XVII

Y aquí podría terminar esta parte de la historia, y para Andrew, efectivamente, acaba aquí, pero ésta no es solo la historia de Andrew. Para contar solo la historia de Andrew mi intervención no sería necesaria: podría contarla él mismo, como cada hombre se cuenta a sí mismo su vida en el lecho de muerte. Pero es siempre una historia incompleta, parcial, porque solo un hombre que hubiese naufragado en una isla desierta nada más nacer, y hubiese crecido, envejecido y muerto allí, con la única compañía de un puñado de monos autóctonos, podría afirmar sin riesgo a equivocarse que su vida es exactamente la que cree que ha sido, y eso siempre que los macacos no hubiesen escondido en alguna cueva el baúl cargado de libros, ropa y fotografías que la marea había depositado antes en la orilla. Pero, salvo en los casos de bebés náufragos y otros igual de extremos, el hombre es engendrado para formar parte de un vasto tapiz, para trenzar su existencia con la de muchas otras almas, dispuestas a juzgar sus actos tanto a la cara como a sus espaldas, de modo que solo si uno considera que el resto del mundo es un decorado lleno de marionetas que dejan de funcionar cuando se va a dormir, podrá aceptar que su vida ha sido exactamente como él la cuenta. Si no, momentos antes de expeler el último aliento sobre la almohada, tendrá que resignarse a aceptar que la idea que puede hacerse de su propia vida solo puede ser aproximada, caprichosa y cuestionable, que hay cosas que le afectaron, para bien o para mal, y que jamás llegará a conocer: desde que durante un tiempo su esposa fue amante del pastelero hasta que el perro del vecino orinaba sobre sus azaleas cada vez que salía de casa. Así, del mismo modo que Charles no ha visto el delicioso vals que la hoja ha ejecutado sobre el charco, Andrew tampoco ha visto cómo su primo recuperaba su querido sombrero. Podría haberlo imaginado entrando en casa de Wells, pidiendo disculpas por la nueva intrusión, bromeando sobre que esta vez viene desarmado, y a los tres gateando como niños por la alfombra en busca del escurridizo sombrero, pero sabemos que no ha tenido tiempo para imaginar lo que hacía su primo, ocupado como estaba con sus enternecedoras cavilaciones sobre mundos y cajones de magos.

Yo, en cambio, todo lo veo y todo lo oigo aunque no quiera, y de la paja he de sacar el grano, decantar aquellos sucesos que tienen importancia en la historia que he escogido contar. Así que será inevitable retroceder unos instantes hasta el momento en que Charles repara en el olvido del sombrero y regresa a la casa del escritor. Tal vez se pregunten qué interés puede tener para esta historia un acto tan insignificante como la recuperación de un sombrero olvidado. Absolutamente ninguna, les respondería, de ser realmente cierto que Charles ha olvidado el sombrero por descuido, pero las cosas no siempre son lo que parecen, y ahórrenme afligirles con una lista de ejemplos que pueden encontrar sin problemas removiendo un poco en sus propias vidas, tengan o no una pastelería cerca o el jardín lleno de azaleas. Así pues, sigamos a Charles sin más demora:

—Vaya, he olvidado el sombrero —dijo cuando su primo ya había subido al coche—. Ahora vuelvo, Andrew.

Con zancadas apresuradas, Charles cruzó el pequeño jardín de entrada y se internó en la casa del escritor, en busca del saloncito donde habían llevado a Andrew. Allí lo aguardaba su sombrero, colgando tranquilamente del asta de un perchero, justo donde lo había dejado. Lo tomó con una sonrisa y salió al pasillo, pero en vez de regresar por donde había venido, como habría sido lógico, se dio la vuelta y subió por la escalera que conducía hasta el desván. Allí encontró al escritor y su mujer, que se movían por la estancia bañados en el lúgubre resplandor de un candil colocado en el suelo, cerca de la máquina del tiempo. Charles hizo notar su presencia carraspeando ruidosamente, antes de anunciarles, en tono triunfal:

—Creo que todo ha salido bien: ¡mi primo se lo ha creído todo!

Wells y Jane estaban recogiendo las bobinas Ruhmkorff que previamente habían disimulado entre los cachivaches de las estanterías. Charles tuvo cuidado de no pisar el interruptor que las activaba desde la entrada, generando entre unas y otras las atronadoras descargas eléctricas que tanto habían atemorizado a su primo. Cuando, tras solicitar la ayuda del escritor y contarle el plan que con su colaboración pretendía llevar a cabo, éste le propuso utilizar aquellas diabólicas bobinas, Charles se mostró receloso. Algo avergonzado, reconoció que él había sido uno de los muchos espectadores que abandonaron como ratas asustadas el museo donde su inventor, un croata pálido y larguirucho llamado Nicola Tesla, había presentado en sociedad aquel ingenio maligno, sacudiendo el aire de la sala con esas descargas azuladas que erizaban la piel, pero Wells le había asegurado que aquellos artilugios inofensivos serían el menor de sus problemas. Además, convenía que fuera familiarizándose con el invento que iba a revolucionar el mundo, añadió, antes de narrarle con la voz tronchada por la devoción cómo Tesla había erigido una central hidroeléctrica en las Cataratas del Niágara para envolver en un chal de electricidad la ciudad de Búfalo. Aquél era el primer paso de un proyecto que erradicaría la noche en la Tierra, había afirmado Wells. Para el escritor, el croata era un genio, no cabía duda, y estaba ansioso porque construyera cuanto antes la máquina de escribir que funcionaba con la voz para liberarse al fin del engorro que le suponía picotear las teclas con los dedos, mientras su imaginación corría siempre por delante, inalcanzable. Ahora, tras el éxito del plan, Charles tuvo que reconocer que Wells había estado brillante: el viaje en el tiempo no hubiese resultado tan creíble sin el estrépito de los relámpagos, que finalmente se habían revelado como un preámbulo perfecto antes de que el polvo de magnesio alojado en el falso panel de la máquina cegara a quien bajase la palanca.

—Magnífico —celebró Wells, desembarazándose de las bobinas que tenía en las manos y acudiendo a recibir a Charles—, ya sabe que no las tenía todas conmigo: había demasiadas cosas que podían fallar.

—Sí —admitió Charles—, pero no teníamos nada que perder y sí mucho que ganar. Ya le dije que si todo salía bien mi primo podría abandonar la idea del suicidio —contempló a Wells con sincera admiración, antes de añadir—: Y debo reconocer que su teoría de los universos paralelos para justificar que la muerte del Destripador no produjera cambios en el presente suena tan real que hasta yo la creí.

—Me alegro, pero no todo el mérito ha sido mío. Usted ha hecho lo más duro: se encargó de contratar a los actores, cambió la bala de la pistola por un cartucho de fogueo y, sobre todo, encargó que la construyeran —dijo Wells, señalando la máquina del tiempo.

Ambos la contemplaron con sumo afecto durante algunos segundos.

—Sí, y el resultado es realmente hermoso —reconoció Charles, antes de bromear—: Lástima que no funcione.

Tras un instante de vacilación, Wells se apresuró a reírle educadamente la gracia, lo que provocó que de su garganta surgiera un crujido parecido al que emite una nuez al ser pisada.

—¿Qué hará con ella? —preguntó enseguida, como si quisiera tapar cuanto antes el eco de aquella risa enferma con la que había cometido la temeridad de demostrar al mundo que tenía sentido del humor.

—Oh, nada —respondió el otro—. Quiero que se la quede usted.

—¿Yo?

—Claro, ¿dónde podía estar mejor que en su casa? Considérelo un regalo por su inestimable ayuda.

—No tiene que agradecerme nada —protestó Wells—. Me he divertido enormemente con todo esto.

Charles sonrió para sí: había sido una suerte que el escritor hubiese querido ayudarle. Tanto como que Gilliam Murray también se hubiese mostrado complacido de colaborar en aquella charada que él mismo le había ayudado a trazar, tras contemplar su gesto desolado una vez le informó de que su empresa no proporcionaba viajes al pasado. Y con el rico empresario dispuesto a representar también un papel en la obra, todo había resultado más fácil. Traer a su primo a la casa del escritor sin pasar antes por el despacho de Murray, esperando que se creyese sus sospechas de que Wells tenía una máquina del tiempo, no hubiera resultado tan verosímil.

—Le reitero mi más profundo agradecimiento —dijo Charles, sinceramente emocionado—. Y gracias también a usted, Jane, por pedirle al cochero que se escondiera en la calle de al lado y amarrara el caballo en la cerca mientras fingíamos intimidar a su marido.

—No tiene que agradecerme nada, señor Winslow, para mí también ha sido un placer. Aunque jamás le perdonaré que ordenara al actor acuchillar a su primo… —le reprobó, con la sonrisa divertida de quien condena sin demasiada dureza la travesura de un niño.

—¡Pero si todo estaba bajo control! —fingió escandalizarse Charles—. El actor era un experto con el cuchillo. Además, de no ser por ese pequeño estímulo, Andrew jamás habría disparado sobre él, se lo aseguro. Por no hablar de que la cicatriz que le quedará en el hombro le impedirá olvidar que ha salvado la vida de su querida Marie. Por cierto, también fue muy oportuno contratar a alguien para que simulara ser un vigilante del tiempo.

—¿No fue cosa suya? —preguntó Wells, sorprendido.

—No —respondió Charles—. Pensé que se había ocupado usted…

—No, yo… —respondió Wells, confundido.

—Entonces, creo que mi primo ha ahuyentado a algún ladrón. O tal vez fuese un auténtico viajero del tiempo —bromeó Charles.

—Sí, quizás —río Wells, algo alarmado.

—Bueno, lo importante es que todo ha salido bien —concluyó Charles. Volvió a felicitarles por el éxito de la representación y se despidió de ellos con una reverencia—. Ahora debo irme, o mi primo sospechará. Ha sido un placer conocerles. Y sepa, señor Wells, que siempre me contaré entre sus lectores más incondicionales.

Wells le agradeció el comentario con una sonrisa pudorosa que aún permaneció flotando en sus labios mientras los pasos de Charles se desvanecían escalera abajo. Luego lanzó un profundo suspiro de satisfacción, y contempló la máquina del tiempo con los brazos en jarras y ese mohín de violenta ternura propio de los padres primerizos, antes de pasar su mano suavemente por el panel de control. Jane lo observó conmovida, consciente de que en ese instante a su marido debía de estar asaltándolo una emoción tan profunda como turbadora, pues no estaba sino acariciando un sueño, un producto de su imaginación que milagrosamente había abandonado su libro para cobrar consistencia real.

—Tal vez podamos aprovechar el sillón, ¿no? —comentó Wells, volviéndose hacia ella.

Su esposa sacudió la cabeza, dando a entender que no sabía qué demonios hacía con aquel hombre tan insensible, y se acercó a la ventana. El escritor acudió a su lado con una mueca consternada, y le pasó un brazo por los hombros, gesto que terminó por ablandarla, animándola a acomodar su cabeza en la almena de su hombro. Su marido no se prodigaba tanto en arrumacos como para dejar pasar aquel espontáneo gesto de cariño, que la había sorprendido tanto o más que si se hubiese arrojado por la ventana con los brazos abiertos para asegurarse de que efectivamente no podía volar. Entrelazados en aquella postura, contemplaron a Charles subir al carruaje y a este ponerse en marcha. Lo siguieron con la mirada hasta que se perdió al cabo de la calle, bajo el lienzo anaranjado de la amanecida.

—¿Te das cuenta de lo que has hecho esta noche, Bertie? —preguntó entonces Jane.

—¿He estado a punto de quemar el desván? La mujer rió.

—No, esta noche has hecho algo por lo que siempre estaré orgullosa de ti —dijo, contemplándolo con infinita dulzura—: Has salvado la vida de un hombre usando tu imaginación.