XX

Las palabras de Gilliam Murray se desvanecieron lentamente en el aire, como un hechizo que dejó a los asistentes sumidos en un arrobado silencio. A Claire le bastó una rápida mirada a su alrededor para comprobar que la emotiva historia que el empresario había contado, indudablemente en clave alegórica, quizás con el propósito de suavizar la crudeza de tan terribles sucesos, había logrado despertar en los presentes el interés por la batalla que iban a presenciar, además de cierta simpatía por el capitán Shackleton e incluso por su enemigo Salomón, a quien no sabía si Murray había decido humanizar deliberadamente o había sido una consecuencia fortuita. Sea como fuere, Ferguson, Lucy, y hasta Charles Winslow, exhibían una expresión de sobrecogida emoción en el rostro: se les veía ansiosos por llegar al futuro, por formar parte, aunque solo fuese como simples testigos, de tan importantes acontecimientos, de ver al menos el pespunte final de aquella historia. Ella misma debía de tener una expresión similar en el rostro, pensó Claire, aunque por motivos bien distintos, pues más que el complot de los autómatas, la devastación de Londres o la minuciosa carnicería que los muñecos habían llevado a cabo contra su especie, lo que a ella le había sobrecogido realmente había sido la determinación de Shackleton, su personalidad, su coraje. Aquel hombre había confeccionado un ejército con retales y había devuelto la esperanza al mundo, por no hablar de que había sobrevivido a su propia muerte. ¿Cómo amaría un hombre así?, se preguntó.

Tras el discurso de bienvenida, el grupo, encabezado por Murray y el guía de la expedición, se dirigió, atravesando incontables galerías pobladas de relojes, al enorme almacén donde les esperaba el Cronotilus. El vehículo, dispuesto y reluciente, desencadenó en los presentes un unánime murmullo de admiración. En realidad, solo se parecía a los tranvías comunes en la forma y el tamaño, pues los numerosos adminículos que le habían añadido por todas partes lo asemejaban más a una carroza de feria. Su vulgar fisonomía había desaparecido bajo un entramado de tuberías de hierro cromado que recorrían sus flancos como los tendones de un cuello. En su afán devorador, aquellas relucientes enredaderas de tubos, jalonados de remaches y válvulas, únicamente dejaban al descubierto un par de puertas de madera de caoba, talladas con exquisito primor. Una daba acceso al compartimiento de los pasajeros; la otra, algo más estrecha, permitía la entrada a la cabina del conductor, que debía de hallarse aislada del resto del vehículo por alguna pared interior, dedujo Claire, dado que sus ventanas eran las únicas que no se encontraban pintadas de negro. Era un alivio saber que al menos el conductor no conduciría a ciegas. Las que correspondían al vagón de pasajeros, que tenían forma de ojo de buey, sí estaban veladas, tal y como les había anunciado Murray. Nadie podría contemplar la cuarta dimensión y, por la misma razón, los monstruos que la habitaban tampoco podrían ver sus rostros espantados, enmarcados en las ventanas como retratos en un camafeo. En la parte delantera del vehículo habían ensamblado una especie de espolón semejante al de los rompehielos, cuya inquietante función debía ser abrirle paso a toda costa, llevándose por delante lo que fuera, mientras que en la trasera le habían adosado un complicado motor de vapor, frondoso de bielas, hélices y engranajes, que de tanto en tanto exhalaba, junto con un bufido de bestia marina, una nube de humo caliente que jugaba a subir las faldas de las damas. Pero sin duda lo que imposibilitaba que el vehículo fuese catalogado como tranvía era la carlinga que había en su techo, donde en aquel instante, tras trepar por una escalerilla atornillada a un flanco, se estaban apostando dos individuos de aire pendenciero que cargaban con varios rifles y una caja de munición. Entre la torreta y la cabina, a Claire le divirtió distinguir también un periscopio.

El conductor, un muchacho de aspecto desgarbado y sonrisa necia, abrió la puerta del vagón y aguardó a un lado, junto al guía, en posición de firmes. Como un coronel pasando revista a la tropa, Gilliam Murray paseó lentamente ante los pasajeros, observándolos con amorosa severidad. Claire lo contempló detenerse ante una señora que portaba en los brazos un caniche.

—Me temo que su perrito no podrá acompañarles, señora Jacobs —le dijo, sonriéndole con benevolencia.

—Pero Buffy no se moverá de mis brazos, señor Murray… —se indignó la mujer.

Gilliam sacudió la cabeza con afectuosa pero inflexible autoridad, y le arrebató el perrito con un movimiento rápido que pretendía también resultar indoloro, como quien extirpa una muela podrida, depositándolo luego en los brazos de una de sus secretarias.

—Por favor, Lisa, ocúpese de que a Buffy no le falten cuidados hasta que regrese la señora Jacobs.

Tras el trasvase del perro, Murray reanudó su inspección, ignorando las débiles protestas de la señora Jacobs. Con gesto teatralmente contrariado, se detuvo entonces ante dos caballeros que portaban sendas maletas.

—Tampoco necesitarán equipaje para este viaje, caballeros —dijo, liberándolos de la carga.

Luego les pidió que depositaran sus relojes en la bandeja que Lisa empezó a pasar ante ellos, repitiéndoles que así se minimizarían los riesgos de ser atacados por las bestias. Cuando al fin todo estuvo a su gusto, se plantó delante del grupo y sonrió con una especie de emocionado orgullo, como un mariscal que va a enviar a su tropa a una misión suicida.

—Bien, damas y caballeros, espero que disfruten del año 2000. Recuerden lo que les he dicho: obedezcan en todo momento al señor Mazursky. Yo les estaré esperando a su regreso con el champán dispuesto.

Tras aquella paternal despedida, se retiró a un segundo plano, cediéndole el protagonismo a Mazursky, que les pidió amablemente que fueran subiendo al tranvía temporal.

En una destartalada y excitada fila, los pasajeros accedieron al lujoso interior del vehículo. El vagón, cuyas paredes estaban forradas de tela estampada, se hallaba abastecido con dos hileras de bancos de madera separadas por un angosto pasillo e iluminado con candelabros atornillados al techo y a los laterales, que escanciaban en el compartimiento una luz mortecina y trémula que invitaba a la oración. Lucy y Claire ocuparon un banco aproximadamente en la mitad del vagón, entre el señor Ferguson y su esposa, y un par de asustados petimetres a los que sus padres, tras haberlos enviado a París y Florencia para que se empaparan de arte, mandaban ahora al futuro con la intención de que adquiriesen una mayor perspectiva sobre la vida. Mientras el resto de los pasajeros tomaba asiento, Ferguson, con la cabeza torcida hacia atrás, se dedicó a abrumarlas con insulsos comentarios sobre la decoración del vagón, a los que Lucy correspondía con cortesía. Claire, por su parte, se esforzaba en ignorarlos para poder saborear aquel importante momento, aunque no resultaba fácil.

Una vez todos se sentaron, el guía cerró la puertecita del vagón y ocupó un pequeño sillón frente a ellos, como un capataz de galeras ante las hileras de remeros. Casi inmediatamente, un violento empellón zarandeó al vehículo, desencadenando algunos grititos en el pasaje. Mazursky se apresuró a tranquilizarlos informándoles de que aquellas violentas convulsiones se debían a que el motor estaba poniéndose en marcha. Y, efectivamente, pronto pudieron comprobar cómo aquellos desagradables tirones iban disminuyendo hasta convertirse en un suave trepidar, casi un ronroneo sostenido, que impulsaba el vagón desde su parte trasera. Mazursky echó entonces un vistazo por el periscopio y sonrió con satisfecha tranquilidad.

—Damas y caballeros, me complace informarles de que hemos puesto rumbo al futuro. En estos instantes nos encontramos atravesando la cuarta dimensión.

Como para corroborarlo, el vehículo sufrió un repentino balanceo que de nuevo produjo cierta alteración en el pasaje. El guía volvió a apaciguarles, pidiéndoles disculpas por el estado de la carretera. Debían comprender que por mucho que hubiesen desbrozado el camino que el vehículo seguía a través de la cuarta dimensión, se encontraban recorriendo un terreno abrupto por naturaleza, sembrado de salientes y socavones. Claire contempló su rostro reflejado en la negrura de la ventanilla, preguntándose qué aspecto tendría el paisaje que la pintura negra les impedía ver. Pero apenas pudo preguntarse nada más porque enseguida los sobrecogió un atronador rugido proveniente del exterior, seguido por una ráfaga de disparos, tras la cual se oyó un gemido desgarrador, inhumano. Lucy le apretó la mano con fuerza, asustada. Mazursky no hizo ningún comentario al respecto. Se limitó a responder a las alarmadas miradas de los pasajeros con una sonrisa despreocupa, como si quisiera darles a entender que aquellos rugidos y disparos iban a ser frecuentes a lo largo del viaje, por lo que era mejor ignorarlos.

—Bien —dijo cuando todos se calmaron un poco, levantándose del asiento y paseando por el pasillo—. Pronto llegaremos al año 2000. Presten atención ahora, por favor, porque voy a explicarles lo que haremos una vez que nos encontremos en el futuro. Como les adelantó el señor Murray, cuando bajemos del tranvía temporal, les conduciré hasta el promontorio desde donde asistiremos a la última batalla entre los humanos y los autómatas. Desde allí no podrán vernos, pero deberán permanecer unidos y guardar silencio para no delatar nuestra posición, no sabemos qué consecuencias podría tener eso en el tejido del tiempo, pero imagino que no serían positivas.

Se escucharon nuevos bramidos provenientes del exterior, y los consiguientes disparos amedrentadores, a los que Mazursky apenas prestó atención. Caminaba entre los bancos tranquilamente, con los pulgares en los bolsillos del chaleco y el rostro meditabundo, como un profesor de universidad cansado de repetir una y otra vez el mismo parlamento.

—El combate durará aproximadamente veinte minutos —continuó—, y será como una pequeña obra en tres actos: primero aparecerá el malvado Salomón y su séquito, que serán emboscados por el bravo capitán Shackleton y sus hombres, se producirá entonces una breve pero emocionante refriega, y finalmente, un duelo a espada entre el autómata llamado Salomón y Derek Shackleton, que, como saben, concluirá con la victoria del humano. Cuando el duelo finalice, no se les ocurra aplaudir. No se trata de ningún vodevil, sino de un acontecimiento real que supuestamente no deberíamos ver. Limítense a reagruparse de nuevo y a seguirme hasta el vehículo sin hacer ruido. Luego atravesaremos otra vez la cuarta dimensión, y regresaremos a casa sanos y salvos. ¿Me han entendido bien?

El pasaje cabeceó casi al unísono. Lucy volvió a apretar la mano de Claire y sonrió, llena de excitación. Claire le devolvió el gesto, pero se trataba de una sonrisa que nada tenía que ver con la suya: era un ademán de despedida, el único modo que tenía de decirle a Lucy que había sido su mejor amiga y que nunca la olvidaría, pero que debía seguir su destino. Era un gesto cotidiano con un mensaje oculto que solo con el tiempo podría descifrar, como el beso que había dejado en la hospitalaria mejilla de su madre, o el que había depositado en la arrugada frente de su padre, un beso tierno, pero extrañamente más demorado y grave, impropio como despedida antes de partir a la casa de campo de los Burnett, pero que no había llamado la atención de sus progenitores. Claire volvió a contemplar la negrura del cristal, preguntándose si estaba preparada para la vida en el mundo del futuro, aquella Tierra desolada que les había descrito Gilliam Murray, y sintió una punzada de miedo que se obligó a conjurar. No podía flaquear ahora que estaba tan cerca, debía seguir con su plan.

En ese instante, con un estertor de bielas, el tranvía se detuvo. Mazursky miró largamente por su telescopio, hasta que se aseguró de que todo estaba correcto allí fuera. Luego, con una sonrisa misteriosa, abrió la puerta del vehículo, estudió el exterior con el ceño fruncido durante unos segundos, sonrió a los pasajeros y dijo:

—Damas y caballeros, si tienen la bondad de seguirme, les mostraré el año 2000.