16

JAQUE AL MAESTRO

Los ojillos vivaces de Toñi se clavaron en los míos en cuanto me vio cruzar —más taciturno que de costumbre, a eso de las nueve y media de la noche— por delante de su ventanilla. Desde su pequeño cubículo, agazapada tras el mostrador de recepción del Colegio Mayor Chaminade, lanzó una voz que me detuvo en seco.

—Pero ¿en qué diablos andas metido, niño? ¡Llevo todo el día buscándote! —gruñó mientras blandía algo en la mano para llamar mi atención—. ¡Este hombre ha llamado cinco veces preguntando por ti! ¡No ha parado de dejar mensajes desde las tres!

En cuanto me acerqué, me tendió lo que resultó ser un puñado de notas de aviso telefónico.

—Ha dicho que es muy urgente —remachó—. Que lo llames en cuanto llegues. Hazlo, ¿quieres?

—Vale, vale. —Las recogí con desgana.

Al principio no caí. Los apuntes tenían las inconfundibles caligrafías de Toñi y de la recepcionista del turno de mañana, y mostraban un nombre y un número de teléfono que me eran desconocidos.

«¿Quién es Juan Luis Castresana?»

—Ah, por cierto… —apuntó Toñi antes de volver a pegar los ojos en un pequeño televisor en blanco y negro que daba la información del tiempo—. Ese hombre dijo también no sé qué de El Escorial. Que tú ya sabrías quién es.

«¿El Escorial?»

El relámpago fue instantáneo.

«¡El padre Juan Luis! ¡Claro! ¡El bibliotecario!»

Sin dar ni las gracias, me abalancé a la cabina para marcar el número de siete cifras que aparecía en todas las notas. Deslicé mi última moneda de cien pesetas en la ranura y esperé. Tras el primer tono, una voz apática me hizo saber que estaba en contacto con la residencia de estudiantes de los padres agustinos de San Lorenzo de El Escorial. «¿El padre Castresana? Un momento. Le paso.» Y así, cinco o seis crujidos de línea más tarde, su inconfundible voz tronó en el auricular.

—¡Javier! Gracias a Dios que has llamado.

—¿Ocurre algo, padre? —pregunté con todo el tacto que pude. Me pareció que su voz sonaba algo agitada—. ¿Se encuentra bien? Acabo de recibir sus recados.

—Bien, bien… —rezongó como si masticase mis palabras—. No es fácil dar contigo, hijo.

—Llevo todo el día fuera. Llego ahora del Museo del Prado y, bueno, siento no haber sabido antes que usted…

—No te excuses. No importa —me cortó—. Verás: te he llamado porque esta mañana he descubierto algo muy serio. Algo que, de un modo u otro, te incumbe.

Aquellas palabras del padre Juan Luis me dejaron un instante sin saber qué decir.

—Javier —noté cómo de repente el agustino tragaba saliva al otro lado—, ¿recuerdas lo que me pediste que buscara en la biblioteca?

—Eeeh… —dudé.

—He dado con algo muy, pero que muy raro, hijo mío. Pero no quisiera hablarte de esto por teléfono. Te espero mañana a las nueve en punto, temprano, delante de la entrada principal del monasterio. Ya sabes dónde está: junto a la residencia de estudiantes. ¿De acuerdo?

—Pe… pero… —intenté armar una protesta.

—No faltes. Es importante.

Y colgó.

A las nueve menos diez de la mañana siguiente, sábado, a pie, con los restos de la última nevada todavía cubriendo los adoquines de granito que pavimentan la lonja del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, dejaba atrás la cara norte del recinto para dirigirme a su puerta principal. ¿Qué otra cosa podía hacer? Si días atrás había decidido dejarme llevar por los acontecimientos y permitir que el destino —o lo que quiera que fuese— iluminara mis pasos, ésa parecía una oportunidad magnífica para poner a prueba mi nueva fe. ¿Me equivocaba? ¿Era sensato experimentar con todo aquello? Para mi desgracia, no las tenía todas conmigo. Estaba en ayunas y sumido en el más absoluto de los desconciertos. El madrugón primero y las noticias de la radio del coche después habían terminado por cerrarme el estómago. El mundo se oscurecía a mi alrededor por momentos. El secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, iba a reunirse ese mediodía con el sátrapa de Saddam Hussein para exigirle que retirara sus tropas de Kuwait. En Estados Unidos tocaban tambores de guerra. Además, por si fuera poco, Felipe González acababa de ordenar a las tropas españolas que se preparasen para ayudar a una eventual invasión aliada de Irak. Y justo en medio de semejante locura colectiva este aprendiz de periodista iba de un lado a otro zarandeado por un maestro surgido de sabe Dios dónde, un intimidante inspector de Patrimonio y, ahora, un viejo agustino de la biblioteca de San Lorenzo de El Escorial que decía tener algo importante que confiarme.

¿No era todo demasiado extraño? ¿No había caído en una espiral que me sobrepasaba?

Qué importaba. El caso es que ya no había marcha atrás.

Me froté los ojos con los puños enguantados intentando concentrarme en lo que me había llevado hasta allí. Por fortuna, no estaba solo. Una intermitente marea de personas —bedeles, vigilantes de seguridad, funcionarios y algún que otro turista madrugador— hacían verdaderos esfuerzos por no resbalar en el suelo de granito helado y llegar indemnes a la puerta principal del recinto. Decidí imitarlos con cautela y dirigirme al «punto de encuentro» fijado por el padre Juan Luis.

El lugar, a esas horas, intimidaba de veras. Su porte, su solemnidad, el silencio sólo roto por el eco del taconeo de los visitantes y esa impresión de solidez y perfección que transmitía el diseño de sus muros avisaban de que no había llegado a un monumento cualquiera. No lo era. Tras sus fachadas de doscientos metros de lado, levantadas en tiempos de Felipe II, se escondían más de cuatro mil habitaciones ahora vacías, dos mil seiscientas setenta y tres ventanas, ochenta y ocho fuentes, quinientos cuarenta frescos, mil seiscientos cuadros y más de cuarenta y cinco mil libros. Eran cifras mareantes que se me habían grabado a fuego a fuerza de escuchárselas a los guías. El Escorial siempre me había atraído. Lo visitaba de tarde en tarde. Conocía sus leyendas y no me costaba imaginar cuántas respuestas a los arcanos del Prado podrían esconderse allí. Sin embargo, ¿era eso lo que el padre Juan Luis iba a confiarme? ¿Respuestas? ¿Y por qué no había querido adelantarme ninguna por teléfono? ¿Habría encontrado una nueva pista sobre el Apocalypsis Nova? ¿Otra profecía angélica, quizá?

Sólo ahora, al redactar estas líneas, me doy cuenta de lo torpe que fui. No sospeché ni remotamente el dramático giro de los acontecimientos que estaba a punto de producirse.

A la hora en punto, preciso como un reloj suizo, el padre Juan Luis asomó por la puerta de la residencia Alfonso XII. Imposible no reconocerlo. Encorvado, vestido con sus hábitos negros ceñidos por un pasador, sin abrigo y manteniendo un paso muy lento, comenzó a deslizarse hacia la entrada principal, bien pegado a la vertiente más alargada del edificio. No se detuvo siquiera a echar un vistazo a su alrededor. Si había puesto los pies en la calle porque esperaba encontrarse conmigo, supo disimularlo.

Apreté el paso hacia su posición y a medio camino lo intercepté.

—Buenos días, padre. ¿Es buen momento para…?

El anciano se estremeció al sentir que alguien le tocaba su hombro huesudo.

—¡Demonios del infierno! —exclamó electrizado—. ¡Menudo susto me has dado, hijo!

—No menos que el que usted me regaló anoche —repliqué afable.

Su interpretación era perfecta. O eso me pareció. Nadie que nos hubiera visto en ese momento sospecharía que nuestro encuentro estaba pactado.

—Está bien, está bien… —Me guiñó un ojo justo antes de bajar la voz—. Me alegra que estés aquí. ¿Vienes solo?

—Marina no ha podido acompañarme —mentí—. Espero que no le importe.

El padre abrió las manos como diciendo «Qué le vamos a hacer» y a continuación echó un vistazo a la plaza. Lo hizo con un gesto astuto que, la verdad, me recordó al maestro. ¿Por qué todo el mundo con el que hablaba últimamente se sentía vigilado?

—Es mejor que primero conversemos en la calle —musitó al fin el anciano—. ¿Te parece?

Asentí, algo extrañado.

—Excelente. En cuanto entremos en la biblioteca y te enseñe lo que he encontrado, deberás tener la boca cerrada. No digas nada. No preguntes. Yo no lo haré. ¿Me entiendes? Si nos oyeran, terminarían encerrándome por loco y a ti…, bueno… A ti no sé qué te harían.

—Pero ¿de verdad quiere que hablemos aquí? —Me encogí de hombros—. ¿Con este frío? ¿Y usted sin una bufanda siquiera?

—¡Paseemos!

El agustino se agarró entonces a mi brazo para no resbalar y juntos recorrimos el medio centenar de metros que nos separaba del ingreso al monasterio. De poco sirvieron mis tiritonas y mis intentos por apretar el paso. El padre Castresana, ajeno a mis cuitas, había comenzado a hablarme en un tono tan bajo y pausado que tuve que acercar mi cabeza a la suya para escuchar lo que decía.

—… que debí haberme dado cuenta antes —concluyó su última frase.

—¿De qué, padre? —le interrumpí, perdido.

—¡De las fechas, hijo, de las fechas! —reconvino—. Cuando me pediste que examinara qué personas se habían interesado por el Apocalypsis Nova antes de vuestra visita, ¿recuerdas?, consulté los registros de peticiones y encontré algo extraño en nuestras microfichas.

Al oír en su boca, otra vez, el título del dichoso libro profético me acerqué aún más al religioso.

—Al principio no le di importancia, hijo. Pensé que se trataba de un error. Pero esta semana he podido retomar al fin el asunto y me he llevado una buena sorpresa.

—No entiendo…

El agustino suspiró:

—A ver, Javier. Escúchame bien. Los registros de préstamo del texto del beato Amadeo son clarísimos. El año pasado nadie, absolutamente nadie, solicitó ver ese libro hasta que llegasteis vosotros y ese investigador que os precedió.

—Julián de Prada —castañeteé.

La mirada del padre Juan Luis relampagueó de sorpresa.

—Sí, exacto… Creí que no lo conocías.

—En realidad, no mucho. Marina y yo nos lo encontramos en Madrid después de hablar con usted. Pero siga, siga, por favor.

—Ahora viene lo más raro, hijo. El caso es que, intrigado por que un libro como ése, lujosamente encuadernado, de buena caligrafía, fuera tan poco requerido, consulté en nuestros registros de 1989, 1988, 1987… ¡y nada! Era increíble. A nadie le había importado un comino el Apocalypsis Nova en mucho tiempo. Sin embargo, el tema comenzó a escamarme de veras cuando tirando de archivos llegué hasta las solicitudes de los años setenta… ¡y tampoco encontré nada! ¡Ni un requerimiento interno siquiera!

—¿Nadie lo pidió en veinte años y de repente fuimos dos en unos días?

—Es para mosquearse, ¿no te parece?

—Desde luego —acepté.

—Piensa que cada año se reciben en esta biblioteca peticiones de lo más singular. Por el tipo de fondo que guardamos, único en el mundo en muchos aspectos, recibimos a estudiosos de todas partes. Una de las solicitudes más recurrentes es, por ejemplo, la del Enchiridion del papa León III, un regalo que le hizo el papa a Carlomagno y que, desde entonces hasta su muerte, lo llenó de felicidad, protección y éxitos militares, por lo que se dijo que tenía propiedades mágicas. Carlos V y Felipe II, en tanto remotos herederos suyos, mandaron a expertos a buscar ese prodigioso talismán de pergamino por toda Europa, pero, si alguna vez lo consiguieron…, no lo depositaron aquí. A veces también nos piden las obras autógrafas de Santa Teresa, las Cantigas de santa María de Alfonso X el Sabio o el Beato de Liébana. Ahora bien: que nadie en los últimos veinte años haya rellenado un impreso para ver el Apocalypsis Nova, siendo éste un libro perfectamente inventariado, de una colección notable, y que en sólo una semana lo solicitarais dos… me pareció raro.

—Aunque imagino —le acoté, como tratando de justificar su extrañeza— que, con todos los libros que guardan aquí, es normal que algunos lleven siglos sin abrirse…

—No, no. Si lo raro no es eso. Tienes razón. Lo verdaderamente inusual es que la última persona que lo consultó antes de vuestra visita lo hizo en la primavera de 1970. ¿Y sabes cómo se llamaba?

Negué con la cabeza. ¿Cómo iba a saberlo?

—¡Julián de Prada!

—No es posible —resoplé.

—Lo tengo todo anotado. No hay duda. Entre abril y junio de 1970, Julián de Prada y otro investigador llamado Luis Fovel pidieron ver el Apocalypsis del beato Amadeo tres veces. Las microfichas no mienten.

—¿Luis Fovel? —Aturullado, noté cómo una súbita ola de calor sonrojaba mi rostro—. ¿Está usted seguro?

—Sí. ¿También lo conoces?

Asentí algo incómodo.

—¿Y hace mucho que no lo ves?

Aquella cuestión me sorprendió.

—Ayer mismo estuve con él, padre. ¿Por qué lo pregunta?

Percibí entonces una cierta inquietud en el padre Juan Luis. Sólo cuando note que sus dedos se clavaban en mi antebrazo supe que era angustia:

—Y dime, hijo mío: ¿es… muy mayor?

Fruncí los labios dándole a entender que no demasiado. Desde luego, no más que él, precisé. A lo que el agustino respondió con un quejido.

—Lo que me temía…

—¿Qué ocurre, padre?

El viejo bibliotecario dio entonces un par de pasitos hacia la puerta de la iglesia. Lo justo para abandonar la zona en sombras de la lonja y detenerse en el único repecho bendecido por los primeros rayos de sol de la jornada.

—Ayer por la mañana hice una última consulta en el registro de lectores de nuestra biblioteca —dijo al fin—. Y descubrí otra cosa que me alarmó. Por eso decidí llamarte. Verás: entre 1970 y 1952 no hubo tampoco ni una sola petición de lectura del libro del beato. Sin embargo, localicé una solicitud fechada en octubre de ese último año en la que volvía a aparecer el nombre de Luis Fovel.

—¿En 1952? ¿Hace casi cuatro décadas?

El agustino tragó saliva, asintiendo.

—Y no termina ahí este asunto. Le pedí a uno de los jóvenes informáticos que están digitalizando nuestros registros que me buscara qué otras peticiones guardábamos con el nombre de «Luis Fovel» o de «Julián de Prada», y encontró algo que… —su voz tembló perceptiblemente—, algo que no sé cómo interpretar.

—¿Qué?

—Bueno… —Forzó una risita nerviosa, volviendo su rostro hacia el Sol—. El caso es que en el ordenador se pierde la pista de Julián de Prada, pero no así la de Fovel. Encontré nuevas referencias a consultas de ese hombre realizadas en 1949, 1934… —tomó aire—, pero también en 1918 y hasta en 1902. De antes, por desgracia, no se conservan ya los registros.

—Debe de ser una broma, ¿verdad? —objeté perplejo—. No es posible que…

—¡Eso mismo pensé yo, hijo mío! —me interrumpió—. Al principio supuse que podría tratarse de familiares. Ya sabes, tal vez abuelo, padre e hijo del mismo nombre acudieron a nuestra biblioteca en épocas diferentes, interesados en una misma temática. ¿Por qué no? Hay otros casos. Pero entonces surgió un problema.

—¿Qué clase de problema?

—Ayer a mediodía localicé al fin el formulario de Fovel fechado en 1902. El más antiguo de todos los que conservamos. Por suerte estaba microfilmado. Y al comparar la firma que dejó entonces con la que aparece en su ficha de 1970…

El anciano tembló.

—¿Qué, padre?

—… Vi que eran de la misma persona. Dios santo, Javier. No soy perito calígrafo, pero casi podría jurártelo. ¡Las dos firmas son idénticas! ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

Dejé que una enorme bocanada de aire frío se me instalase en la garganta.

Si lo que el padre Juan Luis insinuaba era cierto, alguien llamado Luis Fovel había pedido ver un manuscrito prohibido de El Escorial, de manera interrumpida, durante casi setenta años. Y si era el Fovel que yo conocía, que aparentaba sesenta y muchos, entonces el maestro del Prado debía de tener como poco ciento diez o ciento veinte años.

—Imposible. Tiene que ser un error, padre —protesté con todo el convencimiento que fui capaz de reunir—. Seguro que hay una explicación.

—Yo no la encuentro.

—¿Podría ver esas firmas?

—Bueno, eso es precisamente lo que quiero que veas, hijo mío. ¿Entiendes ahora que anoche no quisiera hablarte de esto por teléfono?

Diez minutos más tarde, el hombre que mejor conocía la biblioteca del monasterio me guió hasta su pequeño despacho para mostrarme sus hallazgos. El lugar casi no había cambiado desde la última vez que lo vi. Seguía siendo el refugio de un sabio de otro tiempo, un reducto del pasado, sin ordenadores ni casi atisbo de tecnología, plantado en el centro de un pasillo transitado por hombres y mujeres mucho más jóvenes que él. Todos nos dieron los buenos días al vernos. Y a todos correspondió con un gruñido el viejo agustino. Entonces, a una señal suya, me fijé en la única gran novedad del entorno: sobre una mesita auxiliar descansaba un enorme aparato de hierro con aspecto de campana, coronado por una pequeña torre con ruedecillas y palancas.

—Ése es el «tipi» —murmuró el padre Juan Luis al ver mi cara de extrañeza—. Una reliquia de la guerra fría. Los americanos que nos lo vendieron en los setenta decían que les recordaba a las tiendas de los indios del salvaje oeste. En realidad, es un Recordak MPE-1. El lector de microfilmes más fiable del mundo.

El agustino al que yo creía ajeno a toda modernidad deslizó entonces una cinta en la torreta, la ajustó a los tensores, encendió un interruptor que iluminó el interior de la campana y me invitó a que me sentara frente a la gran abertura en forma de pantalla que se abría en uno de sus costados. Mientras tanteaba un cajón en busca de sus gafas, me ordenó:

—Y ahora, hijo, concéntrate.

Cuando la primera imagen del rollo de película se proyectó sobre la superficie lisa del interior del «tipi», sentí una pequeña punzada de decepción. A simple vista, el fotograma inaugural resultó más bien insulso: reproducía una cuartilla descolorida por el tiempo, con un membrete y una tipografía desvaídos, fechada justo antes de la guerra civil española. «Biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Salón de Lectura. Préstamos», rezaba.

—Memoriza la firma, por favor —dijo invitándome a estudiar la parte inferior del documento.

Juan Luis Castresana repitió aquella operación tres veces más, mostrándome las caligrafías de otras tantas fichas con anotaciones que iban desde principios de siglo hasta finales del gobierno de Franco. Cuando su exhibición terminó, mi decepción inicial se había convertido en vértigo.

—¿Y bien? —Me miró, llevándose el índice a la boca con disimulo recordándome que debía contener cualquier reacción.

—Estaba en lo cierto, padre —musité—. Ya veo el problema.

En realidad quería gritar, pero me contuve.

Si aquellos documentos eran auténticos —cosa que no dudé ni por un segundo—, el agustino acababa de hacer un descubrimiento sensacional. Resultaba dolorosamente evidente que nos encontrábamos ante solicitudes bibliográficas separadas por al menos siete décadas, que habían sido firmadas por una misma rúbrica. No había margen para el error. Aquel «Fovel» enorme, legible, con una efe mayúscula larga y estilizada, rematado por una ele cuyo único brazo se convertía en un látigo que semejaba restallar alrededor del apellido, era el mismo en todos los documentos.

Pero ¿cómo podía ser?

Comparé las firmas en el visor durante un buen rato, cambiando yo mismo los rollos una y otra vez. Las observé sin atreverme más que a asentir con la cabeza, para que ninguno de los transeúntes del pasillo pudiera entender de qué estábamos tratando el viejo agustino y yo. Y sin embargo, al cabo de ese tiempo, lejos de disiparse mis dudas, la sorpresa y el asombro habían dejado hueco a dos sentimientos más dolorosos aún: la duda… y el temor.

—Muy bien —zanjó la sesión de «tipi» el padre Juan Luis, devolviendo aquellos rollos a sus cajas y dejándolas sin mayor precaución junto al proyector—. Bajemos a la basílica, ¿te parece? En la casa de Dios estaremos más tranquilos y podremos hablar.

«Estupendo.»

No se imagina el lector hasta qué punto aquella charla iba a cambiarlo todo.

El padre Juan Luis Castresana y yo nos acomodamos en un discreto banco al final de la gran iglesia del monasterio. Permanecimos allí durante casi dos horas. Al principio divagamos entre susurros sobre qué diablos podía significar todo aquello. Imaginamos errores, bromas y complots que nos condujeron a ninguna parte. Todo resultaba muy frustrante y durante un buen rato sólo coincidimos en una impresión: que él por un lado y yo por otro, como empujados por la providencia, habíamos tropezado con algo que nos sobrepasaba. Algo ajeno a toda lógica. Fue entonces, casi sin querer, mientras tanteábamos hasta qué punto debíamos descubrir nuestras cartas ante el otro, cuando opté por dar un paso adelante. Necesitaba confiar en alguien. Y hablé. Hablé y hablé hasta contárselo todo.

Aquello fue lo más parecido a una confesión que recuerdo haber hecho jamás. Le conté al padre Juan Luis cuanto sabía entonces de Fovel. Todo lo que he escrito en las páginas precedentes se lo desgrané con paciencia y meticulosidad. Incluso le participé algunas de las explicaciones que el maestro me había dado sobre la influencia del Apocalypsis Nova en artistas italianos y españoles. En cualquier caso, puse especial énfasis en su última lección, la que me ilustró sobre el Bosco, Brueghel, el Greco, los adamitas y la Familia Charitatis de Niclaes. Y hasta le comenté, no sin cierto pudor, y aun a riesgo de que me tachara de fantasioso, que según el doctor Fovel uno de los miembros principales de aquellas cofradías fue el primer bibliotecario de El Escorial, Benito Arias Montano.

—¿Significa eso algo para usted?

El agustino ni se inmutó.

Nada de aquello le pareció que explicara la antinatural secuencia de solicitudes del Apocalypsis por parte de Luis Fovel primero, y de Julián de Prada en menor medida. Y el viejo fraile, sabiéndose al final de un callejón sin salida, calló durante un rato. Cuando volvió a tomar la palabra, sólo me preguntó por mi interpretación personal de aquel asunto. «Y no me digas que son espíritus. Los fantasmas, hijo mío, no piden libros prestados», advirtió.

No estuve a la altura de su pregunta. ¿Cómo iba a estarlo? De hecho, no supe qué responderle. Y en ese momento en el que todo parecía haber terminado para este joven aprendiz de periodista, el anciano se sacó un as de la manga.

—Hay una cosa de la que no hemos hablado aún —dijo cruzando las manos en el regazo y perdiendo la mirada en el solemne retablo que presidía la basílica.

—¿Ah, sí? —resoplé con displicencia. Me había vaciado con aquel hombre y no estaba seguro de tener la energía mental suficiente como para procesar un dato más.

—¿Recuerdas cuando te dije que había buscado en los archivos digitales todas las peticiones bibliográficas de Luis Fovel? —Alcé entonces la mirada hacia el rostro ajado del padre, dejando que continuara—. Pues bien: cuando accedí al histórico de sus fichas y a las de Julián de Prada, vi que ambos no sólo pidieron ver el Apocalypsis Nova. También solicitaron otra clase de documentos. Siempre los mismos. Una y otra vez.

Parpadeé incrédulo.

—Se trata de textos algo heterogéneos, hijo —prosiguió, adelantándose a la inevitable pregunta—. Desde el Prognosticon de Matías Haco Sumbergense, que contiene la carta astral de Felipe II y varias predicciones para su reinado, hasta tratados de alquimia, libros de magia natural o apuntes de Arias Montano, pero también textos de épocas posteriores, de los siglos XVII y XVIII… En fin, ante esas referencias da la impresión de que esos hombres han estado siguiéndole la pista a algo. Dando vueltas en círculo en torno a una misma serie de temas. Y te diré más: estoy casi seguro de que ambos se hallan enfrascados en alguna clase de carrera… Y creo saber de qué clase.

—¿En serio?

—Te has sincerado conmigo, hijo, y ahora me toca a mí —suspiré con alivio al oír aquello—. Arriba en mi despacho tengo apartados todos esos documentos. Y, sin excepción, tienen un común denominador. Fueron pedidos a intervalos cortos. Primero por Fovel, luego por Prada, y viceversa. Lo hicieron invariablemente en un mismo orden, empezando y terminando en el Apocalypsis Nova. Lo primero que sospeché al hojearlos fue que estaba ante un par de locos de la alquimia, unos buscadores de la piedra filosofal que tal vez habían logrado destilar alguna clase de elixir para prolongar la vida.

—¿Y… ya no lo cree?

—No, no es eso. Que lo que les interesaba era la alquimia es un hecho. Pero a juzgar por los escritos, da la impresión de que también han buscado desarrollar ciertas visiones metafísicas con las que acometer sus experimentos. Lo entendí en cuanto encontré entre sus peticiones los libros de nuestro doctor illuminatus, Raimundo Lulio, el alquimista y médico más genial del siglo XIII. Lulio desarrolló sus fórmulas a partir de esa clase de visiones y las dejó por escrito en documentos que sólo se conservan entre estos muros. Mi sospecha es que, como él, Fovel y Prada han estado buscando su propia fórmula para traspasar el umbral entre este mundo y el otro. ¿Y sabes qué creo? Que al menos uno lo ha logrado, Fovel, mientras que el otro ha estado acechándolo para arrebatarle ese «acceso». Esa «llave».

Medité aquella idea sin fuerzas para rebatirla.

—Entonces, padre, ¿qué papel tendrían en esa carrera los cuadros? —fue cuanto logré argumentar—. ¿Por qué cree que les prestan tanta atención?

—Oh… Eso. El Apocalypsis Nova lo explica muy bien, hijo mío. De hecho, ya te lo dije cuando nos conocimos. El beato Amadeo dejó por escrito que cuando llegaran tiempos de tribulación ciertas pinturas serían capaces de obrar milagros, actuando como puertas entre el más allá y el más acá. Y si los viejos libros de la tradición hermética están en lo cierto, quienes consiguen acceder a la Gran Obra de los alquimistas no sólo poseen el elixir de la vida, sino que también gozan del arte de la invisibilidad, nunca permanecen en el mismo lugar durante demasiado tiempo y aprenden a comunicarse con el «otro mundo».

—Pero…

—No importa que tú y yo creamos o no en esa clase de cosas —me atajó adelantándose de nuevo a mis palabras—. Lo que cuenta es que ellos sí lo hacen.

—De acuerdo, padre —acepté—. Pero ese planteamiento deja otra pregunta importante sin responder. ¿Por qué si Fovel guarda para sí un secreto de esa naturaleza ha estado estas semanas aleccionándome en el Museo del Prado y mostrándome esas pinturas especiales? ¿Por qué a mí? ¿Por qué iba a situarme en un camino que podía poner en peligro su anonimato?

El viejo agustino se removió en el banco de madera, acariciándose el mentón. Entonces su rostro se iluminó.

—Para comprender eso, sólo puedo recurrir al «factor rosacruz».

Torcí el gesto.

—Los rosacruces —aclaró— fueron una sociedad iniciática que emergió en el siglo XVII y que atrajo a intelectuales y librepensadores de todo signo. Hoy se les da por extintos, y los que aún se presentan como tales tienen la misma legitimidad que los neotemplarios o los neocátaros. Esto es, ninguna. Lo interesante es que al comienzo sus miembros hablaban de que la fraternidad había sido impulsada por un grupo de «maestros» o «superiores desconocidos», encabezados por cierto Christian Rosenkreutz. Ese hombre logró alcanzar una longevidad extraordinaria para su tiempo, pero no la inmortalidad al estilo de la que mencionan los taoístas, los yoguis del Himalaya, ese imán oculto desde el siglo XII en Irak que los chiitas creen que reaparecerá ahora para combatir al Anticristo o los clásicos héroes del Grial. No. Rosenkreutz, o comoquiera que se llamase de verdad, vivió más de cien años y custodió con todo cuidado la «ciencia total» o «medicina suprema» que le hizo romper todas las barreras biológicas conocidas. Parece que cuando ese hombre superó el siglo de vida se dedicó a formar discípulos que, con el tiempo, transmitirían de generación en generación su fórmula de la prolongación de la vida. Ésos son los verdaderos rosacruces. Y probablemente Fovel y De Prada sean dos de ellos. A los hombres de su clase los aficionados a la alquimia siempre los llamaron «los invisibles». Y de ellos se ha dicho que entre sus objetivos estuvo también el de empujar a Occidente a una revolución científica y social que hiciera aceptable ese elixir sin provocar el caos.

—Pero ¿de veras cree usted que…?

El padre Juan Luis no dejó que le interrumpiera.

—Lo curioso, hijo, es que esta clase de «maestros» emergen al parecer cada cien o ciento veinte años, siembran su semilla intelectual en algunos elegidos con la esperanza de que ayuden a evolucionar al mundo, y se desvanecen después hasta el próximo ciclo histórico. Siguiendo sus intervenciones, es posible descubrir su influencia entre los primeros cristianos gnósticos, los herejes arrianos, los cátaros o la Familia del Amor. Así pues, ¿por qué no pensar que tu doctor del Prado, tan ducho en esas viejas sectas, es uno de esos maestros desconocidos que ha emergido de las sombras para seguir cosechando custodios de su secreto?

—No sé…

—Soy ya un hombre anciano, hijo mío. He leído mucho sobre este particular en los libros de esta santa casa y creo que resulta obvio lo que está pasando aquí —añadió—: uno de esos maestros desconocidos te ha elegido como depositario de sus conocimientos. O al menos como candidato a ello. Como buen guía, no te lo está mostrando todo; sólo te enseña a mirar, te provee de las pautas para que descifres los mensajes de otros «superiores desconocidos», en este caso en el arte pictórico, y, cuando considere que esa capacidad ya obra en tu poder, se esfumará para que completes tu formación con tu propio esfuerzo durante un periodo de tiempo que suele ser largo. Luego, en algún momento, regresará para revelarte tu cometido y hacerte saber que ya formas parte de su correa de transmisión. Los de su estirpe lo hacen así desde hace siglos. Desaparecen siempre antes de que sus pupilos averigüen quiénes son en realidad. Se trata de hombres de apariencia normal, que a veces hacen predicciones, que saben lo que otros dicen de ellos, que se esfuman sin avisar y que, como te he contado, nunca permanecen demasiado tiempo en el mismo sitio.

—Pero ¡eso es absurdo! —objeté, aun reconociendo muchos de esos rasgos en el maestro Fovel—. ¿Por qué iba alguien así a elegirme a mí? No soy un experto en pintura, padre. Ni siquiera estoy familiarizado con el Prado o con su ambiente. Si Luis Fovel es lo que usted insinúa, se ha equivocado conmigo. Se ha confundido al elegir su pupilo.

El agustino sacudió la cabeza.

—A ver, hijo: ¿cuántas veces te has encontrado ya con él? ¿Tres? ¿Cuatro?

—Cinco, padre.

—Entonces, créeme, no tenemos tiempo que perder —dijo con un extraño brillo de impaciencia en la mirada—. Estos maestros se manifiestan muy de tarde en tarde. Si queremos confirmar su verdadera identidad, debes ir a buscarlo cuanto antes, abordarlo de frente y exigirle que te desvele quién es y a quién o a qué sirve. Si lo acorralas, te lo contará.

—¿Exigirle? ¿Acorralarlo? —Una sensación de angustia contagió mi voz—. Pero ¿cómo?

—Dile que has encontrado esto.

Vi cómo el padre Castresana sacaba entonces de sus hábitos una hoja plegada de un finísimo papel descolorido y me la tendía.

—¿Qué es, padre?

—Un acertijo. Una pista escrita de puño y letra de tu maestro.

Desdoblé el documento con cautela. Estaba escrito con la misma caligrafía pulcra y estilizada que había visto en las microfichas del «tipi», sobre una cuartilla de papel biblia que olía a viejo.

—¿Có… cómo ha llegado a usted?

—Fovel y Prada utilizaron los libros de esta biblioteca como buzones para intercambiarse mensajes. Eso explica por qué sus solicitudes de lectura se redujeron siempre a un pequeño número de volúmenes. El caso es que, por alguna razón, este texto nunca llegó a su destinatario y quedó olvidado entre las páginas de un tratado de astrología. Lo encontré esta mañana, por casualidad, mientras revisaba hoja por hoja los títulos que consultaron.

Miré el escrito sin saber qué decir.

—Ha sido una verdadera suerte —sonrió.

—¿Y no hay más?

—No, de momento. ¿Por qué crees que he mandado llevar todas las referencias que consultaron a mi despacho? Ese papel estaba en un libro que Luis Fovel solicitó en 1970 y que Julián de Prada no llegó a pedir. A mí me parece una advertencia. Como si tu maestro quisiera pararle los pies a su competidor, desafiándolo al mismo tiempo para que descubriera su identidad.

El padre Juan Luis se agarró entonces a mis brazos y con voz exultante añadió:

—Cuando vea que tú has recogido este mensaje y que has sido capaz de interceptar su juego, estarás en posición de pedirle las explicaciones que necesitamos.

—Pero ¿cree que me las dará?

—Por supuesto. Léelo con calma y te convencerás tanto como yo. Estoy seguro de que, si te presentas ante él con esto y le haces ver que estás a punto de averiguar su verdadera naturaleza, se sincerará contigo. En ese momento preferirá darte su versión.

—Es usted muy optimista, padre.

—Soy cabal, hijo, no optimista. Yo en su lugar actuaría así. ¿Sabes? Ningún profano, en siglos, ha llegado tan cerca como tú al secreto de los rosacruces.