XV

Tuvo que parpadear al menos una docena de veces para recuperar la visión. A medida que el desván fue reconstruyéndose ante sus ojos, sin aparentes anomalías, su desbocado corazón comenzó a apaciguarse. Comprobó con alivio que no sentía náuseas ni mareos. Hasta el miedo, una vez descubrió que no había muerto calcinado por los relámpagos —de éstos solo quedaba un olor a mariposas quemadas flotando en el aire—, había empezado a desvanecerse. Tan solo una molesta rigidez, causada por la tensión, envaraba su cuerpo, pero era una sensación que no quiso conjurar porque en el fondo la consideraba más que oportuna. No se disponía a acudir a un picnic en el campo. Iba a alterar el pasado, a cambiar lo que ya había sucedido. Él, Andrew Harrington, iba a remover el tiempo. ¿Acaso no era preferible mantenerse alerta, en guardia?

Cuando los efectos del fogonazo al fin se extinguieron, permitiéndole ver con claridad, se animó a bajarse de la máquina, intentando hacer el menor ruido posible. La consistencia del suelo lo sorprendió, como si esperase que el pasado, simplemente por ser una porción de tiempo ya consumada, debiera estar hecho de humo, niebla o alguna otra sustancia igual de incorpórea o reblandecida. Pero según confirmó zapateando débilmente en el suelo, aquella realidad era tan sólida y real como la que había abandonado. ¿Se hallaba en 1888? Paseó una mirada suspicaz por el desván, que permanecía envuelto en penumbra, e incluso paladeó varias bocanadas de aire con gesto de sibarita, atento a su sabor, como buscando pruebas al respecto, algún detalle que le confirmara que se encontraba en el pasado, que efectivamente había viajado en el tiempo. Lo encontró al asomarse a la ventana: la calle seguía tal y como la recordaba, pero no vio por ninguna parte el carruaje que los había traído hasta allí, y en el jardín de la casa distinguió un caballo que antes no estaba. ¿Era un simple jamelgo amarrado a una valla lo que iba a marcar la diferencia entre una fecha y otra? Le pareció una prueba demasiado pobre e insulsa. Defraudado, escrutó con atención el cielo, un lienzo oscuro y calmo en el que, como un puñado de grano lanzado al desgaire, se desperdigaban las estrellas. Tampoco allí apreciaba ninguna anomalía. Después de un rato de baldía observación, se encogió de hombros, diciéndose que no tenía por qué encontrar obligatoriamente a su alrededor diferencias espectaculares, pues apenas había retrocedido ocho años en el tiempo.

Luego sacudió la cabeza. No podía entretenerse en comprobaciones de entomólogo. Tenía una misión que cumplir y no iba sobrado de tiempo, precisamente. Abrió la ventana y, tras comprobar la resistencia de la enredadera, comenzó a descolgarse por ella siguiendo las instrucciones de Wells, tratando de hacer el menor ruido posible para no alertar a los ocupantes de la casa. El descenso no le supuso ningún problema, y una vez en tierra, se acercó sigilosamente al caballo, que lo había estado observando bajar por la enredadera sin inmutarse. Andrew le acarició la crin suavemente, con el propósito de exorcizar las suspicacias que al animal pudieran quedarle. Estaba sin montura, pero encontró una silla y unos aperos colgando de la valla. No podía creer su suerte. Procedió a ensillarlo con movimientos tranquilos, para no alterarlo, aunque sin dejar de vigilar la casa, que se hallaba totalmente a oscuras. Luego tomo al animal de las riendas y lo condujo hasta la calle, tranquilizándolo con cariñosos susurros. Él mismo se maravillaba de la calma con la que estaba procediendo. Lo montó echó un último vistazo a su alrededor, constatando que todo seguía decepcionantemente tranquilo, y puso rumbo hacia Londres.

Solo cuando se había alejado lo bastante y era un borrón raudo en la noche, Andrew cobró al fin consciencia de que pronto iba a encontrarse con Marie Kelly. Eso le sacudió por dentro, restaurando su nerviosismo. Sí, por increíble que le resultase, en aquella época ella todavía estaba viva. A aquella hora aún no había sido asesinada. Debía de encontrarse en The Britannia, emborrachándose para olvidarse de su cobarde amante, antes de dirigir sus tambaleantes pasos hacia los brazos de la muerte. Pero se recordó que no podía verla, que no podía abrazarla, que no podía refugiar su cabeza en la curva de su cuello y aspirar su anhelado olor. No, Wells se lo había prohibido porque aquel sencillo gesto de cariño podría alterar el tejido del tiempo, conducir al mundo a su destrucción. Debía limitarse a matar al Destripador y volver por donde había venido, como le había ordenado el escritor. Su actuación debía ser rápida y calculada, semejante a una extirpación quirúrgica cuyas consecuencias se verían una vez se despertara el paciente, es decir, cuando regresara a su época.

Whitechapel se hallaba sumido en un tétrico silencio. Le sorprendió no percibir el menor rastro de bullicio, hasta que cayó en la cuenta de que en aquellos momentos Whitechapel era un barrio maldito y atemorizado, por cuyas callejuelas todavía merodeaba, repartiendo muerte con su cuchillo, el monstruo apodado Jack el Destripador. Aminoró la marcha al adentrarse en Dorset Street, comprendiendo que en aquel compacto silencio el martilleo de los cascos del caballo contra los adoquines debía de sonar igual que el estruendo de una fragua. Desmontó a unos metros de la entrada de los apartamentos de Miller’s Court, y ató al animal a una cerca de hierro donde no llegaba el resplandor de los faroles, para que su presencia pasara lo más inadvertida posible. Luego, tras cerciorarse de que no había nadie más en la calle, cruzó con rapidez el arco de entrada que conducía a los apartamentos. Todos los inquilinos dormían, por lo que no había ninguna luz que pudiera guiarlo en aquella espesa oscuridad, pero Andrew conocía el lugar lo suficientemente bien como para poder recorrerlo con una venda en los ojos. A medida que se internaba en aquel escenario tan familiar comenzó a inundarlo una lúgubre melancolía, que alcanzó su pleamar al detenerse ante el cuartito que ocupaba Marie Kelly, igualmente a oscuras. Pero la nostalgia fue barrida por una profunda estupefacción cuando reparó en que al mismo tiempo que se hallaba allí, ante la modesta habitación que había sido su paraíso y su infierno, estaba siendo abofeteado por su padre en la mansión Harrington. Esta noche, merced a un milagro de la ciencia, había dos Andrews en el mundo. Se preguntó si su otro yo también lo estaría sintiendo a él, mediante algún cosquilleo en la piel o alguna punzada en las entrañas, como había oído que les sucedía a los hermanos gemelos.

Un ruido de pasos lo sacó de sus cavilaciones. Con el corazón apresurándosele en el pecho, corrió a esconderse tras la esquina del apartamento vecino. Había pensado en aquel escondite desde el primer momento pues, aparte de parecerle el más seguro, se hallaba apenas a una docena de metros de la puerta del cuarto de Marie, una distancia idónea tanto para poder ver con claridad como para hacer fuego sobre el Destripador, en el caso de que no se atreviese a acercarse más a él. Una vez oculto, la espalda contra el muro, sacó la pistola del bolsillo y aguzó el oído, atento al avance de los pasos. Los pies que lo habían alertado componían una melodía deslavazada, errática, propia de un herido o de un borracho. Enseguida comprendió que aquellos pasos solo podían pertenecer a su amada, y el alma le tembló como una hoja que de pronto recibe un soplo de brisa. Esta noche, como muchas de las anteriores, Marie Kelly regresaba del Britannia dando bandazos, aunque esta vez su otro yo no estaba allí para desvestirla, acostarla y arropar su sueño etílico, que discurría bajo su cráneo como un arroyo colmado de muñecas rotas. Asomó la cabeza, despacio. Sus pupilas se habían acostumbrado lo suficiente a la oscuridad como para poder distinguir la tambaleante figura de su amada deteniéndose ante la puerta del cuartito. Tuvo que contenerse para no correr hacia ella. Sintiendo cómo se le humedecían los ojos, la contempló enderezar el cuerpo en un intento por vencer el balanceo que le imponía el alcohol, ajustarse el sombrerito que amenazaba con caérsele a causa de los constantes vaivenes, e introducir luego un brazo por el agujero de la ventana para forcejear durante interminables segundos con el cerrojo, hasta que consiguió abrirlo. Luego desapareció dentro de la habitación, cerrando con un portazo extemporáneo, y al poco el resplandor desmayado de una lámpara desbrozó parte de la oscuridad que se arremolinaba ante su puerta.

Andrew se recostó contra el muro y se enjugó las lágrimas, pero apenas tuvo tiempo de más porque enseguida lo sobresaltaron nuevos pasos. Alguien se internaba de nuevo por el callejón de entrada. Tardó unos segundos en comprender que solo podía tratarse del Destripador. Oyó cómo sus botas avanzaban sobre los adoquines con una cautela gélida que erizaba el alma. Eran los movimientos de un depredador confiado, implacable, que sabe que su presa no tiene escapatoria. Volvió a asomar la cabeza y, con un estremecimiento de pavor, vio cómo un hombre enorme se acercaba sin prisas al cuartito de su amada, estudiando el lugar con una mirada escrutadora. Sintió un vértigo extraño: él ya había leído en la prensa lo que ahora estaba sucediendo ante sus ojos. Era como asistir a una función de teatro cuyo argumento sabía de memoria, y en la que solo le restaba ver qué tal lo hacían los actores. El hombre se detuvo ante la puerta y echó un discreto vistazo por el roto de la ventana, como si quisiera respetar cuidadosamente cada paso de la crónica que, aunque aún estaba por escribirse, Andrew había llevado ocho años en el bolsillo de su chaqueta; un artículo que ahora, a causa de su acrobacia en el tiempo, se le antojaba el vaticinio de unos hechos en vez de su descripción. Pero a diferencia de aquella noche, él estaba allí, dispuesto a cambiarla. Visto así, lo que iba a hacer se le antojó como retocar un cuadro ya terminado, algo parecido a añadir una nueva pincelada a Las tres Gracias o a La joven de la perla.

Tras descubrir con alborozo que su víctima no tenía compañía, el Destripador lanzó una última mirada a su alrededor, y pareció satisfecho, incluso exultante, ante la oportuna calma que sumía el lugar, que iba a permitirle perpetrar su crimen en una inesperada y agradable intimidad. Aquella actitud soliviantó a Andrew, obligándolo a emerger impulsivamente de su escondite sin ni siquiera considerar la posibilidad de dispararle desde allí. De repente, acabar con él desde la distancia, y con la higiénica mediación de un arma, se le antojó un acto demasiado frío, impersonal e insatisfactorio. La furia que lo inundaba le exigía arrancarle la vida de un modo más íntimo. Tal vez estrangulándolo con sus propias manos, golpeándolo con la culata del revólver hasta matarlo, o de cualquier otra forma que le permitiera involucrarse más en su aniquilación, sentir cómo su ruin vida se iba extinguiendo poco a poco, al ritmo que él marcase. Pero a medida que caminaba resueltamente hacia el monstruo, Andrew comprendió que por mucho que ansiara acabar con él cuerpo a cuerpo, la descomunal envergadura de su oponente y su inexperiencia en reyertas de ese tipo desaconsejaban cualquier estrategia en la que no interviniese el arma que portaba contra el muslo.

Desde la puerta del cuartito, el Destripador lo observó aproximarse con tranquila curiosidad, quizás preguntándose de dónde había surgido aquel individuo. Andrew se detuvo previsoramente a unos cinco metros de él, como el niño que teme un posible zarpazo del león si se acerca demasiado a la jaula. No podía distinguir su rostro en la oscuridad, pero tal vez fuese mejor así. Levantó el revólver y, siguiendo la recomendación de Charles, le apuntó al pecho. Y si hubiese disparado en ese instante, sin más contemplaciones, sin pensar en lo que hacía, como si fuera otro movimiento más de la impulsiva coreografía que parecía estar siguiendo, todo se hubiese desarrollado sin problemas, habría sido un acto rápido y calculado como una extirpación quirúrgica. Pero desgraciadamente Andrew se detuvo a pensar en lo que estaba haciendo, cobró repentina consciencia de que iba a disparar a un hombre, no a un ciervo ni a una botella, y el hecho de que matar a alguien fuera un acto tan sencillo e impetuoso, al alcance de cualquiera pareció abrumarlo, inmovilizando su dedo en el gatillo. El Destripador ladeó la cabeza, entre sorprendido y burlón, y entonces Andrew contempló cómo la mano que sostenía el revólver comenzaba a temblarle. Aquello terminó de arruinar su resolución y envalentonó al Destripador, que aprovechó aquellos segundos de duda para, con un rápido gesto, extraer un cuchillo de las interioridades de su abrigo y abalanzarse sobre él en busca de su yugular. Irónicamente, fue aquella carga animal la que desentumeció el dedo de Andrew. Un estallido repentino, breve, casi lacónico, desbarató el silencio de la noche. El hombre recibió la andanada en mitad del pecho. Con el revólver todavía apuntándolo, Andrew lo observó retroceder un par de pasos, tambaleándose. Bajó entonces la pistola, humeante y caliente, sorprendido tanto de haberla utilizado como de encontrarse intacto después de repeler aquel ataque imprevisto. Aunque esto último no era del todo exacto, como enseguida le notificó una ardiente punzada proveniente de su hombro izquierdo. Sin dejar de mirar al Destripador, que seguía meciéndose ante él como un oso puesto en pie, exploró con sus dedos la fuente del dolor y descubrió que el cuchillo, si bien se había extraviado en su camino hacia la yugular, le había desgarrado la chaqueta a la altura del hombro y ahondado en su carne. Pero pese al alegre entusiasmo con que manaba la sangre, no parecía un corte muy profundo. El Destripador, entretanto, se demoraba en confirmarle si su disparo había sido o no mortal. Tras su torpe bailoteo, procedió a doblarse sobre sí mismo, al tiempo que el cuchillo, empapado con su sangre, se le escurría de la mano y rebotaba en los adoquines hasta desaparecer en las sombras. Luego, tras soltar un gruñido ronco, clavó una rodilla en tierra, como si hubiese reconocido en su asesino los rasgos de un príncipe, e hizo alarde de su garganta con algunas variantes del gemido anterior, algo más aflautadas y discontinuas. Finalmente, cuando ya Andrew, harto de tanto aspaviento agónico, barajaba la posibilidad de tumbarlo de una patada, el hombre se desplomó con sorprendente brusquedad sobre el adoquinado, quedando tendido a sus pies.

Iba a arrodillarse para comprobar sus constantes vitales cuando Marie Kelly, sin duda alarmada por la refriega, abrió la puerta del cuartito. Antes de que ella pudiese reconocerlo, y venciendo la tentación de contemplar su cara después de ocho años muerta, Andrew giró sobre sus talones. Desentendiéndose del cuerpo, corrió hacia la salida del callejón, mientras la oía gritar: «¡Asesino, asesino!». Se permitió mirar por encima del hombro una vez alcanzó el arco de entrada, y la vio arrodillada en un tembloroso círculo de luz, cerrando con un gesto de ternura los ojos del hombre que, en un tiempo lejano, en un mundo que ahora cobraba la consistencia de un sueño, la había mutilado hasta volverla irreconocible.

El caballo lo aguardaba donde lo había dejado, jadeando por la carrera, lo montó y huyó lejos de allí. Pese a su agitación logró orientarse en aquel dédalo de callejas y encontrar el camino de vuelta. Solo una vez fuera de Londres empezó a calmarse, a digerir lo que había hecho. Había asesinado a un hombre, pero al menos lo había hecho en defensa propia. Además, no se trataba de un hombre cualquiera. Había matado a Jack el Destripador, había salvado a Marie Kelly, había cambiado lo que ya había ocurrido. Azuzó al caballo con fuerza, ansiando llegar a su época para comprobar los resultados de su acto. Si todo había salido bien, Marie no solo estaría viva, sino que probablemente fuese su esposa. ¿Tendría un hijo con ella? ¿Dos, tres? Golpeó aún más al caballo, poniéndolo al límite de sus fuerzas, como si temiese que aquel idílico presente se desvaneciera como un espejismo si tardaba demasiado en alcanzarlo.

Woking seguía envuelto en la misma tranquila quietud que tanto lo había hecho desconfiar unas horas antes, pero ahora agradecía aquella calma que iba a permitirle terminar su misión sin mayores incidencias. Bajó rápidamente del caballo y abrió la cancela, pero algo lo hizo detenerse en seco: una figura lo aguardaba junto a la puerta de la casa. Inmediatamente, Andrew recordó lo que le había sucedido al amigo de Wells y comprendió que debía tratarse de algún vigilante del tiempo, con orden de ejecutarlo por haber alterado el pasado. Intentando no dejarse llevar por el pánico, sacó la pistola del bolsillo todo lo rápido que pudo y lo apuntó al pecho, como su primo le había recomendado hacer con el Destripador. Al descubrir que iba armado, el intruso se arrojó hacia un lado, y rodó por el jardín hasta sumergirse en la oscuridad. Andrew intentó seguir sus felinos movimientos con el revólver, sin saber muy bien qué hacer, hasta que lo vio escalar la valla con agilidad y saltar a la calle.

Solo cuando oyó el repiqueteo de sus pasos alejándose bajó el arma, e intentó serenarse respirando pausadamente. ¿Sería aquel hombre el asesino del amigo de Wells? No lo sabía, pero, ahora que había huido, tampoco tenía demasiada importancia. Andrew se olvidó de él y emprendió la escalada de la enredadera. Tuvo que hacerlo valiéndose de un solo brazo, ya que la herida del otro empezaba a palpitarle dolorosamente cada vez que lo sometía al menor esfuerzo. Aun así, logró alcanzar el desván, donde lo aguardaba la máquina del tiempo. Exhausto y algo mareado por la pérdida de sangre, se derrumbó en el sillón, fijó la fecha de regreso en el panel del artefacto y, tras despedirse del año 1888 con una mirada afectuosa, bajó la palanca de cristal sin más demora.

Esta vez no sintió miedo cuando lo envolvieron los relámpagos, solo la agradable sensación de quien regresa a casa.