Media hora más tarde, Kate estaba en su hotel, debajo de un chorro de agua caliente, envuelta en el vapor de la ducha. En su brazo izquierdo, un enorme moratón que iba adquiriendo poco a poco un desagradable color amarillo le recordaba que apenas un rato antes alguien había intentado acabar con ella.
¿Quién podría querer matarla? A la vez que se secaba con la gruesa toalla de algodón y se ponía el pijama, fue descartando posibilidades.
El único motivo que se le ocurría tenía que estar relacionado con el Valkirie. Y tan sólo había una persona interesada en el asunto: Isaac Feldman.
Otra persona habría abandonado aquella historia allí mismo. De hecho, Kate lo pensó unas cuantas veces mientras se cepillaba los dientes y se preparaba para meterse en la cama. Pero la simple idea de llegar de nuevo a la redacción del periódico con el rabo entre las piernas y una historia a medio construir le hizo descartar de plano sus temores.
Además, aquélla era la historia de Robert. Sólo de pensar en él sintió como si un peso de cientos de kilos le lastrase el corazón. Robert jamás se había arrugado cuando encontraba algo bueno que contar. Ella no sería menos. No sólo por él, sino por ella misma. Si de verdad quería ser alguien en aquella profesión, no se podía dejar amilanar.
Pero habían intentado matarla.
De repente se dio cuenta de que esa misma noche había estado a punto de acabar muerta, atropellada.
Atropellada.
Como él.
Aquello le golpeó con más fuerza de lo que podría haberlo hecho el todoterreno. Las piernas empezaron a temblarle y tuvo que sentarse en el borde de la cama mientras contenía un torrente de histeria que le subía por la garganta. Sus compuertas mentales cedieron y empezó a llorar de forma imparable, inconsolable. Se mezclaban en sus lágrimas la tensión vivida aquella tarde con el dolor sordo que anidaba en su corazón desde hacía semanas y que no se había dado el lujo de liberar.
Las lágrimas corrían como un río por su cara, al tiempo que en su cabeza se mezclaban las imágenes de los focos del todoterreno lanzándose sobre ella y las luces fluorescentes de la morgue adonde la habían llevado apenas un mes antes, en estado de shock, para que reconociese el cuerpo destrozado de su marido.
Ella podía haber terminado igual aquella noche. Fría, muerta. Acabada, en un bote de cenizas al lado de Robert.
Notó cómo todo el miedo en su interior se iba transformando poco a poco en una ira fría e implacable. No iba a ceder. Si alguien pretendía asustarla, no lo iba a conseguir. Si Feldman pretendía alejarla del Valkirie por algún extraño motivo, no le dejaría. Un segundo después, se sintió mucho mejor.
Aquella noche durmió sorprendentemente bien. Al levantarse se vistió con un traje de punto azul y manga larga que tapaba el moratón del brazo y esperó pacientemente en la recepción a que llegara el taxi que la debería llevar a su siguiente destino.
Gracias al expediente que había dejado Robert, sabía que Feldman vivía en una mansión a cuarenta minutos de allí. Aunque el magnate del juego jamás concedía entrevistas, Kate pensaba ingeniárselas para hablar con él. Iba sin cita previa y sin ningún plan preconcebido, pero lo peor que podía pasar era que tuviese que volver de vacío. Además, si no conseguía hablar con Feldman, quizá alguien de su entorno le diese alguna pista sobre el paradero actual del Valkirie.
Desde que había salido del depósito naval no había ni una sola señal sobre el destino del barco. Era como si se lo hubiese tragado la tierra.
Desde luego, Kate estaba segura de que no estaba en ningún desguace. Nadie pagaba semejante fortuna para convertir un barco en planchas de acero y estropajos de cocina. La foto del pequeño ejército de operarios reparando en el mismo depósito naval las principales averías que el tiempo había causado en el crucero demostraba que la intención de Feldman era que aquel barco navegase, fuera para lo que fuese.
Pero también estaba claro que las simples reparaciones de emergencia que habían hecho no eran suficientes para devolver al Valkirie a los mares por sí mismo. El buque tenía que estar en algún puerto o astillero, esperando a que Feldman decidiese sacarlo a alta mar. Y Kate estaba decidida a averiguar dónde.
Cuando su taxi llegó al hotel se subió en el vehículo cargada de adrenalina. Tendría toda la historia aquella misma tarde aunque tuviese que estrangular a Feldman con sus propias manos.
Sin embargo, sus planes comenzaron a torcerse muy pronto.
La residencia de Feldman, Usher Manor, estaba situada en la campiña, pero mucho antes de llegar a la puerta de la mansión, su taxi se encontró con el camino cerrado por una reja de hierro y una enorme valla de ladrillo rojo que se perdía de vista a ambos lados.
—No podemos seguir —murmuró Hussein, el taxista, el mismo que el día anterior la había llevado hasta la casa de Duff Carroll. Kate se había encariñado con él desde que prácticamente le había salvado la vida al evitar que la atropellasen—. O nos abren la puerta, o tendremos que dar la vuelta. ¿Quiere que llame al timbre, señora?
Kate negó con la cabeza. Sabía que llamar a la puerta principal no valdría de nada. Necesitaba una alternativa.
—Ésta es la entrada principal a Usher Manor —murmuró contemplando pensativa la reja—. Pero me apuesto lo que quieras a que una finca tan grande debe de tener más de un acceso. Seguro que hay un camino de servicio en alguna parte. ¡Busquémoslo!
Hussein gimió mientras se preguntaba por qué demonios Alá había puesto en su camino a aquella condenada loca. Tocó con gesto supersticioso la mano de Fátima que colgaba del espejo retrovisor y contempló con expresión implorante a la hermosa joven que estaba sentada en el asiento trasero.
—Vamos, Hussein. —Kate le palmeó jovialmente la espalda mientras exhibía su sonrisa más seductora—. No será tan complicado. Lo pasaremos bien, ya lo verás.
Por toda respuesta, el pakistaní rumió algo en su idioma a la vez que sacudía la cabeza.
Rodaron durante diez minutos por una estrecha carretera comarcal rodeada de setos hasta llegar a una bifurcación. Allí arrancaba una pista de tierra de aspecto embarrado que iba en dirección a la mansión.
Kate tuvo que emplear un buen rato de ardorosa persuasión para convencer a Hussein de que si metía su taxi por aquella pista de tierra no se quedarían atascados. Cinco minutos más tarde y cien libras después, iban dando botes por un camino bacheado que hacía crujir los amortiguadores de forma siniestra cada pocos metros.
En mitad de una colina, el taxi dijo basta. El vehículo, más adecuado para el asfalto que para el campo a través, resbalaba una y otra vez en la capa de lodo pegajoso que cubría el camino que discurría por la falda del promontorio. Hussein pegaba acelerones y lo único que conseguía era hacer culebrear el coche y lanzar al cielo pellas de barro ocre.
—Déjalo. —Kate meneó la cabeza—. Continuaré andando desde aquí. La casa no puede estar muy lejos.
—¿Andando? —El pakistaní abrió los ojos como platos—. No sé si esos zapatos serán los más adecuados…
Kate se miró los pies y se maldijo. El taxista tenía razón. Llevaba unos zapatos con tacón de diez centímetros. Se fijó en el calzado de Hussein. El hombre era bajo, y sus pies parecían bastante pequeños. Una sonrisa sinuosa apareció en su rostro.
—No —murmuró el taxista, con voz ahogada—. ¡De ninguna manera!
Un rato después, Kate subía cautelosamente por el camino, con unas incongruentes zapatillas deportivas de una talla más grande que la suya en los pies, mientras un enfadado Hussein esperaba descalzo en su taxi, cincuenta libras más rico pero muy nervioso.
Al llegar a la cima de la colina, Kate jadeó, pero no por el cansancio, sino por la impresión. Usher Manor era una mansión victoriana impresionante (A Kate le recordaba a la de Regreso a Howards End), pero sutilmente transformada.
La zona ajardinada y las fuentes que debían adornar el frontal de la casa parecían abandonadas. La maleza crecía entre los bancales y las cascadas estaban secas. Los estanques estaban llenos de agua putrefacta y por los caminos abundaban las zarzas. Daba la sensación de que nadie transitaba por allí desde hacía tiempo.
En donde debían de haber estado los parterres delanteros habían brotado una pléyade de antenas parabólicas de diversos tamaños, orientadas en varias direcciones. En un lateral de la casa, una enorme torre de telecomunicaciones se levantaba proyectando su sombra sobre una de las alas de la mansión. Un grupo de personas hormigueaba alrededor de lo que parecía ser un camión generador que estaba conectado a la casa.
A Kate le recordó más a un cuartel general que a una vivienda de verano de un acaudalado millonario, por muchos problemas con Hacienda que tuviese.
Algo le llamó la atención a su derecha. Dos hombres montados en quad se acercaban a toda velocidad, con cara de pocos amigos. De repente, Kate se dio cuenta de que se encontraba en el corazón de una propiedad privada, y no tenía ningún derecho a estar allí. Metió la mano en el bolso, buscando a ciegas su carnet de periodista, mientras los vehículos estaban cada vez más cerca. Finalmente se detuvieron a su lado, lanzando una rociada de barro, que le salpicó el traje.
—Hola —dijo con una sonrisa nerviosa—. Soy periodista del London…
En ese momento vio el oscuro cañón de un rifle apuntándole y unos ojos fríos detrás. Y Kate se preguntó por primera vez si no habría llevado su atrevimiento demasiado lejos.
La subieron en la parte de atrás de uno de los quads con las manos sujetas a la espalda por una brida de plástico. Con un rugido de los motores arrancaron a toda velocidad de vuelta hacia Usher Manor. Kate tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no caerse del vehículo cada vez que saltaban sobre una rodadura de la pista. Notaba cómo los bordes de la brida le mordían la piel de las muñecas, y las manos le hormigueaban por la falta de circulación. Aquellos dos tipos la habían atado a conciencia, y habían ignorado todos sus intentos de entablar conversación. Parecían ex militares, y Kate sospechaba que uno de ellos ni siquiera hablaba inglés.
Cuando llegaron a Usher Manor cruzaron el campamento exterior atrayendo de inmediato las miradas curiosas de la mayoría de los operarios que trasteaban de aquí para allá. Era evidente que las visitas no eran muy frecuentes por allí.
Con un escalofrío, Kate se dio cuenta de que sólo Hussein, el taxista, sabía dónde estaba. Se preguntó si a él también lo estarían maniatando en aquel momento. No sería de extrañar, ya que la seguridad parecía férrea.
Los quads se pararon al lado de una de las puertas secundarias de la mansión. Uno de los dos hombres se bajó de un salto y corrió hacia el interior de la casa mientras el otro esperaba fuera, fumándose un cigarrillo y echándole una mirada de reojo a Kate de vez en cuando.
Entonces se dio cuenta de que durante el accidentado viaje en quad su falda se había subido más de lo aconsejable y en aquel momento estaba obsequiando a todo el personal con una bonita vista de su ropa interior de encaje negro. El guardia del cigarrillo estaba a punto de quedarse bizco.
Azorada, se recompuso lo mejor que pudo, consciente de que estaba hecha un desastre. Las zapatillas del taxista eran dos trozos de fieltro colgados de los pies, su pelo estaba cubierto de barro y su vestido parecía sacado de una subasta benéfica. Aun así, procuró erguirse y mirar con tranquilidad a su alrededor, como si todo aquello no fuese nada más que un trámite rutinario.
En ese instante, la puerta se abrió de nuevo y apareció el otro guardia junto con tres hombres más. Dos de ellos parecían formar parte del mismo equipo de seguridad, pero el tercero era un anciano de unos setenta años, de mirada decidida y con aspecto autoritario. Era Isaac Feldman.
El primer guardia le pasó a Feldman el bolso de Kate y su carnet de prensa. Mientras el anciano revisaba el documento, el guardia vaciaba metódicamente el bolso y registraba todas las pertenencias de la reportera. Al encontrar su iPhone, lo tiró al suelo y con la culata de su rifle lo hizo trizas en tres o cuatro golpes.
Kate estuvo a punto de protestar, pero dejó que el grito muriese en su garganta. Sólo era un teléfono, y tenía problemas mucho peores. Feldman la miraba con una expresión indescifrable en el rostro. Horrorizada, recordó todas las historias terribles que había leído sobre la reputación mafiosa de aquel hombre y se dio cuenta de que su destino estaba en manos de aquel individuo.
—Estaba en la colina, mirando hacia la casa. —El guardia abrió la boca por primera vez—. No tenía cámaras, ni nada parecido, al menos no las hemos encontrado. Tenía un socio, un musulmán en un taxi, un poco más atrás. Lo están trayendo hacia aquí ahora mismo.
—¿Un musulmán? —Los labios de Feldman, que era judío, se torcieron ligeramente en una sonrisa amarga. Kate se dio cuenta de que un paranoico de la seguridad como aquel hombre no entendería que Hussein estaba allí tan sólo por casualidad. Se podía imaginar lo que se le estaba pasando por la cabeza.
—No es lo que parece… —se oyó balbucear a sí misma. Todo su aplomo parecía haberse esfumado ante la mirada de halcón de Feldman—. Soy periodista del London New Herald. Quería hablar con usted acerca del Valkirie. Creo que podríamos…
—Llevadla hasta el pueblo —murmuró Feldman en aquel instante—. A ella y a su socio. Entregadlos a la policía y denunciadlos por allanamiento y acoso. Reforzad la vigilancia y descubrid por dónde han entrado. Esto es inaceptable, Moore.
El hombre llamado Moore palideció al oír las palabras de su jefe y apretó la mandíbula. Miró a Kate con una expresión de odio tan intensa que la joven pensó que se iba a incendiar allí mismo.
—No se preocupe, señor —murmuró entre dientes—. No volverá a pasar.
Kate sintió que unas manos como zarpas la sujetaban y la llevaban a rastras hasta una furgoneta aparcada cerca de allí. Feldman se dio la vuelta y sin dedicarle una mirada se dirigió de nuevo hacia el interior de la casa.
—¡Espere! —gritó—. ¡Espere! ¡Tengo que hablar con usted!
El anciano no le hizo el menor caso y ya estaba en el umbral. Sólo tenía una última oportunidad.
—¡Sé lo del niño! —gritó presa de una repentina inspiración—. ¡El niño judío del Valkirie!
Feldman se detuvo de súbito. Los guardias de seguridad ya estaban introduciendo a Kate dentro de la furgoneta, pese a las patadas que trataba de propinarles. El anciano miró durante unos segundos la escena y después se fijó de nuevo en el carnet de periodista de Kate, que aún sostenía en la mano.
—Soltadla —dijo.
Los guardias obedecieron de inmediato, y Kate se zafó de ellos con furia. Se encaró con Feldman y le sostuvo la mirada.
—Sé lo del niño —repitió—. Lo sé todo. Y quiero hablar con usted.
Feldman se encogió de hombros y por primera vez sonrió abiertamente.
—Bien, señorita Kilroy, ya que quiere hablar de mí, hablaremos —dijo, enigmático, aunque un matiz de amenaza vibraba oculto en su voz—. Y espero que la conversación me resulte interesante. Por su propio bien.