EPÍLOGO

1 de septiembre de 2000

Ambas mujeres habían acordado reunirse en el aeropuerto de Francfort, Elizabeth Spencer procedente de Nueva York por la American y Rosalyn Toledano desde Boston por la Lufthansa, y después se habían trasladado en un vuelo de Iberia a Barcelona, donde se habían hospedado en un hotel del barrio Gótico. Disponían de ocho días, muy poco tiempo a su juicio, pero eran unas intimas amigas cuyos caminos se habían separado, y querían aprovechar aquella oportunidad para estar juntas.

Formaban una pareja muy curiosa: Betty ágil y rubia; Rosalyn más alta y morena, y lo bastante bronceada como para recibir una lección sobre el cáncer de piel por parte de Betty, que era estudiante de medicina. Eran amigas desde que habían compartido habitación cuando ambas estudiaban en la Universidad de Michigan.

Procuraron aprovechar al máximo los ocho días de que disponían. Decidieron pasar tres días en Barcelona y otros tantos en Madrid, más dos días intermedios en Zaragoza, ciudad a medio camino entre las otras dos. Acordaron no llenar sus vacaciones con excesivas visitas, pero tomaron un taxi para dirigirse al parque Güell, donde admiraron el genio arquitectónico de Antonio Gaudí; después se sentaron a charlar a la sombra en un banco mientras en una cercana fuente los dragones de Gaudí escupían agua. Pasaron la tarde en el museo Picasso y por la noche tomaron una cena ligera en un bar de tapas y se mezclaron con los paseantes de las Ramblas, haciendo una parada para tomar un café con pastas y deteniéndose a cada pocos minutos ante los artistas y los músicos callejeros.

Regresaron muy tarde al hotel. Tras haberse duchado, se sentaron en pijama cada una en su cama para seguir charlando.

Faltaban cuatro semanas para que Betty empezara su cuarto año de estudios en la Albert Einstein Medical School de Nueva York, el año de prácticas, y la joven estaba preocupada y emocionada.

—Tengo mucho miedo, Roz. Tengo miedo de cometer un error y matar a alguien.

—Estoy segura de que los mejores estudiantes de medicina piensan lo mismo —dijo Rosalyn—. Vas a ser una médica fabulosa, Betts.

Rosalyn se había licenciado en derecho en la Universidad de Boston en junio, pocos días antes de que su novio Bill Steinberg se doctorara en la Tufts y obtuviera un empleo como instructor de botánica en la Universidad de Massachusetts. Ambos vivían juntos en Cambridge y pensaban casarse en noviembre. Ella se había presentado al examen del colegio de abogados en julio y, mientras esperaba el resultado, trabajaba en un importante bufete jurídico de Boston. El bufete acababa de ofrecerle un empleo permanente, pero ella había trabajado allí el tiempo suficiente como para observar que las firmas de mayor prestigio esperaban que sus abogados trabajaran sin descanso setenta y cinco horas semanales o más, y se le antojaba que semejante programa sería desastroso para unos recién casados, por cuyo motivo había rechazado la oferta. El hecho de rechazar aquel trabajo la había puesto nerviosa y estaba preocupada por su inminente boda.

Rosalyn y Betty habían viajado a España para hablar; cuando echaron un vistazo al reloj, se dieron cuenta de que ya eran las tres de la madrugada.

—Procuremos no perdernos de vista, ¿eh? Tenemos que seguir en contacto aunque tengamos montones de hijos y nos convirtamos en unas lumbreras en nuestras profesiones.

—De acuerdo.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo… y ahora, duérmete ya de una vez, mujer.

Pasaron otros diez minutos y entonces fue Rosalyn la que habló.

—¿Unas lumbreras?

La mañana del cuarto día tomaron un vuelo de primera hora de la Aviaco a Zaragoza. Mientras se registraban en el hotel, prepararon su programa de visitas del día: un palacio moro del siglo XI y montones de obras de Goya.

En la plaza de España, Rosalyn dijo que tenía que hacer unas compras.

—En realidad, es una ofrenda de paz para mi perversa abuela.

—¿Os habéis peleado? Siempre me decías que era una mujer extraordinaria.

—Sí, pero mi Nona es un poco difícil algunas veces. Ni siquiera ha querido conocer a Bill porque sus padres son judíos ashkenazis y no sefardies. Me ha echado un rapapolvo que no veas. Dice que no se puede esperar nada bueno de un matrimonio interracial.

—Qué barbaridad. ¿Qué hubiera dicho si hubieras seguido con Sonny Napoli?

—Jamás presenté a Sonny Napoli a mi familia —contestó modestamente Rosalyn y ambas se echaron a reír.

—¿Dónde encontraste a Bill Steinberg? Debe de ser el único chico bueno que queda.

—Él sabe hacerme feliz, Betts. Y es un buen chico, de verdad. A él le gustaría una boda sencilla, con sólo los amigos más íntimos, pero aceptará la gran fiesta y la ceremonia sefardita. Cuando le dije que tendrían que sostener sobre nuestras cabezas su chal de oración, una especie de dosel nupcial dentro del dosel nupcial, dijo que tendría que comprarse un chal de oración. Ya verás cuando Nona se dé cuenta de que es un chal nuevo a estrenar.

—Harold y Judith, los padres de Bill, son tan buenos y pacientes como él. Mis padres los invitaron al seder de la Pascua judía para que conocieran al clan. Pensaron que prepararíamos sopa de pollo y kugel de patatas, pero, en su lugar, se encontraron con tortilla de patatas y casi cuarenta miembros de las familias Toledano y Raphael. Mi Nona les contó en voz baja que uno de sus antepasados de la familia Raphael había ayudado a levantar la sinagoga española y portuguesa de Nueva Amsterdam en 1654. Entonces Harold Steinberg le contestó, también en voz baja, que en 1919 su abuelo había sido el primer hombre de Pinks que había utilizado una máquina de coser en una fábrica de zapatos de Lowell, Massachusetts.

—Ya, pero aquello fue en 1654 —dijo Betty—. Hasta mi abuela yanqui Spencer hubiera considerado que es licito presumir del año 1654.

—Eso fue la parte materna de la familia, los Raphael. Por parte de mi padre, su primer antepasado no llegó a Estados Unidos hasta el siglo pasado, pero Nona ha logrado seguir la pista de los Toledano hasta Eleazar Toledano, un constructor de carros que se trasladó desde Amsterdam a La Haya en 1529.

—Dios bendito, Roz. ¿Y cómo es posible que nunca me hablaras de esa gente?

Rosalyn se encogió de hombros.

—Creo que no tengo ocasión de pensar en ellos muy a menudo.

Al poco rato llegaron a una tiendecita con un sencillo rótulo que decía Antigüedades Salazar, y decidieron entrar.

—Por lo menos, aquí habrá un Poco de sombra —bufó Betty.

Pero, una vez dentro, comprobaron que las antigüedades eran muy curiosas e interesantes.

—¿Buscan algo en particular? —les preguntó el propietario que dijo llamarse Pedro Salazar.

Era un anciano calvo vestido con traje negro, camisa blanca y una corbata roja estampada un tanto incongruente que le confería un aspecto casi de truhán.

—Estoy buscando un regalo para mi abuela —contestó Rosalyn.

—Ah, su abuela… bueno pues, tenemos muchas cosas. Por favor, eche un vistazo.

Los objetos eran muy bonitos, pero lo que más abundaba eran los muebles. Rosalyn no vio nada que pudiera regalarle a su abuela hasta que llegó a una bandeja de lata esmaltada con un juego de grandes copas de plata. Las copas estaban muy brillantes.

—¿Qué te parece? —preguntó, tomando una de las copas.

—Creo que a tu abuela le encantarían unos objetos de plata española antigua —contestó Betty.

Al ver su interés, el señor Salazar se acercó a ellas. Pero cuando le preguntó el precio de las copas y él se lo dijo, Rosalyn tardó un momento en traducir las pesetas en dólares e hizo una mueca.

—Demasiado —dijo.

El señor Salazar esbozó una sonrisa.

—Pertenecían a un amigo mío de toda la vida que falleció en abril. Era Enrique Callicó, un caballero muy conocido casi el último representante de una excelente familia de Zaragoza. Su padre murió en la guerra civil, durante la batalla de Madrid. Sólo queda Manuel, su hermano menor, que ahora es un anciano monseñor del Vaticano, en Roma. He vendido muchos objetos antiguos de la testamentaría Callicó.

—No sé… —Rosalyn examinó varias de las copas—. ¿Han perdido el color por la parte de abajo?

—No, señorita, las bases son de electro, una mezcla de plata y oro.

—Hay unas iniciales debajo, HT. ¿Sabe algo del platero que las hizo?

El anticuario sacudió la cabeza.

—Lo siento. Sólo sé que son unas copas muy hermosas y muy antiguas. Han pertenecido a la familia Callicó durante muchas generaciones.

—Mmmm. Dos de ellas están muy abolladas y arañadas… Y sólo hay diez. ¿Es el juego completo?

—Yo sólo tengo estas diez. Quizá le podría rebajar un poco el precio.

—No sé… —dijo Rosalyn al final—. No es sólo por el precio. Mi abuela ya es muy vieja y muchas veces la he oído quejarse de que a la plata hay que sacarle constantemente brillo.

—Sí, la plata necesita muchos cuidados —convino el anticuario.

—Roz, ven aquí —dijo Betty—. ¿No te gusta este pequeño escritorio?

El mueble era precioso.

—¿Es de roble? —preguntó Rosalyn.

—En efecto.

—¿En qué parte de España se hizo?

—En realidad, señorita, es inglés. Es de finales del siglo XVIII y pertenece al estilo Chippendale. También forma parte de la testamentaria Callicó —explicó el anticuario con una sonrisa—. Yo estaba precisamente en Londres con Enrique Callicó cuando él compró este escritorio. Poco después lo nombraron… magistrado.

—¿Cómo lo llaman ustedes?

—Juez —dijo Betty.

—Sí, fue un famoso y distinguido juez. Y en este escritorio firmó muchos documentos importantes.

—Me lo quedo.

—Roz. ¿Estás segura? —dijo Betty.

—Sí. Le arrancará un mordisco tremendo a mi cuenta bancaria y Bill pensará que me he vuelto loca, pero lo quiero. ¿Cómo lo enviarán? —le preguntó Rosalyn al señor Salazar.

—Haremos una caja de madera de tamaño apropiado. Se puede enviar despacio por barco o, por un poco más de dinero, más rápido por avión.

—Más rápido por avión —dijo temerariamente Rosalyn. Anotó una dirección y le entregó al anticuario su tarjeta de crédito—. Voy a trabajar como abogada. Quién sabe, puede que algún día yo también sea magistrada.

El señor Salazar contempló la tarjeta sonriendo.

—¿Por qué no, señorita Toledano?

—¿Por qué no, en efecto? Siempre que firme en este escritorio un documento importante, pensaré en su amigo, el señor…

—El señor Callicó.

—Sí, el señor Callicó.

—Me encanta la idea, señorita Toledano —dijo el anticuario mientras ella firmaba el resguardo de la venta y él le devolvía la tarjeta de crédito.

—Gracias por su paciencia, señor.

—De nada, a mandar —contestó el anticuario, inclinando levemente la cabeza.

Cuando las dos americanas se fueron, el anciano tomó un suave paño y empezó a sacar brillo a las copas. Procuró eliminar todas las huellas de los dedos para que las copas ofrecieran un aspecto impecable antes de volver a depositarías en la bandeja, colocando las dos piezas dañadas con las abolladuras y los arañazos de cara a la pared.

***