prismáticos—. Usted parece más interesada que yo.

Claire le agradeció el gesto y se apresuró a examinar a la comitiva a través de las lentes de Ferguson. Contó ocho autómatas: cuatro porteadores, y una pareja delante y otra detrás, escoltando el trono donde descansaba hierático Salomón, el feroz rey de los autómatas, que se distinguía de sus copias únicamente por la corona que remataba su testa de hierro. El cortejo avanzaba con exasperante lentitud envuelto en un balanceo ridículo de niños que empiezan a caminar. De hecho, pensó Claire, los autómatas habían aprendido a andar conquistando el mundo. Los humanos eran indiscutiblemente más rápidos pero era evidente que no resultaban tan indestructibles como aquellas criaturas, que se habían apoderado del planeta a paso lento pero firme, quizás porque disponían de toda la eternidad para hacerlo.

Entonces, cuando la procesión alcanzó la mitad de la calle, se oyó un pequeño estampido y la corona de Salomón voló por los aires. Dio varias vueltas en el vacío, centelleando ante las pasmadas miradas de todos, hasta caer al suelo, donde todavía continuó su danza brincando entre las piedras, deteniéndose finalmente a unos metros de la comitiva. Tras sobreponerse a la sorpresa, Salomón y sus guardias clavaron los ojos en un pequeño risco que obstaculizaba el camino. Los viajeros del tiempo siguieron sus miradas. Entonces lo vieron. Sobre el risco, felino e imponente, casi en la misma postura que lo había reproducido la estatua del salón, se encontraba el bravo capitán Shackleton. La reluciente armadura envolvía su cuerpo elástico, la espada colgaba de su cinto, lánguida y mortífera, y un abigarrado rifle, erizado de palancas y adiposidades metálicas, dormía entre sus poderosas manos. El líder de los humanos no necesitaba ninguna corona que otorgara esplendor a una figura ya de por sí bastante majestuosa, que sin pretenderlo elevaba el peñasco que ocupaba a la categoría de pedestal. Salomón y él se midieron en silencio durante unos minutos, en los que una profunda animadversión hizo crepitar el aire, como sucede cuando se avecina una tormenta, hasta que el rey de los autómatas se decidió a hablar:

—Siempre he admirado su valor, capitán —dijo con su voz de resonancias metálicas, a la que trataba de dar un tono despreocupado, casi frívolo—. Pero me temo que esta vez ha sobrevalorado sus posibilidades. ¿Cómo se le ocurre atacarme sin su ejército? ¿Tan desesperado está, o es que acaso lo han abandonado sus hombres?

El capitán Shackleton sacudió la cabeza lentamente, como decepcionado por las palabras de su enemigo.

—Si algo bueno ha tenido esta guerra —respondió con tranquilo aplomo—, es que ha unido a la raza humana como ninguna otra lo ha hecho antes.

Shackleton imprimió a su voz una cadencia suave y diáfana que a Claire le recordó el modo en que los actores de teatro declamaban sus textos. Salomón ladeó la cabeza, preguntándose qué habría querido decir su enemigo. Pero su pregunta no tardó en ser respondida. El capitán alzó lánguidamente su mano izquierda, como quien la ofrece en sostén a un halcón, y varias siluetas surgieron de debajo de las ruinas, como plantas que brotaran de aquella tierra enferma, liberándose en el ascenso de los restos y piedras que las cubrían. En apenas unos segundos, los desconcertados autómatas se encontraron rodeados por los hombres de Shackleton. Claire sintió cómo se le aceleraba el corazón. Los humanos siempre habían estado allí, agazapados entre los escombros, pacientes, sabiendo que Salomón tomaría aquel camino. El autómata acababa de caer en la emboscada que pondría fin a su reinado. Los soldados, que aún se antojaban más veloces y ágiles de lo que eran en comparación con la premiosidad con que se movían los autómatas, desenterraron sus rifles, les sacudieron la arena, y apuntaron a sus respectivos blancos sin prisas, con la tranquila sobriedad de quien oficia una liturgia. El problema era que solo eran cuatro. A Claire le sorprendió descubrir que el famoso ejército de Shackleton se reducía a esa cifra irrisoria. Quizás no se habían ofrecido más para aquella emboscada suicida, o tal vez, a esas alturas de la guerra, las numerosas escaramuzas diarias habían mermado considerablemente su tropa, hasta resumirla en aquel saldo exiguo de soldados. Pero al menos contaban con el factor sorpresa, se dijo, aplaudiendo sus posiciones: dos de ellos habían surgido de la nada delante de la comitiva, un tercero lo había hecho por el flanco izquierdo del trono, y la aparición del cuarto había sorprendido al cortejo por la espalda.

Y todos abrieron fuego al unísono.

Uno de los autómatas que iban en cabeza recibió un disparo en mitad del pecho. Pese a estar forjado en hierro, el impacto del arma le desgarró la coraza, obligándolo a sembrar el suelo de ruedecitas y bielas, antes de desplomarse con estruendo. Su compañero, sin embargo, corrió mejor suerte, pues el disparo que debía inutilizarlo solo le rozó el hombro, desestabilizándolo apenas. Más atinado se mostró el soldado que había surgido de detrás de la comitiva, cuyo disparo destrozó el motorcito de vapor de uno de los centinelas que avanzaban a retaguardia, tumbándolo de bruces. Apenas un segundo después, uno de los porteadores siguió el mismo destino, cayendo bajo la andanada del soldado que había surgido por el flanco. Perdido uno de sus pilares, el trono se escoró peligrosamente, hasta derrumbarse al fin sobre el suelo, arrastrando en su caída al poderoso Salomón.

Todo parecía desarrollarse de una forma inmejorable para los humanos, pero una vez los autómatas lograron reaccionar, las cosas cambiaron. El compañero del que había caído a la espalda, apresó el arma de su atacante entre sus manos, y la desmenuzó como si estuviese hecha de cristal. Al mismo tiempo, liberado de la carga del trono, uno de los porteadores abrió las compuertas de su pecho y, de un disparo preciso, abatió a uno de los soldados que les habían atacado por delante. Su caída distrajo a su compañero, un error fatal que permitió al autómata que tenía más cerca, al que solo había desgarrado el hombro, cargar contra él y golpearlo con el puño. Al recibir el mazazo, el soldado salió despedido por los aires, aterrizando unos metros más allá. Como una pantera, Shackleton saltó de su risco y corrió hacia ellos, abatiendo al autómata de un certero disparo antes de que pudiera rematarlo. Del corazón de la refriega surgieron los dos soldados que aún se hallaban en pie, uno de ellos desarmado, y se agruparon junto a su capitán, al tiempo que los cuatro autómatas sobrevivientes cerraban filas en torno a su rey. Claire no sabía nada de estrategia militar, pero no había que ser muy inteligente para comprender que una vez consumada la supremacía que les había conferido el ataque por sorpresa, que quizás los había cegado con el espejismo de la victoria, el incuestionable poderío de los autómatas había volteado el curso de la batalla con una facilidad humillante. Ahora les superaban en número, por lo que a Claire le pareció lógico que Shackleton, que como buen capitán debía velar por la seguridad de sus hombres, ordenase la retirada. Sin embargo, el futuro ya había sido escrito, así que no le sorprendió que la voz de Salomón los retuviese cuando se disponían a huir:

—Espere, capitán —pidió con su voz de regusto mineral—. Puede marcharse ahora, si lo desea, y planear otra nueva emboscada en el futuro. Quizás tenga más éxito, aunque me temo que lo único que hará será alargar todavía más esta guerra que ya dura demasiado. Pero también puede quedarse para acabarla de una vez, para ponerle fin aquí y ahora.

Shackleton lo contempló con cautela.

—Quisiera hacerle una proposición, capitán, si me lo permite —continuó Salomón, mientras su guardia deshacía el cerco, abriéndose como un capullo de hierro en cuyo centro se hallaba su rey—. Le propongo que nos batamos en un duelo.

Uno de los autómatas había rescatado del trono volcado un estuche de madera, que ahora le ofrecía abierto a Salomón. Con gesto ceremonioso, el autómata extrajo de su interior una hermosa espada de hierro, cuya hoja, rematada en punta, tradujo la escasa luz que descendía del cielo en un centelleo oportuno.

—Como puede ver, capitán, he mandado forjar una espada ropera igual que la suya, con la intención de que podamos medirnos con la misma arma que los humanos usaron durante siglos en sus duelos. He estado practicando con ella estos últimos meses, esperando el momento en que pudiera batirme con usted —para demostrar que hablaba en serio, cortó el aire con un mandoble raudo—. La espada requiere habilidad aplomo y una intimidad con el enemigo que no ofrece la innoble pistola, por lo que sospecho que si logro hundir su afilada hoja en sus entrañas, esta vez reconocerá mis méritos y consentirá morir.

El capitán Shackleton estudió la oferta durante unos segundos, en los que pareció sentir con más fuerza que nunca el peso del cansancio y hastío que había acumulado durante la interminable guerra. Ahora tenía la oportunidad de poner fin a todo eso jugándoselo a una carta.

—Acepto tu desafío Salomón. Resolvamos aquí y ahora esta guerra —respondió.

—Sea pues —exclamó Salomón con una solemnidad que no logró esconder su regocijo.

Tanto los autómatas como los dos soldados humanos se apartaron unos pasos, improvisando una especie de círculo en torno a los duelistas. Empezaba el tercer y último acto. Shackleton desenvainó su espada con un movimiento distinguido, y ejecutó varias fintas en el aire, tal vez consciente de que se trataba de un gesto que no pudiese volver a repetir. Tras la breve exhibición, estudió con fría serenidad a Salomón, que se esforzaba en componer la postura gallarda propia de los espadachines en la medida en que se lo permitía la rigidez de sus miembros.

Con andares flexibles y parsimoniosos, como una fiera rondando a su presa, Shackleton comenzó a caminar alrededor del autómata buscando los flancos por donde podía lanzar su ataque, mientras Salomón se limitaba a aguardar su acometida con la espada torpemente enarbolada. Era evidente que le cedía a su rival el honor de inaugurar el duelo. Shackleton aceptó el ofrecimiento. Con un movimiento rápido y elástico, se adelantó un paso, alzó su espada con ambas manos y dibujó con ella un arco en el aire que terminó en el costado izquierdo del autómata. El mandoble, sin embargo, no produjo más consecuencia que un desagradable estruendo metálico, semejante a un tañido, cuyo eco vibró unos segundos en el aire. Tras el triste resultado de su ataque, el capitán Shackleton retrocedió un par de pasos, visiblemente contrariado. Su mandoble apenas había hecho tambalearse a Salomón, mientras el brutal impacto a él casi le había partido las muñecas. Como si necesitara confirmar la clara desventaja que tenía ante el autómata, Shackleton volvió a ejecutar un nuevo golpe, ahora sobre el costado derecho. El resultado fue idéntico, pero esta vez el capitán ni siquiera dispuso de tiempo para lamentarse, pues tuvo que esquivar el mandoble con que contraatacó Salomón. Tras sortear la punta de su espada, que cortó el aire casi rozándole el yelmo, Shackleton impuso de nuevo distancia entre ellos, y momentáneamente a salvo de sus ataques, volvió a estudiar a su enemigo, meciendo lentamente la cabeza en un gesto que delataba su desesperación.

Los ataques de Salomón eran lentos, fáciles de esquivar, pero sabía que si alguno lograba alcanzarlo su armadura no iba a responder con la misma impasibilidad. Debía encontrar un punto débil en su adversario lo antes posible, pues si continuaba lanzando mandobles contra su férrea armadura no iba a lograr nada, salvo que los brazos se le agarrotaran y el titánico esfuerzo acabara extenuándolo, mermando su rapidez y volviéndolo descuidado; dejándolo, en definitiva, a merced del autómata. Aprovechando que aún estaba fresco, Shackleton ejecutó un rápido quiebro de cintura que lo colocó a la espalda de su enemigo y, antes de que éste pudiera reaccionar, hundió su espada en el motor de vapor que le insuflaba vida con toda la fuerza de la que fue capaz. El tajo provocó un estropicio de bielas y ruedecitas volando en todas direcciones, pero también una inesperada bocanada de vapor que envolvió el rostro de Shackleton, cegándolo. Salomón se giró con sorprendente rapidez y lanzó un mandoble sobre su aturdido enemigo. La espada golpeó al capitán en el costado con tanta fuerza que logró arrancar algunos trozos y astillas metálicas de su armadura. El feroz impacto lo hizo rodar por el suelo, convertido en poco más que un guiñapo.

Claire se llevó una mano a la boca, reprimiendo un grito, mientras escuchaba a su alrededor los lamentos ahogados de los demás. Una vez dejó de rodar, Shackleton intentó levantarse, sujetándose con la mano el costado herido, del que manaba un torrente de sangre que le corría cadera abajo, pero las fuerzas le fallaron. Quedó de rodillas, como postrado ante el rey de los autómatas, que avanzó hacia él con parsimonia, disfrutando de su evidente victoria. Salomón sacudió la cabeza durante unos segundos mostrando la decepción que le había producido la pobre oposición de su enemigo, que ni siquiera se atrevía ahora a alzar el rostro para mirarlo. Levantó entonces su espada con ambas manos, dispuesto a descargarla sobre el yelmo del capitán, abriéndole el cráneo en dos. No se le ocurría mejor colofón para aquella cruenta guerra que había dejado tan clara la supremacía de los autómatas sobre los humanos. Con toda la fuerza que pudo, bajó la espada sobre su víctima, pero para su sorpresa, el capitán Shackleton se apartó en el último instante. Huérfana de blanco, la espada del autómata encalló con estruendo entre las piedras del suelo. Salomón intentó liberarla, tirando de ella inútilmente, mientras Shackleton se alzaba a su lado con la majestuosidad de una cobra, ajeno a la herida de su costado. Sin prisas, como recreándose en el movimiento, levantó su espada y la descargó, con un golpe seco e impasible, sobre la juntura que separaba la cabeza de Salomón del resto de su cuerpo. Al instante, se oyó un desagradable crujido, y la testa del autómata rodó por el suelo, produciendo una sinfonía de repiques mientras rebotaba contra las piedras, hasta que finalmente se detuvo al tropezar contra la corona que había lucido durante su reinado. Se hizo un repentino silencio. El autómata, descabezado e inmóvil, había quedado grotescamente encorvado sobre su espada, cuya hoja continuaba aprisionada entre los cascotes. Como remate, el bravo capitán Shackleton apoyó un pie contra el costado del cuerpo sin vida de su enemigo, tumbándolo contra el suelo. Y un molesto estruendo de chatarrero que carga su carro puso fin a la larga guerra que había asolado el planeta.