CAPÍTULO 19

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PHONDRA

CHELESTRA

Para gran sorpresa de Haplo, las familias reales mensch, junto con sus hijos, decidieron partir. Al parecer, cada familia se proponía volver a su tierra para descansar y relajarse allí y, una vez que hubieran recuperado fuerzas, discutir la idea de llevar a cabo la Caza del Sol.

—¿Qué es esto? ¿Adónde vais? —preguntó Haplo a los enanos, que se disponían a abordar su sumergible. Los humanos ya se dirigían al suyo.

—Volvemos a Phondra —respondió Dumaka.

—¡A Phondra! —Haplo lo miró, boquiabierto. «¡Mensch!», pensó con hastío—. Escucha, Dumaka, sé que habéis sufrido una gran conmoción y lamento sinceramente vuestra pérdida —sus ojos se volvieron hacia Alake, quien seguía sollozando entre los brazos de su madre—, pero da la impresión de que no entendéis la importancia de las cosas que están sucediendo y que os afectan a vosotros y a vuestros pueblos. ¡Tenéis que poneros en acción desde ahora mismo! Por ejemplo —añadió con la esperanza de captar su interés—, ¿sabíais que la luna marina que os proponéis ocupar ya está habitada?

Dumaka y Delu fruncieron el entrecejo y le prestaron atención. Los enanos detuvieron su marcha y se volvieron hacia él. Incluso Eliason levantó la cabeza y un vago parpadeo de inquietud apareció en los hundidos ojos del rey elfo.

—Los delfines no nos han dicho nada de esto —respondió Dumaka con aire severo—. ¿Cómo es que tú lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?

—Las serpientes dragón. Escuchad, sé que no os fiáis de ellas y no os lo reprocho, pero tengo razones para creer que esta vez dicen la verdad.

—¿Quién vive allí? ¿Esas criaturas horribles? —inquirió Yngvar, ceñudo.

—Supongo que te refieres a las serpientes dragón, ¿verdad? No, ellas tienen su propia luna marina y no necesitan ni desean otra. El pueblo que vive en esa luna a la que tenéis intención de viajar no son enanos, elfos ni humanos. No creo que hayáis oído hablar de ellos. Se llaman a sí mismos sartán.

Haplo lanzó una rápida mirada en torno a sí y, al no advertir el menor indicio de reconocimiento, exhaló un suspiro de alivio en su fuero interno. Aquello hacía más fáciles las cosas. Si aquellos pueblos hubiesen guardado algún remoto recuerdo de los sartán, probablemente habría resultado difícil convencerlos para que se enfrentaran a quienes debían de considerar dioses. El patryn, aprovechando el interés que había despertado su revelación: se apresuró a continuar:

—Las serpientes dragón han prometido reconstruir vuestras naves con su magia. Lamentan mucho lo que os hicieron. Fue a causa de un malentendido que os explicaré con detalle cuando tengamos más tiempo. De momento, os contaré lo preciso para que podáis empezar a hacer planes. Esa luna marina es exactamente como os han contado los delfines. En realidad, no es una auténtica luna marina. Es una estructura permanente y tiene un tamaño enorme, más que suficiente para que todos vuestros pueblos puedan convivir en ella. Y allí podréis vivir durante muchas generaciones sin tener que preocuparos por construir más cazadores de sol.

Dumaka intervino entonces, con aire dubitativo.

—¿Estás seguro de que te refieres a… cómo se llama?

—Surunan —lo ayudó su esposa.

—Sí, Surunan.

—En efecto, ése es el lugar —respondió Haplo, evitando pronunciar el nombre sartán—. Y es el único sitio de este mundo lo bastante próximo al sol marino. Me temo que para vuestros pueblos no hay alternativa: o ese lugar… o ninguno.

—Sí —murmuró Eliason—, ésa es la conclusión a la que llegamos.

—Lo cual nos lleva a nuestro problema. Lo que no os han contado los delfines es que…, que ese lugar… es ahora el hogar de esos sartán. En favor de los delfines, os diré que no creo que lo supieran. Los sartán no llevan mucho tiempo viviendo

Bueno, en realidad sí, pero aquél no era momento para extenderse en explicaciones.

Los mensch cruzaron unas miradas. Parecían desconcertados e incapaces de asimilar todas aquellas novedades.

—Pero ¿quiénes son esos sartán? Hablas de ellos como si fueran criaturas horribles dispuestas a rechazarnos —apuntó Delu—. ¿Cómo sabes que no se alegrarán de acogernos en su reino?

—¿Y cuántos son esos sartán? —inquirió su esposo.

—No muchos. Un millar, aproximadamente. Habitan una sola ciudad y el resto de esa tierra está despoblada. A Yngvar se le iluminó la expresión.

—Entonces ¿de qué tenemos que preocuparnos? —exclamó—. ¡Hay sitio para todos!

—Estoy de acuerdo con el enano. Haremos de Surunan un lugar próspero y productivo.

Haplo movió la cabeza en gesto de negativa.

—Lo que decís tiene sentido, desde luego, y los sartán deberían acceder de buen grado a que os instaléis en su reino, pero me temo que no sea así. Conozco algunas cosas de esa gente. Según las serpientes dragón, hace muchísimo tiempo, cuando el sol marino era reciente, vuestros antepasados vivían en ese mismo reino con los sartán. Entonces, un día, éstos ordenaron a vuestros antepasados que se marcharan. Los pusieron en unas naves y los obligaron a adentrarse en el Mar de la Bondad, despreocupándose por completo de la suerte que pudieran correr, de si sobrevivían o perecían. Por tanto, no es probable que los sartán se alegren de veros volver.

—Pero, si ése es el único lugar al que podemos ir, ¿cómo podrían rechazarnos? —protestó Eliason, perplejo.

—No digo que vayan a hacerlo —respondió Haplo, encogiéndose de hombros—. Sólo apunto que cabe esa posibilidad. Y vosotros tenéis que estudiar qué hacer si se niegan a acogeros. Por eso es preciso que os reunáis para elaborar planes, para tomar decisiones…

Miró a los mensch con expectación.

Los monarcas mensch intercambiaron una mirada.

—Yo no iré a la guerra —dijo el rey elfo.

—¡Vamos, Eliason! —resopló Yngvar—. Nadie desea luchar pero, si esos sartán no se muestran razonables…

—No combatiré —repitió el elfo con exasperante flema. Yngvar empezó a discutir. Dumaka intentó razonar con Eliason.

—El sol no nos dejará hasta dentro de muchos ciclos —insistió Eliason débilmente. Hizo un gesto con la mano y añadió—: Ahora mismo soy incapaz de pensar en esas cosas…

—¿Eres incapaz de pensar en el bienestar de tu propio pueblo?

Grundle, aún con rastros de lágrimas en los ojos, cruzó el embarcadero hasta llegar ante el rey elfo. La cabeza de la enana quedaba a la altura de la cintura de Eliason.

—Grundle, no deberías hablar así a tus mayores… —la reprendió su madre, pero no lo dijo en voz muy alta y su hija no la oyó.

—Sadia era amiga mía. Desde hoy hasta el final de mi vida, cada día que pase la recordaré y la echaré de menos. Pero ella estuvo dispuesta a entregar su vida por salvar a su pueblo y sería una afrenta a su memoria que tú, su padre, no fueras capaz de hacer lo mismo.

Eliason se quedó mirando a la enana como si estuviera en un sueño y Grundle fuera alguna extraña aparición surgida de la nada.

Yngvar, el rey enano, suspiró y se tiró de la barba.

—Mi hija tiene razón en lo que dice, Eliason, aunque arroje sus palabras con toda la gracia y encanto de una lanzadora de hachas. Compartimos tu dolor, pero también compartimos tu responsabilidad. Lo principal es la supervivencia de nuestras gentes. Este hombre, que ha salvado a nuestros hijos, tiene razón. Es preciso que nos reunamos para planificar qué vamos a hacer. Y debemos hacerlo pronto.

—Estoy de acuerdo con Yngvar —declaró Dumaka—. Propongo que nos encontremos en Phondra dentro de catorce ciclos. ¿Bastará ese plazo para que deis por concluido el período de duelo, Eliason?

—¡Catorce ciclos!

Haplo se disponía a protestar, pero captó la penetrante mirada del enano instándolo a guardar silencio y cerró la boca.

Más tarde, se enteraría de que el período de duelo de los elfos —durante el cual nadie emparentado con el difunto por lazos de sangre o por matrimonio podía llevar a cabo ningún tipo de actividad pública— se prolongaba por lo general durante varios meses y, a veces, más incluso.

—¡Muy bien! —asintió Eliason tras un profundo suspiro—. Catorce ciclos. Me reuniré con vosotros en Phondra.

Los elmanos partieron. Los phondranos y los gargan se dirigieron a sus sumergibles y se dispusieron a regresar a sus respectivas esferas marinas. Dumaka, a instancias de Alake, se acercó a Haplo.

—Debes perdonarme, forastero. Discúlpanos a todos si parecemos desagradecidos contigo después de lo que has hecho. Las lágrimas de gran alegría y de terrible pesar nos han impedido mostrarte nuestra gratitud. Si deseas ser nuestro huésped, me harás un gran honor alojándote en mi casa.

—Seré yo quien se honre en compartir tu morada, gran jefe —respondió Haplo con solemnidad. De repente, lo asaltó la extraña sensación de encontrarse otra vez en el Laberinto, hablando con el jefe de una de las tribus de residentes.

Dumaka pronunció las frases de rigor expresando su satisfacción y se encaminó hacia el sumergible.

—¿Crees que Eliason acudirá? —preguntó Haplo mientras subían a bordo de la nave. Al hacerlo, el patryn tuvo sumo cuidado en evitar el contacto con el agua.

—Sí, vendrá —respondió Dumaka—. Para ser un elfo, es muy fiel a su palabra.

—¿Cuánto tiempo hace que los elfos no van a la guerra?

—¿A la guerra? —Dumaka puso una mueca de divertida sorpresa y dejó a la vista sus dientes, blanquísimos en contraste con su piel oscura—. ¿Los elfos? —Se encogió de hombros y añadió—: No han ido jamás.

Haplo había imaginado que pasaría aquellos días de espera en Phondra consumido de impaciencia y echando pestes ante la obligada inacción. Por eso, al cabo de un par de días, lo sorprendió comprobar, casi a su pesar, que se encontraba muy a gusto en aquel lugar.

Comparado con los otros mundos por los que había viajado, Phondra resultaba muy parecido a su propio mundo y, aunque nunca se le había pasado por la cabeza que algún día pudiera sentir nostalgia del Laberinto, la vida entre la tribu de Dumaka le evocó recuerdos de los escasos momentos de tranquilidad y descanso que había gozado en su dura existencia: los que había pasado en los campamentos de los residentes.[33]

La tribu de Dumaka era la más numerosa de Phondra, y la más poderosa, razón por la cual aquél era caudillo de toda la raza humana. Al parecer, habían sido necesarias numerosas guerras para consolidar tal situación, pero Dumaka era ahora el soberano indiscutido de su pueblo y, en general, la mayoría de las restantes tribus acataba y aprobaba su liderazgo.

Sin embargo, Dumaka no ejercía el poder a solas. El Concilio de Magos ejercía una poderosa influencia sobre la comunidad, cuyas gentes veneraban la magia y a todos aquellos que sabían usarla.

—En otros tiempos —explicó Alake al patryn—, el Concilio de Magos y los caudillos de las tribus solían estar enfrentados, pues cada cual se creía con más derecho a gobernar que el otro. Mi propio abuelo paterno murió por esa causa, asesinado por un hechicero que se creía con derecho a ser jefe. La guerra que siguió fue cruel y sangrienta, y en ella murió un número incontable de nuestra gente. Mi padre juró que, si el Uno lo convertía en jefe, establecería la paz entre las tribus y el Concilio de Magos. El Uno le concedió la victoria y, entonces, tomó por esposa a mi madre, hija de la Sacerdotisa del Concilio.

»Mis padres se repartieron el poder. Mi padre gobierna sobre todas las disputas que se refieren a tierras o posesiones, promulga leyes y preside juicios. Mi madre y el Concilio se ocupan de todo cuanto afecta a la magia. De este modo, Phondra disfruta de paz desde hace años.

Haplo contempló el asentamiento de la tribu: las chozas de postes y techos de paja, las mujeres que charlaban entre risas con sus pequeños apoyados en sus caderas, los jóvenes que afilaban sus armas y ultimaban los preparativos para salir en persecución de cierta fiera salvaje. Un grupo de hombres demasiado viejos para participar en la cacería permanecía sentado bajo la luz cálida aún, pero menguante, del sol marino, rememorando batidas de antaño. El aire era una caricia perfumada con aromas a carne ahumada, vibrante con los chillidos agudos de los niños, que jugaban también a cazadores.

—Parece una lástima que todo esto deba terminar —murmuró Alake con un brillo trémulo en los ojos.

Sí, era una lástima. Haplo se sorprendió a sí mismo asintiendo a aquellas palabras. Intentó quitarse la idea de la cabeza pero era innegable que en aquel lugar, entre aquella gente, se sentía relajado y en paz por primera vez en muchísimo tiempo.

Llegó a la conclusión de que sólo se trataba de una reacción al miedo. Una reacción al pánico inicial del encuentro con las serpientes dragón y al terror, aún mayor, de creer que había perdido su magia.

Probablemente, se dijo, estaba más débil de lo que había creído. Aprovecharía aquel intervalo para recobrar todas sus fuerzas, pues muy pronto las necesitaría para enfrentarse a su antiguo enemigo, para marchar a la guerra contra los sartán.

De todos modos, concluyó, no podía hacer nada para apresurar las cosas. No era conveniente ofender a aquellos mensch. Los necesitaba; necesitaba su presencia en gran número, más que su destreza con las armas.

Haplo le había dado muchas vueltas en la cabeza a la batalla que se avecinaba. Los elfos resultarían peor que inútiles. Tenía que encontrar algo que los mantuviese ocupados y los quitara de en medio. Los humanos eran guerreros preparados, duchos con las armas y fáciles de enardecer. Respecto a los enanos, de sus charlas con Grundle había deducido que eran gente recia y dura. Les costaba enfurecerse, pero eso no sería ningún problema. Haplo consideraba muy probable que los sartán le proporcionaran sin saberlo la provocación que necesitaba para despertar su ira.

Su única preocupación era que aquellos sartán resultaran ser parecidos a Alfred. Haplo reflexionó unos instantes sobre ello y movió la cabeza. No; por lo que sabía de Samah, por los documentos conservados en el Nexo, el Gran Consejero era tan distinto de Alfred como el mundo del aire, luminoso y exuberante, lo era del mundo de la tierra, oscuro y sofocante.

—Lo siento, pero tengo que dejarte solo durante un rato…

Alake le estaba diciendo algo respecto a que tenía que ir a ver a su madre. La muchacha lo miraba con ansiedad, temerosa de contrariarlo. Haplo le dirigió una sonrisa.

—Puedo arreglármelas por mí mismo. Y no tienes que preocuparte de entretenerme, pese a que me encanta tu compañía. Iré a dar una vuelta para conocer un poco mejor a tu pueblo.

—Te caemos bien, ¿verdad? —inquirió Alake, devolviéndole la sonrisa.

—Sí —contestó Haplo, y sólo cuando la palabra hubo salido de sus labios se dio cuenta de que lo había dicho en serio—. Sí, Alake, me gusta tu gente. Me recuerda…, me recuerda un sitio donde estuve hace tiempo…

Dejó la frase a medias y permaneció en silencio. Algunos de aquellos recuerdos no eran especialmente gratos, pero experimentó un extraño alivio al darles la bienvenida después de una larga ausencia.

—Ella debía de ser muy hermosa —apuntó Alake, un tanto abatida.

Haplo se volvió a mirarla rápidamente. ¡Mujeres! Mensch, patryn… todas eran iguales. ¿Qué era lo que les daba aquella extraña capacidad para introducirse en la cabeza de un hombre y hurgar en los rincones oscuros que éste creía ocultos a todos?

—Sí, lo era —respondió, y se dio cuenta de que había hecho aquella confesión sin querer. Era aquel lugar. Se parecía demasiado a su hogar—. Será mejor que te apresures. Tu madre estará preguntándose dónde te has metido.

—Si te he hecho daño, lo siento —dijo ella con suavidad. Alargó su mano, rozó la de Haplo y entrelazó sus dedos en los de él.

Su piel era fina y suave; sus manos, fuertes. Los dedos de Haplo se cerraron en torno a los de ella y atrajeron la mano más cerca de sí. El patryn no reflexionaba sobre lo que estaba haciendo. Sólo sabía que la muchacha era hermosa y que su presencia daba calor a una parte helada de su ser.

—Un poco de dolor es bueno para todos —respondió a Alake—. Nos recuerda que estamos vivos.

La muchacha no entendió a qué se refería, pero se sintió reconfortada por su actitud y se alejó. Haplo la siguió con la mirada hasta que el dolor voraz y solitario que lo roía por dentro lo hizo sentirse demasiado vivo. Se puso en pie, estiró los brazos hacia el cálido sol y salió de la casa para unirse a los jóvenes guerreros en la cacería.

La batida fue prolongada, excitante y ardua. La fiera que perseguían, de la que Haplo no averiguó nunca el nombre, era astuta, vivaz y salvaje. El patryn renunció deliberadamente a emplear la magia y descubrió que le encontraba gusto a aquel exigente ejercicio físico, que disfrutaba enfrentando inteligencia y músculos a su oponente.

El acoso y la persecución se prolongaron durante horas; la caza en sí, a base de lanzas y redes, resultó tensa y peligrosa. Varios hombres resultaron heridos y uno estuvo cerca de ser atravesado por el cuerno que, como una espada, coronaba la cabeza de la fiera. Haplo se lanzó hacia el joven y, arrastrándolo, lo alejó de la zona de peligro. El cuerno llegó a rozar la piel del patryn pero, protegido como estaba por las runas, no le causó ningún daño.

Haplo no había corrido peligro en ningún momento, pero los humanos lo ignoraban y lo aclamaron como el héroe del día. Al final de la cacería, cuando los jóvenes regresaron cantando al campamento, el patryn disfrutó de su camaradería y de la sensación de pertenecer, una vez más, a una comunidad.

Aquella sensación no duraría mucho. Así había sucedido siempre en el Laberinto. Haplo era un corredor. Pronto empezaría a sentirse inquieto e incómodo, a tropezar con muros que sólo él podía ver. Pero, de momento, se permitió disfrutar de ella.

—Estoy ganándome su confianza —se dijo como excusa. Presa de un agradable cansancio, regresó a la cabaña que ocupaba con la intención de acostarse y descansar un rato hasta el banquete nocturno—. Ahora, estos humanos me seguirán a cualquier parte. Incluso a luchar contra un enemigo muy superior.

Se echó en el camastro y el dolor caliente de la fatiga relajó sus músculos y su mente. Lo asaltó entonces el recuerdo inoportuno de las instrucciones de su señor.

«Tienes que ser un observador. No emprendas ninguna acción que pueda delatar tu condición de patryn. No alertes de nuestra presencia al enemigo.»

Pero el Señor del Nexo no podía haber previsto que su servidor diera con Samah, el Gran Consejero. Con Samah, el sartán que había encarcelado a los patryn en el Laberinto. Samah, el responsable de las torturas, los sufrimientos y las muertes que había padecido el pueblo de Haplo a lo largo de incontables generaciones.

—Cuando vuelva, lo haré con Samah y así mi señor volverá a confiar en mí y a considerarme hijo suyo…

Debió de quedarse dormido pues, de pronto, se incorporó de un salto, alarmado al percibir que había alguien más en la cabaña. Su reacción, rápida e instintiva, sobresaltó a Alake, quien se apartó de él un par de pasos involuntariamente.

—Yo… lo siento —murmuró Haplo cuando, al suave brillo de la luz de las hogueras encendidas en el exterior, advirtió de quién se trataba—. No pretendía saltarte encima. Es sólo que me has cogido por sorpresa…

Sí, había sido un sueño. Haplo aún trataba de calmar el acelerado latir de su corazón.

—No, no te vayas.

El sueño acechaba en los márgenes de su mente, pero Haplo no tenía ninguna prisa por permitir que se adueñara de él otra vez.

—Eso huele bien… —murmuró, aspirando los apetitosos aromas que transportaba la suave brisa nocturna.

—Te he traído algo de comer —asintió Alake, señalando la puerta. Los phondranos no comían nunca en el interior de las viviendas, sino al aire libre. Una medida muy razonable, que contribuía a mantener la casa limpia y libre de roedores—. Te has perdido la cena y he pensado…, es decir, mi madre ha pensado que…, que tal vez estarías hambriento.

—Lo estoy. Dile a tu madre que agradezco mucho su atención —dijo Haplo con gravedad.

Alake sonrió, feliz de haberlo complacido. La muchacha siempre andaba haciendo cosas para él, le llevaba comida, le ofrecía pequeños regalos, cosas que ella misma hacía…

—Tienes la cama revuelta. Deja que la adecente un poco.

Alake dio un paso adelante. Haplo dio otro hacia la entrada de la choza. En la penumbra de ésta, los dos cuerpos chocaron. Antes de que Haplo supiera qué sucedía, unos brazos suaves lo rodearon, unos labios tiernos buscaron los suyos, una fragancia y una profunda calidez lo envolvieron.

El cuerpo del patryn reaccionó antes de que su cerebro pudiera evitarlo. Aún se sentía a medias en el Laberinto, y la muchacha era más una parte del sueño que una realidad. La besó con ardor, con rudeza, con la pasión de un hombre maduro, olvidando que tenía entre sus brazos a una niña. La estrechó contra sí y empezó a inclinarla sobre el camastro.

Alake emitió un jadeo desmayado, asustado.

El cerebro de Haplo se impuso por fin y lo devolvió a la realidad.

—¡Vete! —ordenó a Alake, apartándola de sí con brusquedad.

Ella, temblorosa, se detuvo en el umbral y se quedó mirándolo. No había estado preparada para la fuerza de aquella pasión; quizá la había tomado por sorpresa la respuesta de su propio cuerpo a lo que hasta entonces habían sido sueños y fantasías de chiquilla. Alake estaba asustada de él y de sí misma. Pero también había descubierto, de pronto, su propio poder.

—¡Tú me quieres! —susurró.

—No —replicó Haplo con aspereza.

—Me has besado…

—Alake… —empezó a decir Haplo, exasperado.

Pero no continuó. Contuvo las palabras frías y duras que se disponía a dirigirle. No le convenía herir a la muchacha, que sin duda correría llorando al lado de su madre. No podía permitirse ofender a los caudillos de los phondranos y, por mucho que le irritara reconocerlo, no quería herir los sentimientos de Alake. Lo que acababa de suceder allí había sido culpa suya.

—Alake —empezó de nuevo, sin convicción—, soy demasiado viejo. Ni siquiera soy de tu raza…

—Entonces ¿qué eres? Desde luego, no eres enano ni elfo…

«Pertenezco a un pueblo que queda fuera de tu entendimiento, chiquilla —pensó—. A una raza de semidioses que tal vez se dignarían a tomar a una mensch como entretenimiento, pero que jamás la tomarían por esposa.»

—No puedo explicártelo, Alake. Pero tú sabes que soy diferente. ¡Mírame! Mira el color de mi piel. Fíjate en mi cabello y en mis ojos. Además, soy un extraño. No sabes nada de mí.

—Sé todo lo que necesito saber —musitó la muchacha—. Sé que me salvaste la vida…

—Y tú, la mía.

Alake dio un paso hacia él con la mirada cálida y brillante.

—Eres valiente…, el hombre más valiente que conozco. Y atractivo. Sí, eres distinto, pero eso es lo que te hace especial. Y quizá me lleves unos años, pero yo también soy mayor para mi edad. Los chicos de mi edad me aburren.

Extendió las manos hacia Haplo, pero éste no movió las suyas de los costados. Por fin volvía a sentirse capaz de pensar con coherencia y se decidió a expresar lo que debería haber dicho desde el primer momento.

—Alake, tus padres no lo aprobarían.

—Quizá sí —replicó ella con un titubeo.

—No. —Haplo movió la cabeza—. Verás cómo tus padres repiten todo lo que acabo de decirte. Se enojarán, y con todo el derecho del mundo. Eres una princesa real. Tu matrimonio es muy importante para tu pueblo. Tienes responsabilidades. Debes casarte con un caudillo, o con el hijo de un caudillo. Yo no soy nadie, Alake.

La muchacha no lo soportó más. Hundió la cabeza, sus hombros se sacudieron incontroladamente y en sus pestañas brillaron unas lágrimas.

—Tú me has besado —insistió en un murmullo.

—Sí, no he podido evitarlo. Eres muy hermosa, Alake. Ella levantó la cabeza y lo miró, con el corazón en los ojos.

—Habrá una manera. Ya lo verás. El Uno no permitirá que dos que se aman vivan separados. No —le aseguró, con una mano alzada—, no tengas miedo. Te comprendo, y no les diré nada a mis padres. No le contaré nada de esto a nadie. Será nuestro secreto hasta que el Uno me muestre la manera de poder estar juntos.

Alake depositó un beso tierno y trémulo en su mejilla, dio media vuelta y salió de la choza a toda prisa.

Haplo la vio alejarse, frustrado, furioso con ella, consigo mismo y con las circunstancias absurdas que lo habían arrojado a aquella situación. ¿Mantendría Alake su palabra de no decir nada a sus padres? Le pasó por la cabeza la idea de ir tras ella, pero no tenía la menor idea de qué decirle. ¿Cómo podía explicarle que no la había besado a ella, sino a un recuerdo evocado por aquellos parajes, por la cacería, por el sueño?