A LA DERIVA EN ALGUNA PARTE
DEL MAR DE LA BONDAD
El amanecer. Otra mañana de desesperación, de miedo. La mañana es para mí el peor momento del día. Despierto de mis terribles pesadillas y, por un momento, pienso que estoy de nuevo en la cama del dormitorio de mi casa y me digo a mí misma que los sueños son sólo sueños y nada más. Pero no puedo desprenderme del pánico que me invade al pensar que en cualquier momento los horribles sueños pueden convertirse en realidad. No hemos visto ninguna señal de las serpientes dragón, pero sabemos que alguien nos observa. Ninguno de nosotros es marino, no tenemos ni idea de cómo se maneja este barco y, sin embargo, algo lo guía. Y no sabemos qué.
El miedo nos impide incluso subir a la cubierta superior. Nos hemos instalado en la parte inferior de la embarcación, donde ese alguien no nos moleste.
Cada mañana, Alake, Devon y yo nos reunimos e intentamos engullir la comida sin apetito. Nos miramos unos a otros y nos preguntamos si hoy será el día, el último día.
La espera es la peor parte. Nuestro terror aumenta a cada momento que pasa. Tenemos los nervios tensos, a punto de saltar. Devon —el afable Devon— tergiversa el más mínimo comentario que Alake hace sobre los elfos, y se pelean por insignificancias. Ahora mismo, los oigo discutir. No es el enojo lo que los empuja, sino el miedo. Creo que el terror acabará por volvernos locos.
Con el recuerdo, lograré evadirme un rato. Tengo que contar nuestra entrega.
Fue amarga y triste. La primera parte, tomar la decisión inicial de entregarnos a los dragones, fue la más fácil. Nos serenamos, secamos nuestras lágrimas y decidimos lo que íbamos a decirles a nuestros padres. Elegimos a Alake como portavoz y salimos a la terraza.
Ellos no estaban preparados para vernos. Eliason, que acababa de perder a su amada esposa a causa de alguna enfermedad élfica, no podía mirar a Sadia, que era la viva imagen de su madre. Apartó los ojos llenos de lágrimas.
En ese punto, Sadia perdió el valor. Se acercó a él, lo rodeó con los brazos y dejó que sus lágrimas se unieran a las de su padre. Eso lo expresó todo.
—¡Habéis estado espiando! —nos recriminó Dumaka, enfadado— . ¡Habéis escuchado otra vez!
Nunca lo había visto tan enfadado. El discurso que Alake había planeado con tanto cuidado, se heló en sus labios temblorosos.
—Padre, hemos decidido ir, no podrás detenernos…
—¡No! —rugió con furia, y comenzó a aporrear el coral con el puño; lo golpeó y aplastó hasta que la superficie rosada se tiñó de rojo con su sangre— . ¡No! ¡Moriré antes de permitirlo!
—¡Sí, morirás! —gritó Alake— . ¡Y también nuestro pueblo morirá! ¿Es eso lo que deseas, padre?
—¡Lucharé! —Sus ojos oscuros refulgían y echaba espuma por la boca— . ¡Lucharemos contra ellos! Esas bestias son tan mortales como nosotros. Se les puede atravesar el corazón, se les puede cortar la cabeza.
—Sí —coincidió mi padre enérgicamente— . Les presentaremos batalla.
Tenía la barba hecha jirones. Contemplé los mechones espesos de pelo que había en el suelo a sus pies. Por primera vez comprendí el alcance de nuestra decisión. No quiero decir que lo hubiésemos resuelto a la ligera, pero lo habíamos hecho pensando tan sólo en nosotras, en lo que sufriríamos en nuestra propia carne. Ahora me daba cuenta de que, aunque pereciéramos —y pereceríamos de forma espantosa— , sólo podíamos morir una vez y después todo habría terminado y descansaríamos a salvo al lado del Uno. Nuestros padres (y todos aquellos que nos amaban), por el contrario, sufrirían y morirían con nuestra muerte en la mente una y otra vez.
Estaba avergonzada. No podía enfrentarme a su mirada.
Él y Dumaka estuvieron discutiendo acerca de las hachas y lanzas que fabricarían y sobre los hechizos con que los elfos iban a embrujarlas. Finalmente, Eliason se recuperó lo suficiente como para aportar algunas sugerencias. Yo no podía pronunciar palabra. Comencé a creer que tal vez nuestra gente tendría una oportunidad, que podíamos combatir a las serpientes y que se podía evitar nuestras muertes. Entonces me fijé en Alake. Me extrañaron su silencio y su tranquilidad.
—Madre —dijo de pronto con voz fría— , tienes que contarles la verdad.
Delu se encogió. Le lanzó a su hija una breve mirada furibunda para ordenarle silencio, pero era demasiado tarde. Aquello la delató, porque demostraba que tenía algo que ocultar.
—¿Qué verdad? —inquirió mi madre en tono cortante.
—No se me permite hablar de ello —contestó con voz apagada, evitando mirarnos— . Como bien sabe mi hija —añadió con amargura.
—Tienes que hacerlo, madre —insistió Alake— . ¿O acaso permitirás que se lancen a ciegas a luchar contra un enemigo imposible de derrotar?
—¿A qué se refiere, Delu?
Hablaba mi madre de nuevo. Era la persona de menor estatura de la reunión. Es incluso más baja que yo. Me parece estar viéndola, sacudiendo las patillas con el mentón alzado, los brazos en jarras y los pies plantados en el suelo. Delu era alta y esbelta y mi madre sólo le llegaba a las caderas, pero, en mi recuerdo, aquel día mi madre se alzaba por encima, con la altura que le conferían el valor y la fortaleza.
Delu se desmoronó como un árbol talado por la hoja del hacha de mi madre. La hechicera humana se dejó caer en un banco bajo y empezó a enlazar y desenlazar las manos sobre el regazo con la cabeza gacha.
—No puedo entrar en detalles —explicó en voz queda— . No debería contaros demasiado, pero…, pero… —Tragó saliva y exhaló un suspiro tembloroso— . Intentaré explicároslo. Cuando se ha cometido un crimen…
(Hago una pausa aquí para señalar que los humanos se matan entre sí. Ya sé que cuesta creerlo, pero es cierto. Podría pensarse que, dada la brevedad de su vida, debería ser para ellos algo sagrado. Pero no es así. Asesinan por los motivos más absurdos: la avaricia, la venganza y la codicia son los más frecuentes).
—Cuando se comete un crimen y no se encuentra al asesino
—prosiguió Delu— , los miembros del Círculo pueden, mediante un hechizo cuya naturaleza no puedo revelar, reunir información sobre la persona que lo ha perpetrado.
—Pueden, incluso, evocar la imagen del asesino —apostilló Alake— si encuentran un mechón de su cabello o rastros de su sangre o su piel.
—Shh, niña. ¿Qué estás diciendo? —la regañó su madre, pero su protesta era débil, pues tenía el espíritu acongojado.
—Una simple hebra de hilo puede revelar al Círculo la ropa que llevaba el asesino —continuó Alake— . Si el crimen es reciente, la conmoción del ultraje permanece en el aire, de donde podemos extraer…
—¡No, hija! —Delu levantó la vista— . Ya es suficiente. Basta con decir que tenemos la facultad de evocar no sólo la imagen del asesino, sino la de su alma, por llamarlo de alguna manera.
—¿Y el Círculo formuló este hechizo en el pueblo?
—Sí, esposo. Pero fue un asunto estrictamente mágico y me prohibieron hablarte de ello.
Dumaka no pareció muy complacido, pero no dijo nada. Los humanos reverencian la hechicería, la respetan y la temen. Los elfos, por el contrario, tienen un punto de vista mucho más práctico al respecto, pero esto tal vez se deba a que la magia élfica se utiliza para fines más cotidianos. Los enanos nunca hemos confiado demasiado en ella. Es cierto que ahorra tiempo y trabajo, pero como pago uno pierde parte de su libertad. Después de todo, ¿en quién confía una hechicera? Por lo visto, ni siquiera en su esposo.
—De modo, Delu, que realizaste el hechizo sobre los excrementos de esas criaturas o lo que quiera que dejaran detrás.
—Mi madre, con toda sencillez, nos centró de nuevo en el tema— . ¿Y qué averiguaste acerca de su alma?
—No tienen alma —contestó.
Mi madre levantó las manos, exasperada, y miró a mi padre como queriéndole decir que estaban perdiendo el tiempo, pero por la expresión de Alake imaginé que aquello no acababa allí.
—No tienen alma —prosiguió la hechicera con su mirada penetrante clavada en mi madre— . ¿Lo entendéis? Todos los seres mortales tienen un alma además de un cuerpo.
—Y son sus cuerpos lo que nos preocupa —espetó mi madre.
—Lo que Delu intenta decir —explicó Alake— es que esas serpientes carecen de alma y, por lo tanto, no pueden morir.
—¿Lo cual significa que son inmortales? —Eliason miró estupefacto a la muchacha— . ¿No se las puede matar?
—No estamos seguros —contestó la maga, abatida, al tiempo que se ponía en pie— . Por eso creí mejor no hablar del tema. El Círculo jamás se ha enfrentado a criaturas de naturaleza similar. Estamos desconcertados.
—Sin embargo, habéis llegado a esta conclusión —apuntó Dumaka.
Delu habría preferido no contestar pero, tras un momento de reflexión, pensó que no tenía elección.
—Si lo que hemos descubierto es cierto, no nos enfrentamos a simples serpientes. Son criaturas que pertenecen a un género que antiguamente se conocía como «dragón». Nuestros antepasados sostenían que el dragón era inmortal, pero probablemente esto derivaba de la dificultad que entrañaba matarlo. Lo que no significa que no se pueda acabar con él. —Por un momento, nos miró desafiante, pero su actitud pronto se desvaneció— . El dragón es un ser poderoso en extremo, especialmente en lo que a magia se refiere.
—No podemos luchar con esas bestias —agregó mi padre— con probabilidad de éxito. ¿Es eso lo que quieres decir? Porque a mí eso no me hace cambiar de opinión. No les entregaremos voluntariamente a un enano. A ningún enano. Y estoy seguro de que mi pueblo opinará lo mismo.
Yo sabía que tenía razón. Los enanos preferimos ser destruidos como raza antes que sacrificar a uno de los nuestros. Yo estaba a salvo. Respiré aliviada… y se agravó mi sensación de vergüenza.
—Estoy de acuerdo con Yngvar. —Dumaka echó un vistazo a su alrededor con chispas en los ojos— . Tenemos que luchar contra esos monstruos.
—Pero, padre —arguyó Alake— , ¿cómo puedes condenar a todo nuestro pueblo a la muerte por mi culpa?
—Esto no es por tu culpa, hija —contestó el rey humano con acritud— . Lo hago justamente por nuestro pueblo. Si ahora entregamos a una de nuestras hijas quién sabe si con el tiempo esos dragones no reclamarán a todas nuestras hijas. Y con el tiempo, a nuestros hijos. ¡No! —Golpeó el coral con el puño ensangrentado— . ¡Lucharemos! Y los nuestros estarán de acuerdo.
—Yo no voy a entregar a mi niña querida —susurró Eliason con voz quebrada por el llanto.
Abrazaba a Sadia con tanta firmeza como si ya estuviera viendo los anillos de la serpiente enroscarse alrededor de la muchacha. Ella se aferró a su padre, con los ojos llenos de lágrimas, más por él que por sí misma.
—Mi gente tampoco consentirá en pagar un precio tan espantoso para asegurar su propio bienestar, ni siquiera en el supuesto, como dice Dumaka, de que podamos confiar en esas serpientes, dragones o como quiera que debamos llamarlas.
«Lucharemos —prosiguió Eliason con mayor determinación. Después, suspiró y miró a los presentes con cierta impotencia— . Aunque hace mucho, mucho tiempo que los elfos no entramos en combate. De todos modos, supongo que el conocimiento necesario para fabricar armas se encuentra en nuestros archivos…
—¿Y crees que esas bestias van a esperar a que los elfos leáis los libros pertinentes, excavéis la mina para buscar el mineral adecuado y trabajéis en la fragua hasta obtener el filo deseado para vuestra empuñadura? —gruñó mi padre— . ¡Bah! Tenemos que apañarnos con lo que contamos. Enviaré hachas de guerra.
—Y yo suministraré lanzas y espadas —terció Dumaka con el ardor de la batalla brillándole en los ojos.
Delu y Eliason se enzarzaron en la discusión y el debate de los diversos encantos, mantras y hechizos militares. Desgraciadamente, la magia élfica y la humana son tan diferentes que ninguna puede aportar gran cosa a la otra, pero, al parecer, los dos hallaban consuelo en la mera apariencia de realizar juntos algo constructivo.
—Muchachas, ¿por qué no regresáis a la habitación de Sadia? —sugirió mi madre— . Estáis muy conmocionadas. —Se acercó y me estrechó entre los brazos— . Pero siempre recordaré con orgullo a mi valiente hija ofreciendo la vida por su pueblo.
Tras decir esto, se alejó para reunirse con mi padre que discutía acaloradamente con Dumaka sobre hachas de batalla y hachas de pértiga, y las chicas pronto fuimos olvidadas.
Y eso fue todo. Habían tomado una decisión. Tendría que haberme sentido alegre, pero mi corazón —que se había aligerado de forma extraña una vez que hubimos decidido sacrificarnos— me oprimía el pecho. Era cuanto podía hacer para llevar mi carga; los pies me arrastraron a través de los brillantes pasadizos de coral. Alake estaba malhumorada y pensativa. A Sadia todavía la asaltaban sollozos de tanto en tanto, de modo que no hablamos hasta llegar a la habitación de la princesa élfica.
Una vez allí, tampoco dijimos nada, por lo menos en voz alta. Pero nuestros pensamientos eran como riachuelos de agua, y todos convergían tras recorrer la misma dirección. Lo comprendí cuando miré de repente a Alake y vi que ella también me miraba. En el mismo instante, ambas nos volvimos hacia Sadia, que nos miró con los ojos muy abiertos. Se dejó caer sin fuerzas en la cama y sacudió la cabeza.
—¡No, no podéis estar pensando eso! Ya habéis oído lo que ha dicho mi padre…
—Escúchame, Sadia. —El tono de Alake me recordó las ocasiones en que habíamos intentado convencer a Sadia para que nos ayudara a gastar una broma a nuestra institutriz— . ¿Serás capaz de quedarte en esta habitación, ver a tu gente sacrificada ante tus ojos y decirte a ti misma: «Podría haber evitado esta matanza»?
Sadia hundió la cabeza.
Me acerqué a mi amiga y la rodeé con el brazo. Los elfos son tan delgados, pensé. Tienen los huesos tan frágiles que se les pueden romper con el más ligero contacto.
—Nuestros padres no lo permitirán —dije— . De modo que la responsabilidad queda en nuestras manos. Si hay una oportunidad, por remota que sea, de que podamos salvar a nuestro pueblo, debemos llevarla a cabo.
—¡Mi padre! —gimió Sadia, y comenzó a llorar de nuevo— . Eso le va a romper el corazón.
Pensé en el mío, en los mechones de barba esparcidos a sus pies en el suelo. Recordé el abrazo de mi madre, y casi me falló el valor. Entonces, imaginé a los enanos atrapados en la espantosa boca desdentada de la serpiente dragón. Pensé en Hartmut con su reluciente hacha de batalla, pequeño e impotente al lado de las gigantescas bestias.
Pienso en él ahora, mientras escribo, y en mi padre y mi madre, en mi pueblo, y sé que hicimos lo correcto. Tal como Alake dijo, no podía quedarme para ver morir a los míos y decirme: «Podría haber evitado esta matanza».
—Tu padre tendrá que pensar en su pueblo, Sadia. Será fuerte, por ti, puedes estar segura de ello. Grundle, ¿qué hay del barco? —Los ojos negros de Alake se volvieron hacia mí; sus ademanes eran bruscos, imperiosos.
—Está amarrado en el puerto —contesté— . El capitán y la mayor parte de la tripulación estarán en tierra durante las horas de descanso y dejarán solamente un vigía a bordo. Podremos arreglárnoslas con él. Tengo un plan.
—Muy bien —asintió Alake, dejándome a mí aquella parte— . Nos escabulliremos cuando todos duerman profundamente. Reunid todo aquello que creáis necesario. Habrá agua y comida en el barco, supongo.
—Y armas —añadí.
Era un error. Sadia estaba a punto de desmayarse, e incluso Alake parecía tener sus dudas. No dije nada más. No les dije que, por lo que a mí respectaba, moriría luchando.
—Cogeré mis útiles de magia —comentó Alake.
—Yo puedo llevar mi laúd —ofreció Sadia, que nos miraba con impotencia.
Pobre muchacha. Creo que esperaba vagamente poder encantar a los dragones con su música. Casi me eché a reír, pero vi la mirada de Alake y suspiré. Tras un momento de reflexión, comprendí que, en realidad, su laúd y mi hacha eran igualmente inútiles.
—Muy bien. Ahora debemos separarnos para reunir lo que vamos a llevarnos. Sed prudentes y silenciosos. ¡Mantenedlo en secreto! Mandaremos un mensaje a nuestros padres para decirles que estamos demasiado abatidas para ir a cenar. Cuanta menos gente nos vea, mejor. ¿Habéis comprendido? No se lo contéis a nadie. —Clavó su penetrante mirada en Sadia.
—A nadie… excepto a Devon.
—¡Devon! ¡Rotundamente no! Te convencería para que no lo hicieras. —Alake tenía una opinión muy baja de los hombres.
—Es el hombre con quien voy a casarme. —Sadia se estremeció— . Tiene derecho a saberlo. Entre nosotros no existen secretos. Es un asunto de honor. No dirá nada a nadie si yo se lo pido.
Su pequeña barbilla se alzó desafiante e irguió sus hombros delgados. Los elfos tienen la costumbre de elegir el peor momento para oponer resistencia.
A Alake no le agradaba la idea, pero tanto ella como yo sabíamos que no lograríamos sacárselo de la cabeza.
—¿Podrás resistir sus súplicas, lágrimas y argumentos? —le preguntó la humana, enfadada.
—Sí —aseguró nuestra amiga, y el color le volvió a las pálidas mejillas— . Sé la importancia que tiene todo esto, Alake. No cederé. Y Devon lo comprenderá. Ya verás. Recuerda que es un príncipe. Sabe lo que significa tener una responsabilidad sobre su pueblo.
Le di un codazo a Alake en las costillas.
—Tengo cosas que hacer —dije bruscamente— , y no disponemos de mucho tiempo.
El sol marino seguía su curso más allá de la lejana playa en medio de la noche. El mar había tomado un color púrpura intenso, y los sirvientes revoloteaban por el palacio para encender las lámparas.
Sadia se levantó de la cama y comenzó a guardar el laúd en la funda. Era evidente que la conversación había concluido.
—Volveremos a encontrarnos aquí —dije.
Sadia asintió con frialdad. Me las arreglé para sacar del dormitorio a Alake, que aún parecía dispuesta a discutir. A través de la puerta cerrada, me llegó el sonido de la voz de Sadia que cantaba una canción élfica llamada «Señora Oscuridad», tan triste que partía el corazón.
—¡Devon nunca la dejará marchar! ¡Se lo contará todo a sus padres! —me siseó Alake al oído.
—Vendremos pronto —susurré— , y no le quitaremos ojo. Si se empeña en salir, se lo impediremos. Puedes hacerlo con tu magia, ¿no?
—Sí, claro. —Los ojos oscuros de Alake refulgieron— . Excelente idea, Grundle. No sé cómo no se me había ocurrido antes. ¿A qué hora volveremos a reunimos?
—La cena es dentro de un signo.[20] Él se encuentra en el palacio. Se extrañará al ver que ella no aparece y vendrá a ver qué sucede. Eso nos concede cierto margen.
—¿Pero qué ocurrirá si ella le envía un mensaje para que acuda antes?
—No puede correr el riesgo de perderse la cena y afrentar a Eliason —expliqué.
Tenía cierto conocimiento del protocolo élfico porque había tenido que soportarlo durante mi estancia en el palacio. Alake también había vivido aquí pero, como es típico en los humanos, siempre había hecho lo que le venía en gana. Para ser justa con Alake, debo decir que habría sido capaz de morir de hambre antes de aguantar una cena élfica, que podía prolongarse durante ciclos, con pausas de varias horas entre plato y plato. Sin embargo, imaginé que Eliason tendría poco apetito aquella noche.
Alake y yo nos separamos y cada una volvió a su propia habitación. Caminé arriba y abajo por la habitación al tiempo que preparaba un pequeño fardo con mi ropa, cepillo de las patillas y otros enseres necesarios, como si me fuera de vacaciones a Phondra. La excitación y el riesgo de nuestros planes me hacían olvidar momentáneamente el horror en que iban a terminar. Sólo cuando llegó la hora de escribir a mis padres la carta de despedida se me ablandó el corazón.
Desde luego, mis padres no estarían en condiciones de leerla, pero había pensado escribir una nota al rey Eliason para que lo hiciera por ellos. Rompí varias páginas antes de conseguir plasmar lo que quería decir y, cuando lo hube logrado, estaban tan llenas de lágrimas que estaba segura de que nadie podría descifrar lo que había escrito. Rogué para que sirviera de consuelo a mis padres.
Cuando terminé, metí la carta en la bolsa de mi padre de accesorios para la barba, donde no la encontraría antes de que se hiciera de día. Después me deslicé hasta las habitaciones de invitados de mis padres y miré con cariño hasta la más pequeña de sus pertenencias y deseé con todo mi corazón verlos por última vez. Pero sabía muy bien que nunca podría engañar a mi madre, de modo que salí deprisa, mientras todavía cenaban, y me dirigí a la parte del palacio donde se encontraba el dormitorio de Sadia.
Necesitaba estar sola. Encontré un rincón tranquilo y me paré a rogarle al Uno fortaleza, guía y ayuda. Esto me reconfortó plenamente, y la sensación de paz que me invadió me indicó que estaba actuando de la forma correcta.
El Uno había querido que escucháramos aquella conversación. Él no nos abandonaría. Esos dragones serpiente podían ser diabólicos, pero el Uno es bueno. El Uno nos guiaría y nos protegería. Por mucho poder que tuvieran aquellas criaturas, no sobrepasarían el del Uno, a quien nosotros atribuimos la creación de este mundo y todo lo que hay en él.
Me sentía muchísimo mejor, y justo empezaba a preguntarme qué le habría ocurrido a Alake, cuando vi a Devon que se precipitaba ante mí en dirección a los aposentos de su amada. Salí del hueco con la esperanza de ver en qué cámara había entrado (por supuesto, no le estaba permitida la entrada en su dormitorio) y me tropecé con Alake.
—¿Por qué has tardado tanto? —la recriminé, furiosa, en un susurro— . Devon ya está aquí.
—Ritos mágicos —me dijo con solemnidad— . No puedo explicarlo.
Debía habérmelo imaginado. Escuché la voz preocupada de Devon y la de la duenna[21] de Sadia que le explicaba que ésta se encontraba indispuesta, pero se reuniría con él en la salita, si tenía la amabilidad de esperar.
Devon se dirigió hacia allí y la puerta se cerró.
Alake entró corriendo en la salita; yo salí disparada tras ella, y nos deslizamos en la sala de música que daba al salón un instante antes de que aparecieran Sadia y su duenna.
—¿Te encuentras en condiciones, cariño? —La duenna rondaba a nuestra amiga como una gallina a su polluelo— . Tienes muy mal aspecto.
—Tengo un terrible dolor de cabeza —oímos contestar a Sadia con voz débil— . ¿Podrías traerme un poco de agua de lavanda para refrescarme las sienes?
Alake puso la mano sobre el muro de coral, murmuró unas palabras, y el trozo de pared que había bajo sus dedos se disolvió y se creó así un agujero lo suficientemente grande como para permitirle mirar a través de él. Hizo otro orificio a mi altura. Afortunadamente, los elfos tenían la costumbre de adornar sus habitaciones con mobiliario, jarrones, flores, pajareras y cosas por el estilo, de forma que estábamos bien escondidas, aunque yo tenía que atisbar entre las hojas de una palmera y Alake tenía el ojo pegado a un pájaro cantor.
Sadia se hallaba cerca de Devon, todo lo cerca que se consideraba apropiado en una pareja de prometidos. La duenna regresó con lamentables noticias.
—Pobrecita Sadia, se nos ha terminado el agua de lavanda. No entiendo cómo es posible. La botella estaba llena ayer.
—¿Serías tan buena de llenarla otra vez, Marabella? Me va a estallar la cabeza. —Sadia se puso la mano en la frente— . Creo que queda un poco en la habitación de mi madre.
—Me temo que está muy enferma —comentó Devon, angustiado.
—Pero la habitación de tu madre está al otro lado de la Gruta, y no debería dejaros solos a los dos…
—Sólo me quedaré un momento —aseguró el elfo.
—Por favor, Marabella —suplicó la princesa.
Sadia no había recibido una negativa en toda su vida. La duenna se retorció las manos indecisa. La muchacha soltó un débil gemido. Por fin, la señorita de compañía salió de la pieza. Teniendo en cuenta la cantidad de salas nuevas que se habrían abierto y las ramificaciones que se habrían producido entre los aposentos de Sadia y los de su madre, no esperaba que Marabella encontrara el camino de regreso antes del amanecer.
Nuestra amiga, con su voz melodiosa, comenzó a explicárselo todo a Devon.
No puedo describir la dolorosa escena que se produjo entre los dos. Habían crecido juntos y se habían amado a diario desde la infancia. El joven escuchó inmerso en una conmoción que se convirtió en furia, y protestó con vehemencia. Me sentí orgullosa de Sadia, que permanecía calmada y sin perder la compostura, a pesar de lo que sabía que estaba sufriendo, y este pensamiento me llenó de lágrimas los ojos.
—Me sentía moralmente obligada a contarte nuestro secreto, querido —explicó al tiempo que le tomaba las manos y lo miraba a los ojos— . Si quieres puedes detenernos, delatarnos. Pero sé que no lo harás porque eres un príncipe y comprendes que me sacrifico por el bien de nuestro pueblo. Y no me cabe duda, mi amor, de que tu sacrificio será más duro que el mío, pero estoy segura de que serás fuerte por mí, como yo lo soy por ti.
Devon cayó sobre sus rodillas, superado por la aflicción. Sadia se arrodilló a su lado y lo abrazó. Me aparté del agujero desde el que espiaba, amargamente avergonzada de mí misma.
Alake también se alejó del suyo y volvió a tapar los orificios con la mano y una palabra mágica. Generalmente se burlaba del amor, pero advertí que en esta ocasión no tenía nada que decir y parpadeaba deprisa.
Nos sentamos en la oscuridad de la sala de música sin atrevernos a encender una lámpara. Le expliqué entre susurros mi plan para hacernos con el barco, y ella lo aprobó. Su cara se puso seria cuando mencioné que no tenía ni idea de cómo gobernarlo.
—No creo que eso sea problema —sentenció, y adiviné enseguida lo que había querido decir con aquello.
Las serpientes dragón nos estarían esperando.
Me contó algo sobre los hechizos que se estudiaban en su nivel (acababa de ascender a la Tercera Casa, fuera lo que fuera). Yo sabía que se esperaba de ella que no hablara de sus conocimientos mágicos, y debo admitir que ni me interesaban ni acertaba a comprender nada, pero mi amiga lo hacía para que estuviéramos distraídas y no nos envolviera el pánico, y por eso escuché con fingida atención.
Entonces, oímos que se cerraba una puerta. Devon debía de haberse marchado. «Pobre muchacho», pensé, y me pregunté qué iría a hacer. Es bien sabido que los elfos enferman y mueren de pena, y tenía la certeza de que Devon no sobreviviría mucho tiempo a Sadia.
—Démosle unos minutos para que se recupere —dijo Alake con insólita consideración.
—No demasiado —advertí— . Los del castillo se irán a la cama dentro de un signo. Para entonces tenemos que haber salido de este laberinto, cruzado las calles y llegado al muelle.
Alake asintió y, después de unos momentos de tensión, ambas decidimos que no podíamos prolongar la espera y nos dirigimos hacia la puerta.
El corredor estaba oscuro y desierto. Habíamos planeado una historia verosímil para dar una explicación en caso de que nos tropezáramos con Marabella, pero no había ni rastro de la duenna ni de su agua de lavanda. Nos deslizamos hasta el dormitorio de Sadia, llamamos a la puerta con suavidad y la abrimos despacio.
Sadia se movía en la oscuridad de la habitación, mientras recogía sus cosas. Al oír que se abría la puerta, dio un brinco y a toda prisa se cubrió la cabeza con un velo antes de darse la vuelta para enfrentarse a nosotras.
—¿Quién está ahí? —susurró atemorizada— . ¿Marabella?
—Somos nosotras —la tranquilicé— . ¿Estás preparada?
—Sí, sí. Tardo sólo un instante.
Era obvio que estaba nerviosa porque tropezaba por la habitación como si nunca hubiera estado en ella. También le había cambiado la voz, pero pensé que la tenía ronca por el llanto. Desde la distancia se dirigió hacia nosotras y por el camino derribó una silla. Llevaba una bolsa de seda de la cual sobresalían encajes y cintas.
—Estoy preparada —declaró con voz apagada y se echó el velo sobre la cara, probablemente para ocultar los ojos y la nariz enrojecidos de tanto llorar. Los elfos son así de presumidos.
—¿Y el laúd? —inquirí.
—¿El qué?
—El laúd. Ibas a llevártelo.
—Oh… Yo…, yo he decidido… no llevármelo —contestó sin demasiada convicción, y se aclaró la garganta.
Alake vigilaba la sala. Nos llamó por señas con impaciencia.
—¡Vamonos antes de que nos vea Marabella!
Sadia se apresuró detrás de ella. Me disponía a seguirlas cuando oí un sollozo en la oscuridad y un crujido en la cama de Sadia. Miré hacia atrás y vi una sombra extraña. Iba a abrir la boca cuando me agarró Alake.
—¡Vamos, Grundle! —insistió mientras me clavaba en el brazo las uñas para arrastrarme hacia ella.
No le di más vueltas.
Salimos sin tropiezos de la Gruta. Sadia nos condujo, y sólo nos perdimos una vez. Gracias al Uno, los elfos nunca sienten la necesidad —tan común entre los humanos— de apostar guardias por todas partes. Las calles de la ciudad élfica estaban desiertas, como lo habría estado cualquier sendero de los enanos a aquellas horas. Sólo en los pueblos humanos puede encontrarse uno con gente a altas horas de la noche.
Llegamos al barco. Alake formuló su encantamiento para dormir a los vigilantes enanos, quienes se desplomaron sobre la cubierta entre sonoros ronquidos. Después tuvimos que enfrentarnos a la parte más difícil de aquella noche: desembarcar a los enanos dormidos y arrastrarlos hasta la playa, donde los escondimos entre unos cuantos toneles.
Los guardianes pesaban como muertos, y pensé que me iba a dislocar los brazos tras vérmelas con el primero. Le pregunté a Alake si no conocía un hechizo para hacerlos volar, pero me contestó que aún no había llegado tan lejos en sus estudios. Por extraño que parezca, la débil y frágil Sadia demostró una fuerza insólita y una capacidad de arrastre propia de una enana. Una vez más, me pareció raro. ¿Estaba ciega realmente, o el Uno quiso que cerrara los ojos?
Ocultarnos al último hombre y nos deslizamos a bordo del barco, que en realidad era una versión en pequeño del sumergible que describí anteriormente. Lo primero que hicimos fue registrar los camarotes y la bodega para recoger las numerosas hachas y lanzas que la tripulación había dejado en la nave. Las llevamos a la cubierta exterior, que se abría detrás de la cabina de observación.
Alake y Sadia comenzaron a arrojarlas por la borda. Me encogí ante el chapoteo que producían las armas al caer, segura de que lo oiría todo el mundo en la ciudad.
—¡Esperad! —dije, agarrando a Alake— . No tenemos que deshacernos de todas, ¿no? ¿No podríamos quedarnos con una o dos?
—No. Tenemos que convencer a las criaturas de que estamos indefensas —replicó Alake con firmeza, y echó la última arma por encima de la barandilla.
—Hay ojos que nos espían, Grundle —cuchicheó Sadia, temerosa— . ¿No lo notas?
Lo notaba, pero no me tranquilizaba la idea de echar las armas a los delfines. Me alegré de haber tenido la previsión de esconder un hacha bajo la cama. Si Alake no se enteraba, no tenía por qué sufrir por ello.
Retrocedimos hasta la cabina de observación en silencio, mientras cada una pensaba qué iba a suceder a continuación. Una vez allí, nos miramos unas a otras.
—Supongo que podría intentar manejar este trasto —me ofrecí.
Pero no fue necesario.
Como Alake había pronosticado, las escotillas se cerraron de golpe y nos quedamos encerradas dentro del barco. El barco, sin ningún piloto visible, se alejó del muelle y se adentró en el mar abierto.
La febril excitación y la emoción de nuestra sigilosa escapada comenzaban a abandonarnos, y nos fuimos quedando frías. La comprensión total de lo que, al parecer, iba a ser nuestro espantoso destino apareció ante nosotras con toda su crudeza. El agua barrió la cubierta y las escotillas se sumergieron. El barco se internó en el Mar de la Bondad.
Asustadas y solas, buscamos las manos de las otras. Y en ese momento, por supuesto, advertimos que Sadia no era Sadia.
Era Devon.