La visita del medico
Yonah había dormido muy a gusto en el henil de Benzaquen. Para no molestar a la esposa de su anfitrión, entró en la casa cuando todo el mundo dormía, tomó un carbón de los rescoldos, encendió una pequeña hoguera a la orilla del riachuelo que discurría cerca de la casa y se preparó un puré de guisantes, echando mano de las menguadas provisiones que todavía le quedaban. Estaba descansado y bien alimentado cuando apareció Adriana Chacón para anunciarle que lo iba a acompañar en un recorrido por la aldea en sustitución de Benzaquen.
La joven le dijo que no ensillara el caballo.
—Hoy os mostraré la parte oriental del valle. Será mejor que vayamos a pie. Puede que mañana alguien os muestre la otra parte y tengáis que cabalgar —añadió.
Yonah asintió con la cabeza. Aún no había salido de su asombro ante el gran parecido de la joven con Inés, pero, pensándolo mejor, se dio cuenta de que era distinta en varios detalles: era más alta, tenía las espaldas más anchas y el busto más delicado. Su esbelto cuerpo era tan atractivo como su agraciado rostro y, cuando ella se le acercó, Yonah observó cómo se pegaban sus redondos muslos a la rústica tela de su vestido. Sin embargo, la muchacha no parecía ser consciente de su belleza, pues no hacía el menor alarde de afectada vanidad.
Yonah tomó el cestito cubierto con una servilleta que ella llevaba.
Pasaron por un campo donde unos hombres estaban trabajando. Adriana levantó la mano a modo de saludo, pero no interrumpió sus tareas para presentarles al forastero.
—Aquel hombre que está sembrando es mi padre Joaquín Chacón —le explicó.
—Ah, ya le conocí ayer. Es uno de los que acudió corriendo para protegeros.
—Él tampoco os recordaba de Granada —le dijo ella.
—No tenía nada que recordar. Mientras yo estaba en Granada, me dijeron que se encontraba en el sur, comprando seda.
—Micah Benzaquen me dijo que habíais pedido la mano de mi tía.
Micah Benzaquen era un chismoso, pensó Yonah, pero la verdad era la verdad.
—Sí, intenté casarme con Inés Saadi Denia. Benzaquen era íntimo amigo de vuestro abuelo. Actuó de intermediario y me sometió a interrogatorio en nombre de Isaac Saadi para averiguar mi situación económica. Yo era joven y muy pobre, y apenas tenía esperanzas para el futuro. Hubiera deseado que Isaac Saadi me introdujera en el comercio de la seda, pero Benzaquen me dijo que Isaac Saadi ya tenía a un yerno que trabajaba para él, vuestro padre, y que Inés tenía que casarse con un hombre que se dedicara a otro negocio o comercio. Me explicó con toda claridad que vuestro abuelo no quería mantener a un yerno y me ordenó que me marchara.
—¿Y os dolió mucho? —preguntó la joven en tono jovial para darle a entender que, después de los años transcurridos, aquel repudio sufrido en su juventud ya no podía ser tan grave.
—Pues sí, y también me dolió perderos a vos y a Inés. Quería casarme con ella, pero su sobrinita me había robado el corazón. Después de vuestra partida encontré un guijarro redondo y suave con el que vos solíais jugar. Me lo llevé como recuerdo y lo conservé más de un año hasta que lo perdí.
La joven se lo quedó mirando.
—¿De veras?
—Os lo juro. Es una lástima que Isaac no me aceptara. Hubiera podido ser vuestro tío y hubiera participado en vuestra educación.
—También hubierais podido morir con Inés en Pamplona, en lugar de Isidoro Sabino —observó ella.
—Sois una mujer muy práctica. Es algo que hubiera podido ocurrir, en efecto.
Llegaron a una pocilga hedionda en la que muchos cerdos se estaban revolcando en el barro.
Más allá se levantaba un ahumadero en cuyo interior se encontraba un porquero llamado Rodolfo García. Adriana le presentó a Yonah.
—Ya me han dicho que teníamos a un forastero —observó Rodolfo.
—Le estoy mostrando las riquezas de nuestro valle —le explicó Adriana, al tiempo que entraba con él en el ahumadero, de cuyas vigas colgaban unos grandes y oscuros jamones. La joven le dijo a Yonah que los cerdos se criaban con bellotas de la montaña—. Los jamones se frotan con hierbas y especias y se ahuman muy despacio. El resultado es una carne magra y oscura de exquisito sabor.
García tenía unos campos en los que los verdes renuevos ya estaban aflorando a la superficie.
—Sus cosechas son siempre las primeras en primavera —le dijo Adriana a Yonah.
El campesino le explicó que ello se debía a la presencia de los cerdos.
—Traslado sus pocilgas una vez al año. Allí donde los dejo, escarban la tierra con sus afiladas pezuñas y sus jetas, la mezclan con sus excrementos y crean un fértil campo que pide a gritos semillas.
Se despidieron de él y reanudaron su camino, siguiendo el curso de una corriente que atravesaba los campos y el bosque hasta llegar a un taller de madera en el que se aspiraba la fragancia de las virutas y en el que un hombre llamado Jacob Orabuena fabricaba sólidos muebles e instrumentos de madera, además de aserrar troncos por cuenta ajena.
—En el monte hay tanta madera que siempre podría estar ocupado —le explicó éste a Yonah—, pero somos un grupo muy pequeño y la demanda de mis artículos no es demasiado grande. La lejanía de este valle, que tanto valoramos por la seguridad que nos ofrece, impide que podamos vender nuestros productos. Los mercados están demasiado lejos. Podríamos llenar uno o dos carros y hacer el difícil viaje a Jaca o Huesca, pero no conviene que venga mucha gente para abastecerse de los jamones de Rodolfo o los muebles que yo hago. No nos interesa llamar la atención. Por consiguiente, cuando no tengo trabajo en mi taller, echo una mano en los campos.
Después el hombre dijo que deseaba pedirle un favor a Yonah.
—La señora Chacón dice que sois médico.
—¿Sí?
—A mi madre le suele doler mucho la cabeza.
—Tendré mucho gusto en examinarla —dijo Yonah.
De pronto, se le ocurrió una idea.
—Decidle… y decidle a cualquiera que quiera ver a un médico… que mañana me podrán encontrar en el establo de Micah Benzaquen.
Orabuena sonrió y asintió con un gesto.
—Iré con mi madre —dijo.
Siguieron el curso de la corriente y llegaron a un umbroso estanque junto al cual decidieron descansar. El cesto de Adriana contenía pan, queso de oveja, cebollas tiernas y unos racimos de uva. Ambos comieron y bebieron la fría agua del estanque, recogiéndola en el cuenco de las manos. El hecho de remover el agua asustó a unas truchas de buen tamaño que se apresuraron a buscar refugio entre las raíces de la socavada orilla.
—Este valle vuestro es un lugar espléndido para vivir —comentó Yonah.
Ella no contestó y se limitó a sacudir la bolsa para arrojar las migas de pan a los peces.
—Creo que ya es hora de hacer la siesta —declaró.
Apoyó la espalda contra el tronco de un árbol y cerró los ojos. Yonah imitó su sabio ejemplo. Sólo interrumpían el silencio el canto de los pájaros y los murmullos del agua. Yonah se quedó un rato dormido y descansó sin soñar. Cuando abrió los ojos, Adriana aún estaba dormida y él la pudo contemplar a su antojo. Tenía el rostro de los Saadi, la misma nariz larga y recta, la ancha boca de finos labios y sensibles comisuras que revelaban sus emociones. Yonah estaba seguro de que era una mujer capaz de experimentar pasiones intensas; pero no parecía tener demasiado empeño en seducir a un hombre, pues no había dado ninguna muestra, por discreta que ésta fuera, de estar disponible. A lo mejor él no le interesaba. O acaso aún llorara la muerte de su difunto esposo, pensó Yonah, envidiando por un insensato instante a su desaparecido enamorado. Su cuerpo era delgado, pero fuerte. Tenía unos huesos muy buenos, pensó, y justo en aquel instante ella abrió los ojos y lo vio contemplando arrobado su figura.
—¿Nos vamos? —le preguntó. Él asintió y se levantó, tras lo cual le ofreció la mano para ayudarla; entonces percibió los fríos y secos dedos de la joven en los suyos.
Por la tarde visitaron rebaños de ovejas y cabras y Yonah conoció a un hombre que se pasaba el día recorriendo los ríos y recogiendo y acarreando piedras aptas para la construcción que después amontonaba cual si fueran monumentos en proximidad de su casa, a la espera del día en que alguien necesitara construir algo.
Ambos estaban muy cansados cuando Adriana acompañó a Yonah a la finca de Benzaquen a última hora de la tarde. Ya se habían despedido y separado cuando ella se volvió.
—Cuando hayáis terminado vuestro trabajo de médico, tendré sumo gusto en mostraros el resto del valle —le dijo.
Yonah le agradeció de nuevo su amabilidad y le dijo que estaría encantado. A primera hora del día siguiente, la primera persona que se presentó para ver al médico fue una mujer llamada Viola Violante.
—Tengo el demonio metido en un colmillo —le dijo.
Yonah le examinó la boca y comprendió de inmediato lo que ocurría, pues tenía un canino descolorido y la encía que lo rodeaba estaba muy pálida.
—Ojalá os hubiera visitado antes, señora —murmuró, porque tal como estaba la cosa no le quedaba más remedio que arrancar aquel diente.
Tal como se temía, el diente ya estaba podrido y se rompió durante la extracción. Tuvo que trabajar mucho para asegurarse de que no quedara ninguna raíz, pero, al final, los fragmentos quedaron esparcidos por el suelo a los pies de la señora Violante. Escupiendo sangre, la mujer alabó su pericia y se fue.
Para entonces, varias personas estaban esperando y Yonah se paso toda la mañana atendiendo sin descanso a un paciente tras otro mientras les pedía a los demás que esperaran a cierta distancia para respetar la intimidad. Le recortó una uña encarnada del pie a Durante Chazán Halevi y escuchó con atención a Asher de Segarra mientras éste le describía las molestias estomacales que experimentaba periódicamente.
—No llevo medicinas y vos estáis muy lejos de una botica —le dijo al señor Segarra—, pero pronto florecerán las rosas. Si hervís un puñado de pétalos en agua con miel, lo dejáis enfriar y lo batís con un huevo de gallina, la bebida os aliviará las dolencias de estómago.
Al mediodía, Leah Chazán le llevó pan y un cuenco de caldo. Yonah lo aceptó con gratitud y reanudó su tarea de abrir forúnculos, hablar de trastornos digestivos y dietas, y enviar a la gente a la parte de atrás del establo a orinar en un cuenco para que él pudiera examinar su orina.
En determinado momento, apareció Adriana Chacón y se quedó fuera, conversando con los que esperaban. Varias veces miró hacia el lugar en el que Yonah estaba atendiendo a la gente. Pero, la siguiente vez que él levantó los ojos, ella ya se había ido.
A la mañana siguiente, Adriana se presentó montada en una yegua del mismo color que el musgo pardo, llamada Doña. Primero lo acompañó a la iglesia, donde le presentó al padre Serafino. El sacerdote le preguntó a Yonah de dónde venía y él le contestó que de Guadalajara. El padre Serafino frunció los labios.
—Habéis recorrido un largo camino.
Lo malo de las mentiras, había descubierto Yonah hacía mucho tiempo, era que una sola de ellas engendraba muchas otras. Se apresuré a cambiar de tema, comentando la belleza de la iglesia de piedra y madera.
—¿Tiene algún nombre especial?
—Pienso sugerir varios nombres a los feligreses, que son los que me tienen que guiar en la decisión. Primero consideré la posibilidad de dedicarla a santo Domingo, pero ya hay muchas dedicadas a este santo. ¿Qué os parece si la dedicáramos a los santos Cosme y Damián?
—¿Eran unos santos, padre? —preguntó Adriana.
—En efecto, hija mía, se cuentan entre los primeros mártires cristianos y nacieron en Asia Menor. Eran médicos y atendían a los pobres sin cobrarles nada. Cuando se iniciaron las persecuciones de Diocleciano contra los cristianos, ordenó que los hermanos abjuraran de su fe y, al no conseguir que lo hicieran, los mandó decapitar por la espada.
—Esta mañana me han hablado de otro médico que ha tratado a los enfermos y no ha querido cobrar —añadió el clérigo.
Yonah se sintió indebidamente alabado y, además, no le hacía la menor gracia que lo compararan con unos mártires.
—Por regla general, cobro mis servicios y con mucho gusto, por cierto —aseguró—. Pero, en este caso, soy un huésped del valle. Y mal huésped sería si accediera a cobrar a mis anfitriones.
—Habéis hecho bien sin mirar a quien —dijo el padre Serafino sin dar el brazo a torcer.
Después los bendijo a los dos y ambos se despidieron de él.
Había en el otro extremo del valle varias fincas cuyos propietarios eran dueños de grandes rebaños de ovejas y cabras. Sin embargo, Yonah y Adriana no se detuvieron a llamar a las puertas sino que rodearon las casas, dejando que sus caballos caminaran al paso en serena armonía.
Yonah le había pedido a Adriana que no llevara comida, pues estaba seguro de que podría atrapar alguna trucha; pero ella llevaba un poco de pan y queso que fue suficiente para saciar su apetito, por lo que Yonah se evitó el simple esfuerzo de pescar. Ataron los caballos en un umbroso prado y pasaron el mediodía tal como habían hecho la víspera, dormidos bajo un árbol a la orilla de un arroyo.
El día era muy caluroso y Yonah se pasó un buen rato durmiendo a pierna suelta. Al despertar, pensó que ella aún estaba dormida y bajó a la corriente para echarse agua fría a la cara. Pero entonces ella se levantó y se arrodillé a su lado para hacer lo mismo, recogiendo el agua con las manos. Mientras bebían, ambos se miraron a los ojos por encima de las manos chorreantes, pero ella desvió inmediatamente la vista. A la vuelta, Yonah dejó que ella se adelantara un poco para poder contemplarla sentada a mujeriegas con la espalda muy erguida y sin perder el equilibrio ni siquiera cuando cabalgaba a medio galope. A veces, la brisa le agitaba el cabello castaño, que llevaba suelto.
Al llegar a su casa, Yonah le desensillé el caballo.
—Gracias por volverme a enseñar todo eso —le dijo mientras ella le miraba sonriendo.
No le apetecía marcharse, pero ella no lo invitó a quedarse.
Regresó con el caballo árabe a casa de Benzaquen y lo dejó pastando cerca del establo. Los hombres del valle habían empezado a excavar una acequia para llevar el agua del arroyo a las partes del prado más secas. Yonah se pasó una hora ayudándolos, llevándose los cubos de tierra que ellos sacaban para arrojarla y extenderla en un lugar situado a un nivel más bajo, pero ni siquiera aquel duro esfuerzo consiguió disipar la extraña inquietud y desazón que lo dominaba. El día siguiente era sábado. Lo primero que pensó cuando abrió los ojos fue que le apetecía ir a ver a Adriana Chacón, pero casi inmediatamente Micah Benzaquen entró en el establo y le preguntó si tendría la bondad de acompañar a unos cuantos hombres al bosque para mostrarles las hierbas medicinales que los podrían ayudar a combatir las enfermedades cuando el señor Toledano se fuera y ellos se quedaran una vez más sin médico.
—A no ser que tengáis previsto quedaros indefinidamente aquí —añadió Micah.
Yonah adivinó que el comentario iba medio en serio, pero, aun así, sacudió la cabeza sonriendo.
Inmediatamente se puso en camino, acompañado de Benzaquen, Asher de Segarra y Pedro Abulafin. Estaba seguro de que se le pasarían por alto varias plantas beneficiosas por ignorancia, pero Nuño había sido un buen maestro y él sabía que aquellos hombres vivían en un lugar que hubiera sido un paraíso para un boticario. Para empezar, no permitió que abandonaran el prado sin mostrarles la veza amarga, muy útil para ablandar las llagas o, mezclada con vino hasta formar un emplasto, para aliviar las mordeduras de serpiente. Y los altramuces que, tomados con vino, aliviaban la ciática y, mezclados con vinagre, servían para eliminar las lombrices de los intestinos. En sus huertos, les explicó, tenían otras hierbas beneficiosas.
—Las lentejas sin descascarillar curan la diarrea, como hacen los nísperos cortados a trocitos y mezclados con vino o vinagre. En cambio, el ruibarbo alivia el estreñimiento. Las semillas de sésamo mezcladas con vino mejoran el dolor de cabeza y el nabo calma la gota.
En el bosque les mostró la guija silvestre, muy buena para la sarna y la ictericia, si se mezclaba con cebada y miel. Y la alholva, que se tenía que mezclar con salitre y vinagre para aliviar los calambres menstruales de las mujeres. Y el jacinto, que, quemado con una cabeza de pescado y mezclado con aceite de oliva, servía de ungüento para aliviar el dolor de las articulaciones.
En determinado momento, Pedro Abulafin, que era el que más cerca estaba de su casa, se retiró y no tardó en regresar con dos hogazas de pan y una jarra de bebida. Todos se sentaron sobre las rocas a la orilla del arroyo, partieron y comieron el pan y se pasaron la jarra que contenía un vino amargo que, tras haberlo dejado madurar para que fuera más fuerte, ya era casi como el aguardiente.
Los cuatro estaban un poco achispados y se sentían invadidos por un espíritu de jovial camaradería cuando salieron del bosque. Yonah se estaba preguntando si le daría tiempo para visitar a Adriana tal como tenía previsto hacer al principio, pero, cuando regresó al establo de Benzaquen, Rodolfo García lo estaba esperando.
—No sé si me podréis ayudar, señor. Es por una de mis mejores cerdas. Se ha pasado todo el día intentando parir, pero no hay manera. Sé que sois un médico de personas, pero…
Así pues, se fue inmediatamente con García a la pocilga, donde la cerda jadeaba con gran esfuerzo, tumbada de lado en el suelo. Yonah se quitó la camisa y se untó la mano y el brazo con sebo. Tras varias manipulaciones, le extrajo a la cerda un voluminoso cerdito muerto y fue como si hubiera destapado una botella. En poco tiempo salieron ocho cerditos vivos que inmediatamente se pusieron a mamar.
Los honorarios de Yonah fueron un baño. Trasladaron la tina de García al establo y el porquero calentó y transportó dos grandes recipientes de agua caliente mientras Yonah se frotaba con deleite. Cuando regresó a la casa de Benzaquen, descubrió que Leah Chazán le había dejado un plato cubierto con un lienzo, con pan, un pequeño queso redondo y un vaso de vino dulce ligero. Yonah comió y, a continuación, salió y orinó contra el tronco de un árbol bajo la luz de la luna.
Después subió al henil del establo y extendió la manta junto a la ventana sin cristales para poder contemplar las estrellas. Enseguida se quedó dormido como un niño.
El domingo por la mañana acompañó a Micah y Leah a la iglesia, donde vio a Adriana sentada al lado de su padre y la esposa de éste. Había varios bancos vacíos, pero Yonah se acercó directamente a Adriana y se sentó a su lado. Leah y Micah lo siguieron y tomaron asiento a su izquierda.
—Buenos días os dé Dios —le dijo a Adriana.
—Que Él os los dé también a vos.
Hubiera querido decirle algo más, pero se lo impidió el comienzo de la misa que el padre Serafina celebró con metódica eficiencia. A veces, cuando ambos se arrodillaban y se volvían a levantar, sus cuerpos se rozaban. Yonah sabía que la gente lo estaba mirando.
El padre Serafino anunció que aquella mañana se dirigiría al prado oriental para bendecir la zanja de avenamiento que se estaba construyendo. Tras el canto del último himno, los asistentes se pusieron en fila. Mientras el sacerdote se dirigía al confesionario, Leah dijo que, a no ser que el señor Toledano deseara confesarse, sería mejor que se fueran enseguida, pues ella tenía que preparar un refrigerio para los habitantes de Pradogrande que aquel día acudirían a su casa para conocer a su huésped y presentarle sus respetos. Soltando un gruñido en su fuero interno, Yonah no tuvo más remedio que acompañarlos.
Los visitantes se presentaron con regalos como tortas de miel, aceite de oliva o un pequeño jamón. Jacob Orabuena le ofreció una preciosa pieza de madera labrada que representaba un zorzal en pleno vuelo y casi parecía de verdad, pintado con unos colores que el artesano había obtenido utilizando unas hierbas del bosque.
Adriana, su padre y su madrastra también visitaron la casa, pero Yonah no tuvo ocasión de hablar con ella a solas. Al final, Adriana se fue y él procuró disimular su contrariedad.