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EL MAESTRO DEL PRADO

Comenzaré, pues, por el principio: Érase una vez la duda.

¿Y si aquel tipo fue un fantasma?

Los que me conocen saben de mi inclinación a atender a historias en las que lo sobrenatural termina decantando la balanza del relato. He escrito mucho sobre ellas y creo que seguiré haciéndolo. Pese a que en Occidente vivamos en una sociedad cada vez más materialista que desprecia lo trascendente, no creo que haya nada de lo que avergonzarse: Poe o Dickens, Bécquer, Cunqueiro o Valle-Inclán también se dejaron arrastrar por la fascinación que ejerce lo que se ignora. Todos escribieron sobre almas en pena, sobre aparecidos y sobre el más allá con la vaga esperanza de explicarse el sentido del más acá. En mi caso, según he ido madurando, he descartado muchas de esas historias y me he quedado apenas con aquellas protagonizadas por personajes que determinaron el devenir de nuestra civilización. Contemplado desde esa perspectiva, lo inefable deja de ser anecdótico para convertirse en fundamental. Por eso nunca he escondido mi interés por los encuentros entre grandes figuras de nuestro pasado y esos «visitantes» surgidos de ninguna parte. Ángeles, espíritus, guías, daimones, genios o tulpas… Qué más da cómo los llamemos. En realidad se trata de etiquetas que enmascaran una ignorancia absoluta sobre ese «otro lado» del que nos hablan todas las culturas. Algún día —lo prometo— escribiré sobre lo que vivió George Washington cuando confesó haberse tropezado con uno de «ellos» durante su campaña militar contra los ingleses, en el valle de Forge, en Pensilvania, en el invierno de 1777, que desembocó en la independencia de Estados Unidos. O sobre el papa Pío XII, que no pocos sostienen habló con un ángel de otro mundo en los jardines privados de la Santa Sede. Son episodios cuya presencia puede rastrearse hasta los orígenes mismos de la cultura escrita y que a menudo nos traen advertencias para el futuro. Tácito es un buen ejemplo de ello. En el siglo I, este notable político e historiador romano refirió el tropezón que tuvo el ahijado y asesino de Julio César, Bruto, con uno de estos intrusos. Un fantasma le pronosticó su derrota final en Filipos, Macedonia, y su profecía lo sumió en tal desesperación que prefirió arrojarse sobre su espada antes que afrontar su destino. En casi todos estos casos, el visitante fue alguien de aspecto humano que sin embargo irradiaba algo invisible y poderoso que lo hacía diferente a nosotros. Justo como esos mensajeros sobre los que he escrito en El ángel perdido.

¿Quién o qué fue, entonces, el inesperado maestro que encontré —o mejor, que me encontró— en el Prado?

¿Acaso uno de «ellos»?

No estoy seguro. Mi fantasma era de carne y hueso. De eso no albergo dudas. Y tampoco de que, tras pronunciar aquel proverbio sufí —«El buen maestro llega sólo cuando el discípulo está preparado»—, me tendió la mano, la estreché y se presentó dándome su nombre y apellido.

—Soy el doctor Luis Fovel —dijo sosteniendo la mía con firmeza, como si no quisiera soltarla. «Origen francés», deduje. Su tono de voz era grave. Hablaba con contundencia pero respetando a la vez el silencio del lugar en el que nos encontrábamos.

—Y yo Javier Sierra. Encantado. ¿Es usted médico?

Recuerdo que el hombre arqueó entonces las cejas, como si la pregunta le divirtiera.

—Sólo de nombre —dijo.

Algo en su tono delató sorpresa. Quizá no esperaba que aquel jovencito respondiera con una pregunta. Quizá por eso se apresuró a tomar el control de la conversación mientras me dejaba un frío de muerte en la palma de la mano y volvía a posar los ojos en el Rafael.

—Me he fijado en cómo miras este cuadro, hijo. Y, bueno, me gustaría preguntarte algo. Si no te importa, por supuesto.

—Adelante.

—Dime —continuó tuteándome, como si me conociera de algo—, ¿por qué te interesa tanto? No es precisamente la obra más famosa de este museo…

Siguiendo su mirada, eché un nuevo vistazo a La Perla. Entonces no sabía mucho de esa tabla ni del extraordinario afecto que el rey español Felipe IV, quizá el monarca de gustos pictóricos más exquisitos de la Historia, tenía por ella. En el Prado tan sólo hay cuatro escenas salidas de su pincel, otras tantas de su taller y algunas copias de época. Pero de entre todas, sin duda, ésta es la mejor. En ella se ve a la Virgen y a su prima Isabel sentadas a los pies de unas ruinas cuidando de dos niños que, tras una larga contemplación, habían empezado a parecerme sospechosamente idénticos. Los mismos rizos rubios, la misma forma de la barbilla, los mismos pómulos… Uno, el que lucía un discreto halo de santidad y estaba cubierto por una piel de animal, era san Juan Bautista. Juanito en el argot de los expertos en arte. El otro, el único personaje sin aureola de la composición, no podía ser sino Jesús. Santa Isabel, la anciana madre del Bautista y con otra historia de embarazo milagroso a sus espaldas, observa al chiquillo de su compañera con gesto meditabundo, severo, mientras la mirada del pequeño Salvador se pierde en algo o alguien que está fuera del cuadro. No se trata de san José, que se afana allá al fondo en una actividad que es imposible determinar. Lo que quiera que contemple el Niño Mesías trasciende la propia tabla.

—¿Qué me interesa de este cuadro…? Buf… —Solté aire, sopesando una respuesta que tardé un par de segundos en articular—. En realidad, es algo bastante sencillo, doctor: conocer su mensaje.

—¡Ah! —La interjección alumbró su mirada—. ¿Es que no te resulta evidente? Estás ante una escena religiosa, hijo. Una pintura diseñada para orar ante ella. El obispo de Bayeux se la encargó al gran Rafael Sanzio cuando éste ya era un pintor famoso y trabajaba en Roma para el papa. Seguramente el francés había oído hablar mucho de él y de sus tablas de vírgenes y niños, y quiso regalarse una para su uso devocional.

—¿Y eso es todo?

El doctor arrugó la nariz como si mi tono incrédulo le divirtiera.

—No —respondió en voz baja, recurriendo a un tono más cómplice—. Claro que no. Con frecuencia, en cuadros de esa época nada es lo que parece. Y aunque a simple vista creas estar viendo una escena piadosa, lo cierto es que emana algo que desconcierta a todo el mundo.

—Sí. Puedo intuirlo —concedí—. Pero no acierto a saber de qué se trata.

—Así funciona el arte verdadero, hijo. Paul Klee dijo una vez: «El arte no reproduce lo visible; hace visible.» Si la pintura sólo reflejara lo evidente, resultaría tediosa, cansina, y terminaríamos por no darle valor alguno. Dime, ¿tienes un momento para que te explique qué es lo que hace exactamente de este cuadro algo tan especial?

Sagrada Familia, llamada La Perla. Rafael Sanzio (1518). Museo del Prado, Madrid.

Asentí con la cabeza.

—Muy bien. Pues aquí va lo primero que debes saber: aunque no seamos conscientes de ello, los europeos llevamos siglos educándonos a través de mitos, cuentos e historias sagradas. Son ellas las que conforman nuestro verdadero patrimonio intelectual común. Bien porque las hayamos escuchado en misa, o de boca de nuestros padres, o porque las hayamos visto en el cine, todos conocemos con más o menos detalle qué les ocurrió a Noé, a Moisés, a Abraham o a Jesús. Y aunque no seamos creyentes, sabemos qué se celebra en Navidad o en Semana Santa, podemos recitar de memoria los nombres de los Reyes Magos y hasta reconocemos a un gobernador romano tan insignificante para la Historia como Poncio Pilato.

—Pero ¿eso qué tiene que ver con el cuadro? —le interrumpí.

—¡Muchísimo! Cuando alguien como nosotros, educado en el Occidente cristiano, se detiene ante una obra como ésta, es capaz de reconocer de un modo u otro el relato que la ha inspirado. Pero amigo: si el cuadro nos cuenta algo que no encaja con lo que sabemos, o incluso lo contradice o lo cuestiona, aunque sea sutilmente, saltan todas las alarmas en eso que podemos llamar nuestra memoria cultural.

—Ya, pero… —Me quedé sin saber qué decir.

—Esta pintura te fascina porque lo que Rafael preparó para aquel obispo no está inspirado en ningún pasaje de la Biblia que conozcas. Tu cerebro, consciente o inconscientemente, lleva un buen rato buscando en sus «archivos» una historia a la que asociar esa imagen. Por eso llevas tanto tiempo «enganchado» al cuadro. ¡Y no la encuentras! Y si esto resulta desconcertante para ti, imagina cuánto más extraño debió de ser para la gente del tiempo de Rafael.

—Pero… —retomé mi frase— la Virgen, el Niño, Isabel y san Juan son personajes de los Evangelios. No hay nada raro en ellos.

—Bendita inocencia la tuya, hijo. Recuerda siempre esto: ten cuidado con lo que parece vulgar o común en el arte. A menudo los maestros utilizaron imágenes de aspecto inocuo para transmitir sus mayores secretos.

—¡Me gustaría tanto conocerlos! —suspiré.

—Yo podría explicarte algunos de los que esconde este museo. Si quieres. Si tienes tiempo.

—¡Claro que quiero!

—Entonces empecemos por este mismo —dijo ufano, como si acabáramos de firmar un contrato que nos comprometiera a ambos a hacer algo maravilloso—. Déjame explicarte algo más sobre la historia que nos cuenta esta tabla.

—Muy bien. Adelante.

—De los cuatro Evangelios que conoces, sólo el de Lucas da noticia del misterioso embarazo de la estéril y anciana Isabel. ¿La reconoces? Es esa mujer con turbante de ahí. Pues bien, Lucas nos confía su peripecia muy al principio de su libro. Dice que el ángel Gabriel se apareció a Isabel, esposa del sacerdote Zacarías, y le dio la noticia de que estaba preñada del futuro Juan el Bautista. Imagínate la reacción de su marido. ¡Los ángeles habían llamado a su puerta y le habían dado el vástago que la naturaleza les había negado en años de matrimonio…![5]

—Un momento —le interrumpí—, ¿ha dicho usted Gabriel? ¿El mismo que se apareció a María? ¿Ese que pintó Fra Angelico en la Anunciación que está en la sala contigua?

—El mismo. Es un ángel muy curioso, ¿sabes? Es venerado por cristianos y musulmanes por igual. En el Renacimiento lo llamaban «el Anunciador» porque, aunque sólo aparece mencionado cuatro veces en los Evangelios, siempre lo hace como portador de mensajes fundamentales…

El doctor Fovel carraspeó antes de continuar, forzando su voz a la baja.

—… Pero no quiero hablarte de ángeles. En lo que me gustaría que te fijaras es en las dos protagonistas femeninas de La Perla. Además del episodio del embarazo de Isabel, Lucas sólo menciona a esa mujer en otra ocasión: cuando visita a María estando ambas embarazadas. Rafael representó ese momento en otro gran cuadro de este museo[6]. En esa obra, Isabel aparece con el mismo turbante y el mismo rostro que un año más tarde el maestro utilizará en La Perla. Aunque lo que de verdad desconcierta es que Rafael se atreviera a imaginar y pintar un encuentro posterior, con ambos niños ya nacidos, y del que no existe ni una sola línea que lo justifique en todo el Nuevo Testamento.

—¿Está usted seguro de eso?

—Completamente, hijo. La única visita que describe Lucas se produjo cuando ambas mujeres estaban encintas. No después. El evangelista, además, proporciona algunos detalles curiosos para subrayar esa circunstancia, como que el futuro san Juan dio un salto en el vientre de su madre al escuchar la voz de la Virgen[7]. Por tanto… —el hombre tomó aire, haciendo una pausa que me pareció teatral—, que las dos se reuniesen con los niños ya nacidos para verlos jugar procede, por fuerza, de alguna fuente extrabíblica. De un apócrifo o de algún otro texto que le resultaba digno de admiración.

—¿Y si Rafael se inventó esta escena y ya está?

—Lo que tú llamas inventar —me corrigió al punto— nunca estuvo en la mentalidad de aquella época, Javier. Entonces, la inventio equivalía a descubrir. Siempre se refería a algo real, que existía. Por eso el divino Rafael trabajaba siempre por encargo y bajo supervisión. Tenía fama de pintor culto, de los que dedicaban mucho tiempo a contextualizar cada una de sus composiciones. Es decir: se remitía a lo que había. Y como gran lector que fue, conocía disciplinas tan dispares como la arqueología, la teología o la filosofía, y gustaba de tomar sus referencias de fuentes literarias veraces.

La Visitación. Escuela de Rafael (1517). Museo del Prado, Madrid.

—Entonces, si acepto ese criterio, esta tabla bebe de una fuente oculta. Esconde un mensaje que difiere de la ortodoxia.

—¡Exacto! —El maestro reaccionó con entusiasmo. Su tono quebró por un momento la paz de la sala. Al instante, uno de los bedeles se asomó con un libro en la mano, nos echó un vistazo con gesto de desaprobación y se perdió museo adentro, seguramente molesto por haber perdido el hilo de la lectura—. ¿Sabes? Vivimos tiempos en los que los mensajes del arte parecen no importarle ya a nadie. Nos han hecho creer que lo único que interesa de éste es su aspecto formal, estético, los pigmentos o las técnicas empleadas, e incluso la biografía o las circunstancias personales del artista. Todo antes que preguntarnos por la razón exacta que llevó a la ejecución de una obra como ésta. Desde esa visión materialista del arte, prestar atención al mensaje equivale a adentrarse en lo especulativo, en lo inmaterial. Pero no es así. En realidad, es centrarse en el lado espiritual de la pintura, en su quintaesencia. Sin embargo…

—¿Sí?

—Sin embargo, para acceder a ella hay que contemplarla con mirada humilde. A fin de cuentas, lo milagroso (y este arte, como te explicaré, lo es) sólo resulta plenamente accesible a las mentes sencillas. Los que se empecinan en llenar su cabeza de datos y verdades grandilocuentes olvidan lo fundamental: que este arte funciona sólo cuando maravilla.

—Eso es fácil decirlo. El arte es una experiencia subjetiva. No todos se asombran ante las mismas cosas…

—Tienes razón. Sin embargo, los grandes maestros manejaron y experimentaron con «códigos» sutiles que indican su intención de transmitir algo más en sus obras.

—¿Códigos como qué, doctor?

Creo que mi pregunta gustó a Fovel, porque de inmediato me pareció que se erguía para responder:

—Por ejemplo, las miradas de los personajes de los cuadros. ¿Te has fijado en la del pequeño Jesús de La Perla?

—S… Sí, claro —asentí como si aquel hombre hubiera leído mi pensamiento.

—Cuando un genio como Rafael pinta al Salvador con la mirada perdida más allá de las coordenadas del lienzo, está indicándonos que su obra busca el asombro de lo místico. De algún modo deja que sea el espectador quien se imagine qué es lo que capta la atención del niño. Y ahí nace la reflexión por lo sobrenatural.

—¿Y ese código lo utilizaron muchos pintores?

—Muchos, hijo. Este museo está lleno de ejemplos. Sin ir más lejos, si das con San Francisco confortado por el ángel músico, de Francisco Ribalta, enseguida verás que la mirada del santo se eleva por encima de la aparición que retrata el artista. El «código» está diciéndonos que lo sobrenatural, lo que verdaderamente asombra al religioso, está más allá del lienzo. Es también el caso de San Agustín entre Cristo y la Virgen, de Murillo. Si un día lo buscas en estas salas, fíjate en que las figuras divinas que inspiran la visión del santo se encuentran detrás de él, lo que hace que san Agustín dirija sus pupilas hacia un lugar incierto. De algún modo nos está diciendo que está usando «los ojos del alma[8]», y no los físicos, para percibir lo sagrado. En el siglo de estos pintores, todos conocían y respetaban ese lenguaje simbólico, sencillo de comprender incluso para nosotros, y que Rafael utilizó con maestría en esta Perla. ¿Lo ves?

Antes de continuar, el inesperado filósofo del arte con el que me había tropezado apartó sus ojillos vivaces del cuadro y los paseó por la galería. Tuve la impresión de que quería asegurarse de que seguíamos estando solos.

—Por cierto, ¿eres creyente, hijo?

Tardé un segundo de más en reaccionar.

—A mi manera… sí. Supongo… —murmuré como si la cuestión me avergonzara.

—Entonces, igual que Rafael. O que el obispo de Bayeux. No me parece que tengas que excusarte por eso. Al contrario. Todos ellos también fueron creyentes a su manera. En ningún caso católicos ortodoxos.

—¿Qué quiere decir?

—Llevo toda mi vida tratando de penetrar en los cuadros de este museo. Y, ¿sabes?, la mayoría sólo se vuelven accesibles cuando comprendes en qué creían realmente sus artífices, asumes el contexto en el que fueron pintados o tienes presente que hubo tablas, como ésta, que se pensaron para transmitir, conservar o recordar ideas que era peligroso poner por escrito en su tiempo.

—¿Peligroso?

—En realidad, muy peligroso, Javier. —El doctor Fovel enfatizó sus palabras pronunciando mi nombre por segunda vez e invitándome con un gesto a leer la cartela que explicaba la obra al visitante. Era un texto desapasionado, aséptico, que aseguraba que parte de la ejecución de aquella tabla correspondía a Giulio Romano, un discípulo del taller rafaelita, y que en ella se apreciaba la influencia pictórica del mismísimo Leonardo da Vinci—. De eso quédate sólo con lo esencial: La Perla y La Sagrada Familia del Roble, que está también aquí, fueron pintadas en el estudio de Rafael en 1518. Ese texto no te cuenta que en esa época toda Europa, pero Roma especialmente, vivía con la sensación de que el modelo cristiano del mundo se encontraba al borde del colapso. La influencia de la Iglesia languidecía. El islam ganaba terreno a la vez que la corrupción y el nepotismo se instalaban en la Santa Sede. La curia estaba más que nerviosa por su futuro. Y por increíble que parezca, el descubrimiento de América, las nuevas nociones de astronomía que cuestionaban la visión geocentrista medieval, la invasión de Italia por los franceses de 1494, la revuelta de Lutero contra el papa o el temor al fin del mundo, que entonces muchos veían señalado por una gran conjunción planetaria que tendría lugar en 1524, estaban en la cabeza de todos. También en la de los pintores. Unos y otros creían estar viviendo una especie de fin de los tiempos. Y si no sabes todo esto, es imposible que penetres en el sentido profundo del cuadro.

—¡Menuda tarea!

—Parece colosal, sí. Pero de momento te bastará con saber que no había noble, clérigo o pontífice de principios del siglo XVI que no estuviera atento a las profecías y augurios que en esas fechas recorrían el continente. El caso de Rafael es notabilísimo, por cierto. Cuando pinta La Perla y La Sagrada Familia del Roble ha alcanzado la cima de su carrera. Tiene treinta y cinco años. Ha demostrado su cultura astrológica en los techos de los apartamentos privados del papa Julio II, en los que pintó una Escuela de Atenas formidable y llena de detalles sorprendentes, que demostraban su gran erudición. Pero debes saber que, mientras estaba elaborando estos cuadros —dijo señalando a las tablas que teníamos enfrente—, el maestro de Urbino trabajaba a la vez en la que iba a ser una de sus grandes obras maestras: el retrato de su mecenas, el papa León X, acompañado por los cardenales Giulio de Médicis y Luigi de Rossi. ¿Lo conoces?

Me hundí de hombros y resoplé.

—No importa —sonrió afable—. Pronto querrás verlo con tus propios ojos. Es una maravilla de lo que yo llamo la pintura profética. Un tipo de arte que en ese tiempo sólo practicaba abiertamente Rafael, atrayendo a su taller a los clientes más distinguidos. Verás: el cuadro del que te hablo se conserva hoy en la Galería de los Uffizi de Florencia y muestra al papa sentado detrás de una mesa, con una mano sobre una Biblia iluminada, unas lentes y una campanilla repujada al lado. En apariencia es un retrato de grupo. Uno de los más sobrios que puedas imaginar. Sin embargo, cuando Rafael lo pinta, León X acaba de salir indemne de un intento de asesinato. Cuando conoces ese detalle, casi puedes imaginarte por qué el papa tiene esa mirada de desconfianza que se pierde más allá de la pintura.

—Ajá. Usted cree que está buscando a quienes intentaron matarlo, ¿no es eso?… —susurré, seguramente pasándome de listo.

—En realidad, Javier, la identidad de su fallido homicida no era ningún secreto. El cardenal Bandinello Sauli se confesó culpable. Al parecer, había querido envenenar a León X porque en su horóscopo personal y en varios Vaticinia Pontificum, o profecías sobre los papas, muy populares en esos días, lo señalaban a él como el Santo Padre que regeneraría a la Iglesia. Y Sauli, claro, quería ser papa.

—Pero los papas no creen en horóscopos ni en profecías —protesté—. De hecho, la Iglesia condena la astrología…

El doctor Fovel sonrió ante tanta ingenuidad.

—¿Lo dices en serio? ¿No sabes que la primera piedra de la basílica de San Pedro fue colocada por Julio II el 18 de abril de 1506, después de que su astrólogo personal le indicase el momento cósmico más propicio para hacerlo? ¿O que en la misma estancia en la que Rafael pintó su famosa Escuela de Atenas incluyó en una esquina un orbe celeste con las constelaciones tal y como estaban el 26 de noviembre de 1503, día de la coronación de Julio II, a modo de horóscopo eterno?

Aquel alarde de memoria me dejó perplejo. El maestro, satisfecho por mi sorpresa, prosiguió:

—Ya veo. ¡No sabes nada! Déjame entonces explicarte mejor por qué digo que ese retrato de León X fue concebido como una pintura profética. Sólo dos años antes de que el cardenal Sauli intentara envenenar al papa, otro artista notable, Sebastiano del Piombo, inmortalizó al fallido magnicida en un cuadro que recuerda mucho al de Rafael. Lo pintó en 1516. En esa obra, Sauli posa sentado con gesto regio junto a otra mesa, otra Biblia iluminada y otra campanilla. Y como en el cuadro de su víctima, también hay varios personajes de confianza a su alrededor. Es evidente que este cardenal estaba preparando entonces su plan para convertirse en pontífice[9], y que ese retrato formaba parte de lo que hoy llamaríamos su campaña de imagen.

—¿Y por qué Sauli no acudió a Rafael para que lo retratara, si era el pintor más cotizado de la época?

—Ésa es una observación excelente, hijo. De hecho, tal vez lo hizo. Aquí mismo, en el Prado, se conserva la única pintura del mundo que podría aclarar esa duda. Es el llamado Retrato de un cardenal. Se trata de una de las obras maestras indiscutibles de Rafael. Quizá uno de los cuadros más importantes de este museo. Muestra, con un realismo y un gusto por el detalle extraordinarios, a un purpurado de mirada severa a quien, por increíble que parezca, los expertos no han logrado todavía identificar. No es el único gran retrato del Prado del que desconocemos el nombre del modelo. Ahí tienes, por ejemplo, al Caballero de la mano en el pecho del Greco, del que se ha llegado incluso a decir que podría ser un retrato de Cervantes[10], pero cuyo nombre real también nos es desconocido.

—Eso sí son misterios del arte en toda regla…

—Es cierto. Un retrato sin nombre es como una flor sin aroma. Le falta algo vital. Por eso, cuando los estudiosos tropiezan con una ausencia de esta naturaleza, les entra el vértigo y no tardan en plantear toda clase de atribuciones. Para nuestro cardenal, sin ir más lejos, han propuesto infinidad de nombres. Innocenzo Cybo, Francesco Alidosi, Scaramuccia Trivulzio, Alejandro Farnese, Ippolito d’Este, Silvio Passerini, Luis de Aragón… Pero mi apuesta es la mejor —sonrió pícaro—: si comparas este anónimo cardenal del Prado con el retrato de Sauli que hizo Sebastiano del Piombo en 1516, verás enseguida que se trata de la misma persona. No hay que imaginar mucho. Ambos tienen una barbilla partida gemela. La misma boca fina. Idéntica cabeza en forma de triángulo invertido. En definitiva, nuestro cardenal no identificado se ajusta como un guante al fallido magnicida de León X. ¿No te parece que mi propuesta desvelaría de una vez por todas uno de los pequeños enigmas de este museo?

—Quizá… —dije, más preocupado por otra observación—. Pero dígame, ¿sabría usted decirme cuándo fue pintado ese retrato, doctor? ¿Fue también hacia 1518?

—Bien —carraspeó—. Ahí tenemos otra clave interesante, cierto. Es muy probable que el retrato «anónimo» que conservamos en el Prado fuera concluido por Rafael entre 1510 y 1511, esto es, un lustro antes de que Sauli se postulara como Papa Angélico. Es curioso que el divino Sanzio lo inmortalizara tan influido por el retrato de la Gioconda que Leonardo estaba ejecutando en su taller en esas mismas fechas. De hecho, si lo comparas con la Mona Lisa, el cardenal tiene la misma posición y prestancia que ésta. Sin embargo, y esto es lo importante para nuestro caso, Rafael no incluyó en ese cuadro el atributo necesario que lo convertiría en un retrato profético. ¡Por eso el ambicioso cardenal Sauli tendría que buscarse a Del Piombo para retratarse como un hombre profetizado!

Cardenal Bandinello Sauli, su secretario y dos geógrafos. Sebastiano del Piombo (1516). The National Gallery of Art, col. Samuel H. Kress, Washington D. C.

—¿Atributo? ¿De qué atributo habla?

—De las campanillas, hijo. Esas filigranas junto a las Biblias pintadas por Del Piombo y Rafael en sus retratos posteriores son una clara metáfora gráfica. Una señal. Con ellas quisieron decirnos que los protagonistas de ambos cuadros habían sido anunciados por los libros sagrados.

—¿Y pondrían un signo de profecía tan a la vista?

—Seguramente lo hicieron por una buena razón. En 1516, justo cuando el cardenal Sauli posó para Del Piombo como un enviado de Dios, acababan de editarse en Venecia unas hasta entonces muy perseguidas profecías escritas por un cisterciense calabrés llamado Joaquín de Fiore. En ellas se anunciaba la llegada de una nueva era espiritual para el mundo que sería liderada por un varón que reuniría en su mano el cetro del poder espiritual y el político. De Fiore había muerto en 1202 sin ver cumplida esa visión. Sus profecías, sin embargo, inspiraron otra en la que creyeron Sauli y León X a pies juntillas y que en ese año ya corría como la pólvora por toda Roma. ¿Alguna vez has oído hablar del Apocalypsis Nova, hijo?

Me encogí de hombros, temiendo parecer otra vez un perfecto estúpido.

—No te avergüences. Por desgracia, casi nadie recuerda hoy ese libro. Ni siquiera los historiadores del arte. —Otro gesto de picardía se le dibujó en ese momento en el rostro—. Y eso es porque fue una obra que nunca llegó a imprimirse, pero que, créeme, resulta fundamental para comprender a Rafael y su pintura.

Retrato de un cardenal. Rafael Sanzio (1510-1511). Museo del Prado, Madrid.

—¿Y qué profetizaba ese Apocalypsis Nova?

—Verás: entre otras cosas, anunciaba la inminente aparición de un Pastor Angélico, un papa tocado por el Espíritu Santo que se uniría al Emperador para imponer la paz entre los cristianos y detener el avance del islam. Surget rex magnus cum magno pastore —recitó solemne mientras yo me estremecía sin saber muy bien por qué—. Y eso iba a suceder, según el manuscrito, justo a principios del siglo XVI. Imagínate la situación. ¡La mitad de los cardenales de Roma, no sólo Sauli, pretendían ser ese pontífice todopoderoso! León X tenía razones para desconfiar de todos.

—Me sorprende que un papa, el guardián de la ortodoxia católica, concediera tanta autoridad a un libro de profecías…

—Digamos que le concedió la que merecía: la autoridad del arcángel Gabriel, nada menos.

—No…, no le entiendo, doctor. —La respuesta de Fovel había sido tan contundente que me hizo titubear.

—Pues que nadie en esa época, fuera papa o cortesano, dudaba de que el Apocalypsis Nova había sido escrito al dictado del arcángel Gabriel, el famoso «Anunciador» —sonrió—. Así lo dijo el beato Amadeo, el hombre que lo escribió de verdad, y así se aceptó.

—¿El beato Amadeo? Nunca he oído hablar de él.

—¡Eso tampoco me extraña, hijo! —exclamó sin llegar a reconvenirme—. Lo que estoy contándote es la intrahistoria del arte. Te estoy revelando cuál fue una de las grandes fuentes de inspiración de Rafael. ¿Sigo?

—Está bien, continúe, por favor.

—Amadeo fue un monje franciscano próximo a los círculos de poder del Vaticano que había llegado a ser nada menos que secretario personal y confesor de Sixto IV. Cuando Rafael pintó a León X, el pobre beato llevaba casi cuarenta años enterrado, pero su nombre y su obra eran más famosos que nunca. Copias a mano de ese libro circulaban por todas partes desde 1502. Se mantenían en secreto, claro. Sólo unos pocos podían leerlas. El caso es que algunas llegaron incluso a Madrid. Una de las más antiguas todavía se conserva en el monasterio de El Escorial desde tiempos de Felipe II.

—Pero ¿qué contaba ese libro, doctor? —pregunté muerto de la curiosidad.

La amplia frente de mi interlocutor se plegó como el fuelle de un viejo acordeón, engrandeciendo sus ojos claros y humedeciendo, con timidez acaso, su mirada.

—Al parecer, hijo, Amadeo recibió la visita del arcángel Gabriel y, durante ocho largos trances o raptus, éste le explicó cómo había creado Dios los ángeles, el mundo y el hombre. —Fovel calló entonces un instante, para proseguir—: Su libro era una summa. Un libro del todo. ¿Lo entiendes? Del «Anunciador», aquel fraile aprendió los mecanismos de la predestinación, los nombres de los siete arcángeles que protegían la entrada al paraíso y hasta conversaron sobre la muy franciscana idea (todavía no aceptada por la Iglesia) de la inmaculada concepción de la Virgen. Pero, sobre todo, en la cuarta de aquellas visiones hablaron de la llegada de un Pastor Angélico que salvaría al mundo de su deriva. Cuando Rafael retrató al papa, éste estaba más que al corriente de aquello; y muy interesado en presentarse al mundo, claro, como ese pastor profetizado.

—Es decir, que León X creía en la profecía del beato Amadeo porque le convenía…

—… y se mandó retratar por Rafael con un curioso guiño a ese libro —me acotó—. En cuanto tengas ocasión, hijo, busca una buena reproducción de ese cuadro y fíjate bien en el tomo que el papa tiene sobre la mesa. Se trata de una Biblia abierta por el Evangelio de Lucas. El mismo texto que en aquellos días estaba inspirando esta Sagrada Familia —dijo señalando otra vez a La Perla—. Las miniaturas que verás reproducidas en ella así lo demuestran[11]. Lo curioso es que el papa parece levantar con el dedo una página dejando un gran hueco bajo el papel. ¿Sabías que tanto el papa como el cardenal Sauli creían que el Apocalypsis Nova era la continuación revelada del Evangelio de Lucas? Por eso León X abre un hueco tras el texto de Lucas. El hueco para ese nuevo Evangelio. El que supuestamente predecía que él sería el esperado Pastor Angélico.

—¿Y no irá a decirme usted ahora que ese texto es también la fuente perdida de la que bebió La Perla?

—¡Precisamente!

Entusiasmado, no me dejó seguir hablando:

—El libro del beato Amadeo, en efecto, explica muchas cosas que no están en los Evangelios. Lo mismo da detalles inéditos del encuentro del joven Jesús con los doctores en el templo que narra la infancia del Buen Ladrón. Y precisamente uno de los asuntos en los que el arcángel Gabriel puso más énfasis en sus revelaciones fue la relación que tuvieron el Bautista y Jesús desde su tierna infancia. Comparado con las profecías que auguraban la llegada de un papa que unificaría el poder religioso y el terrenal en sus manos, ese aspecto resultaba poco menos que anecdótico para la curia… ¡Pero no para los pintores que lo leyeron! Y uno de ellos fue Rafael.

—¿Uno?

—Sí. El otro, Leonardo da Vinci. Y a éste, acceder a ese libro y pintar siguiendo sus enseñanzas casi le cuesta su carrera…