En el castillo
Nueve días después atravesó la roja arcilla del llano de Sagra, ya muy cerca de las murallas de Toledo. Vio la ciudad desde lejos, recortándose con toda claridad en lo alto de la roca bajo el sol de la tarde. Toda una vida lo separaba del aterrorizado mozo que había huido de Toledo en un asno, pero, cuando cruzó la Puerta de Bisagra, se sintió invadido por unos inquietantes recuerdos. Pasó por delante de la sede central de la Inquisición, señalada por el escudo de piedra con la cruz, la rama de olivo y la espada. Cuando era chico en la casa de su padre había oído a David Mendoza explicarle el significado de aquellos símbolos a Helkias ben Toledano: «Si aceptas la cruz, te dan la rama de olivo. Si la rechazas, te dan la espada».
Ató la yegua negra delante del edificio de la administración diocesana. Anquilosado por las largas jornadas a caballo, entró y se acercó a un fraile que estaba sentado a una mesa, el cual le preguntó el motivo de su visita y le indicó por señas un banco de piedra.
El padre Espina salió tras una breve espera, con una sonrisa radiante en los labios.
—Cuánto me alegro de volver a veros, señor Callicó.
Había envejecido y madurado, y se le veía más relajado que en la época en que Yonah lo había conocido. También se había refinado como sacerdote.
Se sentaron para hablar. El padre Espina hizo preguntas acerca de Zaragoza y comentó brevemente el placer que le deparaba su trabajo.
—¿Deseáis quedaros a descansar aquí y trasladaros a Tembleque mañana por la mañana? —preguntó el clérigo—. Os puedo ofrecer la cena de un monasterio y la celda de un monje donde reposar la cabeza.
Pero a Yonah no le apetecía dormir en una celda.
—No, proseguiré mi camino para examinar cuanto antes al conde.
El padre Espina le facilitó las indicaciones necesarias para ir a Tembleque y él las repitió en voz alta, a pesar de que recordaba muy bien el camino.
—El conde se había quedado sin mayordomo cuando cayó enfermo —explicó Espina— y la Iglesia le envió otro para que ayudara a su esposa, la condesa María del Mar Cano. Es la hija de Gonzalo Cano, un acaudalado e influyente marqués de Madrid. El mayordomo es el padre Alberto Guzmán. —El sacerdote miró a Yonah—. Tal como os escribí, varios médicos han intentado ayudar al conde.
—Lo comprendo. Yo también lo intentaré.
—Os agradezco que hayáis atendido con tanta presteza mi petición. Fuisteis el mejor de los benefactores, pues me devolvisteis la memoria de mi padre. Si alguna vez os pudiera ayudar en algo, os ruego que me lo digáis.
—Yo receto las medicinas, pero no las preparo —dijo Yonah—. ¿Me podríais indicar un buen boticario de aquí cerca?
Espina asintió con un gesto.
—Santiago López, a la sombra del muro norte de la catedral. Id con Dios, señor.
La botica era pequeña y estaba muy desordenada, pero se aspiraba en ella el penetrante aroma de las hierbas medicinales. Yonah tuvo que llamar a gritos al boticario, que vivía en el piso de arriba. Era un hombre calvo de mediana edad cuyos ojos bizcos no conseguían ocultar la inteligencia que anidaba en ellos.
—¿Tenéis arrayán? ¿Y bálsamo de acacia nilotica? —le preguntó Yonah.
—¿Tenéis remolacha amarga? ¿Coloquíntida?
López no se ofendió por las preguntas de Yonah.
—Tengo casi cuanto me habéis pedido, señor. Tal como vos sabéis, uno no puede tenerlo todo. Si necesitáis algo que yo no tenga, con vuestro permiso os lo diré y os aconsejaré una o más sustancias que puedan sustituirlo.
El boticario asintió con la cara muy seria cuando Yonah le dijo que le pediría las medicinas desde el castillo de Tembleque.
—Espero que no hayáis hecho este camino tan largo por una empresa imposible, señor.
—Ya veremos —contestó Yonah, y se despidió de él.
Cuando llegó al castillo ya hacia una hora que había oscurecido y la puerta estaba cerrada.
—¡Ah del castillo!
—¿Quién va?
—Ramón Callicó, médico de Zaragoza.
—Aguardad.
El centinela se retiró a toda prisa, pero regresó de inmediato, esta vez acompañado por alguien que llevaba una antorcha. Las dos figuras que observaban a Yonah desde arriba quedaron envueltas en un cono de luz amarilla que se alejó con ellos.
—¡Entrad, señor médico! —dijo el centinela, levantando la voz.
Levantaron el rastrillo en medio de un terrible sonido metálico que hizo respingar a la yegua negra antes de que ésta siguiera adelante mientras sus cascos arrancaban chispas de las baldosas de piedra del patio.
El padre Alberto Guzmán, un hombre de expresión severa y espaldas redondeadas, le ofreció comida y bebida.
—Sí, os lo agradezco, necesito ambas cosas. Pero habrá de ser más tarde, cuando haya visitado al conde —contestó Yonah.
—Será mejor que no le molestéis esta noche y esperéis a mañana para examinarle —advirtió bruscamente el clérigo.
A su espalda destacaba un anciano fornido y rubicundo vestido con las rústicas prendas propias de un peón, cuyo rostro aparecía enmarcado por una nube de cabello blanco y una poblada barba del mismo color.
—El conde no puede hablar ni moverse y no entiende lo que le dicen. No hay razón para que os apresuréis a verle —añadió el padre Guzmán.
Yonah le miró a los ojos.
—Aun así, insisto. Necesitaré velas y lámparas alrededor de la cama. Muchas, para que haya mucha luz.
El padre Guzmán apretó los labios con expresión de hastío.
—Como queráis. El padre Sebas se encargará de proporcionaros la luz.
El anciano asintió con la cabeza y entonces Yonah se dio cuenta de que era un clérigo y no un obrero del campo.
El padre Guzmán tomó una lámpara y Yonah lo siguió por varios corredores y distintas escaleras de piedra. Pasaron por delante de una estancia que Yonah recordaba, la sala en la que el conde lo había recibido en audiencia tras la entrega de su armadura. Siguieron hasta llegar al dormitorio, un negro espacio en el que la lámpara del sacerdote hizo que las sombras del enorme lecho danzaran en los muros de piedra. Un olor nauseabundo impregnaba el ambiente.
Yonah tomó la lámpara y la acercó al rostro del enfermo. Los ojos de Vasca, el conde de Tembleque, parecían mirar a lo lejos. El lado izquierdo de su boca estaba torcido hacia abajo en una mueca permanente.
—Necesito más luz.
El padre Guzmán se acercó a la puerta y dio un grito, pero el padre Sebas ya se estaba acercando en compañía de dos hombres y una mujer que llevaban varias velas y lámparas. Una vez encendidas las lámparas y los pabilos de las velas, el conde quedó inundado de luz.
Yonah se inclinó sobre su rostro.
—Conde Vasca —le dijo—, soy Ramón Callicó, el médico de Zaragoza.
Los ojos lo miraron fijamente con unas pupilas de distinto tamaño.
—Ya os he dicho que no puede hablar —intervino Guzmán.
Vasca estaba cubierto por una manta sucia. Cuando Yonah la apartó, el hedor se intensificó.
—Tiene la espalda comida por una dolencia maligna —explicó el padre Guzmán.
El cuerpo que yacía en la cama era muy alto, pero Yonah le dio la vuelta sin dificultad y soltó un gruñido al ver una especie de forúnculos de desagradable aspecto, algunos de los cuales supuraban.
—Son llagas provocadas por la larga permanencia en la cama —determinó.
Señaló a los criados que esperaban al otro lado de la puerta.
—Tienen que calentar agua y traerla aquí sin tardanza junto con unos lienzos limpios.
El padre Guzmán carraspeó.
—El último médico, Carlos Sifrina de Fonseca, dijo con toda claridad que no teníamos que bañar al conde Vasca, so pena de que absorbiera los humores del agua.
—Estoy seguro de que al último médico, Carlos Sifrina de Fonseca, jamás lo han dejado tumbado sobre su propia mierda. —Ya era hora de ejercer su autoridad y Yonah así lo hizo con la mayor discreción posible—. Agua caliente en cantidad, jabón y lienzos suaves. Tengo un ungüento, pero traedme pluma, tinta y papel para que pueda anotar de inmediato qué otros ungüentos y medicinas necesitaré. Tendré que enviar a un jinete a Santiago López, el boticario de Toledo. El jinete deberá despertar al boticario si fuera necesario.
El padre Guzmán le miró dolido, pero resignado.
Cuando dio medio vuelta, Yonah lo llamó.
—Buscad unos suaves y gruesos vellocinos para ponérselos debajo. Que estén limpios. Traedme camisas de noche limpias y una manta que no esté sucia —añadió.
Ya era muy tarde cuando terminó. Había lavado el cuerpo, curado las llagas con ungüento, extendido los vellocinos y cambiado la manta y la camisa de noche. Le rugía el vientre cuando le sirvieron pan, un trozo de carne de cordero, con fuerte olor a choto y grasienta, y un vaso de vino amargo. Después lo acompañaron a una pequeña estancia, donde el lecho conservaba todavía el desagradable olor del cuerpo de su último ocupante, quizá Carlos Sifrina, el médico de Fonseca, pensó mientras caía dormido de puro cansancio.
A la mañana siguiente, desayunó pan con jamón y un vino un poco mejor y procuró comer todo el jamón que pudo.
La luz de la mañana apenas entraba en el dormitorio del paciente, pues sólo había un ventanuco en la parte superior del muro. Yonah mandó que los criados prepararan un catre en la estancia exterior, cerca de una soleada ventana más baja, y ordenó que trasladaran allí al conde Vasca.
A la luz del día, el estado de Vasca resultaba todavía más desolador. Los músculos atrofiados habían hecho que las manos se abrieran en una posición exagerada, con la parte exterior de los nudillos situada en el vértice del arco. Yonah le dijo a un criado que cortara dos trocitos de una rama redonda de un árbol. Después curvó las manos de Vasca alrededor de los trozos de rama y las aseguró con unos lienzos.
Las cuatro extremidades del enfermo parecían muertas. Cuando rascó las manos de Vasca, la parte posterior de sus piernas y los pies con el extremo romo de un escalpelo, le pareció que la pierna derecha reaccionaba ligeramente, pero, en la práctica, todo el cuerpo estaba paralizado. Lo único que se movía en el cuerpo del conde eran los ojos y los párpados. Vasca podía abrir y cerrar los ojos y era capaz de contemplar algo y apartar la mirada.
Yonah clavó los ojos en los del enfermo sin dejar de hablarle.
—¿Notáis esto, conde Vasca? ¿O esto otro?
—¿Percibís alguna sensación cuando os toco, conde Vasca?
—¿Os duele algo, señor conde?
De vez en cuando se escapaba de la figura un gemido o un gruñido, pero jamás una respuesta a una pregunta.
El padre Guzmán acudía a veces a la habitación para contemplar los esfuerzos de Yonah con una mal disimulada expresión de desprecio.
—No entiende nada —masculló al final—. No entiende nada ni siente nada.
—¿Estáis seguro?
El clérigo asintió.
—Habéis hecho un esfuerzo en vano. Se está acercando al divino viaje que a todos nos espera.
Por la tarde entró una mujer en la habitación del enfermo. Debía de tener la edad de Adriana y era rubia y de piel muy clara. Tenía un agraciado rostro felino, la boca pequeña, los pómulos muy pronunciados, las mejillas mofletudas y unos grandes ojos almendrados que ella alargaba con afeites de color negro. Lucía un precioso, pero manchado vestido y apestaba a vino. Por un instante, Yonah pensó que tenía un antojo en el largo cuello, pero después se dio cuenta que era la clase de señal que dejaba una noche de amor.
—El nuevo médico —dijo la mujer, mirándole.
—Sí. ¿Sois vos la condesa?
—En efecto. ¿Podréis hacer algo por él?
—Es muy pronto para decirlo, condesa… Me han dicho que lleva más de un año enfermo, ¿verdad?
—Ya va para catorce meses.
—Comprendo. ¿Desde cuándo sois su esposa?
—Cuatro años se cumplirán en primavera.
—¿Estabais a su lado cuando enfermó?
—Mmmmm…
—Me sería muy útil saber con todo detalle lo que le ocurrió aquel día.
La mujer se encogió de hombros.
—A primera hora de la mañana salió a cabalgar y a cazar.
—¿Qué hizo a la vuelta?
—De eso hace catorce meses, señor. Pero… vamos a ver si me acuerdo. Bueno, ante todo, me llevó a la cama.
—¿Fue a última hora de la mañana?
—A mediodía. —La mujer miró sonriendo al enfermo—. Para irse a la cama, no le importaba el momento, ya fuera de día o en plena noche.
—Condesa, perdonadme la pregunta… ¿hizo muchos esfuerzos aquel día el señor conde en su actividad sexual?
La mujer le miró.
—No me acuerdo. Pero él se esforzaba mucho en todas sus actividades.
Según la información de la mujer, aquel día el conde se había comportado con normalidad.
—A última hora de la tarde me dijo que le dolía la cabeza, pero se encontró lo bastante bien como para sentarse a la mesa a la hora de cenar. Mientras le servían el pollo, observé que torcía la boca hacia abajo… tal como la tiene ahora. Y me pareció que le costaba respirar y que resbalaba de la silla.
—Tuvieron que matar a sus lebreles, porque no permitían que nadie se acercara para prestarle ayuda.
—¿Volvió a sufrir un ataque similar desde aquel día?
—Dos más. No estaba tal como vos lo veis ahora después del primer ataque. Podía mover las extremidades de la derecha y hablar. A pesar de que las palabras eran torpes y confusas, consiguió darme instrucciones para su entierro. Sin embargo, dos semanas después del primer ataque sufrió otro más y, a partir de entonces, se quedó mudo y paralizado. Hace un mes, sufrió el tercero.
—Os doy gracias por haberme contado todo esto, condesa.
La mujer asintió con un gesto y se volvió para estudiar la figura de la cama.
—A veces era muy severo, tal como les ocurre a los hombres fuertes. Le he visto comportarse con gran crueldad. Pero para mí siempre fue un señor benévolo y un buen esposo. —La condesa se volvió para mirar a Yonah—. ¿Cómo os llamáis?
—Callicó.
La mujer le miró un instante, volvió a asentir con la cabeza y se retiró.