CAPÍTULO 45

Las partidas

A la mañana siguiente María del Mar Cano se le acercó mientras él estaba llenando las alforjas. Se había vestido de luto con unas prendas negras de viaje. El velo negro del tocado ocultaba la pequeña cicatriz de su mejilla, cuyos puntos él le había quitado unos días atrás.

—Regreso a mi casa. Mi padre enviará a uno de sus servidores para que se encargue de los asuntos relacionados con la propiedad y la herencia. ¿Querréis acompañarme a Madrid, señor médico?

—No puedo, condesa. Mi esposa me espera en Zaragoza.

—Ah —dijo tristemente la condesa. Pero enseguida sonrió—. En tal caso, tenéis que ir a visitarme algún día cuando necesitéis un cambio. Mi padre querrá recompensaros generosamente. Daniel Tapia me hubiera podido causar un gran daño.

Yonah tardó un momento en percatarse de que la condesa pensaba que él había matado a un hombre por haberla golpeado.

—Estáis confundida acerca de lo ocurrido.

Ella levantó el velo que le cubría el rostro y se inclinó hacia delante.

—No estoy confundida. Tenéis que ir a Madrid, pues yo también os quiero recompensar generosamente —le dijo, y le estampó un beso en la boca.

Yonah se sintió dolido y enojado.

Estaba claro que su padre, ¡o cualquier otra persona que la oyera!, pensaría que el médico de Zaragoza había utilizado veneno para matar. Y él no quería que semejante idea corriera de boca en boca.

María del Mar Cano era joven y hubiera sido una tentación para los hombres aunque hubiera sido vieja, pero su presencia en Madrid sería suficiente para que él jamás se acercara por allí.

Para cuando terminó de llenar las alforjas, ya estaba de mejor humor. Miró a través de la ventana, vio a la condesa de Tembleque cruzando la puerta del castillo, y se alegró muy a pesar suyo al observar que la dama estaría muy bien protegida durante su viaje a Madrid, pues había elegido como acompañante a un fornido miembro de la guardia.

Se despidió de los dos clérigos en el patio. El padre Sebas llevaba una bolsa en la espalda y un largo bastón en la mano.

—La cuestión de los honorarios… —le dijo Yonah al padre Guzmán.

—Ah, los honorarios. Como es natural, no os los podrán pagar hasta que se establezcan los detalles de la herencia. Ya os los enviarán.

—He visto que, entre las pertenencias del conde, figuran diez copas de plata. Quisiera que fueran mis honorarios.

El clérigo mayordomo se escandalizó.

—El valor de diez copas de plata es muy superior a los honorarios de un fracaso —dijo secamente. «No conseguisteis salvarle la vida», le dijeron sus ojos—. Llevaos cuatro, si tanto os interesan.

—Fray Francisco Espina me dijo que me recompensarían muy bien.

El padre Guzmán sabía por experiencia que era mejor que los funcionarios diocesanos no metieran las manos en los asuntos.

—Seis entonces —dijo, comportándose como un severo mayordomo.

—Me las llevaré si puedo comprar las otras cuatro. Dos están dañadas.

El mayordomo le propuso un precio exagerado, pero las copas valían para Yonah mucho más que todo el dinero del mundo, por lo que éste aceptó de inmediato, tras una breve resistencia inicial.

El padre Sebas lo había escuchado todo con una leve sonrisa en los labios. Luego se despidió y, levantando la mano para impartir una última bendición a los guardias, cruzó la puerta del castillo sabiendo que su destino era el ancho mundo.

Una hora más tarde, cuando estaba a punto de cruzar aquella misma puerta, Yonah se vio obligado a detenerse.

—Disculpadme, señor. Tenemos orden de registrar vuestras pertenencias —le dijo el sargento de la guardia.

Sacaron todo lo que él había guardado con tanto esmero, pero consiguió reprimir su enojo, aunque se notó un nudo en el estómago.

—Tengo el recibo de las copas —dijo.

Al final, el sargento asintió con la cabeza y él apartó a Hermana a un lado y volvió a guardar sus pertenencias en las alforjas. Después montó de nuevo en su cabalgadura y se alegró de poder dejar el castillo de Tembleque a su espalda. Se reunieron en Toledo, delante del edificio de la administración diocesana.

—¿No ha habido ninguna dificultad?

—No —contestó el padre Sebastián—. Un carretero que me conocía se detuvo y me llevó en su carro vacío. He viajado hasta aquí como el Papa.

Entraron en el edificio, se identificaron y se sentaron juntos en un banco sin decir nada, hasta que el fraile de la entrada se les acercó para comunicarles que el padre Espina ya podía recibirles en privado.

Yonah sabía que el padre Espina se sorprendía de verlos juntos.

—Os quiero contar una historia —dijo el padre Sebastián en cuanto se sentaron.

—Os escucho.

El canoso anciano habló de un joven sacerdote dominado por la ambición que, a través de sus importantes relaciones familiares, había pedido una reliquia capaz de convertirlo en el abad de un gran monasterio. Habló de intrigas, robos y asesinatos. Y de un médico de Toledo que había muerto en la hoguera por haber rechazado la petición de un sacerdote de su nueva fe.

—Era vuestro progenitor, padre Espina.

El padre Sebastián añadió que se había pasado sus largos años de vida errante, tratando de averiguar el paradero de las reliquias robadas.

—La mayoría de la gente se encogía de hombros. Era muy difícil obtener información, pero recogí una palabra por aquí y otra por allá y todos los indicios me señalaban al conde Fernán Vasca. Así pues, adquirí la costumbre de ir con frecuencia al castillo de Tembleque hasta que la gente de allí se acostumbró a verme. Mantenía los ojos bien abiertos y los oídos atentos, pero sólo este año Dios ha tenido a bien reunirme con este médico en aquel castillo, por lo cual le doy infinitas gracias.

El padre Espina escuchó con un arrobado interés que no tardó en convertirse en asombro cuando el padre Sebastián sacó un objeto de su bolsa y lo desenvolvió con sumo cuidado.

Los tres hombres contemplaron en silencio el relicario.

La plata estaba ennegrecida, pero el oro brillaba en toda su pureza y, debajo de la suciedad, las figuras sagradas y los adornos de frutos y plantas llamaban la atención por su belleza.

—Dios guió las manos del que lo hizo —dijo el padre Espina.

—En efecto —asintió el padre Sebastián.

Levantaron la tapa del ciborio y contemplaron la reliquia que contenía. Ambos clérigos se santiguaron.

—Llenaos los ojos con esta visión —dijo el padre Sebastián—, pues tanto la reliquia de santa Ana como el relicario se tendrán que enviar a Roma cuanto antes, dado que nuestros amigos de la curia papal tardan mucho en confirmar la autenticidad de una reliquia robada cuando ésta se recupera. Puede que nosotros no vivamos para verlo.

—Pero ocurrirá —aseguró el padre Espina—, y será gracias a vosotros dos. La leyenda de la reliquia de santa Ana robada en Toledo se conoce en todas partes y vosotros seréis alabados como los héroes de su recuperación.

—Hace poco me dijisteis que, si alguna vez necesitaba vuestra ayuda, no tenía más que pedirla —dijo Yonah—. Ahora os la pido. No quiero que se mencione mi nombre en relación con este asunto.

El padre Espina, desconcertado por aquel inesperado sesgo de los acontecimientos, miró a Yonah en silencio.

—¿Qué pensáis de la petición del señor Toledano? —le preguntó al padre Sebastián.

—La apoyo totalmente —contestó el anciano sacerdote—. He tenido ocasión de conocer su bondad. En tiempos extraños y difíciles, el anonimato puede ser a veces una bendición, incluso para un hombre bueno.

Al final, el padre Espina asintió con la cabeza.

—Sé que hubo un tiempo en que mi propio padre hubiera formulado esta petición. Cualesquiera que sean vuestras razones, yo no os causaré dolor. Pero ¿hay alguna cosa en la que yo os pueda ayudar?

—No, padre. Os doy las gracias.

El padre Espina se volvió hacia el padre Sebastián.

—Vos, por lo menos, tendréis que estar dispuesto a declarar como sacerdote lo que ocurrió en el castillo de Tembleque —le dijo—. ¿Me permitís que os busque una tarea más fácil que la de vagar entre los pobres, mendigando para comer?

Pero el padre Sebastián deseaba seguir siendo un fraile mendicante.

—Santa Ana cambió mi vida y mi vocación y me llevó a un sacerdocio que yo no había imaginado. Pido vuestra ayuda para que sólo se me mencione justo lo necesario, de tal forma que pueda seguir ejerciendo mi ministerio sacerdotal.

El padre Espina asintió con un gesto.

—Tenéis que escribir un informe acerca de la forma en que se recuperaron estos objetos. El obispo Enrique Sagasta me conoce y confía en mí no sólo como hombre, sino también como sacerdote. Espero poder convencerle de que envíe los valiosos objetos a Roma, señalando que han sido recuperados por el Santo Oficio de la Sede de Toledo en el castillo de Tembleque a la muerte del conde Fernán Vasca, de quien era notoria su condición de comerciante de reliquias. La antigua basílica de Constantino en Roma ha sido arrasada, y sobre la tumba de san Pedro se va a levantar un gran templo. El obispo Sagasta desea trasladarse a la curia papal y yo deseo trasladarme allí con él. —El clérigo esbozó una sonrisa—. El hecho de que se le reconozcan los méritos de la recuperación de la reliquia de santa Ana y de este precioso relicario no dañará la fama de que goza el obispo como historiador eclesiástico.

Una vez en la calle delante del edificio de la diócesis, ambos hombres se miraron a los ojos.

—¿Sabéis quién soy?

El padre Sebastián cubrió con su encallecida mano la boca de Yonah.

—No quiero oír el nombre. —Pero miró a Yonah a los ojos—. He observado que vuestros rasgos se parecen a los del bondadoso rostro de un hombre a quien yo conocí en otros tiempos, un hombre honrado extremadamente hábil en su arte.

Yonah esbozó una sonrisa.

—Adiós, padre.

Ambos se abrazaron.

—Id con Dios, hijo mío.

Yonah vio alejarse a Sebastián Álvarez por la abarrotada calle de la ciudad, con su larga melena de cabello blanco y su alto bastón de fraile mendicante. Cabalgó hasta las afueras de Toledo para dirigirse al campo que antaño fuera el cementerio judío. Las cabras y ovejas llevaban mucho tiempo sin pisar aquel lugar; la verde hierba cubría todos los huesos judíos y Yonah dejó que su yegua rozara un rato mientras pronunciaba el kaddish por su madre y por Meir y por todos los que descansaban allí. Después montó de nuevo en su cabalgadura y regresó a Toledo, recorriendo las calles en las que había transcurrido los días más felices e inocentes de su vida para subir por el empinado camino del peñasco que se elevaba sobre el río.

Los leñadores se habían adueñado de la sinagoga, por lo menos de momento. Los haces de leña se amontonaban en las gradas frontales y a lo largo de la fachada del edificio.

Refrenó su caballo y se detuvo cuando llegó a la antigua casa y el taller de la familia Toledano.

Sigo siendo judío, abba, dijo en silencio.

El árbol que había crecido sobre la tumba de su padre era mucho más robusto y, en la parte posterior de la casa, sus frondosas ramas agitadas por la brisa cubrían el tejado y daban sombra.

Sentía la poderosa presencia de su padre.

Tanto si ésta era real como si era imaginaria, él experimentó un profundo deleite.

Sin palabras le contó a su padre todo lo ocurrido. No se podía recuperar a los muertos; lo perdido, perdido estaba, pero tuvo la sensación de que la cuestión del relicario ya había descrito todo el círculo y había tocado a su fin.

Le dio una palmada a Hermana mientras contemplaba la casa donde había muerto su madre.

Sebastián Álvarez le había dicho que se parecía a su padre. ¿Se parecería también Eleazar Toledano a su padre? Si se cruzara con él por la calle en medio de la gente, ¿habría algo en él que le haría comprender que era su hermano?

Dondequiera que mirara le parecía ver a un niño delgaducho con una cabeza muy grande.

«Yonah, ¿vamos al río?»

«Yonah, ¿no puedo ir contigo?»

La repentina conciencia de un olor lo devolvió al presente; la curtiduría de cuero aún seguía allí.

«Te quiero, abba».

Cuando pasó por delante de la propiedad de su vecino Marcelo Troca, vio que el viejo aún vivía y que estaba en su campo, colocándole un ronzal a un asno.

—¡Buenos días os dé Dios, señor Troca! —le gritó, tocando con los tacones los flancos de su montura.

Marcelo Troca se quedó con la mano paralizada en el cuello del asno, contemplando perplejo a la negra yegua hasta que ésta y su jinete se perdieron en la lejanía.