Adriana Chacón
El interés de Adriana hacia Yonah había aumentado tras haberlo visto atendiendo a la gente en el establo de Micah. Le atraía su diligencia y el respeto con que trataba a cada paciente y dedujo de ello que era un hombre sensible.
—Anselmo Montelbán está enojado —le dijo su padre el domingo—. Dice que se te ve demasiado en compañía del médico y que eso deshonra a su hijo que está comprometido contigo.
—A Anselmo Montelbán le importa muy poco su hijito José y es evidente que para él yo no valgo un comino —contestó Adriana—. Lo único que le interesa es recuperar las tierras de su padre.
—Sería mejor que no te vieran con el señor Toledano. A no ser que tú creas que sus intenciones son serias, claro. Sería muy beneficioso tener a un médico aquí.
—No hay ningún motivo para pensar que tenga algún tipo de intención —replicó Adriana en tono irritado.
Sin embargo, el corazón le dio un vuelco en el pecho cuando vio a Yonah Toledano en su puerta el lunes por la mañana.
—¿Queréis dar un paseo conmigo, Adriana?
—Ya os he mostrado los dos extremos del valle, señor.
—Os ruego que me los volváis a mostrar.
Recorrieron de nuevo el camino que bordeaba el río, conversando tranquilamente. Al mediodía, Yonah sacó la caña de pescar de la bolsa junto con una cajita donde guardaba unos gusanos recogidos en la acequia que se estaba construyendo en el prado. Ella regresó a la casa por un carbón encendido de la chimenea y, cuando volvió llevándolo en un pequeño cubo de estaño, él ya había pescado y limpiado cuatro pequeñas truchas para cada uno. Cortó unas ramas secas de los árboles para encender una hoguera y se comieron la dulce y renegrida carne de las truchas con las manos, lamiéndose los dedos.
Esta vez, cuando hicieron la siesta, Yonah se tumbó más cerca de ella.
Mientras se iba quedando dormida, Adriana percibió su suave respiración y vio cómo subía y bajaba su pecho. Cuando se despertó, él estaba sentado a su lado, contemplándola en silencio.
Cada día paseaban juntos. Los aldeanos ya se habían acostumbrado a verlos pasar, profundamente enfrascados en una conversación o bien caminando en amistoso silencio. El jueves por la mañana, como si cruzara una raya visible, ella lo invitó a acompañarla a su casa, donde pensaba preparar el almuerzo. Por el camino, la joven le habló del pasado. Sin dar detalles, le dijo que su matrimonio con Abram Montelbán había sido desdichado. Después le habló de los recuerdos que conservaba de su madre, sus abuelos y su tía Inés.
—Inés era más madre mía que Felipa. Perder a una de ellas hubiera sido una desgracia, pero ambas murieron y más tarde fallecieron también mi abuelo y mi querida abuela Zulaika.
Yonah tomó su mano y se la estrechó con fuerza.
—Habladme de vuestra familia —dijo Adriana.
Yonah le contó unas historias aterradoras. De su madre, que había muerto de una enfermedad. De su hermano mayor asesinado y de su padre, muerto a manos del populacho que odiaba a los judíos. Y del hermano menor, que le había sido arrebatado.
—Hace tiempo me resigné a la pérdida de los que murieron. Me cuesta más no lamentar incesantemente la desaparición de mi hermano Eleazar, porque algo dentro de mí me dice que sigue con vida. Si así fuera, ahora ya sería un hombre adulto, pero ¿en qué lugar del ancho mundo debe de vivir? Lo he perdido tan completamente como a los demás. Sé que vive, pero yo jamás lo volveré a ver y ésa es una certeza muy amarga.
Los hombres que estaban excavando la acequia habían llegado a la altura de la casa de Adriana y vieron pasar al hombre y a la mujer, conversando animadamente.
Al llegar a la casa, Adriana cerró la puerta a su espalda y mientras le decía a Yonah que se sentara en la sala, las palabras murieron en su boca, pues ambos se volvieron el uno de cara al otro sin pensar, y él empezó a besarle el rostro. Ella no tardó en devolverle los besos y, poco después, sus bocas y sus cuerpos se unieron.
Adriana estaba tan aturdida por el ardor que ambos sentían que, cuando él le levantó la falda y la enagua, experimentó una sensación de debilidad. Hubiera deseado escapar cuando percibió el roce de su mano. Debía de ser algo que hacían todos los hombres y no sólo Abram Montelbán, pensó con temor y repugnancia. Sin embargo, cuando la boca de Yonah le rindió tributo con sus delicados besos, ella advirtió que su mano hablaba un lenguaje distinto, más cariñoso. Entonces experimentó una sensación de calor que se extendió por todo su cuerpo y le debilitó las extremidades hasta obligarla a caer de rodillas. Yonah cayó también de rodillas sin dejar de besarla y acariciarla.
Desde el exterior les llegó la voz de uno de los hombres, gritándoles a los otros que estaban más lejos:
—No, no. Tienes que volver a colocar algunas piedras en la presa, Durante. Si, en la presa, de lo contrario, no retendrá el agua.
En el interior de la casa, los dos se habían tendido medio desnudos sobre los crujientes juncos del suelo.
Cuando Adriana arqueó la espalda para recibirlo, todo fue muy fácil. Yonah no tuvo las dificultades que siempre había tenido Abram, ninguna en absoluto. Bueno, es que es un médico, pensó la joven… Sabía que era pecado considerarlo el momento más feliz de su vida, pero aquel pensamiento y todos los demás huyeron de su mente cuando poco a poco empezó a llenarse de temor. Porque algo distinto le estaba ocurriendo. Tuvo la sensación de que se moría. Te lo ruego, Dios mío, suplicó maravillosamente viva hasta el final, mientras todo su mundo temblaba y se estremecía, y ella se agarraba con ambas manos a Yonah Toledano para no perder las fuerzas.
En las dos noches siguientes Yonah se entregó a un nuevo juego en cuanto oscurecía; les daba muy temprano las buenas noches a Micah y Leah, y esperaba con impaciencia a que llegara aquella oscuridad de color ciruela que le permitía abandonar furtivamente el establo de Benzaquen. Evitaba la luz de la luna y se movía entre las sombras cuando las había, dirigiéndose a la casa de Adriana con el mismo sigilo con que lo hubiera hecho un bárbaro criminal que tuviera intención de degollar a unos cuantos inocentes. Ambas noches encontró la aldaba descorrida, pues Adriana se encontraba detrás de la puerta, preparada para echársele encima con el mismo ardor que él sentía por ella. En cada ocasión Adriana lo obligó a abandonar su casa antes del amanecer, pues todos los aldeanos eran campesinos que se levantaban con el alba para cuidar de los animales.
Creían ser muy discretos y tal vez lo fueran, pero un viernes por la mañana Benzaquen le pidió a Yonah que lo acompañara.
—Para hablar.
Ambos se encaminaron a pie a un lugar situado a escasa distancia de la iglesia de la aldea. Micah le mostró a Yonah una ancha franja de tierra herbosa que se extendía desde la orilla del río a la rocosa ladera de la montaña.
—Esto es el centro del valle —señaló Micah—. Un buen emplazamiento, fácilmente accesible para cualquier aldeano que necesite al médico.
Yonah recordó aquella vez en que él era el pretendiente de una joven y Benzaquen lo había rechazado. Ahora adivinó que Micah lo estaba cortejando para que se quedara en la aldea.
—Estas tierras formaban parte de la propiedad del difunto Carlos ben Sagan, que en paz descanse, pero ahora pertenecen a Joaquín Chacón desde que éste se casó. Joaquín se ha percatado del interés que sentís por su hija y me ha pedido que os las ofrezca a los dos.
Yonah se dio cuenta de que estaban utilizando a Adriana como señuelo. Eran unas espléndidas tierras llenas de árboles, en las que se podría construir una casa sobre terreno elevado, pero lo bastante cerca de la corriente como para poder oír el murmullo del agua. Una familia que viviera en aquel paraje podría chapotear en las pozas durante los cálidos días estivales. Delante se extendía un pequeño campo y más allá se levantaba la boscosa ladera de la montaña.
—Eso es el centro del valle. Todo el mundo se podría desplazar a pie hasta vuestro consultorio. Los hombres de Pradogrande os construirían una buena casa.
—Nuestra población es muy pequeña —añadió cautelosamente Benzaquen, procurando no engañarlo—. Tendríais que atender no sólo a las personas, sino también a los animales, y es posible que después trabajarais un poco en el campo, si fuera de vuestro agrado.
El ofrecimiento era tentador y merecía una respuesta. Yonah estaba a punto de rechazarla cortésmente. Aquel valle le parecía el jardín del Edén, pero jamás se le había pasado por la imaginación que pudiera ser para él. Sin embargo, no quería rechazar el ofrecimiento sin antes averiguar qué efecto ejercería su decisión en la vida de Adriana Chacón.
—Dejadme que lo piense —contestó y Benzaquen asintió con la cabeza, alegrándose de no haber recibido una negativa.
Durante el camino de vuelta, Yonah le pidió un favor a Benzaquen.
—¿Recordáis cuando nos reuníamos en la casa de Granada de Isaac Saadi para celebrar los ritos del Sabbath de la antigua religión? ¿Podríais invitar esta noche a vuestros amigos para una ceremonia como aquélla?
Benzaquen frunció el entrecejo. Miró a Yonah como si viera en él unos problemas en los que antes no hubiera reparado y esbozó una sonrisa preocupada.
—Si tanto lo deseáis…
—Así es, Micah.
—En tal caso, haré correr la voz.
Pero aquella noche sólo Asher de Segarra y Pedro Abulafin se presentaron en la casa de Benzaquen y, por su recelosa actitud, Yonah adivinó que estaban allí no por devoción, sino porque le habían cobrado afecto.
Junto con Micah y Leah, esperaron hasta mucho después de que la tercera estrella hubiera aparecido en el cielo nocturno, hecho que marcaba el comienzo del Sabbath judío.
—No recuerdo muy bien la oración —confesó Asher.
—Yo tampoco —dijo Yonah.
Hubiera podido dirigir la shema. Pero el domingo anterior el padre Serafina había hablado en la iglesia de la Trinidad y le había dicho a su rebaño:
—Son tres personas. El Padre crea. El Hijo salva las almas. Y el Espíritu Santo santifica a los pecadores del mundo.
Yonah comprendió que eso era lo que ahora creían los cristianos nuevos de Pradogrande. Con tal de que la Inquisición los dejara en paz, estaban encantados de ser católicos. ¿Quién era Yonah Toledano para pedirles que entonaran: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor es Uno»?
Asher de Segarra apoyó la mano en el hombro de Yonah.
—De nada sirve recordar el pasado.
—Tenéis razón —convino Yonah.
No tardó en darles las gracias a todos y despedirse de ellos. Eran buenos, pero, si él no podía reunir un minyan, no quería que aquellos apóstatas participaran a regañadientes y rezaran para hacerle un favor. Sabía que le aprovecharía más rezar solo, tal como llevaba haciendo desde hacia mucho tiempo.
Aquella noche en la casa de Adriana acercó una tea al fuego de la chimenea hasta que el fuego prendió en ella y entonces encendió la lámpara.
—Sentaos, Adriana —le dijo—. Os tengo que decir ciertas cosas.
Por un instante, ella no contesto.
—¿Queréis decirme acaso que ya tenéis esposa?
—Ya tengo un Dios.
En pocas palabras le reveló que era judío y desde su infancia había conseguido evitar tanto la conversión como la Inquisición. Ella le escuchó sentada en silencio, sin apartar los ojos de su rostro.
—Vuestro padre y otros hombres me han pedido que me quede en Pradogrande. Pero yo no podría sobrevivir aquí, pues todo el mundo conoce la vida y milagros de los demás. Yo me conozco, y sé que no cambiaría y que tarde o temprano alguien me traicionaría por miedo.
—¿Acaso vivís en un lugar más seguro?
Yonah le habló de la hacienda en la que vivía, cerca de la ciudad, pero lejos de las miradas indiscretas.
—Allí la Inquisición es muy poderosa, pero a mí me consideran un cristiano viejo. Voy a misa. Entrego el diezmo de mis ingresos a la Iglesia. Jamás me han molestado.
—Llevadme con vos, Yonah.
—Quisiera llevaros a mi casa como esposa, pero tengo miedo. Si algún día me descubrieran, ardería en la hoguera. Y mi esposa se enfrentaría con una muerte terrible.
—Cualquiera puede sufrir una muerte terrible en el momento menos pensado —contestó Adriana con serenidad. Yonah observó que siempre actuaba con mucho sentido común. La joven se levantó, se acercó a él y lo estrechó fuertemente en sus brazos—. Me honra que me confiéis vuestra vida, haciéndome esta confesión. Habéis sobrevivido. A partir de ahora sobreviviremos juntos. —Las lágrimas que surcaban su rostro le mojaron las mejillas, pero él sintió que su boca se curvaba en una sonrisa—. Creo que moriréis en mis brazos cuando ambos seamos muy viejos.
—Tenemos que irnos de aquí sin tardanza. La gente de este valle es muy temerosa. Si supieran que sois judío y que os busca la Inquisición, ellos mismos os matarían.
—Qué curioso —añadió—. Vuestro pueblo era mi pueblo. Cuando yo era pequeña, mi abuelo Isaac decidió que dejáramos de ser judíos. Pero cada viernes por la noche y durante toda su vida, mi abuela Zulaika preparaba una excelente cena para la familia y encendía las velitas del Sabbath. Aún conservo sus palmatorias de cobre.
—Nos las llevaremos —decidió Yonah.
Emprendieron la marcha al día siguiente, justo cuando la oscuridad se estaba empezando a convertir en una luz grisácea, siguiendo el sendero de piedra que subía desde el valle. Yonah estaba nervioso, pues recordaba un viaje similar que había emprendido con Manuel Fierro la mañana en que una flecha aparecida como por arte de ensalmo había acabado con la vida del hombre al que él seguía considerando su maestro.
En ese momento nadie trató de matarlos. Yonah vigiló con inquietud y no aminoró el medio galope de sus monturas hasta que abandonaron el sendero de la montaña y se adentraron por el camino de Huesca sin que nadie los persiguiera.
Cada vez que miraba a Adriana, sentía deseos de gritar de felicidad.
En Huesca se enteró de que la familia Aurelio había preparado una considerable cantidad de triaca de excelente calidad y enseguida fue en busca de su acémila y ambos reanudaron el camino. A partir de aquel momento, ya no se dio prisa y procuró que Adriana viajara con comodidad sin cabalgar demasiado en un solo día.
Por el camino, le reveló qué cosas de las que había contado eran mentira: que no irían a Guadalajara y que ella tendría que acostumbrarse a ser la esposa de Ramón Callicó, el médico de Zaragoza. Adriana comprendió enseguida el motivo de las mentiras.
—Me gusta el nombre de Ramón Callicó —dijo, y así lo llamó a partir de aquel momento para acostumbrarse.
Cuando finalmente llegaron a Zaragoza y cruzaron la ciudad, miró extasiada a su alrededor y, al adentrarse por el sendero de la hacienda de Yonah, experimentó una profunda emoción. Yonah ansiaba tomar un baño, saborear un cuenco de gachas con un vaso de vino, acostarse con Adriana en su cama y disfrutar después de un sueño reparador; pero ella le suplicó que salieran hasta que, muerto de sueño, él la acompañó en un recorrido por la hacienda. Paseó con ella por los campos y le mostró el olivar, el sepulcro de Nuño, el arroyo con sus diminutas truchas, el vergel, el olvidado huerto lleno de maleza y la casa.
Tras conseguir él finalmente las cosas que tanto ansiaba, ambos se pasaron durmiendo el resto del día y toda la noche.
Al día siguiente, se casaron. Yonah ató cuatro palos a sendas sillas en la sala y extendió sobre ellos una manta para formar un dosel nupcial. Después encendió unas velas y ambos permanecieron juntos bajo la improvisada tienda.
—Bendito eres tú, Señor, nuestro Dios, que nos has santificado con tus mandamientos y me has concedido esta mujer en matrimonio.
Adriana le miró.
—Bendito eres tú, Señor, nuestro Dios, que nos has santificado con tus mandamientos y me has concedido este hombre en matrimonio —dijo con sus resplandecientes ojos llenos de lágrimas.
Yonah colocó en su dedo la sortija de plata que su padre le había hecho al cumplir los trece años, pero le estaba grande.
—No importa —le dijo—. Lo llevarás alrededor del cuello con una cadenita.
Después quebró un vaso con el tacón para llorar la destrucción del Templo de Jerusalén, aunque, en realidad, aquel día no había espacio en sus corazones para el duelo. Se desearon buena suerte, pronunciando las palabras hebreas.
—Mazal tov[27], Adriana.
—Mazal tov, Yonah.
Su viaje de bodas consistió en ir al huerto, quitar las malas hierbas y arrancar unas cuantas cebollas. Yonah se dirigió a la alquería de su paciente Pascual Cabrera para recuperar el caballo negro que había dejado a su cuidado. El animal no tardó en ponerse a correr por los campos con el tordo árabe y con Doña, la yegua de Adriana.
—¿Por qué llamas a tus caballos el Negro y el Gris? —le preguntó ella—. ¿Por qué no tienen nombre?
¿Cómo hubiera podido explicarle que muchos años atrás un joven había tenido y perdido un asno con dos nombres y que, desde entonces, no había podido dar un nombre a ningún animal? Se encogió de hombros con una sonrisa.
—¿Les puedo poner un nombre? —preguntó Adriana y él le contestó que le parecía muy bien. El tordo árabe se convirtió en Sultán.
Adriana comentó que la yegua negra de Manuel Fierro parecía una monja y decidió llamarla Hermana.
Aquella misma tarde empezó a trabajar en la hacienda. La casa olía a humedad a causa de la ausencia de su dueño, por lo que abrió la puerta de par en par para que entrara el aire. Fregó, quitó el polvo y sacó brillo. Recogió juncos frescos para esparcirlos por el suelo, acercó un poco más los sillones a la chimenea y colocó los candeleros de su abuela y el zorzal de madera labrada de Pradogrande en la repisa.
En sólo dos días, fue como si Adriana hubiera vivido toda la vida allí y la hacienda fuera suya.