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EL SECRETO DE TIZIANO

No leí aquellos papeles. Los devoré.

Tras acompañar a Marina a casa de su tía Esther y medio engañarla para que ella y su hermana se quedaran a pasar la noche allí, me faltó tiempo para sentarme a estudiarlos. Mi impaciencia era doble: por un lado, me interesaba el contenido de los documentos en sí, pero, por otro, intuía que podrían esconder alguna pista, una señal que me ayudara a comprender quién había sido el inoportuno señor X que tanto la había atemorizado. Al principio me costó concentrarme. La idea de saberme espiado no me gustaba. Sin embargo, una vez puestos los cinco sentidos en las fotocopias, mi paranoia fue amortiguándose. Me encantaba leer publicaciones antiguas. Con ellas me pasaba lo mismo que con los cuadros: al cabo de unos minutos dejaban de ser algo concreto, tangible, para convertirse en miradores por los que asomarme al pasado.

La revista quincenal de la que se habían extraído, La Ilustración de Madrid, resultó ser un tótum revolútum asombroso. Dirigida por el poeta romántico Gustavo Adolfo Bécquer —por cierto, amante de fantasmas, hadas y ánimas en pena—, su contenido iba de lo político a lo artístico con toda la naturalidad del mundo. Podía reproducir acá unos versos, una nota sobre la moda de París o un cuento de sabor oriental, y en la columna de al lado un alegato sobre las últimas obras públicas de la calle Hortaleza. Según averiguaría más tarde, fue una publicación de vida efímera. Duró sólo tres años. Y del ejemplar que el señor X me había puesto en las manos, fechado el 15 de enero de 1872, lo primero que me llamó la atención fue que, de dar crédito a lo que decía, alguien se había arrimado a las tumbas del Panteón de Reyes del monasterio de El Escorial, abierto el sarcófago de Carlos V y constatado que su cuerpo estaba incorrupto, momificado, con barba y todo. Nunca había oído que la tumba del gran emperador de la Historia de España hubiera sido profanada, y mucho menos que existieran documentos de época que relataran un hecho tan macabro. Pero ¿por qué el señor X quería que viese aquello? ¿Adónde pretendía llevarme? O, lo que me resultaba aún más intrigante, ¿de qué estaba intentando alejarme con esa información?

El texto que acompañaba al dibujo era, por cierto, aún más elocuente que éste. Se trataba de una carta abierta de un pintor a otro. Una especie de dedicatoria que el autor del dibujo —Martín Rico, un aventajado alumno de la Academia de Bellas Artes de San Fernando— hacía al artista más famoso del país por aquel entonces, Mariano Fortuny. La misiva no detallaba la razón profunda por la que Rico comunicaba a Fortuny la aventura que había corrido para ver el cuerpo de Carlos V, pero se deshacía en elogios hacia el maestro. Si algo llamaba la atención de aquellos nombres era que Fortuny mantuvo un vínculo muy especial con el Prado. A fin de cuentas, se casó con la hija de Federico de Madrazo, pintor como él y director de la pinacoteca. ¿Era hacia allí donde deseaba llevarme el señor X? ¿Quizá a las salas de pintura del XIX del museo? ¿Al inventario de Madrazo? ¿Y para buscar qué?

Por si acaso, releí aquel documento con cuidado.

Al señor don Mariano Fortuny.

Querido amigo: En el número 49 de La Ilustración de Madrid, que tengo el gusto de remitirle, verás un grabado hecho sobre un apunte mío; representa la momia del emperador Carlos V. […] El cadáver del emperador se conserva en muy buen estado, envuelto en una sábana blanca, guarnecida con encaje de unos dos dedos de ancho; un paño de damasco rojo lo oculta todo, cubriendo la momia y la sábana. Apenas han hecho estragos en aquélla los tres siglos que han transcurrido desde que fue inhumada, y contra todo lo que habrás leído y oído puedo asegurarte que permanece íntegra, que nada, absolutamente nada le falta; antes bien, sobran algunas gotas de cera que sin duda han dejado caer sobre su pecho las manos temblorosas de los curiosos que han tenido la fortuna de contemplarla las pocas veces que se ha abierto la urna en que reposan estos venerados restos.

Me ha llamado la atención que su poblada barba, muy recortada alrededor de la boca, es de color castaño oscuro y no canosa, casi blanca, como aparece en los retratos que existen del esforzado príncipe; del pelo se ve poco a causa del casquete de tisú de oro que cubre su cabeza; solamente en ambos antebrazos y algo en la parte lateral izquierda del cuello se descubre el hueso.

Nada quiero decirte de la emoción que experimenté y de los sentimientos que agitaban mi espíritu, al fijar los ojos en aquellos inanimados restos del que, después de haber llenado al mundo con su grandeza, moría humilde y penitentemente en Yuste, porque me he propuesto no entretener tu atención mucho tiempo con esta epístola dedicatoria que va saliendo muy larga.

Pero sí debo indicarte, para recomendarme a tu indulgencia, que jamás he tropezado con más dificultades, ni trabajado con tanta incomodidad y molestia como al hacer este dibujo, porque además de la postura en que es necesario permanecer, postura que convierte al cuerpo en una C perfecta, no media más distancia entre la vista y el modelo que unos treinta centímetros; dejo a tu buen juicio calcular cuán difícil es dibujar así […].

Pongo, pues, aquí punto, suplicándote que aceptes este recuerdo que con tanta benevolencia como placer tiene en dedicártelo tu amigo,

MARTÍN RICO

Escorial, 18 de diciembre

Sentado en la pequeña biblioteca del colegio mayor, bajo la luz fría del fluorescente de mi pupitre y con el tomo 51 de la Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana —la famosa Espasa de lomos negros y dorados— abierta por la entrada dedicada al autor de la carta, empecé a comprender el alcance de su peripecia. Este notable pintor realista, maestro del paisajismo decimonónico y con una pequeña obra expuesta en el Museo del Prado[51], tuvo acceso de forma no aclarada al cuerpo incorrupto de Carlos V y contempló con sus propios ojos al hombre retratado tantas veces por Tiziano. Debió de ser un momento impactante. Único. Pero ¿qué más?

Había algo en aquel asunto que se paseaba una y otra vez por mi cabeza. Marina dijo que, justo después de que el señor X le entregara ese material, había empezado a murmurar cosas sin sentido sobre la muerte. Tal y como lo contaba, me pareció una puesta en escena. Una actuación. En la facultad había aprendido que una de las mejores técnicas para hacer que nuestro cerebro retenga una determinada información consiste en asociarla a hechos absurdos. Para un periodista con pretensiones de llegar a su audiencia, ésa era toda una revelación. Me explicaron que, por ejemplo, si un reportero consigue transmitir su crónica de una huelga de estibadores colgado bocabajo de una grúa, su mensaje va a quedarse más tiempo en la mente del espectador que si, digamos, la relata a pie de muelle. Cuando lo «normal» se transgrede, la memoria humana es capaz de retener hasta el menor detalle asociado a ese episodio. ¿Fue eso lo que hizo el señor X con Marina? ¿Quiso que recordara bien lo que dijo? Y en ese caso, ¿por qué? ¿Para qué?

A falta de otro camino, decidí trabajar sobre esa hipótesis.

Lo primero que hice fue aislar los conceptos básicos del monólogo del señor X, escribiéndolos sobre un folio en blanco. Enseguida los reduje a dos. El primero, esa frase, un tanto arcaica, de «cosa de gran virtud es prepararse para el buen morir». Y el segundo, la expresión «ir ligero de equipaje». Después, guiado por ellos, rastreé en las entradas de la enciclopedia correspondientes a Rico, a Fortuny e incluso a Bécquer, algo que pudiera darles un sentido o un contexto. No encontré nada. Sin embargo, en el larguísimo artículo que la Espasa dedica a Carlos V, tardé poco en casar aquellas dos frases. Según leí, el emperador momificado había sido el único gobernante de su tiempo que dedicó los últimos dos años y medio de su vida a preparar su alma para morir. «Cosa de gran virtud.» Carlos V abdicó de todas sus coronas y se retiró a un monasterio en la provincia de Cáceres hasta que falleció. Y, lo que era más interesante si cabe, lo hizo «ligero de equipaje», ordenando de manera expresa que lo enterrasen sin joyas, abalorios o signos externos de poder.

Tras aquel tibio rayo de luz, invertí mi energía en localizar a Santi Jiménez, un estudiante de posgrado de Geografía e Historia, vecino de planta en la residencia, que por esas fechas preparaba un doctorado sobre Carlos V. Santi era la envidia de todos los colegiales. Por antigüedad tenía la suerte de ser de los primeros en poder escoger habitación al principio de curso. Y siempre se quedaba con la misma. Una gran estancia en la esquina sur del edificio, con un pequeño recibidor y vistas a la piscina, en el tercer piso, con ducha propia, frigorífico, televisión, horno microondas y hasta su propio ordenador personal. Las malas lenguas atribuían su éxito con las chicas a semejante despliegue de medios y no, claro, a su cara de pan, sus gafas con cristales de diez dioptrías o su insólita capacidad para conseguirte casi cualquier cosa que pudieras necesitar, desde una cámara de fotos de segunda mano a un chándal oficial del Real Madrid. Todo el colegio recurría a él cuando estaba en apuros. Y es que había que reconocerle un don de gentes fuera de lo común y una enorme capacidad resolutiva. Era un conseguidor nato. Siempre tenía un saludo a punto y, si podía ayudarte en algo —no importaba que fueras el último novato en llamar a su puerta—, no lo dudaba ni un minuto… aunque después te cobrara por ello.

Había llegado, pues, mi momento de pedirle ese algo.

—¿Que si Carlos V se preparó para morir?

Santi me miró con los ojos agrandados por las lentes, sorprendido por el motivo de aquel asalto.

—¿De veras quieres que hablemos de Historia? ¿Sólo eso?

Tras llamarlo por la megafonía del edificio, Santi se había presentado en recepción desgreñado y con una cerveza a medio terminar. Me disculpé asegurándole que lo mío era una consulta profesional que le llevaría poco tiempo. No iba a pedirle ningún favor más.

—Pero ¿tú no estudias periodismo? —preguntó con cierta picardía, quitándose las gafas y frotándose los ojos.

—Sí… Pero me interesa mucho la muerte del emperador.

—Je. En eso no te culpo —sonrió.

—Entonces, ¿responderás a mis preguntas?

—¿Sobre Carlos V? ¡Pues claro, hombre! Es un personaje fascinante —añadió como si fuera a hablar de alguien de su familia—. Yo diría que fue el único gobernante de su tiempo que murió sabiendo lo que hacía.

—Entonces cuéntamelo todo, por favor.

El futuro doctor Jiménez, supongo que sorprendido por mi petición, se dejó llevar. Nos sentamos en la mesa más apartada de la cafetería —un esquinazo acristalado, a pocos metros de la entrada al colegio— y, tras pedir un par de solos dobles y unos donuts, comenzamos a charlar.

—Lo primero que llama la atención cuando se estudian los últimos momentos de Carlos V es que el emperador llegó a abdicar de todos sus títulos y coronas casi tres años antes de morir. Nadie había hecho algo parecido antes. Se suponía que un monarca o un papa debían permanecer en el trono hasta el día que Dios decidiera llevárselos, pero él rompió esa norma, como si presintiera que su fin estaba cercano.

—¿Le pasó algo?

—Puede decirse que sí. Poco antes de su renuncia, Carlos sufrió un profundo cambio de personalidad. De ser un gobernante extrovertido, que dedicaba todo su tiempo a recibir embajadores, a organizar sus campañas militares y a ocuparse de los asuntos de una familia que tenía intereses en todas las cortes de Europa, pasó a mostrar una actitud taciturna. Quizá la razón haya que buscarla en que a sus cincuenta y cuatro años su salud era muy frágil. La gota y las hemorroides lo tenían consumido de dolor y, al parecer, pronto no le preocupó otra cosa que redimir sus pecados antes de que fuera tarde.

—¿Y ya está? —rezongué—. ¿Abdicó porque tenía mala salud?

—No, no. Eso no hubiera sido bastante para el hombre al que Erasmo de Rotterdam bautizó como el nuevo César —me atajó divertido—. En realidad, justo antes de tomar su decisión ocurrió lo peor que podía sucederle a alguien acostumbrado a ganarlo todo. ¡Perdió!

Santi bajó la mirada a la mesa en la que acababan de servirnos la merienda y comenzó a desgranarme una pequeña historia. Era como si sólo entornando los ojos y aspirando el aroma del torrefacto mi interlocutor fuera capaz de acceder a una especie de enciclopedia mental de los Austrias. Recordé que Carlos V había traído a Europa desde América el primer café y el chocolate amargo. Tal vez fuera eso. El caso es que según Santi fue hacia 1554, de repente, cuando aquel guerrero culto, testarudo, de energía infinita y admirado por los suyos, empezó a perder todo su brillo. Según algunos historiadores, quizá le deprimió no haber puesto en marcha su plan para acaudillar una última cruzada a Tierra Santa. Una parecida a la que antes habían soñado Colón e Inocencio VIII[52]. Aunque otros, en cambio, lo achacaron al empeoramiento de su calidad de vida. O quizá a sus fracasos para detener la expansión de las ideas de Lutero, al que, por cierto, se arrepentía a diario de no haber matado cuando tuvo ocasión. Sea como fuere, cuando tenía alrededor de los cincuenta años comenzó a dar la impresión de que ya nada de aquello le preocupaba. Sólo le obsesionaba cómo iba a ser su tránsito al más allá.

Poco antes, Carlos V había dado otras señales de ese abandono de lo material.

En el invierno de 1548, por ejemplo, después de haber hecho valer su supremacía sobre Soleimán el Magnífico e incluso sobre el papa Clemente VII, al que veinte años atrás había castigado con el célebre Saco de Roma, dejó ver en sus escritos cuánto temía que sus actos de guerra hubieran emponzoñado su alma. La sola idea de perder la vida eterna por culpa de sus pecados lo aterraba. Y movido por sus profundas creencias católicas, el 18 de enero de aquel año redactó un testamento en el que consignó de su puño y letra todo lo aprendido, para beneficio personal del futuro Felipe II, «porque de los trabajos pasados se me han recrescido algunas dolencias, y postreramente me he hallado en el peligro de la vida», le escribió. «Y dudando lo que podría acaecer de mí, según la voluntad de Dios, me ha parescido avisaros por ésta de lo que para en tal caso se me ofrece…»[53]

—Hoy, visto desde la perspectiva que dan los siglos —reflexionó Santi tras impresionarme recitando esas citas de memoria—, resulta fácil deducir que lo tenía todo planeado para morir.

—¿Y no fue una irresponsabilidad dejar el trono a su hijo cuando él aún estaba en plenas facultades mentales?

—No. En absoluto. En el invierno de 1553-1554, el César católico, el hombre que había destinado la mayor parte de las riquezas traídas a Europa por los conquistadores de México y Perú a pagar las guerras contra los protestantes, perdió la esperanza de devolver a Alemania al catolicismo. Cuando aún le dolía la humillante derrota que una coalición francoalemana le había infligido en Innsbruck, su fiel duque de Alba perdió la mitad del ejército imperial en un asedio fallido a la ciudad de Metz.

—¿Y por eso se echó a morir? —objeté sin querer entrar en profundidades bélicas.

Santi se frotó la nariz, cada vez más escamado por mi interés.

—Creo que vas a tener que acompañarme a la habitación para que te enseñe algo que te hará comprenderlo todo.

—¿Qué es?

—Un documento único, de una belleza extraña, casi sobrenatural, como a ti te gusta, y que muestra el sentir de Carlos V en esa etapa. El emperador ordenó crearlo con la misma atención que había dedicado a su testamento, y puso en él un empeño que me recuerda al que los antiguos faraones consagraron al diseño de sus tumbas. Ya sabes, las que decoraron con esa especie de mapas del más allá que fueron los llamados Textos de las Pirámides.

—Pero ¿qué es? —pregunté intrigado.

—Un cuadro.

—Por todos los diablos… ¡Vamos!

Un segundo después de ver aquella lámina sentí perplejidad. Al poco, ésta se transformó en euforia. ¡Yo conocía esa obra! Sabía que el original colgaba a pocos pasos de la espectacular estatua de Carlos V y la furia de Leoni. De hecho, prácticamente se trata de la primera pintura que te recibe cuando entras en el Museo del Prado por la puerta de Goya. La había visto decenas de veces, sí, pero nunca me había detenido a contemplarla. Y ahora me preguntaba cómo había podido ser tan torpe.

—Es un Tiziano asombroso —sonrió Santi—. Aquí, aunque no te lo parezca, hay muy poco de su imaginación. El artista lo pintó con arreglo a las instrucciones precisas que recibió del emperador. Se sabe, por ejemplo, que el césar se interesó tanto por los avances del pintor que incluso enviaba de tanto en tanto a su embajador en Roma para saber si seguía vivo y trabajando en su encargo. Y aunque no fue hasta finales de 1554 cuando pudo ver por fin el resultado, no hay duda de que es el fruto de un proyecto meditado. Es una lástima que raras veces se hable de él en los libros de Historia.

Escruté aquella imagen con detenimiento. La escena era sobrecogedora: el cielo se abre sobre un campo castellano casi vacío, dejando ver a la Santísima Trinidad recibiendo a profetas, patriarcas y rostros conocidos de la España del siglo XVI. Como Santi parecía saberlo todo de aquella pintura, no abrí la boca ni para expresar asombro.

La Gloria. Tiziano Vecellio (1551-1554). Museo del Prado, Madrid.

—Fue un cuadro complejo, concebido en varias etapas —prosiguió—. Lo que más llama la atención es que ni los suyos adivinaran los planes que el emperador tenía para él hasta que lo tuvo junto a su lecho de muerte. ¿Sabías que Carlos V llegó a organizar en persona sus exequias e incluso dio la orden de que se celebrasen como si ya hubiera muerto para poderlas presidir?

—¿En serio? —se me escapó.

Santi asintió. Me mostró entonces un texto de un testigo presencial, el jesuita Juan de Mariana, en el que explicaba cómo el emperador, «mezclado con los monjes que cantaban el oficio de difuntos, rogó por su eterno descanso como si ya hubiese salido de esta vida, acompañándolo los circunstantes más con sus lágrimas que con sus voces»[54]. Llegó a decirme incluso que el césar rezó con tal frenesí en esa especie de psicodrama funerario que terminó tendiéndose en el suelo haciéndose pasar por muerto.

—Y este cuadro formó parte de esa representación —precisó—. ¿Te das cuenta ya de lo que representa? Es el paraíso celestial abriéndose al completo para recibir el alma del difunto Carlos V. Es la visión de un milagro.

Abrí los ojos como platos.

—No busques otra interpretación, Javier, que te conozco. Se sabe que el emperador dio instrucciones precisas a su pintor favorito, Tiziano Vecellio, para que lo retratase envuelto en un sudario blanco, inmaculado, y con el rostro vuelto hacia la Santísima Trinidad por la que tanto había combatido frente a los protestantes. Carlos fue muy claro al respecto: nada de coronas ni de lujos. Quería verse solo ante la muerte.

«Ligero de equipaje», recordé entonces el sobrio boceto de Martín Rico.

—Pero por supuesto ya sabrás que ésta no fue la primera vez que Tiziano pintó al emperador —siguió Santi, ajeno a mis cábalas—. Carlos V con un perro, Carlos V en la batalla de Mülhberg… El pintor era ya un anciano cuando recibió este encargo. Era más viejo aún que el monarca, pero se afanó como nunca en retratar al mecenas que lo había hecho rico y admirado en toda Europa. El mismo que lo nombró caballero imperial cuando descubrió su habilidad con los pinceles y su docta conversación. Mira, fíjate.

Santi trazó unos círculos con el dedo sobre el lado derecho de la imagen, señalando a un grupo determinado de personajes.

—Aquí está Carlos V. ¿Lo ves? Su mentón alargado y su rostro lo delatan. Tiziano pintó al emperador con la mirada clavada en Jesucristo. Tras él puede verse a su hijo y heredero al trono, el futuro Felipe II, a su difunta esposa Isabel de Portugal, a su hermana María de Hungría y a quien algunos identifican con su madre, Juana de Castilla, la Loca. Sólo el césar y su grupo familiar aparecen cubiertos por sábanas blancas. Y bajo su regia presencia se extiende un grupo de personajes que van desde san Jerónimo sujetando su Biblia latina hasta el rey David, pasando por Noé con su arca o Moisés con sus tablas. Todos son del Antiguo Testamento. ¿Imaginas cuál es el nombre del cuadro?

Me encogí de hombros sin saber qué decir.

—¡Vamos, hombre! Di uno.

—¿El fin del mundo?

—Bueeeno… —se mofó—. Esto de los títulos de los cuadros es una especie de locura que les da a los museos. Los artistas no solían bautizar sus obras y, si lo hacían, los dueños se sentían muy libres de cambiarles el nombre a capricho. A esta imagen se la ha llamado indistintamente El Juicio Final, La Gloria, El Paraíso

—Espera, espera. ¿Has dicho La Gloria?

Un breve escalofrío me hizo recordar algo: «Es una llave para entrar en la gloria.» Eso fue lo que le había dicho el señor X a Marina.

—Sí. Resulta bastante obvio. La gloria celestial, ¿no?

—Ya, claro… ¿Y no sabrás si Carlos V dijo algo de que el cuadro fuera una puerta, un umbral o algo así?

Santi me miró con la cara que me regalaban mis amigos cada vez que les hablaba de «mis cosas».

—Hombre… —Medio burlón, rebuscó entre los papeles de una carpeta de apuntes que tenía a mano—. Igual tengo algo para ti. Hay un documento…, déjame ver… Éste es. Verás. En este texto sobre la muerte del emperador, el jerónimo fray José de Sigüenza menciona el cuadro de Tiziano. Dice que cuando el césar decidió exiliarse en el monasterio de Yuste para dejarse morir, una de sus primeras instrucciones fue que se trasladara La Gloria de Tiziano hasta allá. Sigüenza fue explícito al referirse a la obsesión del emperador por esta pintura. Te leo. Poco antes de morir, mandó llamar al guardajoyas, y venido le dixo que le traxese el retrato de la emperatriz, su mujer; estuvo un rato mirándole. Mandó coger el lienzo del Juyzio Final. Aquí fue mayor el espacio, la meditación más larga, tanto que estuvo el médico Mathisio por decirle que mirasse no le hiciese mal suspender tanto tiempo las potencias del alma que gobiernan las operaciones del cuerpo, y entonces volviéndose al médico le dixo con algún estremecimiento del cuerpo: «Malo me siento»; era esto el último de agosto, a las quatro de la tarde[55].

—Pero ahí no dice nada de puertas…

—Pero ¡hombre! ¿Para qué crees que Carlos V pasaba tanto tiempo viéndose a sí mismo en el otro lado? Por lo que sugiere el padre Sigüenza, el emperador entraba en trance contemplándose en el Tiziano. Yo no tengo una mentalidad sospechosa de esoterismos, pero resulta evidente que buscaba inspiración para el largo viaje que estaba a punto de emprender, y veía a esa pintura como su particular puerta al más allá. En su situación, me parece que hasta el más escéptico haría un esfuerzo por creer.