12

EL SEÑOR X

Aquella tarde dejé el Prado apenas una hora antes del cierre. Por alguna razón había perdido de nuevo, y completamente, la noción del tiempo. ¡Estuve cuatro horas dentro del museo! Pese a todas mis cautelas, ni siquiera el miedo a tropezar con el misterioso espía de El Escorial me había ayudado a escapar del abrazo de sus salas.

La noche había caído implacable sobre la ciudad, convirtiendo los solemnes alrededores del edificio Villanueva, la plaza de Neptuno y el hotel Ritz en un crisol de farolas macilentas y ventanas iluminadas. Fue entonces cuando eché un vistazo al reloj. Eran las siete y cinco. Debía darme prisa si aún quería ver a Marina en casa de su tía Esther y preguntarle cómo había pasado su primera jornada tras el susto del señor X.

El camino más rápido para llegar al piso de Esther —taxis aparte— atravesaba el parque del Retiro. Había que cruzarlo a pie hasta desembocar en la avenida Menéndez Pelayo, justo al otro extremo del gran bosque urbano de Madrid, y para eso lo mejor era recorrer las avenidas que serpenteaban entre la arboleda del parque. Todavía era una hora tranquila, no hacía demasiado frío y esa opción se me antojó mucho mejor que la de subirme al metro y hacer dos transbordos hasta la parada de la calle Ibiza.

Sereno, marchando a buen paso, con las manos hundidas en los bolsillos del anorak y la bufanda cubriéndome las orejas y la boca, me dejé ir en una nube. Tenía la cabeza desbordada de sensaciones. Así que lo primero que hice fue inspirar profundamente el aire fresco del parque y repasar hacia dónde me estaba llevando todo aquello. Quería aprovechar mi paseo para tomar una decisión respecto a Marina. Valorar si la dejaba dentro o fuera de aquel juego y si yo debía continuar o no en él. Lo malo fue que, torpe de mí, en lugar de tomar decisiones prácticas terminé dándole vueltas a la forma de ver el arte que estaba aprendiendo del maestro, olvidándome otra vez del «lado humano» de todo aquello. Pero es que el asunto tenía su gracia. Por culpa de un perfecto desconocido, había empezado a mirar algunos de los cuadros del Prado casi como si fueran especímenes de otro planeta. Ahora los veía como mecanos creados por mentes ultrasensibles que lo último que buscaban era proporcionar placer estético. Empezaba a convencerme de que el gran propósito de sus autores, su sentido último, siempre había sido el de mantener abiertos ciertos umbrales de percepción hacia el «otro mundo». Como si el arte conservara intacta esa carga mágica que tuvo en sus comienzos hace cuarenta mil años, en las cavernas del norte de España.

Si Fovel estaba en lo cierto, aquél era un secreto que sólo conocían ellos. Acaso alguno de sus mecenas. Y ahora yo. Claro que, vista a unos cientos de metros del museo, con los pies sobre el pavimento helado del parque, aquella idea se antojaba poco menos que ridícula. ¿Rafael, Tiziano y Juan de Juanes abriendo ventanas al más allá con sus pinceles? Resultaba asombroso que sólo unos minutos antes Fovel hubiera conseguido que esa afirmación pareciera de una coherencia aplastante. ¿Y por qué el maestro del Prado se había fijado en un estudiante de periodismo para contarle todo aquello? Yo no era un experto en pintura. Ni tampoco uno de esos tipos que piden permiso para plantar sus caballetes frente a una obra maestra y se arman de paciencia para copiarla. No pertenecía a ese mundo. De hecho, no estaba seguro de pertenecer a ninguno…

—¿Señor Sierra?

Alguien resopló a mis espaldas, lejos, quizá en la embocadura de la cuesta que enfila hacia el paseo de las estatuas del Retiro, como si hiciera esfuerzos por alcanzarme.

—¿Señor Sierra? —repitió.

Mi ensoñación se rompió en mil pedazos.

—Es usted, ¿verdad? Por favor, ¡espéreme!

Que un desconocido pronunciara en voz alta mi apellido desde la penumbra de los jardines del parque me sorprendió menos que el hecho de que me tratase de usted.

—¡Aguarde! —insistió—, ¡tengo algo que decirle!

Antes de que pudiera echar a correr, un hombre que lanzaba grandes bocanadas de vaho por la nariz y la boca apareció a mi lado. Emergió de la nada, alcanzándome justo bajo la figura de doña Urraca, y cuando lo tuve enfrente maldije no haber salido por pies. Hubiera sido fácil, la verdad. Aquel tipo arrastraba ligeramente una pierna y no me habría alcanzado.

—Diablos… ¡Sabía que le encontraría aquí! —exclamó triunfal, con el aliento entrecortado, y sin esperar a que dijera una palabra, añadió—: Ustedes siempre caen.

—¿Cómo dice?

—Que los de su clase caen como moscas en la miel —replicó palmeándome la espalda, en un gesto de mal gusto—. ¡Si es que no pueden evitarlo! Je, je. La curiosidad les pierde.

El hombre parecía divertirse. Por culpa de la mala luz no pude verle bien la cara, pero hubiera jurado que sonreía de oreja a oreja. Era un tipo de rostro vulgar, pelo escaso y piel cerúlea. Había, no obstante, algo en aquel sujeto que me resultaba familiar. Como si ya lo hubiera visto en otra ocasión. Pero la gabardina Burberrys beige que llevaba desabotonada y su impecable traje negro con corbata a juego me hicieron desestimar semejante idea. Debía de ser un individuo respetable. Salvo a los profesores de mi facultad y a los compañeros de la revista, yo no frecuentaba mucho a gente con corbata.

—Oh, perdone. ¡Qué descortés soy! No me he presentado —sonrió, enrollando el periódico que llevaba y colocándoselo bajo la axila—. Me llamo Julián de Prada y soy inspector de Patrimonio.

—¿Policía? —pregunté algo intimidado.

—Algo así. Pertenezco a una brigada que se ocupa de proteger la integridad de las obras de arte y joyas bibliográficas de este país.

Observé al hombre con franca desconfianza.

—¿Ah, sí? ¿Y qué era eso que le hacía tanta gracia? —inquirí—. ¿Eso que dijo de las moscas?

—Je, je. Permítame explicárselo: llevamos años tratando de detener a un hombre con el que usted ha estado hablando en las últimas semanas. Es muy escurridizo y sólo se deja ver de tarde en tarde. Así que, sin que usted lo supiera, hemos estado utilizándole como cebo para atraparlo…, je, je.

Abrí los ojos como platos. Obviamente estaba hablando del maestro.

—Pero ¿qué ha hecho?

—Qué no ha hecho, más bien… —suspiró—. Hace años ese hombre trabajó en el Palacio Real, ¿sabe? Tuvo un cometido parecido al mío. Inventariaba y compraba obras de arte para su colección. El caso es que desde entonces ha estado reuniendo por su cuenta y a espaldas de los controles de Patrimonio una cantidad indeterminada de obras, y no sabemos qué piensa hacer con ellas. Nunca ha querido decirnos nada. Nos rehúye. Pero antes de Navidad descubrí que había contactado con usted. Primero los vi juntos en el museo. ¡Parecían tan entretenidos, je, je! Y luego confirmé que había algo entre ustedes en cuanto cursó una solicitud en la Biblioteca de El Escorial para acceder al Apocalypsis Nova. Ésa es una de las debilidades del doctor, ¿sabe? El viejo siempre habla de lo mismo.

—¿Y dice usted que me ha visto con él?

—Justo antes de Navidad. No lo niegue. Estaban hablando delante de La Perla. ¿Lo recuerda?

De repente supe por qué el señor De Prada me resultaba familiar. Tuvo que ser él quien hizo huir al maestro en nuestro primer encuentro. Debía de estar escondido en el grupo de turistas que apareció de repente en la gran galería de pintura italiana y lo puso tan nervioso. Pero ¿por qué?

—Entonces… —deduje—, usted debe de ser quien estuvo consultando el libro del beato Amadeo en El Escorial la semana antes de mi visita, ¿no?

Don Julián enseñó su dentadura blanca en señal de asentimiento.

—Y también quien visitó a Marina ayer para decirle que me alejara de Fovel…

El hombre asintió por segunda vez.

—Sólo tenía la dirección de su chica, no la suya. Como inspector accedí al registro de visitas de ese día, y allí estaban sus señas. Conocía sus movimientos en el museo, sabía que el doctor Fovel merodeaba cerca de usted, pero ignoraba dónde diablos localizarlo. Por suerte, como suponía, ha sido fácil hacerle venir hasta aquí —añadió con cierto regodeo.

—¿Fácil?

—Oh sí, je, je. Una de las debilidades del doctor es que siempre atrae a la misma clase de cómplices. Jovencitos. Curiosos. Maleables. Y tras dos o tres visitas termina llevándolos ante La Gloria. No falla —dijo frotándose las manos y expulsando más vaho—. En realidad, el viejo se interesa con cualquier cuadro que tenga que ver remotamente con la muerte y con los Austrias. Así que, si me adelantaba a sus costumbres y conseguía despertar en usted la curiosidad por ese cuadro de Tiziano haciendo que en una de sus visitas al museo se detuviera frente a él, sólo habría que esperar a que el doctor apareciese y… ¡zas!

—¿Zas?

—Je, je. Usted no lo sabe, pero lo tenía todo preparado para cogerlo esta tarde. Es una lástima que Fovel no haya venido…

Me quedé estupefacto.

De Prada y yo dejamos atrás el paseo de las estatuas y juntos nos dirigimos hacia la orilla del estanque del Retiro bajo esqueletos de nogales y castaños. A esa hora las barcas de recreo ya se habían retirado y en el paseo que lo circundaba sólo había una pareja de novios y tres tipos en chándal haciendo footing. Entonces volví el rostro hacia mi interlocutor, esperando que dijera algo más. Algo que explicara por qué no nos había visto juntos frente a La Gloria.

—Fue muy hábil por su parte dejarle a Marina esas páginas con la momia de Carlos V… —murmuré.

—¡Bah! —soltó, en un tono que me recordó a un gato relamiéndose satisfecho—. Podría haber utilizado cualquier cosa de ese periodo. ¡Los dichosos Austrias creían que los cuadros estaban vivos!

—Lo dice como si le molestase.

—Hombre… A decir verdad, sí. Imagínese. Después de que Carlos V muriera con La Gloria en la retina, su sucesor, el gran Felipe II, el rey de El Escorial, falleció en sus aposentos rodeado de cuadros que él creía que eran capaces de percibir su dolor, como si fueran criaturas vivas, casi sobrenaturales[67].

—No es el primero que me dice algo así —dije recordando al viejo padre Juan Luis de El Escorial.

—Ya. Por desgracia, fue una locura muy extendida en aquella época. Alcanzó incluso a sus súbditos, que se contagiaron de esas ideas más de lo que puede usted imaginar.

—¿Se contagiaron? ¿Qué quiere decir?

—Las ideas se contagian, señor Sierra. Por eso precisamente estoy aquí. Para evitar otra epidemia. ¿Sabía usted que poco después de morir Felipe II hubo religiosos y laicos en todo el país que afirmaron haber visto el alma del rey salir del purgatorio y entrar en el reino de los cielos?

—Pues…

—Pues los hubo —me atajó—. Algunos, como el carmelita fray Pedro de la Madre de Dios, llegaron a declarar que semejante acontecimiento se produjo ocho días después de la muerte del rey. Años más tarde otros, como mi tocayo fray Julián de Alcalá, dijeron incluso haber visto cerca de Paracuellos del Jarama dos nubes extrañísimas, coloradas, fundiéndose en una sola al tiempo que se producía el ascenso a los cielos del alma del monarca.

—Vaya. Ovnis…

—¡No diga sandeces, muchacho! La visión de fray Julián fue famosísima. Se cita en muchos textos de la época y quedó debidamente documentada. Ocurrió a finales de septiembre de 1603. De hecho, tanto se habló de ella, tanto fue de boca a oído, que el propio Murillo acabó pintándola en un lienzo para el convento de San Francisco de Sevilla. ¡Ni se imagina lo que recuerda a La Gloria! Si pudiera verlo ahora, distinguiría una columna de fuego en la tierra, que representa el purgatorio, y una abertura en los cielos en la que aparece la Virgen esperando al monarca. Nuestros reyes no sólo creían en cosas extravagantes que iban mucho más allá de su fe católica, sino que crearon todo un estilo pictórico de lo sobrenatural que, créame, resulta molesto al hombre moderno.

Dejé que don Julián finiquitara su perorata, que se sacara un cigarrillo del bolsillo de la americana y que su mechero relampagueara en medio del Retiro antes de hacer un primer intento por zanjar nuestra conversación. Había algo en su discurso que me parecía extraño. Que iba más allá de sus competencias como inspector de Patrimonio. ¿Lo era realmente? ¿Y cómo iba yo a saberlo? Sea como fuere, los vaivenes de humor de aquel tipo —ora ácido, ora exaltado— empezaban a ponerme nervioso.

—Dígame —dije para ir preparando mi salida sin que se notara—, entonces conoce usted bien lo que le gusta a Fovel, ¿no es eso?

—Lo suficiente. Es un charlatán de otra época. Casi, casi como usted. Estas cosas le vuelven loco.

Hice como si no hubiera escuchado su grosería, pero mi interlocutor insistió:

—¡Vamos, jovencito, je, je! No se ofenda usted. Estamos acabando el siglo XX. El hombre ha llegado a la Luna. Ya tenemos televisión privada. Y con el Concorde podemos volar de París a Nueva York en menos de cuatro horas. ¿Qué sentido tiene seguir hablando y hablando de místicos, apariciones de difuntos o milagros? ¿Quién necesita hoy a un santo capaz de estar en dos sitios a la vez si la física ya vislumbra la capacidad de teleportar partículas elementales de un lugar a otro del universo? ¿Para qué va usted a tragarse relatos de brujas volando sobre escobas si ya se han descubierto drogas capaces de producir esa sensación?

La visión de fray Julián de Alcalá. Bartolomé Esteban Murillo (ca. 1645-1648). The Sterling and Francine Clark Art Institute, Williamstown, Massachusetts.

—¡Ah…! —exclamé, creyendo entender de repente el porqué de aquel discurso—. Entonces todo esto me lo está diciendo por la revista para la que trabajo. Es eso, ¿no? Por eso va detrás de mí. Porque teme que publique lo que Fovel me está contando y eso le molesta…

Julián de Prada se puso serio de repente.

—Mire, muchacho: todavía es usted un hombre joven y con un talento prometedor. Aún está a tiempo de no desperdiciarlo estudiando tonterías. Concéntrese en su carrera. Sáquese el título. Y deje de meter las narices en asuntos que no le incumben o…

—¿O qué? —lo presioné retirando mi mirada del estanque.

—… O echará a perder su futuro. Hágame caso. Lo que el doctor está contándole se lo ha dicho antes a muchos como usted, y créame si le digo que terminó volviéndolos locos a todos.

Aquellas palabras de don Julián no sonaron a amenaza, sino a una extraña y sincera preocupación. Me arrebujé en mi anorak como si necesitara meditar un segundo aquel consejo y, sin despegar la vista de la silueta del monumento ecuestre a Alfonso XII que emergía al otro lado del estanque, musité:

—Lo que no termino de comprender es por qué se preocupa por lo que el doctor Fovel pueda o no decirme. Son cosas de especialistas. Interesan a poca gente.

—Oh, no se equivoque —replicó mi interlocutor dando otra profunda calada a su cigarrillo—. No me preocupa lo que Fovel le diga, sino lo que usted pueda contar después. Tarde o temprano, como usted ha dicho, publicará algo de lo que le ha contado. Y lo hará porque le parece intrigante, original, sin darse cuenta de que con esa acción estará alterando un orden que lleva siglos funcionando. Eso es lo que quiero evitar. Me preocupa que la semilla de Fovel pueda prender en este mundo real que tanto nos ha costado construir. Llevamos dos siglos de razón pura, de triunfo de la ciencia, para que lleguen usted y otros como usted y empiecen a interesar a terceros, otra vez, en lo invisible, en lo inefable. En lo que no se puede pesar ni medir. Dígame, ¿se imagina usted un Museo Nacional del Prado lleno de visitantes que busquen entrar en trance delante de sus cuadros? ¿Convertiría usted el gran templo de la cultura española en la meca de los locos de medio planeta? Vamos. Sea responsable, por Dios.

—Pero eso es muy improbable que ocurra.

—No se crea. Usted no vivió los años sesenta, ¿verdad? En esa época nació un movimiento contestatario alrededor de un libro titulado El retorno de los brujos. Entonces lo llamaron «realismo fantástico», y echó raíces en revistas, colecciones de ensayos, programas de radio y de televisión, y hasta sedujo a la clase universitaria europea. Sus autores hablaban de conspiraciones, universos paralelos, sincronicidades, milagros, bibliotecas perdidas y tecnologías remotas olvidadas con las que pretendieron reescribir la Historia. Incluso reinterpretaron la segunda guerra mundial en clave ocultista, afirmando que Hitler y Churchill mantuvieron mucho más que un conflicto armado. Lo suyo fue, dijeron, una guerra ritual en la que tomaron parte magos, astrólogos y videntes de todo tipo, ¡como en la Edad Media!, y en la que se jugó el porvenir espiritual de Occidente. Imagínese: llegaron incluso a sugerir que esas disciplinas eran el eco de una ciencia prehistórica que perdimos tras alguna catástrofe y que luego malinterpretamos. Según ellos, la alquimia encerraba profundos conocimientos del átomo. O la astrología de la estructura del universo. ¡Lo de esa gente fue un disparate tras otro! Pero ¿sabe qué?, sus ideas calaron hondo. Muy hondo. Tanto que usted es, sin saberlo, una víctima más de ese deplorable sistema de pensamiento que, por suerte, se logró neutralizar en buena medida… hasta hoy.

Aquel discurso terminó de escamarme.

—¿Qué me dijo usted que era? —le pregunté.

—Inspector de Patrimonio.

—Pues parece un cura.

—Je, je —masculló otra vez, divertido por mi observación—. Le entiendo. Aún es usted muy joven y es lógico que le complazca atacar a todo lo que huela a institucional. De hecho, puede no creer ni una sola palabra de lo que acabo de decirle, pero debería hacerme caso. No se acerque al lado oscuro, muchacho. Aléjese de Fovel… O lo lamentará.

—¿Es eso una amenaza?

—Tómelo como quiera.

—Entonces pensaré que es su segunda torpeza del día.

La sonrisa ácida de mi interlocutor se ensombreció de repente.

—¿A qué se refiere?

—Bueno… —dudé—. No pensaba aclarárselo, pero el doctor Fovel, el hombre al que usted persigue con tanto ahínco, sí ha estado hablando esta tarde conmigo en el museo. Que no lo haya visto dice mucho de sus… habilidades.

Un atisbo de desconcierto nubló por un instante su mirada.

—¿Y…? ¿Y dónde se han encontrado?

—Frente a La Gloria, tal y como usted esperaba.

—No es posible.

—¿Y sabe otra cosa?

De Prada no pestañeó.

—Que ya tengo respuesta a su ultimátum: voy a seguir viéndome con él. Afecte o no a su idea del mundo. No va a detenerme por eso, ¿verdad?

—No, claro. —En su cara se dibujó un gesto ácido—. Pero entonces tenga mucho cuidado en no convertirse en su cómplice. La próxima vez que nos veamos podría no ser tan amable con usted. Dicho queda.