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LA FAMILIA SECRETA DE BRUEGHEL EL VIEJO

Antes de que la tarde vuele, el maestro Fovel me acompaña a otro rincón de la 56a. Por increíble que parezca, todavía no ha pasado ni un alma cerca de nosotros. Son casi las cinco de la tarde y seguimos a solas. Por prudencia, no digo nada. Él tampoco. Entonces ni se me ocurrió pensar que ya habíamos experimentado antes una circunstancia parecida. Que ambos habíamos sido los dos únicos visitantes en un museo que recibe más de dos millones de personas al año[81]. Si en ese momento hubiera tenido el tino de calcular las probabilidades que teníamos de vivir dos instantes como aquél en poco menos de un mes, me habría dado cuenta de la magnitud de lo que estaba pasando. Sin embargo, torpe de mí, iba a tardar mucho en atar semejantes cabos…

—No puedes irte sin ver esto —me dice ajeno al nudo que apelmaza mi estómago y que entonces no supe explicar. La escena a la que me conduce el doctor Fovel no mejora mi ánimo.

Apostado en el flanco izquierdo de nuestro campo visual, sobre una tabla primorosamente enmarcada de poco más de metro y medio de largo, un ejército de esqueletos parece dispuesto a entrar en combate contra unos pocos humanos que se resisten a morir. La imagen ante la que el maestro del Prado se ha detenido es en verdad extraordinaria. Las huestes de la parca han tomado posiciones y no van a replegarse. Pasean por la plaza principal con un carro rebosante de cráneos; una máquina de guerra liderada por un encapuchado siniestro que lanza llamas desde su interior avanza posiciones; cerca se adivinan esqueletos que, espada en mano, aniquilan sin piedad a hombres y mujeres; unos cuelgan a los condenados, otros les abren la garganta con cuchillos y otros los arrojan al río, donde sus cuerpos desnudos se hinchan como globos. Mudo de asombro, contemplo también una plaza fortificada que se asoma al mar. Está a rebosar de calaveras exultantes de alegría. Extramuros, el panorama tampoco deja hueco a la esperanza. Los campos de la retaguardia lucen esquilmados. Hay restos putrefactos de ganado por doquier, y el humo de varios barcos y edificios costeros no hace sino amplificar la sensación de que ésta es una escena terminal. Sin expectativas. Y lo peor: en el horizonte se adivinan nuevos ejércitos de descarnados abriéndose paso, implacables, hacia las ruinas de la civilización. Me basta un segundo para comprender que nadie va a resistir al empuje de los caídos.

El triunfo de la muerte resulta desolador. Fue pintado hacia 1562 por Pieter Brueghel el Viejo cuando nadie se había imaginado aún un «apocalipsis zombi». Faltan algo más de dos siglos para la llegada de Goya, el genio de la desazón, aunque lo que Brueghel pinta nada tiene que envidiarle. Ambos artistas fueron víctimas de su tiempo. Al flamenco, sin ir más lejos, le tocó vivir seis guerras casi ininterrumpidas entre los Habsburgo y los Valois. Y a esas luchas territoriales, iniciadas en 1515, pronto se les sumó el horror de las epidemias de peste que diezmarían a la población, sin distingo de ricos, religiosos, niños o pobres. Brueghel tenía alrededor de treinta y cinco años cuando pergeñó su pesadilla. Y esa tabla —qué ironía— no iba a tardar en resultarle profética: «el Viejo» no cumplirá los cuarenta. Como si sus pinceles hubieran intuido su destino, la peste se lo llevó dejándonos huérfanos de su talento.

El triunfo de la muerte. Brueghel el Viejo (1562). Museo del Prado, Madrid.

Creo entender enseguida por qué mi interlocutor insiste en pararse frente a este paisaje. La tabla de Brueghel —al igual que sucede con el tríptico El jardín de las delicias— fue pintada para invitar a la reflexión. Incluso, de algún modo, podrían considerarse complementarias. Es decir: mientras que la obra del Bosco se inspira en el primer libro de la Biblia y en una lectura superficial narra el origen de nuestra especie, la de Brueghel se lee como su perfecta antítesis. Bebe del último libro de las Escrituras, el Apocalipsis de san Juan, y parece una extensión extrema del infierno del Bosco. Aquí, los grotescos horrores del Jardín nos muestran su verdadera cara, exhibiéndose en toda su crudeza.

Ensimismado, recuerdo que estoy ante una versión mejorada de las Totentanz, las «Danzas de la Muerte», un género pictórico muy popular en la Centroeuropa del «viejo» pintor. Pero justo cuando me dispongo a abrir la boca para expresar esa idea al maestro Fovel, el doctor me cambia el paso:

—Quiero plantearte un enigma, hijo —dice muy serio—. ¿Estás preparado?

Sus palabras me arrancan de la imagen. Lo miro algo desconcertado, pero me dejo hacer.

—¿Qué clase de enigma, doctor?

—Tiene que ver con algo de lo que no hemos hablado aún. Se llama el arte de la memoria y es una disciplina de la que espero sacarás gran provecho cuando, en adelante, entres en un museo de pintura.

—Estoy listo —asiento intrigado.

—Lo primero que debes saber es que ese arte fue privilegio de intelectuales, nobles y artistas hasta la llegada de la imprenta en el Renacimiento. En consecuencia, muy poca gente ha oído hablar de él. Después, con la popularización de los tipos móviles y el acceso de una gran parte de la población a la letra impresa, se olvidó. Y con ello se perdió la capacidad que un día tuvimos de leer en imágenes.

—¿Leer en imágenes? —repito con cierto escepticismo.

—Me refiero a leer literalmente en imágenes. No a interpretar, como hacemos hoy, un símbolo o un gesto, como cuando vemos una cruz sobre una torre y sabemos que allí hay una iglesia. El arte de la memoria, hijo, lo inventaron los griegos en los tiempos de Homero, cuando se vieron ante la necesidad de recordar grandes cantidades de texto que no podían inscribir en piedra. En realidad, se trata de la más fabulosa construcción mnemotécnica inventada por el ser humano. Una disciplina que sirvió durante siglos para recordar desde saberes científicos hasta relatos literarios, y que consiste, a grandes rasgos, en asociar imágenes, paisajes e incluso estatuas o edificios a conocimientos que después sólo podrían ser recuperados y reproducidos por la élite que conociera ese código.

—¿Y una técnica así se usó hace más de dos mil años?

—Así es. Incluso puede que antes —resopla—. Ignoramos cómo aquellos sabios de la Grecia clásica descubrieron que la memoria humana es capaz de retener montañas de información, y que ésta podía recuperarse a voluntad si se asociaba a iconos o a expresiones geométricas, arquitectónicas y artísticas más o menos fuera de lo común. Así lo recogieron en viejos tratados como la Rhetorica ad Herennium, atribuida nada menos que a Cicerón, donde explicaron que si se nos adiestra para, por ejemplo, vincular conocimientos médicos a la estructura de un edificio o a una determinada estatua o pintura, nos bastará con evocar esas obras mentalmente para, de forma automática, recordar la materia teórica con la que las asociamos. ¿Lo comprendes?

Asiento. El maestro continúa:

—Entonces no te resultará difícil entender que su desarrollo y perfeccionamiento fuera un secreto muy bien guardado que pasó de civilización en civilización, ya que permitía comunicar mensajes y saberes complejos ante los ojos de los no iniciados…

—A ver si lo he entendido: si yo, por ejemplo, vinculo mentalmente uno de los esqueletos de este cuadro a una fórmula matemática, cada vez que lo vea o lo rescate de mis recuerdos, no importa el tiempo que pase, recordaré también esa fórmula. Y si transmito esa asociación de imágenes a un tercero, cada vez que él se encuentre con ese esqueleto recordará igualmente la dichosa fórmula.

—Funciona más o menos así, en efecto —concede complacido—. Ahora bien: debes saber que los últimos practicantes de ese arte vivieron en el tiempo en el que Brueghel pintó El triunfo de la muerte. Como te he dicho, con la aparición de la imprenta el arte de la memoria perdió buena parte de su sentido. Ya nadie necesitaba «almacenar» grandes cantidades de información en imágenes, ni «escribir» usándolas, salvo…

—¿Salvo qué?

—Salvo que alguien necesitara desarrollar un código gráfico con el que proteger un saber al que sólo debían acceder unos pocos.

—Pero ¿quién iba a necesitar algo así?

—Oh. Se me ocurren muchos. Los alquimistas, por ejemplo. ¿Te has fijado alguna vez en uno de sus tratados? ¿Has visto el Mutus Liber, el Libro Mudo, por ejemplo? Es un manual de alquimia que no contiene una sola palabra impresa. Sólo imágenes… ¡llenas de información encriptada! Y se entiende. Al trabajar con un asunto que despertaba tanta codicia como el de la transmutación de los metales, los practicantes del «arte sagrado» crearon todo un universo de imágenes y emblemas exóticos en los que depositaron sus secretos. Por descontado, sus diseños resultaban absurdos a ojos de los no iniciados. Un león devorando al Sol, un ave fénix surgiendo de sus cenizas, un dragón de tres cabezas o una criatura mitad hombre mitad mujer transmitían en realidad fórmulas químicas complejas e instrucciones, cantidades y elementos para fabricar sus compuestos.

—Hummm… —mascullo—. Supongo que tomaron esas precauciones sobre todo de cara a la Inquisición. Aunque, que yo sepa, Brueghel no fue un alquimista. ¿O me equivoco?

El maestro arruga la frente como cada vez que uno de mis comentarios le divierte, y se apresura a responder:

—No seas inocente, Javier. ¿Qué pintor no lo fue? ¿Acaso no figuraba entre las tareas de todo buen artista hacerse él mismo las mezclas de colores o experimentar en busca de texturas y tonos nuevos? ¿No era ésa una de las señas de identidad que diferenciaba a unos maestros de otros? ¿Y no se asemeja eso al trabajo que presumimos en los alquimistas? Por otra parte —carraspea—, Brueghel demostró que conocía bien ese oficio y sus penurias retratándolo en uno de sus grabados más populares. En él muestra el laboratorio de un hombre que gasta hasta su última moneda en lograr la piedra filosofal, mientras un loco le aviva la lumbre y su esposa no tiene con qué dar de comer a sus hijos.

—Me parece un indicio un tanto pobre, maestro —replico.

—Quizá. Naturalmente, existen algunos otros. Recuerdo por ejemplo una carta de Jan, el hijo mayor de Brueghel, fechada en 1609 y dirigida al cardenal Federico Borromeo. En ella se quejaba de cómo el afán coleccionista de Rodolfo II de Baviera lo había dejado sin cuadros de su padre. Y si por algo se conoció a Rodolfo II fue por su protección de las ciencias ocultas. Todos lo llamaron «el emperador alquimista», así que ya puedes imaginarte por qué sintió esa pasión por el pintor.

El alquimista. Brueghel el Viejo (1558). Kupferstichkabinett, Berlín.

—¿Sólo por Brueghel?

—Oh, no, no. También por el Bosco. Lo que no te he dicho es que Rodolfo II era sobrino de Felipe II. Y fue el rey de España, también coleccionista de Boscos y Brueghels, quien lo educó entre los ocho y los dieciséis años, en El Escorial.

—Ajá. Y supongo que de anécdotas como ésta usted infiere que el maestro Brueghel, todo un alquimista enmascarado, conocía y practicaba el arte de la memoria. Es eso, ¿no?

Fovel asiente:

—Es obvio. Aunque no sólo los alquimistas utilizaron esa técnica, hijo. También los practicantes de cultos heterodoxos se hicieron maestros en el arte de disfrazar sus ideas tras imágenes aparentemente católicas. Como este Triunfo de la muerte, por cierto.

—¿Y puedo preguntarle qué fue exactamente lo que Brueghel quiso ocultarnos aquí?

—¡Lo mismo que el Bosco! —responde.

—¿Cómo? —me sobresalto—. ¿También él perteneció a los Hermanos del Espíritu Libre? ¿Fue un adamita?

—Más o menos, hijo. Lo que algunos historiadores del arte creen es que Brueghel el Viejo, como el Bosco, formó parte de un culto milenario secreto que también esperaba la inminente llegada del final de los tiempos[82]. De hecho, se delató al pintar El triunfo de la muerte.

—¡Pero Brueghel hizo otros muchos cuadros con temas muy diferentes a éste! —protesto—. Obras llenas de vitalidad. Que reflejan las costumbres de su pueblo, las fiestas, las borracheras…

—Es cierto, es cierto —dice agitando sus grandes manos ante mi rostro—. Brueghel pintaba todo aquello por lo que le pagaban. Aunque puedo asegurarte que, para él, este cuadro no fue uno más. Como sucede con El jardín de las delicias, no disponemos de un solo documento o indicio que nos diga quién se lo pidió. Ni tampoco por qué en 1562 ejecutó otras dos tablas de idéntico tamaño, con los mismos tonos de color y temas apocalípticos, como Dulle Griet[*] y La caída de los ángeles rebeldes. Algunos han supuesto que las tres obras estuvieron destinadas a una misma estancia, pero es imposible de demostrar. No obstante, sí puedo demostrarte que este cuadro fue clave para Brueghel. Tenía algo que lo hacía diferente. Único.

—¿Ah, sí?

—En la única biografía contemporánea que existe del pintor, publicada en una fecha tan temprana como 1603 por Karel van Mander[83], se dice que Brueghel siempre consideró El triunfo de la muerte su obra maestra. Es más, esta tabla se hizo tan famosa en su tiempo que sus hijos la copiaron una y otra vez, incluso años después de muerto el «viejo» patriarca. Y eso no sucedió con esos otros cuadros alegres que mencionabas.

Touché, doctor —admito—, pero no veo adónde nos lleva su argumento…

—¡Abre los oídos, hijo! El triunfo de la muerte no fue una obra más en su carrera. En los años treinta de este siglo, el prestigioso historiador del arte húngaro Charles de Tolnay, una de las grandes autoridades mundiales en arte flamenco, sugirió que Brueghel debió de formar parte de alguna oscura secta cristiana[84]. Tolnay, sin más pistas que su fino instinto, lo calificó de «libertino religioso», y dejó abierta la puerta a posteriores investigaciones.

—¿Y…, y qué se ha concluido? —pregunto intrigado.

—Bien. —Fovel toma aire—. Escucha. Al parecer, Brueghel fue un hombre muy bien relacionado en su tiempo, con amigos en los estratos más altos de la intelectualidad de su época. Parece que, tras un largo viaje de formación por Francia e Italia, típico entre los pintores de su época, se ganó la amistad del cartógrafo Abraham Ortelius, un discípulo del genial Mercator y autor del primer atlas mundial de la Historia, impreso en 1570. También frecuentó al humanista Justo Lipsio, al que retrataron Rubens y Van Dyck. Y al orientalista Andreas Masius. Y al impresor más importante de su tiempo, Cristóbal Plantino, y hasta al bibliotecario de Felipe II, un muy erudito sacerdote llamado Benito Arias Montano, que en esa época estaba en Amberes negociando con Plantino para que imprimiese una nueva Biblia políglota, la llamada Biblia regia. Montano estuvo varios años en los Países Bajos al frente de ese colosal proyecto del que se había encaprichado el rey de España, viajando por media Europa al tiempo que contagiaba a un puñado de pintores selectos con sus ideas poco ortodoxas.

—¿Y todos se conocían?

—En efecto —asiente—. Y fue gracias a que militaron discretamente en una misma secta, de cuya existencia no caben dudas: la Familia Charitatis, también conocida como la Familia del Amor. Fue fundada por un convincente comerciante holandés llamado Hendrik Niclaes hacia 1540, y dejó una huella importante en las élites centroeuropeas de ese tiempo.

—Dios santo —murmuro—. ¿Y en qué creía esa gente?

—De entrada, los familistas, que era como los llamaban sus enemigos, estaban seguros de que el fin del mundo era inminente. Aceptaban que sólo Cristo podría salvarlos, pero se mostraban recelosos de la Iglesia católica, a la que consideraban pervertida y corrupta. Su idea fundamental era la creencia de que en la noche de los tiempos el ser humano fue uno con Dios; sin embargo, perdió esa cualidad cuando Adán comió de la fruta prohibida. Para Niclaes, ni con aquel pecado perdimos nuestro brillo divino, así que enseñaba a quien quisiera escucharlo que todos tenemos en nuestro interior la capacidad de comunicarnos directamente con el Padre eterno. Niclaes escribió cincuenta y un libros para desarrollar estas tesis. En ellos se pueden encontrar todo tipo de métodos, instrucciones e ideas para afrontar lo que llamaba «la última era del tiempo». Todos los firmó con las siglas H. N.

—Hendrik Niclaes… —apostillo.

—No tan deprisa, hijo —me frena el doctor—. Si Niclaes se escondió tras esas siglas fue para protegerse de las persecuciones del Santo Oficio. Y no era para menos. Decía que sus textos eran la «última llamada» para que cristianos, musulmanes, judíos y seguidores de todas las religiones del mundo se unieran en una sola fe, con él como mesías. Y cuando eso ocurriera, recordaríamos que todos somos hijos de Adán, hechos a imagen y semejanza del Creador.

—Y ahora no irá a decirme que ese tal Niclaes tuvo algo que ver con los adamitas del Bosco, ¿verdad?

La cara de Fovel se iluminó.

—El propósito final de la fe de Niclaes era el retorno al paraíso, hijo. Los familistas querían devolvernos a nuestro estadio primordial de hijos de Adán para poder dirigirnos otra vez, cara a cara, a Dios. Promulgaban la aparición del Homo Novus. El H. N. Y eso, entre otras cosas, implicaría el regreso a la desnudez que vimos en El jardín de las delicias… Como ves, ninguna de esas ideas anda lejos del credo de los Hermanos del Espíritu Libre[85].

—Entonces —interrumpo perplejo—, ¿es seguro que Brueghel fue un… familista?

—¡Oh! ¡Desde luego! Tan seguro como que el «Viejo» ilustró incluso uno de los tratados de Niclaes. Se trata del Terra Pacis, un texto en el que narra en forma alegórica su viaje desde la Tierra de la Ignorancia hasta la de la Paz Espiritual. De hecho, los temas que más preocuparon al pintor y que encontramos reiteradamente en su obra (muerte, juicio, pecado, eternidad o rechazo a las ataduras religiosas) fueron también los favoritos de Niclaes. ¡No hay duda!

El maestro se detiene otra vez a tomar aire. Tengo la impresión de que se toma todo este asunto muy en serio. A continuación, con cierta solemnidad, me explica que el tal Hendrik Niclaes tuvo que ser un personaje muy parecido a los profetas de los que me había hablado en relación con Rafael o Tiziano. Que el origen de su pensamiento era el mismo que el de Joaquín de Fiore o el de Savonarola: ¡sus trances! Y que, aunque Niclaes había experimentado sus primeras visiones a los nueve años, no sería hasta tres décadas más tarde cuando decidió fundar su propio reducto de fieles. Dada su holgada posición social y económica, intimó con intelectuales y personas influyentes y llegó a convencerlos de que él era una suerte de «ministro mesiánico» [sic] enviado a la Tierra para continuar con la labor de Cristo. Niclaes tenía —también como De Fiore o Savonarola— una respuesta para cada pregunta y una interpretación para cada acontecimiento de su época. Contó con seguidores en París, pero sobre todo en Londres, donde sus libros continuarían imprimiéndose hasta un siglo después de su muerte bajo el nombre de Henry Nicholis.

—¿Y en qué influyó exactamente Hendrik Niclaes en El triunfo de la muerte, si puedo preguntarle? —le interrumpo.

—¡Oh! —sonríe Fovel, como cayendo en la cuenta de lo extenso de aquella digresión—. Claro. Si conoces el credo familista, esta tabla adquiere un sentido un tanto… especial. Verás: si El triunfo de la muerte fue la obra favorita de Brueghel y él militó en la secta de Niclaes, lo lógico sería que el cuadro reflejara el relato apocalíptico del fin del mundo tal y como el pintor lo había escuchado de boca de su líder. Esto es, como el fin de una era y el inicio de otra.

—Pero aquí yo sólo veo fin…

—¡Precisamente eso es lo que parece!

—Entonces…

—Brueghel engaña al espectador no iniciado en su culto con un cuadro sin atisbo de esperanza. Ejércitos de cadáveres se dirigen hacia la última ciudad del planeta para devastarla. Parece que aquí no cabe el anhelo de una vida mejor. ¿Te has dado cuenta de cuál es todo el empeño de los esqueletos?

Vuelvo a posar los ojos en la pintura, intentando darle un sentido al caos que se despliega ante mí.

—¿Empeño?

—Sí, hijo. Parece que la única obsesión de esa tropa es empujar a los mortales al interior del enorme contenedor que se abre a la derecha del panel. Es una clara metáfora de las puertas del infierno. La representación de un umbral al más allá. Sólo que, a diferencia del que anhelaba Felipe II tras El jardín de las delicias y que conducía a la gloria, en éste sólo intuimos confusión y horror al otro lado.

—No… No lo entiendo —murmuro.

Fovel se encoge de hombros, disponiéndose para una explicación más detallada.

—¿Sabes, hijo? Durante años he tratado de resolver la contradicción aparente que encierra esta pintura, hasta que caí en la cuenta de que el artista tuvo que cuidarse mucho de dejar pistas evidentes de su fe. Niclaes fue perseguido por la Inquisición. Sus obras se incluyeron en el Índice de libros prohibidos. No era para tomárselo a broma. Pero si Brueghel estaba iniciado en una fe secreta que defendía la existencia de una vida superior, ¿cómo pudo pintar un cuadro como El triunfo de la muerte? ¿Y por qué consideraría una obra así como su preferida? Esta tabla tenía que esconder algo que se me escapaba. Un secreto. Una imagen oculta. Lo que fuera.

—¿Y la ha encontrado?

—¡Sí!

—¿Sí?

—Dime, ¿oíste alguna vez hablar del Alfabeto de la Muerte?

Debí de mirar a mi interlocutor con cara de estúpido.

—Ya veo. —Mi guía chasca la lengua con desdén, mientras posa la mirada en un cuadrante de la tabla de Brueghel—. Espero que tomes nota de esto. Verás: unos años antes de ejecutarse esta pintura, Hans Holbein el Joven, notable pintor muy amigo de Erasmo de Rotterdam y tenido en alta estima por el círculo de intelectuales que rodeaba a Niclaes, elaboró una serie de veinticuatro letras mayúsculas para imprenta, de 25 × 25 mm, adornadas con esqueletos. Holbein llevó a cabo en ellas algo aparentemente horrible: trazó cada una de las capitulares rodeada de «soldados de la muerte», muy parecidos a los que más tarde pintaría Brueghel. Daban la impresión de ser criaturas sin alma que disfrutaban cazando humanos para llevárselos a la tumba. Así, su A mayúscula se trenzaba con dos esqueletos músicos que parecían dar por inaugurada la eterna Danza de la Muerte; tras ellos, otros perseguían a damiselas o bebés, e incluso galopaban en pos de sus víctimas hasta desembocar en una Z con Cristo en Majestad señoreando a los salvados en el Juicio Final.

—¡Ah, una tipografía!

—Fue mucho más que eso. O eso comprendí.

Fovel dejó aquel último matiz flotando en el aire.

—¿Qué comprendió, maestro?

—Que Brueghel no se inspiró en Holbein para sus esqueletos, sino que utilizó deliberadamente algunos de ellos en su pintura. Es como si los hubiera calcado, llevando hasta el límite ese viejo precepto del arte de la memoria de que realmente se puede escribir con imágenes. ¿Lo entiendes ya?

Pero yo arqueo las cejas incrédulo, para su desesperación.

—¡Por todos los diablos, hijo! Al tomar imágenes de esa tipografía y adaptarlas a esta tabla, Brueghel introdujo subrepticiamente letras en el cuadro. ¡Escribió un mensaje con los mismos esqueletos de Holbein! ¡Usó el arte de la memoria! ¡Te lo demostraré!

Del mismo bolsillo del abrigo del que antes había extraído el libro del Bosco, Fovel sacó un pliego de papel con toda la serie tipográfica de Holbein. La desplegó ante mí invitándome a que la contemplara con suma atención.

—Ahora fíjate bien en la letra A —ordena—. ¿Distingues la pareja de esqueletos que tocan la trompeta y los timbales? Caminan sobre un paisaje sembrado de cráneos, en el que apenas se distingue nada más. Y ahora, por favor, presta atención a la tabla de Brueghel. ¿Dónde ves una escena parecida a ésta?

Me froto los ojos y los fijo en el cuadro. Tardo poco más de un minuto en rastrear los pequeños grupos de calaveras que se ven en el horizonte, pensando que lo que me pide el maestro estará escondido en sus miniaturas. Pero qué error. En lontananza no hay ni rastro de esqueletos músicos; tan sólo lanceros, profanadores de tumbas, verdugos y dos tañedores de campana. Sin embargo, al posar mi mirada en los cadáveres del primer plano, tropiezo con algo. Un esqueleto arranca música a su laúd junto a una pareja de enamorados que retoza, ajena a la muerte, en la esquina inferior derecha de la tabla. Otro, más acorde con la tipografía de Holbein, golpea frenético dos timbales justo sobre el techo del «contenedor del infierno»; al fondo, el suelo pavimentado de cráneos evoca el alfabeto.

Alfabeto de la Muerte. Hans Holbein (ca. 1538).

—¿Es ése? —titubeo.

Letra A del alfabeto de Holbein y detalle de El triunfo de la muerte.

—¡Excelente! Ahora supón por un momento que esa imagen enmascara una letra A. Déjala ahí, gravitando sobre la boca del infierno, y sigue buscando similitudes entre el alfabeto y la pintura. ¿Qué más ves?

Papel en mano, como quien juega a una versión oscura de ¿Dónde está Wally?, comienzo a rastrear la tabla con todos los sentidos puestos en ella. Me cuesta un mundo localizar nuevos paralelismos en aquel caos, y los que encuentro no me parecen absolutos. De tanto en tanto dibujo círculos en el aire cerca de algunas figuras, mirando de reojo si el maestro asiente o no. Y a todos va negando hasta que, en el cuarto o quinto intento, me detengo en la figura que señala casi el centro geométrico de la composición. Se trata de un caballo famélico montado por un furioso esqueleto que con sus brazos trata de impulsar una guadaña gigantesca.

—El jinete —susurra Fovel—. Ése sí. ¿Te has fijado en que también está en la letra V?

Echo un vistazo al papel. Por un momento, dudo. El caballo de Brueghel sólo sostiene al jinete de ultratumba. Aunque es cierto que tanto su gesto de fiereza como su escasa cabellera al viento, su macabra sonrisa horizontal e incluso la actitud del jamelgo dejan poco lugar a dudas sobre el paralelismo entre ambas imágenes.

Letra V del alfabeto de Holbein y detalle de El triunfo de la muerte.

—Ya tienes otra letra. ¡Sigue! Hay más.

De repente, aquello se convierte en un juego adictivo. Minuto a minuto, mi cerebro se va familiarizando con los personajes que transitan por el alfabeto de la muerte, al tiempo que los descubro a todos en la composición de Brueghel. Localizo al soldado combatiendo con la parca que podría encarnar la letra P. O al cardenal al que un esqueleto sujeta por la espalda en la letra E, y que en la pintura aparece representado de forma muy parecida. Sin embargo, por alguna razón, el maestro me pide que redoble mis esfuerzos de identificación alrededor de la masa de personajes que se dirige hacia el arcón del infierno. «La clave que buscamos está necesariamente ahí», me susurra al oído. «Aunque haya otras, ése es el segmento más importante del cuadro. Ahí están los últimos hombres vivos de la Tierra.» Y así lo hago. Después de unos minutos, me quedo con dos sorprendentes analogías: una es un personaje con la cabeza cubierta y el rostro vuelto al cielo pidiendo clemencia, que el maestro identifica con la letra I. Y la otra, que yo tardo en relacionar, es un esqueleto que vierte un líquido de una extravagante cantimplora metálica, y que Fovel conecta con la letra T de Holbein.

Letras I y T del alfabeto de Holbein y detalles de El triunfo de la muerte.

—¿Qué tenemos, pues? —sonríe satisfecho el maestro.

—Cuatro letras: A, V, I, T.

—¿Y te dicen algo?

Estrujo mi memoria en busca del algún poso del latín del bachillerato y apenas acierto a murmurar un par de soluciones que hacen reír al maestro.

—No, hijo. No es una mención a aves o a abuelos. Piensa: has encontrado cuatro letras que rodean por todos sus flancos a los últimos humanos. Gentes que son conducidas al infierno, sin esperanza. Pero ¿y si Brueghel hubiera disimulado en esas cuatro letras el secreto de su fe? ¿Y si justo en el espacio de mayor desolación, en el punto de su obra con el que el espectador, cualquier espectador, podría sentirse más identificado, estuviera gritándonos su remedio?

Contemplo atónito al maestro. De repente ha vuelto el rostro hacia mí como si quisiera anclar sus ojos en los míos. Su mirada está encendida. Adivino en sus labios un temblor sutil, casi imperceptible, que anuncia que lo que está a punto de decir es importante.

—Hijo: si juegas con las letras y las ordenas empezando por el caballo, siguiendo por el hombre que implora y luego acudes al esqueleto que lo derrama todo para ascender hasta el que toca la música, descubrirás qué quiero decirte.

—V, I, T, A —deletreo atónito—. ¡Por todos los diablos! Vita! ¡Vida!

—¿Y qué me dices de la orientación de las letras? La vida viene del cielo a la tierra, de arriba abajo, y desde abajo regresa otra vez a las alturas. Exactamente como este juego de letras. ¿No es una lección hermosa? ¿No es una promesa profética perfecta? Tras el dolor y el terror de la muerte se esconde… ¡más vida!

Me quedo sin saber qué decir. Mudo. Perplejo. Incapaz de valorar sus conclusiones o de aceptar la lección de «arte oscuro» que acaba de brindarme. Y el maestro, consciente de que ha saturado por completo mis entendederas, me palmea la espalda con cierta conmiseración.

—Eres joven aún —dice, súbitamente cansado por el esfuerzo—. La muerte todavía no te preocupa. Pero cuando dentro de unos años lo haga, querrás saber más de esta vieja enseñanza.

—¿Saber más? ¿Es que hay más pinturas con mensajes «escritos»?

Fovel se recompone, removiéndose bajo su abrigo.

—Las hay. Por todas partes.