XVIII

A Claire Haggerty le hubiese gustado nacer en otra época para no tener que estudiar piano, llevar aquellos incómodos vestidos, escoger un marido entre el enjambre de ávidos pretendientes que la acosaba y cargar a todas partes con esa ridícula sombrilla que tarde o temprano terminaría olvidando en el lugar menos pensado. Acababa de cumplir veintiún años y, si alguien hubiese tenido el detalle de acercarse a ella y preguntarle qué esperaba de la vida, solo habría escuchado que nada, simplemente morir. Aquélla no era la respuesta que uno esperaría oír de labios de una encantadora jovencita que apenas había empezado a hilar su existencia, desde luego que no; pero puedo asegurarles que es la que Claire habría dado, pues yo, que como ya les he demostrado anteriormente todo lo veo, incluido lo que nadie ve, he sido testigo de las largas y enervantes meditaciones a las que suele entregarse en su habitación antes de acostarse. Cuando todos la suponen cepillándose el cabello ante el espejo, como haría cualquier muchachita normal, Claire se abstrae en la contemplación de la negra noche a través de la ventana, preguntándose por qué preferiría morir antes de ser testigo de un nuevo amanecer. No es que tuviera tendencias suicidas, oyera cómo alguien la llamaba desde el otro lado con un canto de sirena al que no pudiera resistirse, o el mero hecho de existir le produjera un malestar insoportable que debía atajar con urgencia. Nada de eso. Todo se reducía a algo mucho más simple: el mundo que le había tocado en suerte no la seducía demasiado, ni lo haría nunca, o al menos ésa era la funesta conclusión a la que la habían conducido sus cavilaciones nocturnas. Por mucho que se esforzaba, no conseguía encontrar en él nada que le agradara, divirtiera o intrigara, y mucho menos era capaz de fingir que con lo que había tenía suficiente. Para ella su época carecía de aliciente, de emoción, la aburría. Y el hecho de no encontrar a su alrededor ninguna persona que pareciera experimentar la misma decepción que ella, le provocaba una profunda zozobra que terminaba irritándola. Esa desazón íntima, que la marginaba sin que pudiera evitarlo, solía volverla huraña y sarcástica, y a veces, sin necesidad de que hubiese luna llena, le desbordaba el alma y la transformaba en una suerte de criatura asilvestrada que se divertía arruinando las veladas familiares.

Claire sabía perfectamente que aquellos arrebatos de insatisfacción, aparte de resultar una extravagancia improductiva, no la beneficiaban lo más mínimo, especialmente en un momento tan crítico de su existencia como aquél en el que se hallaba, cuando su principal preocupación debía ser procurarse un marido que la mantuviera y le diera media docena de hijos con los que mostrar al mundo la validez de su vientre. Tal y como solía advertirle su amiga Lucy, con esa conducta se estaba labrando fama de arisca entre sus pretendientes, algunos de los cuales habían desertado de su cortejo tras comprobar que sus maneras destempladas la convertían en una fortaleza inexpugnable. Pero, pese a todo, Claire no podía evitar reaccionar de aquel modo. ¿O sí?

A veces, se preguntaba si de verdad ponía todo su empeño en sobreponerse a aquel descontento que la corroía o, por el contrario, no hacía sino entregarse a él con morboso deleite. ¿Por qué no podía aceptar el mundo tal y como era, al igual que hacía Lucy, quien soportaba los mortificantes corsés como si se tratara de algún tipo de penitencia destinada a purificar su alma, no le importaba no poder estudiar en Oxford y se dejaba agasajar por sus pretendientes en escrupuloso orden, sabiendo que tarde o temprano debería casarse con alguno? Pero ella no era como Lucy: odiaba aquellos corsés que parecían confeccionados por el mismísimo diablo, anhelaba poder rentabilizar su cerebro como podía hacerlo cualquier hombre, y no tenía el menor interés en casarse con ninguno de los muchachos que la importunaban. Esto último en particular le parecía terriblemente desagradable, pese a lo mucho que había mejorado la situación desde la época de su madre, cuando la mujer que contraía matrimonio era desposeída de todos sus bienes, incluso de los ingresos que obtuviera de su trabajo, que la ley, cual inoportuno soplo de brisa, arrastraba inmediatamente hacia las ávidas manos del marido. Ahora, si ella decidía casarse, al menos conservaría sus posesiones, incluso podría optar a la custodia de sus hijos en caso de divorcio. Aun así, Claire seguía contemplando el matrimonio como un modo de prostitución legal, tal y como afirmaba Mary Wollstonecraft en su libro Vindicación de los derechos de la mujer, obra a la que Claire había otorgado rango de Biblia. Admiraba la encarnizada lucha de su autora por devolver a la mujer su dignidad perdida, su empeño en que dejara de ser considerada una mera servidora del hombre, al que la ciencia juzgaba más inteligente porque sus medidas craneales eran superiores, lo que significaba que albergaba un cerebro mayor, aunque ella tenía sobradas muestras de que aquellas dimensiones tan magnas solo servían para sostener un sombrero más grande. Pero, por otro lado, Claire era consciente de que si rehusaba ponerse bajo la protección de un hombre, no tendría más remedio que ganarse la vida por sí misma, es decir, buscarse un trabajo entre las escasas ofertas que existían para alguien de su condición, que se reducían a ejercer de mecanógrafa en alguna oficina o de enfermera en un hospital, destinos ambos que la seducían aún menos que enterrarse en vida junto a alguno de los atildados petimetres que se turnaban para adorarla.

Pero ¿qué podía hacer si el matrimonio se le antojaba una opción inviable? Solo se sentía capaz de tolerarlo si se enamoraba verdaderamente de algún hombre, algo que consideraba prácticamente imposible, pues su desinterés no se limitaba únicamente a aquella aburrida manada de admiradores, sino que parecía extenderse a todos los varones del planeta, jóvenes o viejos, ricos o pobres, apuestos o repulsivos. Los detalles carecían de importancia: estaba firmemente convencida de que nunca podría enamorarse de ningún hombre de su época, fuera como fuese, y no podría porque la idea que ellos tenían del amor palidecía en comparación con el estremecimiento romántico ante el que ella anhelaba postrarse. Claire esperaba que una pasión tumultuosa alborotara su existencia, que una fiebre violenta le abrasara el alma, que un furioso éxtasis la obligara a tomar decisiones trascendentes que le permitieran establecer el calibre de sus sentimientos. Pero lo esperaba sin la menor esperanza, consciente de que hacía tiempo que, como las blusas de chorreras, aquella manera de amar había pasado de moda. Y, entonces, qué le quedaba. ¿Podría resignarse a vivir sin lo único que, suponía, daba sentido a la vida? No, por supuesto que no.

Sin embargo, unos días atrás había sucedido algo que, para su sorpresa, había conseguido despabilar su adormecida curiosidad, invitándola a pensar que el mundo, pese a su primera impresión, no era del todo inmune a los prodigios. Lucy la había requerido en su casa con su habitual urgencia, y ella había acudido sin demasiadas ganas, temiendo que su amiga hubiese organizado otra de aquellas tediosas sesiones de espiritismo a las que era tan aficionada. Con la misma euforia con la que seguía el trabajo de los modistos parisinos, Lucy se había sumado exaltada a aquella moda procedente de Norteamérica. Pero a Claire no le molestaba tanto fingir que departía con los espíritus en una habitación a oscuras como que las sesiones estuviesen orquestadas siempre por Eric Sanders, un muchacho flaco y arrogante que se había erigido en el médium oficial del barrio. Sanders aseguraba que poseía una sensibilidad especial que lo facultaba para hablar con los muertos, pero Claire sabía que aquello no era más que una excusa para reunir a media docena de muchachitas solteras e impresionables en torno a una mesa, sumergirlas en una inquietante penumbra, amedrentarlas con una voz ridículamente cavernosa, y aprovechar la coyuntura para poder acariciarles con absoluta impunidad las manos e incluso los hombros. El astuto Sanders se había leído por encima El libro de los espíritus de Allan Kardec, lo que le permitía interrogar a los muertos con una aparente y desenvuelta autoridad, pero estaba claro que las vivas le distraían demasiado como para poder prestar atención a sus respuestas. Después de que Claire lo abofeteara en la última sesión al sentir cómo la mano excesivamente corpórea de un presunto espíritu acariciaba sus tobillos, Sanders había vetado su presencia en las ceremonias, arguyendo que su recelosa disposición alteraba demasiado a los muertos, dificultando su comunicación con ellos. Al principio, aquella exclusión de las parrandas sobrenaturales de Sanders la alivió, pero luego acabó por deprimirla: tenía veintiún años y no solo se había enemistado con el mundo, sino también con el trasmundo.

Pero Lucy no había organizado ninguna sesión de espiritismo aquella tarde. Esta vez iba a proponerle algo mucho más excitante, le dijo con una sonrisa ebria, tomándola de la mano y conduciéndola a su habitación. Allí la invitó a sentarse en un silloncito y le dijo que aguardase. Luego se puso a revolver en el cajón de su escritorio, sobre el que había un ejemplar del Diario del Beagle, de Darwin, dispuesto sobre un atril. El libro estaba abierto por una página que mostraba el dibujo de un pájaro kiwi, un ave extrañísima que su amiga estaba copiando en un pliego de papel, quizás porque para dibujar aquellas formas simples y redondeadas no era necesario el menor talento artístico. Claire no pudo evitar preguntarse si, aparte de mirar los dibujos, su amiga se habría molestado en leer el libro que se había convertido en la lectura favorita de la burguesía.

Cuando encontró lo que buscaba, Lucy cerró el cajón y se volvió hacia ella con una sonrisa exaltada. ¿Qué podía ser más excitante para Lucy que hablar con los que habían muerto?, se preguntó Claire. Cuando contempló el folleto que su amiga le colocó en las manos supo la respuesta: hablar con los que aún no habían nacido. Con una mueca enardecida, Lucy le había entregado una octavilla de color celeste pálido que, si han estado pendientes de este relato, les resultará familiar. En el papelito, la empresa Viajes Temporales Murray anunciaba viajes en el tiempo, en concreto al año 2000, para presenciar la batalla entre autómatas y humanos que decidiría el futuro de la humanidad. Sin salir de su asombro, Claire leyó lo que prometía el folleto varias veces, y luego examinó la burda ilustración que acompañaba el texto, que parecía representar la mencionada guerra. Entre edificios reducidos a escombros, los autómatas y los hombres combatían por el destino del mundo, disparándose unos a otros con extrañas armas. Le llamó la atención la figura que lideraba el ejército humano, a la que el ilustrador había dibujado en una pose más heroica que al resto, y que debía personificar, según se anunciaba al pie del dibujo, al bravo capitán Derek Shackleton.

Sin darle tiempo a reponerse, su amiga le explicó que había estado en la empresa esa misma mañana. Allí le habían informado que aún quedaban plazas libres en la segunda expedición que estaba organizándose tras el éxito de la primera, y Lucy no había dudado en inscribir a ambas. Claire la contempló con perplejidad, pero su amiga ni siquiera se molestó en disculparse por no haber pedido su consentimiento, y enseguida pasó a revelarle cómo harían para viajar al futuro sin que sus padres se enterasen, pues no dudaba de que en el caso contrario les prohibirían tajantemente participar en aquella expedición, o lo que era todavía peor, se prestarían a acompañarlas, y Lucy quería disfrutar del año 2000 sin molestas carabinas. Lo tenía todo pensado: el dinero no supondría ningún problema, pues había convencido a su acaudalada abuela Margaret para que le diera la cantidad que les faltaba para completar los billetes de ambas, sin revelarle en qué pensaba emplearlo, naturalmente, e incluso había hablado con su amiga Florence Burnett para pedirle que fingiera invitarlas el próximo jueves a pasar el día en su finca de Kirkby. Por una «pequeña suma», la puerca de Florence se había prestado a ello, por lo que, si Claire estaba de acuerdo, ese día viajarían al año 2000 y estarían de vuelta para la merienda sin que nadie sospechara nada. Cuando acabó su atropellado discurso, Lucy la contempló expectante.

—¿Y bien? —inquirió—, ¿vendrás conmigo?

Y Claire ni pudo, ni quiso, ni supo cómo negarse.

Los cuatro días siguientes habían transcurrido entre la excitación que les producía el viaje y la divertida discreción con que habían tenido que prepararlo, y ahora Claire y Lucy se encontraban ante el pintoresco edificio de Viajes Temporales Murray, arrugando la nariz ante el hedor que provenía de la entrada. Al reparar en ellas, uno de los empleados que limpiaban la fachada de lo que parecían los excrementos de algún animal, les pidió disculpas por el desagradable olor y les aseguró que si se atrevían a cruzar la entrada, protegiéndose con algún pañuelo o conteniendo la respiración, serían atendidas con la atención que dos damas tan exquisitas como ellas merecían. Lucy despachó al empleado con un gesto distraído de la mano, molesta porque alguien le subrayara una contrariedad que prefería ignorar para que nada mancillara aquel apasionante momento. Tomó a su amiga del brazo, en un gesto con el que Claire no supo si pretendía infundirle valor o contagiarle su excitación, y la azuzó para cruzar la entrada en dirección al futuro. Mientras se adentraban en el edificio, Claire contempló de soslayo la enardecida expresión de su amiga y sonrió para sí. Sabía a qué se debía aquella nerviosa urgencia: todavía no habían partido y Lucy ya estaba ansiosa por volver para contarles cómo era el futuro a los amigos y familiares que, ya fuese por cobardía, desinterés o porque no habían logrado plaza, se habían quedado en el insulso presente. Sí, para Lucy aquello no era más que otra divertida aventura que contar, como un picnic repentinamente arruinado por una tormenta o una travesía en barca más accidentada de lo normal. Claire había decidido acompañar a su amiga en aquel viaje, pero sus motivos eran muy distintos. Lucy visitaría el año 2000 como si se tratara de unos nuevos almacenes, y regresaría a tiempo para merendar. Claire, sin embargo, no tenía la menor intención de regresar.

Una secretaria de andares envarados las condujo a la estancia donde charlaban animadamente las treinta personas que tendrían el privilegio de viajar esa mañana al año 2000. Allí se serviría un ponche, les anunció, antes de que el señor Murray les diera la bienvenida, les explicara el modo en que se llevaría a cabo el viaje al futuro y les ilustrara sobre el momento histórico que iban a presenciar. Tras decir aquello, ejecutó una apática reverencia y las abandonó a su suerte en la amplia habitación que en el pasado había sido el patio de butacas del teatro, como delataban los palcos que había en las esquinas y el escenario que se hallaba al fondo. Desbrozado de butacas, y amueblado con un puñado de mesitas diminutas y divanes de aspecto incómodo, el lugar se antojaba excesivamente grande, sensación que acrecentaba la extraordinaria altura del techo, habitado por decenas de lámparas de aceite que, vistas desde el suelo, parecían una colonia de siniestras arañas que hacían su vida ajenas al mundo de abajo. Salvo los mencionados silloncitos, que a excepción de algunas octogenarias a las que les costaba sostenerse sobre sus tronchados huesos nadie parecía querer ocupar, quizás porque la excitación del momento era más fácil de sobrellevar estando de pie, el resto del mobiliario lo completaban las mesas donde un par de doncellas diligentes habían comenzado a servir el ponche, una especie de púlpito de madera que se encontraba dispuesto sobre el escenario y, por supuesto, la imponente escultura del bravo capitán Shackleton que les daba la bienvenida junto a la puerta.

Mientras Lucy repasaba a la concurrencia, enumerando los nombres de los presentes en una letanía que dejaba traslucir sus afectos y antipatías, Claire contempló sobrecogida aquella reproducción en mármol de un hombre que aún no había nacido. A una escala doble, el capitán Derek Shackleton parecía un pariente excéntrico de los dioses griegos, pues componía sobre el pedestal una pose igual de arrojada y gallarda, pero cubría la despreocupada desnudez que éstos solían exhibir con algo más que una hoja de parra. El capitán se hallaba confinado en una intrincada armadura jalonada de remaches cuyo propósito parecía ser escamotear todo lo posible su carne al enemigo, ya que incluso la remataba un complicado yelmo que le ocultaba el rostro dejándole al descubierto únicamente el airoso mentón. Aquella caperuza decepcionó a Claire, a quien le hubiese gustado descubrir qué facciones correspondían a un salvador de la raza humana. Estaba segura de que aquel rostro enclaustrado en hierro no podía parecerse al de ninguno de sus conocidos. Debía de ser un rostro que la vida aún no había inventado, un rostro que solo podría fabricar el futuro. Se lo imaginó de rasgos nobles y serenos, presidido por una mirada resuelta que irradiaba confianza, no en vano lideraba un ejército, y que dejaba traslucir sin vehemencia, casi como una secreción natural, la fiereza indomable de su espíritu. Aunque, de vez en cuando, la tenebrosa desolación que lo rodeaba empañaría sus hermosos ojos con un velo de nostalgia, porque en su alma de guerrero aún sobrevivía un rescoldo de sensibilidad. Y finalmente, incapaz de sustraerse a su naturaleza romántica, Claire también imaginó una añoranza indefinida crepitando en sus pupilas, sobre todo en los momentos de terrible soledad que lo acosarían entre combate y combate. ¿Y cuál era la causa de aquella aflicción? La respuesta no podía ser otra, naturalmente, que la ausencia de un rostro amado en el que pensar, una sonrisa que lo alentara cuando le flaqueaban las fuerzas, un nombre que murmurar de noche como una oración consoladora, unos brazos a los que regresar cuando la guerra acabase. Durante unos segundos, Claire se imaginó a aquel hombre valiente e irrompible, que tan duro se mostraba en la batalla, musitando su nombre en la noche como un niño desvalido: «Claire, mi Claire…». Sonrió ante la ocurrencia. No era más que un pensamiento idiota, pero le sorprendió el estremecimiento que le provocó imaginarse como la amada de aquel guerrero del futuro. ¿Cómo era posible que un hombre que aún no había nacido despertara en ella un temblor más intenso que cualquiera de los petimetres que la cortejaban? La respuesta era sencilla: estaba volcando en aquella escultura sin cara todo cuanto anhelaba y no podía tener. Probablemente el tal Shackleton era muy distinto del retrato que Claire había improvisado. Más aún: su modo de pensar, actuar e incluso amar le resultaría absolutamente incomprensible y ajeno, dado el siglo que los separaba, un tiempo más que suficiente para volver a modificar los valores y preocupaciones de los hombres hasta volverlos irreconocibles para quienes los contemplaran desde el pasado. Aquello era ley de vida. Si pudiera ver su rostro, se dijo, quizás habría podido deducir si estaba o no en lo cierto, si el alma de Shackleton estaba forjada de un vidrio opaco que sus ojos nunca podrían atravesar o, por el contrario, los años que los separaban no eran más que una anécdota sin importancia, pues había algo en el interior del hombre, una esencia enraizada en su carne, que se mantenía inalterable en el discurrir de los siglos, quizás el aliento que Dios había insuflado en todas sus criaturas para despertarlas a la vida. Pero aquel maldito casco imposibilitaba cualquier comprobación. Claire jamás vería su rostro. Debía conformarse con lo que podía contemplar, que no era poco: la postura aguerrida, la espada enarbolada, la pierna derecha flexionada, marcando su diáfana musculatura, y la izquierda firmemente clavada en tierra, pero ligeramente separada de su peana por el talón, como si hubiese sido inmortalizado en el momento de cargar contra el enemigo.

Solo al seguir la dirección de su ataque reparó Claire en que aquella escultura estaba enfrentada a otra que se hallaba al lado izquierdo de la puerta. La destinataria del desafiante ademán de Shackleton era una figura inquietante que casi lo doblaba en tamaño. Según la inscripción de su pedestal, representaba a Salomón, el rey de los autómatas, el archienemigo del capitán, a quien éste había vencido el 20 de mayo del año 2000, tras una interminable guerra que había arrasado Londres. Claire la contempló con espanto, sorprendida por la aterradora evolución que habían sufrido los autómatas. De pequeña, su padre la había llevado a ver El Escribiente, uno de los autómatas creados por el célebre relojero suizo Pierre Jaquet Droz. Claire todavía recordaba a aquel niño de rostro mofletudo y compungido, elegantemente ataviado que, sentado ante un pupitre, mojaba la pluma en el tintero y la hacía discurrir sobre el papel. El muñeco forjaba cada letra con la inquietante parsimonia de quien vive fuera del tiempo y, de tanto en tanto, incluso hacía un alto en la escritura para contemplar ensimismado el vacío, como si aguardase una nueva ráfaga de inspiración. La absorta mirada del muñeco estremeció a la pequeña Claire para el resto de su vida, al imaginar los monstruosos pensamientos que podría acoger aquel extraño ser. No pudo desembarazarse de esa angustiosa sensación ni siquiera cuando su padre le hizo reparar en el entramado de bielas y ruedecitas que el fantasmagórico infante llevaba adosado a la espalda, del que brotaba la manivela que al girar le administraba aquella parodia de vida. Sin embargo, ahora podía comprobar cómo el paso del tiempo había convertido a aquel niño grotesco pero a la larga inofensivo en la monstruosa figura que se erguía ahora ante ella. Intentando vencer su temor, la examinó con atención. Al contrario que Pierre Jaquet Droz, quien había construido a Salomón, no parecía interesado en reproducir lo más fidedignamente posible al ser humano, le bastaba con copiar vagamente su figura bípeda, pues el autómata se asemejaba más a una armadura medieval: estaba hecho de planchas de hierro ensambladas, rematadas por una pieza cilíndrica y gruesa, semejante a una campana, que representaba la cabeza, a la que se le habían practicado un par de orificios cuadrados a modo de ojos y una fina ranura, similar a la de un buzón de correos, que imitaba la boca.

Claire sintió una especie de vértigo al reparar en que aquellas figuras enfrentadas conmemoraban un hecho que todavía no había sucedido. Esos personajes no solo no habían muerto, sino que aún no habían nacido. Aunque en el fondo, pensó, quienes se encontraban en esa estancia podían considerarlas igualmente como un monumento funerario, y no iba desencaminada, pues como los muertos, ni el capitán ni su némesis formaba parte del mundo que rendía tributo a su memoria. Daba lo mismo que ya se hubiesen ido o que todavía no hubiesen llegado: lo importante era que no estaban.

Lucy la arrancó de sus reflexiones tirándole del brazo y remolcándola a través de la estancia hacia una pareja que la saludaba desde lejos. El hombre, un cincuentón bajito y relamido, envainado en un terno azul claro cuyo floreado chaleco parecía a punto de estallar bajo el empuje de su tripa, la esperaba con los brazos abiertos y una mueca de grotesco alborozo colgada del rostro.

—Mi querida niña —exclamó en tono paternal—, qué sorpresa verte aquí. No sabía que vuestra familia formara parte de esta simpática expedición. ¡Pero si ese bribón de Nelson se marea en los barcos!

—Mi padre no ha venido, señor Ferguson —confesó Lucy trazando una sonrisa falsamente compungida—. En realidad, que mi amiga y yo estemos aquí es un pequeño secreto que espero que nunca descubra.

—Naturalmente que no, querida —se apresuró a tranquilizarla Ferguson, celebrando encantado su travesura, por la que no hubiese dudado en colgar a su propia hija de los pulgares—. Tu secreto está a salvo con nosotros, ¿verdad, Grace?

Su esposa asintió con la misma sonrisa viscosa, sacudiendo el armazón de perlas que le rodeaba del cuello como un vendaje lujoso. Lucy les agradeció el gesto con un mohín adorable, y les presentó a Claire, que recibió el beso aceitoso con que el hombre le pringó la mano intentando disimular su grima.

—Bueno, bueno —comentó Ferguson tras las presentaciones, haciendo oscilar una mirada afectuosa de una a otra—, qué emocionante resulta todo esto, ¿no? Dentro de unos minutos vamos a viajar al año 2000, y por si eso fuera poco incluso asistiremos a una guerra.

—¿Cree que será peligroso? —preguntó Lucy, algo inquieta.

—Oh, nada de eso, querida —Ferguson espantó su desasosiego con un gesto de la mano—. Ted Fletcher, un buen amigo mío, ha viajado en la primera expedición y me ha asegurado que no hay nada que temer. Absolutamente nada. Asistiremos al combate desde bastante lejos, por lo que estaremos totalmente a salvo. Aunque eso tiene sus desventajas: desgraciadamente no podremos ver con claridad algunos detalles. Fletcher nos advirtió que no olvidáramos los prismáticos. ¿Los han traído ustedes?

—No —se lamentó Lucy, consternada.

—Pues no se separen de nosotros y los compartiremos —recomendó Ferguson—. No deben perderse ni un detalle, niñas. Fletcher afirma que el combate que vamos a presenciar merece la pequeña fortuna que hemos pagado por él.

Claire frunció el ceño ante aquel individuo repelente que sin el menor empacho había reducido la batalla que decidiría el destino del planeta a la categoría de espectáculo de variedades. No pudo evitar sonreír aliviada cuando Lucy saludó a una pareja que en aquel momento pasaba junto a ella, invitándola a unirse a la reunión.

—Ésta es mi amiga Madeleine —anunció Lucy con entusiasmo—, y su esposo, el señor Charles Winslow.

Al escuchar aquel nombre a Claire se le congeló la sonrisa. Había oído hablar mucho de Charles Winslow, uno de los jóvenes más ricos y apuestos de Londres, pero nunca habían sido presentados, y no era algo que le quitara el sueño, pues la devoción que le rendían sus amigas le bastaba para inmunizarlo contra él. No le costaba imaginarlo como un muchacho engreído y pagado de sí mismo cuya principal diversión consistiría en perturbar a cualquier muchacha que se encontrara en sus proximidades con una verborrea empalagosa y procaz. Aunque no solía acudir a demasiadas fiestas, Claire había tropezado con algunos jóvenes cortados por el mismo patrón, muchachos altivos y malcriados a los que la fortuna de sus padres concedía una juventud temeraria y excéntrica que intentaban dilatar todo lo posible, aunque el tal Winslow, al parecer, había decidido sentar cabeza. Lo último que había oído de él era que se había casado con una de las acaudaladas hermanas Keller, acontecimiento que había llenado de pesadumbre a muchas de las jóvenes de Londres, entre las que desde luego no se incluía ella. Ahora que lo tenía delante tuvo que reconocer que, en efecto, era un joven apuesto, lo que al menos volvería más digerible su irritante compañía.

—Estábamos comentando lo excitante que es todo esto —señaló el incombustible Ferguson, tomando de nuevo las riendas de la conversación—. Dentro de unos minutos vamos a ver Londres reducida a escombros, pero cuando volvamos la encontraremos intacta, como si nada hubiese ocurrido, lo cual es cierto, si contemplamos el tiempo como una sucesión ordenada de acontecimientos. Y estoy seguro de que una visión tan terrible nos hará apreciar mucho más esta ruidosa ciudad, ¿no les parece?

—Bueno, habría que tener una mente realmente simple para verlo así —observó Charles con aire distraído, casi sin mirarlo.

Se hizo un momentáneo silencio. Ferguson lo fulminó con la mirada, sin saber si enojarse o no.

—¿Qué insinúa, señor Winslow? —inquirió al fin.

Charles continuó unos segundos observando el techo, tal vez preguntándose si allí arriba, como sucedía en las cumbres de las montañas, el aire sería más puro.

—Viajar al año 2000 no es como acudir a ver las cataratas del Niágara —respondió, en tono despreocupado, como si no fuera consciente de la alteración que sus palabras habían causado en Ferguson—. Vamos a viajar al futuro, a un mundo dominado por los autómatas. Quizás pueda desentenderse de ello cuando regrese de su paseo turístico, pensando que eso no le incumbe, pero ése será el mundo en el que vivirán nuestros nietos.

Ferguson lo contempló atónito.

—¿Me está diciendo que deberíamos tomar partido, que deberíamos participar en esa guerra? —preguntó, visiblemente escandalizado, como si le hubiesen propuesto jugar a cambiar de tumbas los cadáveres de un cementerio.

Charles se digno a mirar por primera vez a su interlocutor, mientras en los labios le prendía una sonrisa burlona.

—Debería tener una visión más amplia de las cosas, señor Ferguson —lo reprobó—. No es necesario combatir en esa guerra, bastaría con impedirla.

—¿Impedirla?

—Impedirla, sí. ¿Acaso el futuro no es siempre consecuencia del pasado?

—Sigo sin entenderle, señor Winslow —respondió Ferguson con frialdad.

—El germen de esa guerra atroz se encuentra aquí —explicó Charles, señalando a su alrededor con un gesto vago de la cabeza—. En nuestras manos está impedir lo que va a pasar, cambiar el futuro. En el fondo, esa guerra que terminará por arrasar Londres es responsabilidad nuestra. Pero me temo que aunque el hombre se diese cuenta de ello, eso no sería una razón lo suficientemente poderosa como para dejar de fabricar autómatas.

—Pero eso es ridículo: el destino es el destino —protestó Ferguson—. No puede cambiarse.

—El destino es el destino… —repitió socarronamente Charles—. Pero ¿de verdad piensan eso? ¿De verdad prefieren delegar la responsabilidad de sus actos en el supuesto autor del libreto que nos vemos obligados a representar desde nuestro nacimiento? —Claire se envaró cuando Charles recorrió a su audiencia con una mirada interrogativa—. Yo no. Es más, creo firmemente que nuestro destino no está escrito. Somos nosotros quienes lo escribimos día a día, con cada una de nuestras acciones. Podríamos evitar esa guerra futura si realmente lo deseáramos. Aunque imagino, señor Ferguson, que a su fábrica de juguetes le causaría enormes pérdidas dejar de fabricar artefactos mecánicos.

Ferguson no esperaba la estocada, con la que aquel joven insolente, aparte de responsabilizarlo de algo que aún no había sucedido, aprovechaba para informarle de que sabía perfectamente quién era. Lo contempló boquiabierto, sin saber qué responderle, más estupefacto que irritado ante la divertida jovialidad con que Charles había emitido sus venenosos comentarios. A Claire le gustó aquella aparente frivolidad con la que el tal Winslow disfrazaba sus observaciones, que no solo le protegía de posibles réplicas furibundas, sino que relegaba sus exabruptos a la categoría de pensamientos improvisados sobre la marcha, precipitadas reflexiones que ni él mismo parecía tomarse en serio. Ferguson continuaba abriendo y cerrando la boca, ante el sobrecogimiento de los demás y la distraída sonrisa de Charles. De pronto, le pareció reconocer a un joven que vagaba desorientado entre la multitud, lo que le supuso una excusa perfecta para abandonar el grupo en su auxilio, evitando tener que contestar a Winslow, quien por otro lado no parecía esperar ninguna respuesta. Ferguson regresó con un joven de aspecto desvalido, que arrojó al corro con un empujoncito, antes de presentarlo como Colin Garrett, el nuevo inspector de Scotland Yard.

Ferguson sonrió complacido mientras el resto saludaba al recién llegado, como si les estuviese enseñando la última mariposa exótica que había adquirido para su colección de amistades. Aguardó a que se extinguieran los saludos para dirigirse enseguida al joven inspector, como si con ello pretendiera que el resto de los presentes olvidase su disputa con Charles Winslow.

—Me sorprende encontrarle aquí, señor Garrett. No sabía que el sueldo de un inspector diera para tanto.

—Mi padre me dejó algunos ahorros —tartamudeó el aludido, tratando innecesariamente de excusarse.

—Ah, por un momento pensé que viajaba por cuenta del Gobierno para poner orden en el futuro. Después de todo, aunque se trate del año 2000, esa guerra está devastando Londres, la ciudad que debe proteger o, ¿acaso el tiempo invalida sus responsabilidades? ¿Solo ha de velar por este Londres presente? Interesante cuestión, ¿no les parece? —dijo Ferguson a su audiencia, jactándose de su ingenio—. En la jurisprudencia del inspector se ha contemplado el espacio, pero no el tiempo. Dígame, inspector: ¿tendría autoridad para arrestar a un criminal en el futuro, si su crimen se localizara dentro de los límites de su ciudad?

El joven Garrett cabeceó azorado, sin saber qué responder. Tal vez de poder pensar en ello con calma habría encontrado una respuesta satisfactoria, pero en aquel momento se hallaba sepultado bajo una avalancha de belleza, si me permiten la rimbombante expresión, por otro lado acorde con las circunstancias: la muchacha que le habían presentado como Lucy Nelson lo había perturbado considerablemente, tanto que apenas podía prestar atención a nada más.

—¿Y bien, inspector? —se impacientó Ferguson.

Garrett se esforzó sin éxito en apartar los ojos de aquella muchacha que se le antojaba tan hermosa como inalcanzable para un tipo como él, sin dinero ni arrojo, aquejado además de una invencible timidez que lo inhabilitaba para llevar a buen puerto cualquier empresa galante que acometiera. Ignoraba, naturalmente, que veinte días después se encontraría tumbado sobre ella, con su boca a un beso de distancia de la suya.

—Yo tengo una pregunta mejor, señor Ferguson —intervino Charles, auxiliando al joven—. ¿Y si un criminal del futuro viajase en el tiempo y cometiese un crimen en nuestro presente, tendría el inspector autoridad para arrestar a un hombre que, según su cronología del tiempo, aún no ha nacido?

Ferguson no se molestó en disimular el fastidio que le provocaba la intrusión de Charles en la conversación.

—Sus ideas no se sostienen, señor Winslow —respondió airado—. Es ridículo pensar que un hombre del futuro pueda visitarnos.

—¿Por qué no? —inquirió Charles, divertido—. Si nosotros podemos viajar al futuro ¿por qué no iban a poder viajar al pasado los hombres del futuro, sobre todo teniendo en cuenta que supuestamente su ciencia estaría más avanzada que la nuestra?

—Sencillamente porque entonces estarían aquí —respondió Ferguson, como quien explica una obviedad.

Charles rió.

—¿Y por qué creen que no lo están? Quizás no quieran ser reconocidos.

—¡Eso sería absurdo! —se escandalizó Ferguson, a quien empezaba a señalársele la carótida—. Si viniesen del futuro no tendrían por qué esconderse, podrían ayudarnos de mil formas, trayéndonos medicamentos, por ejemplo, o perfeccionando nuestros inventos.

—Quizás prefieran ayudamos sin llamar la atención. ¿Cómo puede estar seguro de que Leonardo da Vinci no dejó en sus cuadernos las instrucciones para construir una máquina voladora o una embarcación sumergible por orden de un viajero del tiempo, o que él mismo fue un hombre del futuro cuya misión era introducirse en el siglo XV para favorecer el avance de la ciencia? Interesante cuestión, ¿no les parece? —preguntó Charles a su audiencia, imitando la voz de Ferguson—. O puede, simplemente, que las intenciones de los viajeros del tiempo sean otras: tal vez evitar la guerra que dentro de unos minutos todos nosotros vamos a contemplar.

Ferguson agitó indignado la cabeza, como si Charles intentara convencerlo de que a Cristo lo habían crucificado en realidad cabeza abajo.

—Tal vez yo sea uno de ellos —manifestó entonces Charles a su audiencia con voz tenebrosa. Se adelantó un paso hacia su interlocutor y, emulando el gesto de sacar algo de su bolsillo, añadió—: Tal vez me haya enviado aquí el mismísimo capitán Shackleton con la misión de hundir una daga en el estómago de Nathan Ferguson, el dueño de la juguetería más importante de Londres, para impedir que continúe fabricando autómatas.

Ferguson dio un respingo al encontrarse de pronto con el índice de Charles hundido en su vientre.

—Pero yo solo fabrico pianolas… —balbució, súbitamente pálido.

Charles lanzó una carcajada, que Madeleine se apresuró a reprobarle no sin cierto afecto.

—Vamos, querida —dijo Charles, que parecía disfrutar como un niño de la estupefacción general, al tiempo que golpeaba amistosamente el estómago del fabricante—, el señor Ferguson sabe perfectamente que estoy bromeando. No creo que debamos temer nada de una pianola. ¿O sí?

—Por supuesto que no —farfulló Ferguson, intentando recobrar la compostura.

Claire contuvo una carcajada, pero pese a la discreción con que lo hizo, su gesto no pasó desapercibido a Charles, que se apresuró a guiñarle un ojo, antes de tomar del brazo a su esposa y abandonar la reunión con el propósito, según dijo, de verificar las excelencias del ponche. Ferguson resopló, visiblemente aliviado de su marcha.

—Espero que sepan disculpar el incidente, queridas —dijo, intentando reconstruir su relamida sonrisa—. Como sin duda sabrán, las impertinencias del joven Winslow son célebres en todo Londres. Si no lo protegiera la fortuna de su padre…

Un murmullo general lo interrumpió, y todos se volvieron hacia el escenario que había al fondo de la estancia, al que en ese momento estaba subiendo Gilliam Murray.