CARLOS V Y LA LANZA DE CRISTO
¿Creer?
Quizá el bueno de Santi estaba en lo cierto. Quizá una obra de arte como La Gloria no podía comprenderse del todo desde la razón. Tal vez precisaba de la confianza de la fe para desvelar por completo su mensaje.
¿Y si me arriesgaba? ¿Y si decidía creer?
Fue precisamente en aquellos primeros días de 1991 cuando llegué a la conclusión de que en la vida hay que dejarse llevar por la providencia. Y también cuando decidí interiorizar esa idea hasta sus últimas consecuencias. Quise creer que la lección magistral que me había dado Santi Jiménez —tan oportuna, tan en su justo momento— no había sido una mera casualidad, sino que era el último eslabón de un elaborado plan que había comenzado el día que me tropecé con el maestro del Prado. Un plan que, por absurdo que pudiera parecer, estaba empujándome a la trastienda de algunos cuadros del museo. ¿Y si me dejaba, simplemente, llevar por él? ¿Había algo malo en seguir las señales que me habían brindado tantos y tan inesperados interlocutores en Madrid, El Escorial o Turégano? Y, en caso de que aquello llevara a alguna parte, ¿hacia dónde me conduciría?
Por esa razón, no tardé ni doce horas en tener La Gloria ante mis propios ojos.
Lo cierto es que todo me había empujado hacia ella. Desde el misterioso señor X y su oportuno recorte de prensa sobre Carlos V, hasta Marina como mediadora, o el propio Santi. Por otra parte, en mi mente no dejaban de revolotear las circunstancias en las que el hombre más poderoso del mundo había entregado su alma a Dios. Al terminar nuestra conversación, Santi me había prestado un par de voluminosas biografías para que me hiciese una idea de cómo fue el tránsito del emperador. Supe así que fue alrededor de las dos de la madrugada del 21 de septiembre de 1558, día de San Mateo, cuando en una pequeña casa de piedra adosada a un convento, a unos dos kilómetros de la remota aldea de Cuacos, en la comarca cacereña de La Vera, el césar dejó de respirar. Aquel varón enjuto y nervioso tuvo tiempo suficiente para dejar en orden sus asuntos de Estado, desentendiéndose sin embargo de sus últimas posesiones. El cuadro por el que tanto había suspirado, su biblioteca, su colección de relojes y astrolabios y hasta la silla hecha especialmente para sostener la pierna gotosa se quedaron olvidados en Yuste. Y La Gloria durmió allí hasta que su hijo Felipe II mandó llevarla a El Escorial junto a los restos incorruptos de su padre. Así pues, por caprichos de la Historia, aquella especie de puerta al más allá y la momia del emperador entraron a la vez en el lugar de eterno descanso de los reyes de España.
Me costaba poco imaginar al emperador agonizante, recostado sobre una torre de almohadones, consumido por el dolor de sus extremidades, sin apartar la vista de su propia efigie mirando a la Santísima Trinidad. Rodeado de padres jerónimos, el hombre más poderoso de la Tierra recibió la extremaunción entre lágrimas, pidiendo perdón a los presentes y misericordia a Dios, pero recordando al tiempo los textos de san Agustín en los que se narraba una visión celeste de los bienaventurados tan similar a la del enorme lienzo de Tiziano.
Y con esa imagen agridulce, entre el dolor y la esperanza, llegué al Prado.
Saqué mi entrada gratuita lo más rápido que pude y subí corriendo a la galería de la primera planta. Aquel día La Gloria iba a adquirir un valor distinto, sublime. Ante sus casi tres metros y medio de alto por dos cuarenta de ancho, comprendí que Carlos no pudo haberla albergado en la casita donde murió porque sencillamente no hubiera cabido. Lo más sensato era suponer que rezó ante ella en el altar mayor de la iglesia del monasterio de Yuste, justo encima de donde acabaría siendo inhumado junto a su esposa. Aunque, después de un buen rato de contemplación del cuadro, creí entender algo más. Esa imagen que había sido consuelo, reafirmación de fe y mapa de ultratumba encarnaba también la esperanza de que el camino del emperador no se truncaría con la muerte. Que de algún modo, con la mediación de la Virgen y de san Juan —de espaldas, a la izquierda del lienzo—, la venia de la Trinidad y la continuidad de su estirpe, iba a seguir ejerciendo su influencia sobre el reino.
—¡Tiziano y Carlos de Habsburgo! ¡Menuda complicidad la de esos titanes!
Aquellas exclamaciones me sacaron del ensimismamiento. No eran las frases perdidas de algún turista. Las había gritado a mi espalda alguien a quien reconocí en el acto.
—¡Doctor Fovel! Yo… No esperaba encontrarlo hoy.
El último hombre al que deseaba ver después de las advertencias del señor X me había encontrado en una sección del museo muy diferente a la de nuestras últimas citas. Di un paso atrás.
—¿Ah, no? —El maestro alzó irónico una de las cejas mientras se desabrochaba el abrigo—. Yo siempre estoy aquí, ¿recuerdas?
—Sí, claro.
—Además, te has parado delante de uno de mis cuadros favoritos. Era inevitable que me vieras.
—¿Lo dice en serio?
—De hecho, mirándote ahí plantado, delante de una obra que, por desgracia, suele pasar inadvertida a casi todos los visitantes, estaba pensando en contarte algo de la relación que mantuvieron Tiziano y Carlos V… Seguro que te interesará.
—Creo que hoy no voy a tener tiempo, doctor.
Mientras me excusaba, busqué de reojo a alguien que pudiera estar atento a nuestra conversación. La escueta sala 24 del museo estaba casi vacía. Era un lugar de paso en el que no se detenía casi nadie. Y esa tarde no parecía una excepción. Aun así, el temor a que el misterioso señor X pudiera estar cerca y nos viese juntos me había puesto en guardia. Fovel se dio cuenta.
—Vamos, hijo. ¿Qué te ocurre?
—No es nada…
El maestro volvió a arquear el gesto.
—Nada. En serio —insistí.
—¿Es que esperas a alguien?
Negué con la cabeza. Él sonrió ufano.
—Entonces te robaré sólo unos minutos para hablarte de lo que hay detrás del primer cuadro del arcanon del Prado.
—¿El arcanon del Prado?
—¡Oh! —exclamó condescendiente—. ¿Lo ves? Eso es lo que me gusta de ti, hijo: que tu curiosidad siempre es más fuerte que tu voluntad. ¿Me concedes esos minutos?
—Claro —suspiré—. Pero ¿qué es eso del arcanon?
—Es una lástima que tan poca gente lo conozca. En realidad se trata de una peculiar clasificación de las obras que alberga este museo. La idea es más bien reciente, quizá de principios del siglo XIX, cuando aún circulaban por la corte toda clase de magos, astrólogos y doctores en filosofía oculta. Un grupo de ellos se dedicó durante un tiempo a estudiar en secreto la historia de estas pinturas, determinando cuáles sirvieron a propósitos sobrenaturales y cuáles no. Lo llamaron el Canon de los Arcanos; o, para abreviar, el arcanon…
«Muy ocurrente», pensé.
—¿Y dice usted, doctor, que La Gloria es el cuadro número uno de ese arcanon?
—Sí. —Noté que Fovel torcía el gesto—. Pero también te diré algo: quizá deberíamos revisar esa lista. A fin de cuentas, esta obra no fue ni mucho menos la primera con connotaciones ocultas que le encargó Carlos V a Tiziano. ¿Quieres ver la que de verdad lo empezó todo? Esta aquí cerca.
—Muy bien —asentí dubitativo—. Pero que sea rápido…
Los dos enfilamos la galería que se abría ante nosotros, dejando atrás una obra maestra tras otra. Los Adán y Eva clónicos de Rubens y Tiziano, El lavatorio de Tintoretto, la magnética Disputa con los doctores del templo del Veronés… Hasta que, finalmente, el maestro decidió detenerse en la embocadura de la sala 12. La de los solemnes retratos reales de Velázquez. Pero no entramos en ella. Giramos sobre nuestros talones frente al sanctasanctórum del museo para encararnos a…
—… Carlos V en la batalla de Mühlberg —anunció Fovel solemne.
Me sentí decepcionado, la verdad. Había visto ese cuadro mil veces. Considerada como la pintura que impulsaría la moda de los retratos ecuestres de reyes y reinas, lo que cualquier espectador advierte en ella es todo lo contrario de lo esotérico. No hay misterio a la vista en un lienzo casi cuadrado de proporciones colosales —3,35 × 2,83 metros—, que muestra a un decidido Carlos V vestido con armadura[56], a lomos de un caballo español de pelo castaño que se exhibe en todo su poder. Fue tan sólo una obra de propaganda para conmemorar una fecha fundamental para el orgullo del imperio: el 24 de abril de 1547. El día en el que las tropas del césar aplastaron en Mülhberg, no muy lejos de Leipzig, a los ejércitos protestantes. Todo, pues, en la gestualidad de aquel retrato denotaba fuerza, dominio y severidad. Atributos externos. Exotéricos. Era justo la clase de pintura que no me interesaba lo más mínimo.
—¿Un secreto en este cuadro? Por todos los diablos, doctor. Si es uno de los retratos más obvios de este museo. No hay nada oculto en él —protesté.
El rostro de Fovel se contrajo dibujando un gesto malicioso.
—¿Estás seguro? Te convenceré en un minuto.
—Un minuto —recalqué, echando otro infructuoso vistazo a nuestro alrededor. Estábamos en una zona muy concurrida y allí era muy difícil detectar si alguien nos vigilaba.
—Carlos V fue, como han sido y serán todos los hombres de poder de la Historia, un hombre supersticioso —sentenció ajeno a mis temores—. Poco importa que fuera un católico acérrimo. ¿Sabías que el emperador tuvo constantes devaneos con «ciencias prohibidas» como la alquimia o la astrología? ¿Y que incluso protegió a ocultistas tan notables en su época como Agripa[*]? Como todos los poderosos, hijo, fue un hombre que necesitó apoyarse en lo simbólico para sentirse menos solo allá arriba, en su posición de dominio. Y de lo simbólico a lo heterodoxo hay apenas un paso.
Carlos V en la batalla de Mühlberg. Tiziano Vecellio (1548). Museo del Prado, Madrid.
—¿Se refiere usted a que usó… talismanes?
—¡Exacto!
—No es algo que me sorprenda, doctor. Pero yo, la verdad, aquí no veo ninguno.
—Tienes que abrir más los ojos. Uno es muy evidente: le cuelga del cuello de un cordón rojo. Es el vellocino de oro, el símbolo de la Orden del Toisón que llevarán todos los reyes de su dinastía casi como único emblema de poder. Evoca la piel de carnero que persiguieron Jasón y sus argonautas, y que terminó en manos de Hércules, el mítico fundador de España. El otro, de sentido más oculto pero a la vez protagonista en el cuadro, es de una fuerza tremenda: la lanza.
—¿La… lanza?
—La única arma que sostiene el emperador en las manos tiene nombre propio. Evoca la reliquia más poderosa que custodiaba su dinastía real: la Heilige Lanze o lanza de Longinos. Lo lógico hubiera sido poner en sus manos un cetro, una espada tal vez, pero Tiziano optó por una lanza. La lanza.
Sacudí la cabeza incrédulo. Conocía lo suficiente la historia de Longinos como para que aquella afirmación me descolocase. Napoleón codició esa arma. Hitler se obsesionó por ella y la retuvo en su poder al inicio de la segunda guerra mundial. Que yo supiera, desde los tiempos de Carlomagno era tenida por un insustituible talismán de poder capaz de dar el dominio sobre el destino del mundo a quien la poseyera. Sólo había un pero: la lanza que yo conocía se conserva en una vitrina blindada del Palacio Hofburg de Viena; es una hoja de metal partida, de doble filo, de casi medio metro, unida con cuerdas alrededor de un clavo de hierro, y no se parece en nada a la que blande Carlos V en el cuadro que tenía enfrente.
Fovel se percató de mi desconfianza y, como si me hubiera leído el pensamiento, me murmuró al oído:
—Resulta evidente que Tiziano pintó la lanza de Longinos sin haberla visto nunca, hijo. Pero eso es perdonable. Esa reliquia es sagrada y en las fechas en las que se hizo este retrato se mantenía a buen recaudo en Núremberg. Puedo asegurarte que esa lanza del retrato evoca la mítica arma de Longinos.
Me quedé mudo. Sin saber qué decir.
—Piensa en el símbolo, hijo —prosiguió—. Carlos V sostiene en las manos el arma que atravesó el costado de Cristo. Se trata de uno de esos objetos sagrados que han ambicionado todos los reyes cristianos de Europa. Por otra parte, verla en esas manos no es tan extraño. Cuando el césar accedió al trono del Sacro Imperio romano germánico heredó también la reliquia. Era la más preciada posesión de su dinastía. ¿No conoces su historia?
Asentí sin mucho convencimiento.
Sabía apenas lo que afirma la tradición. Que la lanza debía su nombre al soldado que dio la estocada a Jesús haciendo que manara sangre y agua de sus pulmones, tal y como menciona Juan en su Evangelio[57]. La historia nos dice que Longinos acudió el viernes santo al Gólgota para acelerar la muerte de los tres condenados. Los dos ladrones crucificados junto a Jesús, Gestas y Dimas, agonizaban todavía cuando la patrulla de Longinos les rompió las piernas buscando precipitar su asfixia. Sin embargo, al acercarse a Jesús, el centurión se adelantó a sus hombres haciendo algo insólito: clavó la punta de su lanza en el costado del último reo para comprobar si aún estaba vivo. El ajusticiado no se inmutó. Tenía ya la cabeza caída y su cuerpo parecía inerte. Por eso no le partieron las tibias, cumpliéndose así la vieja profecía de Isaías que aseguraba que al Mesías no se le quebrantaría ni un solo hueso del cuerpo.
A partir de ahí, el relato se llena de elementos mágicos. Algunos cronistas defendieron que, al introducir esa arma en carne sagrada, Longinos se curó de un problema ocular que padecía y se convirtió. Otros afirman que lo que el romano portaba aquel día no era un pilum[*] al uso, sino la lanza votiva de Herodes Antipas, símbolo de poder que le fue prestado para abrirse paso entre los judíos que rodeaban el lugar del ajusticiamiento, y que había sido forjada por otro profeta, Fineas, quien la cargó de atributos sobrenaturales. Usada también por Josué en el episodio de la demolición de las murallas de Jericó, e incluso por los reyes Saúl y David, al tocar el cuerpo de Cristo absorbió de Él todavía más fuerza mística, haciéndose invencible.
Sea como fuere, Longinos se la habría llevado a su pueblo natal, que algunos sitúan en Zobingen, Alemania, y de ahí —en circunstancias ignoradas por la tradición, pero aún más por los historiadores— terminaría en manos de hombres como Carlomagno o Federico Barbarroja[58]. Y gracias a su poder oculto, el primero logró culminar con éxito casi medio centenar de batallas. La fuerza de la lanza estimuló las dotes de clarividencia del rey, e incluso le ayudó a encontrar la tumba del apóstol Santiago en España. Así pues, con semejante historial, no resulta extraño que esa pieza lleve siglos custodiada junto a los objetos más sagrados del Imperio franco: la corona de Carlomagno —originalmente de hierro, con un clavo de la crucifixión de Cristo engastado en ella—, su espada y una bola de oro del siglo XII. Objetos que, por cierto, desempeñarían un papel esencial en la ceremonia de entronización de Carlos V en Aquisgrán, en 1520.
—Pero este cuadro lo pintó Tiziano en 1548… —objeté tras aquellas explicaciones.
—Cierto. Y por eso el artista nunca vio la lanza. Es de suponer que, tras las ceremonias, ésta volvió a guardarse en Núremberg. Pero, como te he dicho, no me cabe ninguna duda de que Tiziano recibió indicaciones expresas de Carlos V para que lo pintara con ella. Y bien agarrada, por cierto.
—¿Bien agarrada? ¿Qué insinúa?
—La leyenda de la lanza sagrada refiere que, al regreso de una de sus campañas por Sajonia, Carlomagno fue derribado del caballo. Un signo celeste, un cometa, lo espantó, y el precioso talismán cayó al suelo al mismo tiempo que la palabra «Princeps» se desvanecía de la inscripción «Karolus Princeps» en una de las vigas de la catedral de Aquisgrán. Fue un signo nefasto inequívoco. Carlomagno murió poco después. Y otro tanto le ocurriría más tarde a Barbarroja, que también habría dejado caer la lanza al cruzar un río en Turquía. No creo, pues, que el heredero de ambos quisiera representarse de otro modo que sujetándola con toda firmeza. Justo como ves aquí.
—Entonces, ¿el cuadro fue idea suya? ¿Del emperador en persona?
—Hummm —se relamió el maestro—. Esa pregunta es muy interesante, hijo. En aquel invierno de 1548, Tiziano fue llamado a Augsburgo para retratar a Carlos V. El pintor tenía ya sesenta años y muchos temían por su salud, pero lo cierto es que el estado del emperador era mucho peor que el suyo. Había derrotado a los germanos protestantes en Mühlberg, sí, pero nadie sabía cuánto iba a durar vivo. En ese tiempo sabemos que el césar intentó contratar varias veces los servicios de John Dee, ese mago inglés de gran prestigio de quien ya te hablé, para que fuera su astrólogo personal. ¡Necesitaba saber cuánto le daban de vida los astros! Dee era entonces un reputado experto en talismanes. Incluso seis años más tarde llegaría a levantar el horóscopo de Felipe II en Londres. Y aunque en la época del cuadro revoloteaba de corte en corte buscando fortuna, se cree que nunca llegó a reunirse con Carlos. Pero quién sabe. Tal vez él, o alguno de sus admiradores, como Juan de Herrera (el hombre que dirigiría años después las obras de El Escorial para su hijo), le recordaron la conveniencia de retratarse con un objeto tan poderoso y así ganarse una larga vida…
—Me asombra usted, doctor. Otra vez vuelve a relacionarlo todo con todo.
—En realidad no lo relaciono yo, hijo. Es la forma de mirar la Historia la que establece esos vínculos.
Me quedé un instante masticando aquellas palabras. Casi había olvidado que estaba allí por culpa del señor X, y que éste me había advertido de lo funesto que resultaba escuchar las enseñanzas del hombre que tenía a mi lado. Pero ¿por qué? Hasta aquel momento, todo lo que había aprendido de Fovel era fascinante. Estaba inculcándome una nueva forma de contemplar nuestro pasado, teniendo más en cuenta las creencias profundas de sus protagonistas que los documentos o batallas, siempre sujetos a manipulación y retoque. ¿Qué podía haber de malo en atender una lección así? ¿Por qué tocar esa fibra histórica parecía haber irritado al señor X? Arrinconé lo mejor que supe aquel nubarrón y, llevado por el entusiasmo del que quiere saber más, formulé a Fovel una nueva duda. Había decidido no volver a mirar más el reloj en lo que me quedara de visita al museo.
—Dígame, doctor: ¿conoce algún otro cuadro que retrate esta clase de reliquias de poder?
—Oh, ¡desde luego! Hay uno que te encantará. Se pintó después de morir el césar, ya en tiempos de Felipe II; y créeme, supone todo un desafío intelectual. Otro más. ¿Quieres verlo?
—Por supuesto —sonreí.