APOCALYPSIS NOVA
Al día siguiente, lunes, amanecí algo más tarde de lo habitual. Abrí los ojos aturdido, con la sensación de haber estado vagando toda la noche entre viejas pinturas al óleo, pero con un recuerdo y una idea luminosa martilleándome la cabeza. ¿No había dicho el doctor Fovel que en El Escorial se guardaba una copia del libro que, según él, había inspirado algunas de las obras maestras de Rafael y Leonardo? Me froté la cara frente al espejo. ¿Y por qué no me acercaba a echarle un vistazo? A fin de cuentas, ese ejemplar estaba a menos de cincuenta kilómetros de Madrid. Otra cosa, claro, iba a ser que me lo mostraran, pero no perdía nada por intentarlo.
¿O sí?
Me vestí a toda prisa, metí un cuaderno de notas y mi fiel cámara fotográfica en una bolsa de tela y bajé las escaleras del colegio mayor saltando escalones de dos en dos. Nunca había sentido los vientos tan a favor. Mi oportuno encuentro con el doctor Fovel me había puesto en la pista de algo fascinante. Justo la clase de historia que iba a gustar en la revista para la que había empezado a trabajar algunas tardes. Además, los exámenes del primer trimestre habían terminado, las vacaciones de Navidad estaban cerca, y la idea de escaparme a la sierra de Madrid era un millón de veces más tentadora que la de estrenar la última semana lectiva del año en la facultad, con la cabeza perdida en lo que tendría que decirme el maestro del Prado cuando volviéramos a vernos.
Y por si aquellas razones fueran pocas, había otro interesante factor que añadir a la ecuación: tenía mi coche nuevo aparcado en el jardín trasero de la residencia. Era un flamante Seat Ibiza de tres puertas, rojo, que apenas había tenido oportunidad de mover en las últimas semanas. Que tuviera vehículo en Madrid justo en ese momento era casi un milagro. Me había sacado el carné de conducir en verano, pero hasta ese mes consideré más sensato dejarlo en casa de mis padres. Si ahora estaba conmigo era por una cuestión práctica: en sólo unos días pensaba cargarlo de ropa, libros y el ordenador y llevármelo todo de vuelta a casa por Navidad. El Ibiza zumbaba como una locomotora. Cada vez que lo arrancaba para desentumecerlo de las heladas nocturnas, echaba más humo que una central térmica. Una escapada a San Lorenzo de El Escorial por carreteras tranquilas le sentaría bien.
Aquel lunes, pues, todo encajó para que me lanzara en busca del Apocalypsis Nova. Sin embargo, lo que en modo alguno pude prever fue que ella también decidiera sumarse a la aventura.
Ella se llamaba Marina y, para ser sincero, no podía decirse que saliéramos juntos.
¡Ya me hubiera gustado!
La chica era una preciosidad. Una veinteañera rubia, de mirada verde, dulce, curiosa y muy simpática. Me arrebató el corazón el día que la vi moderar una mesa redonda sobre moda en el salón de actos de mi facultad, a mediados del curso anterior. Lo cierto es que acudí al evento por obligación, pero cuando la oí hablar con entusiasmo del «glamour» y de que ésa era la palabra irlandesa que utilizaban las hadas para describir los hechizos que te hacen ver la realidad de un modo diferente, supe que iba a tener mucho de que hablar con ella. ¡Y no me equivoqué! Marina era inteligente, de palabra fácil y muy coqueta. Pronto supe que era dueña de la colección de vaqueros más grande de la Complutense y que, si todo le salía bien, estaba a punto de ingresar en el equipo olímpico de natación. Pero lo que me había prendado de veras de ella era que mostraba una curiosidad infinita por todo lo que a mí me interesaba: desde la ciencia ficción o la exploración espacial hasta la Historia de Egipto o los misterios de la mente humana. Otra cosa era, claro, que yo fuese siquiera la sombra de su hombre ideal. Y es que, pese a mis ocasionales intentos por dar un paso adelante en nuestra amistad, siempre mantuvo una exquisita distancia entre nosotros. Cariño, todo. Amor, ya se vería. Y lo cierto es que nunca pude reprochárselo. Si en aquellos días previos al invierno yo había desatendido el coche por culpa de los exámenes y de algunos encargos menores de la revista, mi descuido hacia Marina había sido todavía peor. Alumna de segundo curso de Farmacia, su aula estaba a apenas trescientos metros de la Facultad de Ciencias de la Información donde yo estudiaba. Con todo y con eso, la mayoría de nuestras últimas conversaciones habían sido por teléfono.
—¿Que te vas a El Escorial? ¿Hoy?
Su voz hizo vibrar el auricular. Marina había tomado la costumbre de llamarme antes de ir a clase. Lo hacía en cuanto sus padres se iban a trabajar y la dejaban sola en casa. «Me gusta hablar contigo», decía a menudo. Yo lo sabía, ¡me encantaba!, y a las ocho y media, después del desayuno, la esperaba impaciente junto a la cabina que estaba en la recepción de mi residencia.
Esa mañana, con la bolsa de las cámaras preparada, a punto de salir, le conté mis planes.
—Sí… Eso he dicho. El Escorial —titubeé—. Quisiera verte esta tarde, pero ha surgido algo y…
—Pero ¡si me parece perfecto! —Su alegría me descolocó—. ¿Sabes qué? ¡Me voy contigo!
Hasta ese momento, Marina había sabido disfrazar bastante bien sus emociones. Nunca estaba seguro de si esos arrebatos de entusiasmo eran por mí o por las cosas que le contaba, pero en aquel momento quise creer que la opción correcta era la primera. Quizá pequé de ingenuo, pero, después de casi dos semanas sin vernos, pasar el día a su lado se me antojó el complemento perfecto a la aventura que empezaba.
—Puede que lo que tengo que hacer no sea muy divertido —le advertí sin convicción alguna—. Necesito consultar un libro en la biblioteca del monasterio para un artículo y…
—¿Qué? —Su voz saturó de nuevo el auricular—. ¿La biblioteca de El Escorial? ¿Además vas a la biblioteca del monasterio? ¿Y no me habías dicho nada?
—Sí. ¿Por qué?
—Bueno… Nunca la he visitado, pero en clase hablamos a menudo de ella.
—¿En serio?
—¡Pues claro! —soltó entre risitas—. Tengo un profesor de Historia de la Farmacia que dice que allí se guarda la colección de libros de medicina árabe, judía y amerindia más valiosa del mundo. Debe de ser mejor que la de El nombre de la rosa. ¡Y quiero verla!
Recogí a Marina en su casa antes de las once. Estaba guapísima. Había elegido un abrigo color crema, botas altas, sombrero y guantes de lana a juego. Parecía vestida para la misa del domingo y llevaba un perfume que olía a rosas. «Perfecta», pensé. Así pues, diez minutos más tarde, con el cielo encapotado amenazando nieve, los dos enfilábamos la nacional VI rumbo al noroeste de la capital. Sobre la marcha hicimos planes para almorzar en el Hotel Suizo de San Lorenzo y acercarnos pronto al monasterio a preguntar por el dichoso libro del beato Amadeo… y sus textos de medicina, claro.
Todo salió a pedir de boca. Marina no me recriminó haberla tenido abandonada en época de exámenes y yo aproveché el viaje para explicarle por encima qué era lo que andaba buscando. Puse especial cuidado en no asustarla con los detalles de mi encuentro con el maestro Fovel, aunque cuando le dije, medio en broma, medio en serio, que a lo mejor el extraño doctor era un fantasma, se mostró de lo más intrigada.
—¿Y no te da miedo? —preguntó.
—No, no… —sonreí—. Es un fantasma muy listo. Un gran conversador.
Como digo, tuvimos la suerte de cara: el monasterio, como el Museo del Prado, estaba cerrado los lunes a los turistas, pero no así el colegio de los agustinos, las oficinas administrativas y la zona de estudio y consulta de libros. Los visitantes que atravesaban la colosal lonja de losas de granito para entrar en aquel recinto eran muy diferentes a los de cualquier otro momento de la semana. El lunes era algo así como el día de los profesionales. Marina y yo no lo éramos —o no del todo—, pero nuestros carnés de estudiantes universitarios y mi credencial de la revista facilitaron enormemente los trámites. Mientras ella firmaba y dejaba su dirección y su número de teléfono particular en el registro de entrada, yo garabateaba en otro formulario la razón de nuestra visita: «Consulta del Apocalypsis Nova.»
—Muy bien, muchachos. Diríjanse por esa puerta hasta el final y enseguida verán las indicaciones para la biblioteca. Por favor, no se salgan del recorrido —nos advirtió sin atisbo de emoción la vigilante de seguridad.
Obedecimos.
Marina y yo alcanzamos la entrada de la biblioteca, situada en el primer piso, sobre el zaguán de la fachada principal, al final de unas escuetas escaleras de piedra con pasamanos de cordel. Recuerdo el eco de sus tacones repiqueteando durante el ascenso. Una vez vencidas, un hombre con hábito negro y gesto adusto nos recibió detrás de un mostrador decorado con guirnaldas y tarjetas navideñas.
—Buenos días. —El monje, de unos cuarenta y tantos años, rasurado, con una perilla negra muy vistosa, nos escrutó con severidad—. ¿En qué puedo ayudarles?
Para decepción de mi acompañante, no estábamos en el solemne salón de libros de cincuenta y cuatro metros de largo y siete ventanales, con techos decorados, esferas armilares y estanterías cerradas con sus tomos puestos de canto que podía verse en las postales de El Escorial. La sala a la que nos habían dirigido era más nueva y funcional. Una biblioteca con prensa del día, enciclopedias modernas y varios rincones con pupitres y lámparas individuales para los lectores.
—¿El Apocalypsis Nova? —El agustino de la perilla arqueó las cejas en cuanto leyó el impreso en el que volví a escribir el título que buscábamos—. ¿Es un manuscrito?
—De principios del siglo XVI…, creo —susurré.
—Está bien. Manuscritos e incunables se conservan en otra sección. Tendrán que acompañarme y trasladar su petición al padre Juan Luis. Él verá qué puede hacerse.
Solícito, el bibliotecario nos sacó de la recepción y nos condujo por un pasillo interminable hasta una zona de despachos con vistas al Patio de los Reyes en la que hombres y mujeres compartían ordenadores. Todos vestían hábitos o llevaban batas blancas y guantes de algodón. La oficina del centro la ocupaba un monje que debía de tener no menos de setenta años. El anciano trabajaba con lápiz y lupa sobre un enorme misal con aspecto antiguo, y en su cubículo no se adivinaba el menor atisbo de tecnología.
—Hummm… —rezongó. Era evidente que nuestra visita había interrumpido su concentración. El padre Juan Luis tenía mi ficha en las manos y la miraba con atención mientras nuestro monje, sonriente por primera vez, regresaba a su puesto de trabajo—. Claro, claro. Conozco muy bien este libro.
Creo que el rostro se me debió de iluminar.
—¿De veras?
—Por supuesto. ¿Y por qué queréis verlo, si puede saberse?
—Eeeh… Estamos preparando un trabajo sobre libros raros para la universidad —dije tendiéndole por error mi credencial del Colegio Mayor Chaminade.
—¡Ah! ¡Eres colegial de los marianistas! —Sonrió de oreja a oreja antes de que pudiera cambiarla por el carné de la facultad—. Yo también vivo en una residencia de estudiantes. Aquí, justo al lado. La vida de colegial es fabulosa, ¿no te parece?
—¿Es usted… estudiante?
El agustino rio mi ocurrencia.
—Aquí uno siempre lo es. Ya ves, soy doctor en Historia del Arte y sigo entre libros, estudiando sin parar. Y sin ver el final.
—Admirable.
—No tanto —dijo quitándose importancia—. Con este frío, concentrarse en un trabajo intelectual cerca de una estufa cunde mucho. ¡Pero eso ya lo sabéis! Si habéis venido aquí en busca de libros raros, éste es el mejor lugar del mundo para encontrarlos. Ese que pedís, por cierto, lo es. ¡Y además forma parte de la donación de don Diego!
—¿Don Diego?
—Don Diego Hurtado de Mendoza, jovencito —replicó haciéndonos una seña para que lo siguiéramos. El viejo, aunque algo encorvado y tan escuálido que parecía que iba a romperse bajo el peso de su sotana, emanaba de repente una energía envidiable—. ¿No sabéis quién fue? ¡Bah! Pero ¿qué Historia os enseñan en el colegio? Don Diego fue nada menos que el hijo mayor del capitán general que tomó Granada para los Reyes Católicos y el dueño de una de las bibliotecas más importantes de España. Se crió en la Alhambra. Eso sí lo sabréis, ¿no? —Nos miró de reojo—. Pues bien: cuando este gentilhombre murió, en 1575, sus libros, códices y manuscritos pasaron a manos del rey Felipe II. Y él, claro, los envió a la Librería Rica para que se los guardáramos. Justo aquí.
El padre Juan Luis nos guió hasta una estancia cerrada con llave y sin ventanas, invitándonos a pasar mientras accionaba las luces. Allá dentro olía raro. A rancio. Cuando los fluorescentes terminaron de cebarse, descubrimos un salón de unos cuarenta metros cuadrados cruzado por estanterías de madera atiborradas de volúmenes encuadernados en piel o atados como fardos, etiquetados y numerados.
—El texto que os interesa es, por cierto, uno de los más curiosos de esta colección. Y eso es decir mucho cuando se habla de la Real Biblioteca de El Escorial.
—¿Ah, sí? —terció Marina, sin poder cerrar la boca ante tanto papel viejo junto. Nunca había visto nada igual. Yo, la verdad, tampoco.
—No me imagino a Felipe II leyéndose todo esto… —murmuré.
—Ah, bueno. —El anciano cabeceó divertido ante nuestra sorpresa—. La idea que seguramente tendréis de Felipe II es la que transmiten los retratos que le pintó Tiziano. Un hombre atormentado, siempre vestido de negro, apesadumbrado por los vaivenes de la vida política y muy católico. Os habrán enseñado lo comprometido que estuvo en las guerras contra los protestantes. Y contra los turcos. ¿No es cierto?
Asentimos.
—Pero lo que nunca cuentan en la universidad es que también fue un humanista, mostraba curiosidad por todo y llegó a tener ideas un tanto especiales.
—¿Especiales? ¿Qué quiere decir?
—¡Ay, hijos! ¡Qué imagen tan falsa tenemos de la Historia de España! —gruñó sin mirarnos—. Cuando salgáis de aquí, echad un vistazo, por curiosidad, a los medallones conmemorativos que cuelgan a la entrada de la basílica. Veréis que el gran monarca se presenta en ellos como rey de todas las Españas, las Dos Sicilias… y Jerusalén. Nuestro adusto Felipe estaba obsesionado con ese último título. Sólo eso explica que mandara construir este monasterio a imitación del templo de Salomón. ¿A que tampoco lo sabíais?
Marina y yo sacudimos la cabeza.
—Pero es que además —prosiguió— Felipe nutrió su biblioteca particular con cuantos tratados logró adquirir sobre ese monarca bíblico. La mayoría son libros extrañísimos, como uno que explica las visiones que el profeta Ezequiel tuvo del templo, o manuales de arquitectura y hasta de magia, alquimia o astrología, como los de Raimundo Lulio o san León III. Todos están aquí. Y en cuanto a las ciencias vinculadas al rey más sabio de la Historia, él las estudió con pasión. Nuestro Felipe quiso imitarlo en todo. ¡Hasta le puso Salomón a su perro favorito! —dijo dejando escapar una risita fugaz—. Por eso ese saber salomónico debía atesorarse aquí.
—… Y es de suponer que también por eso se interesó por el Apocalypsis Nova, ¿no? —inquirí.
—Muy bien, jovencito. Muy bien. Seguramente, don Diego se hizo con ese libro en Italia cuando fue embajador de su majestad en Roma. Diego Hurtado llegó a ser tan culto como su señor, o más. Algunos creen que fue el verdadero autor del Lazarillo de Tormes, imaginaos, y que estaba tan interesado como el rey por esas misteriosas profecías… ¡Ah! ¡Aquí está! —dijo el anciano extendiendo su brazo hacia una determinada balda.
Sin titubear, el padre Juan Luis extrajo de ella un grueso volumen de hojas de pergamino y lo colocó en manos de Marina. Era del tamaño de una novela moderna pero pesaba más de lo que aparentaba. El tomo había sido encuadernado en algo que al primer tacto me pareció seda. Un tejido oscuro, verdoso, de lujo, sobre el que no figuraba inscripción alguna.
—¿Y cómo sabe que ése es el libro que buscamos? ¡Aquí no hay ningún título! —preguntó Marina al sopesarlo.
—Bueno. Eso es muy curioso. Después de años en el olvido, el viernes pasado estuvo consultándolo otro investigador —dijo el fraile—. Igual trabajáis con él, ¿no?
Marina y yo nos miramos sin saber qué decir.
—No importa, no importa —prosiguió, guiándonos hacia un escritorio amplio que estaba en el centro de la habitación—. Ya sé que en estas cosas de historiadores cada uno va por su lado…
—Sí, claro, padre —asintió ella.
Pero yo no pude reprimir la curiosidad:
—¡Pues menuda coincidencia! No recordará usted el nombre de ese investigador, ¿verdad?
—¡Uy, no! Tengo una memoria reciente muy mala, hijo —me respondió llevándose un índice a la sien—. Si un nombre no tiene más de trescientos años y lo he estudiado de joven, me cuesta recordarlo. Aunque podría buscártelo, si lo necesitas.
El padre tomó entonces el viejo volumen de las manos de Marina, lo colocó sobre un atril y nos entregó unos guantes para que pudiéramos abrirlo.
—Por suerte para vosotros, éste ya no es un libro secreto —comentó—. Podéis leerlo sin restricciones.
—¿Es que antes no se podía, padre?
La pregunta de Marina, formulada con un tono inocente, fuera de toda sospecha, enterneció al agustino.
—Por supuesto que no —sonrió—. Es un libro de profecías, señorita, y en la época en la que fue escrito ése era un asunto muy sensible. Políticamente sensible, diría. Mira este folio, hija. Lee aquí. —Su dedo apuntó entonces a un pedazo de papel ceniciento adherido en la cara interior de la encuadernación—. Es una nota manuscrita de un antiguo prior de este monasterio. Tiene algo menos de dos siglos. El buen padre la escribió después de estudiarse lo que decía aquí.
Marina y yo nos inclinamos con curiosidad y leímos:
Estas y otras muchas proposiciones huelen más a delirios rabínicos que a revelaciones divinas; más a questiones impertinentes e inútiles de escuela, que a doctrina católica; y es la calificación más benigna que se les puede dar; por cuya razón mando y ordeno que este libro intitulado Apocalipsis S. Amadei se recoja y no se enseñe ni franque como hasta ahora por reliquia, ni aun como obra de mérito, porque ninguno le advierto. Mayo 5, 1815 / Cifuentes Prior / Póngase entre los MM. SS. de la Bibliotheca.
—Luego es cierto que estuvo escondido… —dijo Marina abriendo mucho sus ojos verdes.
—Cerrado a cal y canto —confirmó el viejo agustino—. Como tantos otros de esta sala. De hecho, fuimos la primera biblioteca de la cristiandad con una sección reservada. Y con toda la razón del mundo.
—Pero ¿durante cuánto tiempo no pudo leerlo nadie, padre?
—Uy. Para responderte a eso debería consultar en los registros. Aunque te diré que yo llevo aquí destinado casi veinte años y hasta esta semana nunca nadie me había pedido verlo.
—¿De veras? —Una punzada de curiosidad me pellizcó el estómago.
—De hecho, ni yo mismo lo había visto aún.
—Padre, por favor, cuando pueda, consulte esos archivos y averigüe quién ha solicitado ver este libro… ¿Podrá?
—Sí, sí… —aceptó algo extrañado por mi insistencia, mientras se guardaba bajo el hábito una hoja de cuaderno en la que acababa de garabatearle mi nombre y mi número de teléfono—. Descuida.
—Pero ¿podemos abrirlo ya o no? —nos cortó Marina.
—Claro, adelante. Por cierto, muchachos, ¿leéis latín?
—¿Latín? —me alarmé.
—Lo único en castellano de todo el Apocalypsis Nova es ese texto que acabáis de leer. Lo demás está escrito en latín. El lector que os ha precedido me contó que en España sólo existen tres ejemplares de dominio público de este libro, dos en la Biblioteca Nacional y éste. Y los tres fueron escritos en la lengua de Virgilio. Eso sí —sonrió con un indisimulado orgullo—, el nuestro es el más antiguo. ¿Habéis visto ya el título de la primera página? Apocalipsis sancti Amadei propria manu scripta.
Leí un par de veces la frase en pulcra caligrafía que señalaba el dedo del bibliotecario para cerciorarme de que la había entendido bien.
—¿Éste es… —titubeé— el libro original?
—¡Oh, no, no lo creo! —El viejo agustino chascó la lengua en un gesto que me pareció de desprecio—. Eso lo añadieron para darle importancia a la copia. Ni siquiera parece que el título sea contemporáneo al resto del libro. En estos folios veréis muchas caligrafías diferentes, de épocas diversas… Algunas son muy enrevesadas y casi imposibles de descifrar.
—¿Y usted, padre, cree que podría ayudarnos a leerlo?
Marina acompañó su petición apartándose un mechón de pelo del rostro y clavando su dulce mirada en el anciano.
El caso es que debió de parecerle sincera, porque el viejo agustino no lo dudó. Buscó unas sillas en las que acomodarnos y, sentado a nuestro lado, se colocó las gafas antes de ponerse a hojear el volumen con ayuda de una pequeña lupa de plástico.
El padre Juan Luis resultó ser un auténtico regalo de la providencia. Leía latín mejor que su lengua materna y además parecía saber algunas cosas del beato Amadeo. Aquella tarde, gracias a él, en la penumbra de la sala de manuscritos del monasterio de El Escorial, comencé a admirar a Juan Meneses (o Mendes) de Silva, Amadeo Hispano, Amadeo de Portugal, Amadeo de Silva o beato Amadeo, pues por todos esos nombres y alguno más fue conocido este hombre de familia portuguesa que nació en Ceuta en 1420 y murió a los sesenta y dos años en Milán.
Por lo que el padre Juan Luis nos refirió, Amadeo fue un místico nacido en el seno de una familia mística. Su hermana fue nada menos que santa Beatriz de Silva, fundadora de las concepcionistas, las «damas azules» que más tarde abanderarían la defensa de la inmaculada concepción de la Virgen hasta lograr su inclusión en el dogma católico. Supimos también que el beato Amadeo inició su carrera religiosa con los jerónimos del monasterio cacereño de Guadalupe, pero que, motivado por la idea de morir mártir, lo abandonó para afincarse en la Granada musulmana a convertir infieles. No lo mataron. Tuvo suerte. Seguramente lo salvó la creencia islámica de que los locos son hombres de Dios. Pero eso, claro, lejos de disuadirlo reafirmó su vocación misionera. A su regreso en tierras cristianas cambió sus hábitos por los de los franciscanos de Úbeda, y de ahí viajó a Asís, en Italia, donde estrenó una fulgurante trayectoria que lo llevó a fundar varios conventos propios —y a establecer incluso una variante de la orden, los amadeístas— para convertirse después en secretario personal del también franciscano Sixto IV… y en el profeta del Papa Angélico por excelencia.
Las explicaciones que el padre Juan Luis nos dio fueron magníficas. El beato Amadeo vivió obsesionado con la idea de que se acercaba el Juicio Final. Según él, eso iba a ocurrir en pocos años, así que conminaba a los lectores de su libro a estar atentos a las señales. De ellas, una me llamó la atención de modo especial: para Amadeo, cuando ese fin fuera inminente, la Virgen se manifestaría en todo su esplendor a través de imágenes pictóricas, de manera similar a como Cristo lo hace en la eucaristía. Y dejó escrito algo más. Que esos cuadros especiales obrarían milagros por doquier[18].
Fue esa alusión a las pinturas la que me sirvió en bandeja mi siguiente pregunta al padre Juan Luis.
—Dígame, padre. —Me revolví en la silla, impaciente, tras casi una hora de charla—. ¿Cree usted que esa idea de la Virgen haciéndose presente en el arte pudo animar a pintores como Rafael o Leonardo a representarla tantas veces en sus cuadros?
—¿Rafael? ¿El maestro Rafael de Urbino? —Los ojos del anciano se levantaron del libro, abriéndose como platos—. ¿Y Leonardo… da Vinci?
Asentí.
—El Renacimiento italiano fue el tema de mi tesis, ¿sabéis?
—¿En serio? —dije sin poder creer en mi suerte.
—Pues sí… Y en verdad existe alguna que otra razón para pensar que esos grandes maestros leyeron con atención esta obra —respondió enigmático.
—¿Como cuál, padre? —insistió Marina, ahora también intrigada.
—Ahí tenemos el caso de La Virgen de las Rocas, por ejemplo… Hay detalles que nos hacen pensar que Leonardo pintó su famosa ancona[*] inspirándose en las enseñanzas del beato —continuó, golpeando ahora las tapas del Apocalypsis Nova como para subrayar sus palabras—. ¿Sabéis quién le encargó esa pintura y para qué?… Coged cualquier libro de arte y encontraréis que siempre cuentan la misma cantinela: que Leonardo y los hermanos Ambrogio y Evangelista de Predis fueron contratados para pintar tres tablas con destino a la capilla de la Concepción de la iglesia de San Francesco el Grande de Milán. Os dirán que el contrato especificaba que la pintura central debía mostrar una Virgen con el Niño, rodeada de ángeles y de dos profetas[19], y que las otras dos mostrarían apenas un coro de figuras celestiales cantando y tocando instrumentos. Pero al parecer, y por razones que esos libros no saben explicar, Leonardo incumplió su compromiso y entregó una obra totalmente inventada por él… Yo, la verdad, después de haber estudiado este caso, no estoy tan seguro.
—¿Por qué, padre? —le rogué—. No nos deje así.
—Veréis: lo que nadie os dirá es que La Virgen de las Rocas se pintó sólo un año después de que muriese el beato Amadeo. Y tampoco que éste no sólo falleció en Milán, sino que unos años antes[20] había estado viviendo y escribiendo sobre sus visiones apocalípticas a pocos pasos de esa iglesia. —El agustino enfatizó la última frase alargando su pronunciación—. Y lo que es más importante, si cabe: sus funerales fueron oficiados en esos muros. En esa capilla. Lo que yo creo, jovencitos, es que a Leonardo le encargaron una pintura que honrara las ideas del difunto autor del Apocalypsis Nova. Lo del encargo de ese cuadro nunca hecho de la Virgen y los dos profetas no son más que paparruchas de los historiadores del arte…
—¡Un momento! —lo atajé—. ¿A qué ideas se refiere exactamente, padre?
—Bueno… —El padre Juan Luis sabía que tenía toda nuestra atención, así que, tranquilo, se quitó las gafas y se acarició el mentón antes de proseguir—. Hubo una idea en particular que el beato menciona al hablar del Bautista. Él creía que Jesús, de algún modo, nació inferior en magisterio a Juan, ya que éste fue quien lo bautizó en el Jordán y no al revés. Supongo que fue una forma de hablar. Una metáfora. Una manera sutil de criticar a la Iglesia de Roma, a la de Jesús y Pedro, que en esos años atravesaba un aciago periodo de corrupción e intrigas. De algún modo los franciscanos como el beato Amadeo abogaban por un regreso a la pobreza de Juan, el eremita, y a sus verdades de visionario del desierto. Este cuadro representaba el valor de esa opción.
«Una idea peligrosa», pensé recordando lo que el doctor Fovel me había dicho en el museo.
—¿Y todo se ve en esa pintura, padre? —preguntó Marina, incrédula.
—Pues ahora que lo dice el padre Juan Luis, ¡se aprecia bastante bien! —salté—. En el cuadro de Leonardo aparece un ángel que dirige la mirada hacia el espectador y que señala con el dedo a cuál de los dos pequeños debemos admirar. Y es a san Juan al que apunta. No hay duda.
—Y no sólo eso, hijo —me acotó el agustino—. Cuando Leonardo explicaba el significado de esa obra, decía que representaba un encuentro entre los dos niños anunciados por Gabriel. Uno que tuvo lugar durante la huida a Egipto de la Sagrada Familia. Una escena que, por cierto, no describen los evangelistas, pero que sí evocan el beato Amadeo y el evangelio apócrifo del Pseudomateo[21].
—Entonces no hay duda de que Leonardo tuvo acceso al Apocalypsis Nova… —murmuré.
—Ninguna. Y la prueba de ello está, curiosamente, en Madrid —sentenció, levantándose con el viejo libro bajo el brazo y devolviéndolo a su estantería.
—¿De veras?
—Oh, sí. Descansa en uno de los dos únicos códices de Leonardo que se guardan en la Biblioteca Nacional. Nadie sospechaba que en España pudiéramos tener esa clase de manuscritos, pero en 1965 aparecieron un par de cuadernos de notas originales de Leonardo después de haber estado décadas traspapelados en sus fondos. Lo curioso es que contienen una lista completa de los libros que el maestro tuvo en su taller. Esa especie de inventario fue escrito de su puño y letra y menciona con claridad cierto Libro dell’Amadio[22], por desgracia en paradero desconocido, que sin duda es el texto del beato Amadeo.
—Hasta podría ser ese mismo tomo —bromeó Marina señalando al Apocalypsis ya guardado.
—¿Os lo imagináis? —El agustino sonrió con mirada pícara—. Eso sería fabuloso. Ahora estaríamos tocando un libro de la biblioteca personal del gran Leonardo…
—¿Y Rafael? —rompí su ensoñación—. ¿Sabe si él también tuvo acceso al Apocalypsis Nova?
El viejo agustino se recompuso:
—¿Rafael? Eso lo ignoro, hijo mío. Y eso que los cuadros que se conservan de él en Madrid, y que en tiempos fueron la gloria del Museo del Prado, estuvieron antes guardados en este monasterio. Aunque te diré algo: no me extrañaría que el divino de Urbino hubiera estado también al corriente de las ideas proféticas de nuestro beato.
—Y puestos a especular, ¿quién sabe si sus Sagradas Familias no fueron pintadas como cuadros para facilitar la presencia de la Virgen en los días del fin del mundo? ¿No?
El monje y yo reímos la nueva ocurrencia de Marina sin saber qué otra cosa añadir. A lo peor ésa era la clave para entender los cuadros que el maestro del Prado quería explicarme.
Pronto iba a averiguarlo.